21. La marioneta del doctor Wings

Cuando llegué a la juguetería, todo parecía exactamente igual que cuando me había ido. Las paredes seguían cubiertas de juguetes, aún había serrín desparramado por el suelo, y detrás del mostrador unos botes de pintura con las tapas medio abiertas, con viscosos churretes de colores en los lados. De la caja registradora pendían unas telarañas.

—¿Hola? —susurré mirando alrededor, esperando que mi padre surgiera de las sombras—. ¿Papá?

Pero no hubo respuesta. Me mordí el labio, preguntándome qué hacer. El hospital estaba a sólo unos kilómetros de distancia, podía plantarme allí en segundos si me lo proponía, pero algo me dijo que mi padre jamás habría acudido a un hospital. Después de todo, había construido él mismo la juguetería. La había forjado con sus propias manos, no sólo los ladrillos deformes y el cemento mal puesto que mantenían en pie el maltrecho edificio, sino también todo lo que contenía, cada uno de los juguetes que cubrían los mostradores y llenaban las estanterías. Jamás se habría marchado de allí; estaba seguro de eso.

Un crujido al otro lado del mostrador me hizo alzar la vista, y advertí que la puerta se había colocado y estaba entreabierta.

—¡Henry! —exclamé—. Mi viejo amigo Henry. Sigues aquí.

La puerta me miró con expresión acusadora, sin consentir que emergieran el cariño y la amistad que antaño había entre nosotros. Se limitó a permanecer en silencio, permitiéndome vislumbrar la escalera tenuemente iluminada más allá. Me dirigí a ella, alcé la vista hacia la espiral de peldaños de madera y empecé a subir. Captando la urgencia del momento, Henry no tardó en adelantarme para encajarse en la pared, en esta ocasión firmemente cerrada pero permitiéndome girar el pomo. En la salita de estar había una luz encendida, y al entrar los tablones crujieron bajo mis pies.

Nada había cambiado. Las sillas estaban en sus sitios habituales ante la chimenea, aunque al ver quién entraba me volvieron de inmediato los respaldos. Las tazas estaban dispuestas con sus platos en los estantes, pero giraron las asas hacia dentro, impidiendo que las agarrara. El perchero seguía en el rincón, pero se alejó de puntillas sobre las cuatro patas para encerrarse en la que había sido la habitación de mi niñez.

Me entristeció mucho ver cuánto había decepcionado a las cosas de mi padre.

—¡Oh, cielos! —exclamó un conejo anciano al salir de la habitación de mi padre, dando un brinco de sorpresa ante tan inesperado visitante, pero luego se relajó y sonrió—. ¡Has venido! ¡Casi no puedo creerlo! Al principio no te he reconocido. Estás mucho mayor.

—Hola, doctor Wings —contesté, y me acerqué para acariciarle las orejas. Siempre le había tenido mucho cariño al doctor, que se ocupó de mis enfermedades infantiles—. Recibí su carta y he venido lo antes posible.

—Ah, ya veo —dijo él, apartando la vista un instante y mordiéndose el labio—. Ni siquiera estaba seguro de que te llegara. Después de todo, has estado fuera mucho tiempo.

—Sí, me entretuvieron —expliqué sin ser capaz de mirarlo a los ojos, tan avergonzado me sentía de mi egoísta conducta. Había tratado de ser un buen hijo, pero lo cierto era que los acontecimientos no habían cesado de impedírmelo.

—¿Qué te entretuvieron? —repitió el conejo, frunciendo el entrecejo—. ¿Durante todos estos años, mientras tu padre se volvía más viejo y enfermizo? ¡Qué insólito, la verdad!

—Lo siento —repuse mirando el suelo—. Pero he vuelto. ¿Cómo está él? ¿Se encuentra mejor? Ahora quiero quedarme y cuidarlo, de veras que sí. —Titubeé un instante cuando me pasó por la cabeza la peor posibilidad—. No estará… no se habrá…

—¡Oh, qué pena! —dijo con tristeza el doctor Wings, negando con la cabeza mientras mordisqueaba una zanahoria—. Ojalá hubieses llegado hace una hora.

—¡Lo intenté! —aduje, empezando a sentir agudas punzadas de culpa—. Además, ¿cómo se puso tan enfermo? Estaba bien cuando me fui. Se hacía mayor, por supuesto, pero no tenía mala salud.

El conejo me miró entornando los ojos, pensativo.

—¿Cuánto tiempo crees que has estado fuera?

