11. Una excursión inesperada
La madre de Noah nunca había sido de las que hacen cosas inesperadas, pero aquello había cambiado unos meses atrás, después de que cancelaran las vacaciones de primavera en casa de la tía Joan. Solían ir allí cada Pascua desde que Noah recordaba, y siempre había deseado ese viaje, no sólo porque vivían junto al mar y podía pasarse horas chapoteando en el agua y haciendo castillos en la arena, sino también porque su primo Mark era su mejor amigo, aunque sólo se vieran unas pocas veces al año. (La costa, donde vivía la tía Joan, quedaba muy lejos del bosque donde residía la familia Barleywater).
Todo el mundo decía que Mark era muy distinto de Noah. Era alto para su edad, y sus padres aseguraban que iban a ponerle un ladrillo en la cabeza para impedir que creciera más, porque la ropa sólo le duraba unos meses antes de quedársele pequeña. Y tenía una buena mata de pelo rubio, mientras que el de Noah era negro. Y tenía ojos azules, no verdes como los de Noah. Y se parecía a una estrella de fútbol o rugby, dos deportes que a Noah le gustaba practicar pero en los que no destacaba. Por algún motivo, siempre se confundía cuando jugaban en el colegio (los lunes, miércoles y viernes, al fútbol; los martes y jueves, al rugby), y atrapaba el balón con las manos para arrojárselo de lado a los otros niños del equipo, o chutaba la pelota de rugby para lanzarla al fondo de la red y gritar «¡Gooooool!» a pleno pulmón y luego correr alrededor del campo con la camiseta levantada, tapándose la cabeza, hasta que se caía. De no ser porque en general resultaba simpático a los demás niños, es muy posible que le hubiesen dado de patadas en el trasero.
—Ha habido un pequeño cambio de planes —anunció su madre una noche a la hora de la cena—, con respecto a las vacaciones en casa de la tía Joan.
—Pero vamos a ir, ¿verdad? —se apresuró a decir Noah levantando la vista del pastel de pescado, al que estaba mareando en el plato con la esperanza de encontrar algo comestible en aquel revoltijo blandengue. (Su madre era muchas cosas, pero buena cocinera no era una de ellas).
—Sí, sí, vamos a ir —repuso la madre buscando con la vista la sal y la pimienta para camuflar el sabor y al mismo tiempo no mirarlo a los ojos—. Bueno, cuando digo que vamos a ir quiero decir que iremos. En algún momento, claro. Pero no dentro de dos semanas como teníamos planeado.
—¿Por qué no? —quiso saber Noah, los ojos abiertos de sorpresa.
—Será otra semana —intervino el padre—. Por ejemplo, en verano, si todo va bien.
—Pero si está todo organizado —insistió Noah, mirando de uno a otro, consternado—. Le escribí a Mark la semana pasada y decidimos que la primera tarde iríamos a buscar cangrejos y…
—La última vez que fuiste a buscar cangrejos con Mark, llenasteis un cubo entero, y cuando uno se salió y se subió a tu brazo, los dejaste caer todos en el suelo de la cocina de la tía Joan —le recordó su madre—. Todos escaparon, excepto un cangrejo desafortunado al que se le rompió el caparazón al caer. En todo caso, imagino que la población de cangrejos estará encantada de enterarse de que no vas de visita esta Pascua.
—Sí, pero entonces sólo tenía siete años —adujo Noah—. Nadie sabe cómo comportarse a los siete. Pero ahora tengo ocho. Trataré a los cangrejos con más respeto.
—¿Quieres decir que conservarás intactos sus caparazones antes de dejarlos caer, todavía vivos, en una olla de agua hirviendo? —preguntó el padre, que se definía como un defensor de causas perdidas y se sentía orgulloso de ello.
—Eso es. Así pues, ¿podemos ir?
—No —contestó su madre.
—Pero ¿por qué no?
—Porque no podemos.
—¿Por qué no podemos?
—Porque yo lo digo.
—Pero ¿por qué lo dices?
—Porque ahora mismo no es posible.
—Pero ¿por qué no es posible ahora mismo?
—¡Porque no lo es!
—¡Eso no es una respuesta!
—Bueno, pues es la única respuesta que van a darte, Noah Barleywater —espetó la madre, y él supo que ahí acababa el asunto, porque su madre sólo lo llamaba por el nombre y el apellido cuando había tomado una decisión y no había vuelta atrás—. Ahora, cómete el pastel de pescado antes de que se enfríe.
—Odio el pastel de pescado —gruñó Noah; en realidad le gustaba cuando estaba bien hecho. (Por alguien que supiera cocinar, por ejemplo).
—No, no es verdad —repuso ella—. Cuando salimos a cenar fuera siempre pides pastel de pescado.
—No odio el auténtico pastel de pescado —explicó Noah, revolviendo la bazofia rosácea y blancuzca en el plato; algunos trozos se veían tan crudos e incomibles que un veterinario experimentado habría podido devolverles la vida—. Pero esto, madre… Esto… la verdad…
La mujer exhaló un suspiro. Sabía que Noah sólo la llamaba «madre» cuando estaba seguro de algo y no había forma de convencerlo de lo contrario.
—¿Qué tiene de malo? —preguntó al cabo de unos instantes.
—Sabe a vómito —repuso el niño encogiéndose de hombros.
—¡Noah! —exclamó el padre, dejando de enredar en su propio plato para mirar a su hijo—. Eso que has dicho es inaceptable.
—Déjalo, tiene razón —intervino la madre con un suspiro y apartó el plato—. Soy una cocinera pésima, lo sé.
—Haces una sopa de tomate bastante buena —concedió Noah.
—Ya —admitió ella—. Sé abrir una lata como el mejor. Pero mi pastel de pescado no da la talla.
—Para ser francos —dijo el padre—, sí que parece algo ante lo que el perro arrugaría el hocico. Si tuviésemos un perro, claro.
—Vayamos a cenar fuera —propuso la madre, poniéndose en pie para retirar los platos—. Así podréis pedir lo que queráis.
Noah sonrió, con la decepción por lo de las vacaciones momentáneamente olvidada, y saltó de la silla, pero justo en ese instante a su madre se le escurrieron los platos que llevaba, y los tres se estrellaron contra el suelo, diseminando por todas partes patatas, gambas, bacalao, guisantes y toda clase de ingredientes viscosos. Noah dio un respingo, esperando oírla decir que era una patosa incorregible y que siempre se le caía todo, pero en lugar de ello estaba apoyada contra el aparador, aferrándose los riñones con una mano y gimiendo suavemente, emitiendo un sonido extraño e inquietante, un gimoteo desgarrador que no le había oído nunca. Su marido corrió hacia ella, y Noah dio un paso también, pero no había otra forma de pasar sobre el pastel de pescado desparramado que dando un gran salto, y no podía hacerlo sin dar primero un paso atrás.
—Sube a tu habitación, Noah —ordenó su padre antes de que pudiera moverse.
—¿Qué le pasa a mamá? —preguntó él con nerviosismo.
—¡Sube a tu habitación! —repitió su padre levantando la voz, y pareció tan serio que Noah obedeció inmediatamente.
Una vez en su cuarto, trató de no pensar en qué estaba pasando en realidad en el piso de abajo.
Y ahí acabó el asunto, por el momento.
Dos semanas después, el día en que deberían haberse marchado a casa de la tía Joan de no haber cambiado los planes, Noah estaba ante el espejo de su habitación midiéndose los músculos cuando su madre entró muy decidida. Había pasado unos días enferma en la cama, pero ya parecía mejor y todo el día anterior había estado fuera, en lo que describió como una misión secreta de la que Noah sabría algo muy pronto.
—¡Aquí estás! —exclamó sonriente—. ¿Qué te parecería una excursión?
—¡Guay! —contestó Noah, dejando la cinta métrica para tomar nota en su libreta de medidas—. ¿Adónde iremos esta vez? ¿Volvemos a la cafetería del flipper?