—Varios meses, supongo —contesté, ruborizándome—. Pierdo la noción del tiempo muy fácilmente. Cuando uno está siempre corriendo, atraviesa muchas zonas horarias y nunca sabe del todo dónde se encuentra. O más bien cuándo se encuentra.

—Muchacho, eso es lo más ridículo que he oído en mi vida —repuso el conejo mirando las ramitas verdes del cabo de la zanahoria para luego zampársela de un bocado—. Has estado fuera casi diez años.

—¡No puede ser! —exclamé, y consulté el reloj, como si así pudiera confirmar mi aseveración.

—Te aseguro que lo es.

—¿Quiere decir que me he perdido diez cumpleaños?

—Te has perdido diez cumpleaños de tu padre —puntualizó el conejo—. Y durante todo ese tiempo, no habló de otra cosa que de ti. Seguía tus hazañas todas las semanas en los periódicos.

—Nunca pretendí estar fuera tanto tiempo. Le prometí que volvería después de los Juegos Olímpicos.

—Pero no volviste.

—No —admití—, no volví. ¿Cómo enfermó?

El doctor Wings esbozó una sonrisa comprensiva y negó con la cabeza.

—Muchacho, se hizo viejo, eso fue todo. Tu padre era un hombre muy anciano. Había trabajado duro toda su vida. Bueno, lo cierto es que siguió trabajando en la juguetería hasta hace unas semanas. Entonces empezó a sentir mareos y vine a ocuparme de él, pero no hubo nada que hacer. Unos días más tarde sufrió una caída, y después tuvo que guardar cama. Me temo que a partir de ese momento lo estuvimos perdiendo día a día.

Negué con la cabeza.

—Nunca pensé que podía pasar algo así —comenté.

—Pero todos nos hacemos viejos —repuso el conejo—. Tú mismo estás envejeciendo. Las cosas son así. Los niños se vuelven hombres. Y los hombres se vuelven ancianos. Eso lo sabrás, supongo.

Asentí con la cabeza. Sabía de una cosa que nunca envejecía: una marioneta.

—Ojalá hubieses llegado una hora antes —repitió con voz triste, negando con la cabeza.

—¿Sólo una hora? ¿Quiere decir que…?

—Sí. Ha muerto justo antes de que llegaras. Está ahí dentro, en la cama. Puedes entrar a verlo, si quieres.

Respiré hondo y me acerqué despacio a la puerta. Titubeé un instante al asomarme, nervioso ante lo que vería cuando mis ojos se acostumbraran a la oscuridad. Las cortinas estaban echadas y la habitación se hallaba sumida en la semipenumbra del anochecer. Sobre la mesita de noche, una lamparita dormitaba en silencio, pero captó mi presencia, me miró y se sorprendió tanto que la bombilla se iluminó de inmediato.

En la cama, papá tenía todo el aspecto de estar dormido. Estaba más viejo de lo que recordaba, pero parecía en paz y me alegré de que así fuera.

—Soy yo, papá —susurré acercándome a él—. He vuelto a casa.

Después de que le diéramos sepultura, no tardé mucho en decidir que tenía que hacer algo para honrar su recuerdo. Colgué mis zapatillas de atletismo y me dije que intentaría seguir con su negocio. Después de todo, papá había dedicado tantos años a la juguetería que sería una lástima dejarla extinguirse sólo porque su creador ya no estaba entre los vivos. Hice las paces con todas las cosas de la tienda, a las que tanto había decepcionado, y juramos empezar de nuevo, amigos otra vez.

Por suerte, había aprendido tantas cosas en el colegio después de nuestro traslado al pueblo que sabía exactamente lo que me hacía.

Me levantaba todas las madrugadas a las cuatro en punto y corría durante cinco horas antes de abrir la juguetería, sólo para mantenerme en forma. Cuando no había clientes, es decir, siempre, hacía juguetes nuevos; toda clase de juguetes: trenes y coches, pelotas de fútbol y barcos, rompecabezas y cubos de letras, pero nunca marionetas. Luego los pintaba, les ponía un precio y los colocaba en el estante adecuado. Cuando Alexander daba las seis de la tarde, me ponía de nuevo la ropa de deporte y salía a correr varias horas hasta alguno de los pueblos más distantes, para luego volver a la tienda, cerrarlo todo y retirarme al piso de arriba a cenar. Un poco de pasta. O una ensalada de la huerta. Me acostaba todas las noches a las doce y volvía a levantarme a las cuatro, siete días por semana.

Me decía que, en general, era una buena vida. Y pasaba los días tratando de no pensar cuánto lamentaba haber dejado solo a papá cuando más me necesitaba.