—No, tengo un plan mucho mejor. Puesto que no podemos ir al mar, he pensado traer el mar a nosotros. ¿Qué te parece?
Noah suspiró y negó con la cabeza.
—Vivimos junto a un bosque, madre. No creo que vayamos a encontrar ninguna playa por aquí cerca.
—Si piensas que voy a dejar que un detalle como ése se interponga en mi camino, es que no me conoces —contestó ella; le sacó la lengua y esbozó una mueca—. Ya sabes que soy la madre más increíble del mundo, ¿no? —Noah asintió pero no dijo nada, de modo que su madre dio dos rápidas palmadas, como alguien en un programa de televisión a punto de hacer un hechizo, y dijo—: Ve por el bañador y una toalla. Te espero abajo dentro de cinco minutos.
Noah lo hizo, preguntándose qué demonios le estaría pasando a su madre. Era la segunda vez que lo sacaba en una excursión imprevista. La primera vez, la del flipper, lo habían pasado genial, y si podía basarse en eso, ésta de ahora sería incluso mejor. Antes, su madre no hacía esa clase de cosas, pero últimamente, y de repente, parecían estar de moda. Sin embargo, no lograba imaginar cómo llevaría el mar hasta el bosque. Su madre era muchas cosas, pero maga no.
—¿Adónde vamos? —preguntó cuando iban en el coche, con la capota abierta por una vez. (En el pasado, la señora Barleywater decía que no le gustaba abrirla por si pillaba un resfriado, pero eso ya no parecía preocuparla y se la veía contenta disfrutando de la fresca brisa de verano. «Sólo se vive una vez», había comentado al abrirla).
—Ya te lo he dicho, a la playa.
—Sí, pero en la vida real —insistió él.
—Noah Barleywater —repuso ella mirándolo un instante, para luego volver a centrarse en la carretera—, espero que no estés sugiriendo que voy a defraudarte. Me has dicho que te encanta ir a la playa.
—Sí, pero está a cientos de kilómetros de aquí. No vamos a conducir cientos de kilómetros, ¿verdad?
—Claro que no —respondió su madre—. No tendría energías suficientes para eso. No, deberíamos llegar en unos quince minutos.
Y en efecto, un cuarto de hora después, tras haberse alejado del bosque en dirección a la cercana ciudad, llegaron a un hotel que Noah nunca había visto y dejaron el coche en el aparcamiento.
—No digas nada —dijo la madre al advertir la escéptica expresión de su hijo—. Confía en mí y ya está.
Entraron en el hotel y la señora Barleywater le hizo una seña con la mano a una recepcionista, que salió de detrás del mostrador con una sonrisa en el rostro y le tendió una llave.
—Gracias, Julie —dijo la madre guiñándole un ojo.
Noah frunció el entrecejo, sorprendido, porque estaba seguro de conocer a todos los amigos de su madre, y esa Julie era nueva para él. A continuación siguió a su madre, sólo volviéndose para echar un vistazo a la recepcionista, que estaba con otra compañera y los observaba alejarse. Movía la cabeza como si estuviera muy triste por algo, y le habló a su amiga, que se quedó boquiabierta, como si acabaran de contarle un terrible secreto.
—Es por aquí —indicó la madre llevándolo de la mano pasillo adelante—. Y ahora, subamos al ascensor. ¿Quieres apretar tú el botón?
Noah suspiró y negó con la cabeza.
—Te acuerdas de que tengo ocho años y no siete, ¿no? —preguntó, pues cuando era más pequeño siempre quería ser quien pulsara los botones en los ascensores—. Aun así, supongo que tiene que apretarlo alguien.
—B —dijo la madre.
Noah apretó el botón de la planta B, las puertas se cerraron y el ascensor bajó lentamente entre montones de chirridos y silbidos.
—¿Adónde vamos? —preguntó.
—A un sitio que está muy bien —contestó su madre.
Cuando las puertas volvieron a abrirse, recorrieron otro pasillo, y la señora Barleywater abrió una puerta que daba a un vestuario desierto.
—Entra y ponte el bañador —indicó—. Yo me cambiaré ahí al lado. ¡Bueno, espabila! Nos encontraremos aquí fuera dentro de cinco minutos exactos.
Noah asintió con la cabeza, hizo lo que le decían, y cinco minutos después los dos recorrían otro pasillo. Por fin, su madre se detuvo ante una puerta y se volvió muy sonriente.
—Siento que no hayamos podido ir a la playa este año, pero no quería que te lo perdieras por mi culpa.
—¿Por tu culpa? ¿Qué quieres decir?
En lugar de contestar, ella se limitó a abrir la puerta con una llave que le habían dado, y entraron en la zona de la piscina. Noah había estado antes en piscinas, pero nunca en una como aquélla. Para empezar, no había nadie, lo que sorprendía bastante en un hotel de esa clase. Las piscinas solían estar llenas de hombres mayores que chapoteaban como ballenas al nadar, o de niños asustados que daban nerviosos saltitos en la parte baja, por temor a dejar de hacer pie y que el suelo desapareciera. No obstante, sólo estaban ellos dos.
Pero si aquello le pareció poco corriente, no fue nada comparado con el aspecto que tenía la piscina. Habían traído montones de arena para formar dunas, y aunque no recordaba ni por asomo a una playa, era probablemente lo más cercano que podía encontrarse en una piscina. Noah se quedó pasmado y miró maravillado a su madre.
—De acuerdo, no es una playa real —admitió ella—, pero tenemos el sitio sólo para nosotros y podemos fingir que estamos en la playa, ¿no? Otras vacaciones juntos en la playa. Saquémosles el mayor partido, ¿de acuerdo?
—Muy bien —dijo Noah—, siempre podemos volver a casa de la tía Joan la próxima Pascua, ¿no? O incluso este verano.
La señora Barleywater iba a contestar, pero pareció tardar en encontrar las palabras. Tragó saliva y apartó la mirada, y entonces se inclinó y abrazó a Noah tan fuerte que él pensó que se había vuelto loca.
—¿Qué pasa? —preguntó con nerviosismo, apartándose de ella—. ¿Por qué estás tan rara?
—¿Yo? ¿Rara? —repuso la madre aclarándose la garganta, y le volvió la espalda—. No sé de qué me hablas. Y ahora, ¿qué te parece si nadamos un poco? —añadió acercándose al borde de la piscina—. Te echo una carrera hasta el otro lado.
En cuanto lo hubo dicho, se zambulleron y llegaron al otro lado casi a la vez, pero estuvieron finalmente de acuerdo en que ella había llegado primera por los pelos, aunque fue la única carrera que ganó en toda la tarde, pues Noah era muy buen nadador y ella parecía cansarse con facilidad. Hicieron castillos de arena, nadaron más, y justo en el momento adecuado, un joven trabajador del hotel, al que no pareció impresionarle lo que estaba pasando allí, les llevo sándwiches y refrescos.
—¿Y bien? —preguntó la madre mientras espolvoreaba el sándwich con unos granos de arena, para que se pareciera aún más a cuando estaban en la playa—. ¿Lo estás pasando bien?
Noah se apresuró a asentir con la cabeza y la miró con una sonrisa radiante. Se preguntó si ella padecería alguna clase de alergia al cloro, pues tenía los ojos muy rojos, como si hubiese llorado mientras estaba en el agua. Iba a decirle que debería llevar gafas protectoras, pero tenía la boca tan llena de sándwich de huevo que no habría podido pronunciar las palabras sin escupírselo encima, y unos instantes después se le había olvidado.
—Tenemos que sacarles el máximo partido a los días como éste —dijo ella con tono de complicidad, tratando de atraerlo de nuevo hacia sí.
Pero esta vez Noah se apartó porque su madre tenía el bañador mojado, y se zambulló para nadar un poco más. Le gustaba la nueva forma de ser de su madre, aquellas excursiones inesperadas. Casi parecía una persona distinta.