8. Noah y el anciano

—¿Y por qué hizo su padre una marioneta de la señora Shields? —quiso saber Noah. Sostuvo en alto la figura y tiró de un cordel, y un pedazo de tiza salió volando de la mano para caer a cierta distancia, antes de arrastrarse de vuelta a sus retorcidos dedos.

—Fue un regalo, supongo. Pensó que si era amable con ella, la maestra lo ayudaría. Sin embargo, creo que ella pensó que significaba algo más, lo que condujo a su vez a una serie de malentendidos románticos, pero ésas, me parece, son historias para otra ocasión. En cualquier caso, ella no me ayudó mucho, he ahí el quid de la cuestión, aunque resultó que tenía razón. Debía defenderme por mí mismo. Probablemente tú tendrás que hacer lo mismo.

—¿Yo? —preguntó Noah alzando la mirada, sorprendido—. ¿Por qué lo dice?

—Bueno, ¿no te has escapado de casa porque los otros niños te acosaban? Me ha parecido la explicación más obvia.

—Oh, no —respondió Noah—. No, tengo un montón de amigos en el colegio, aunque lamento enterarme de que usted no los tuvo. Hay un niño en nuestra clase, Gregory Fish, al que todo el mundo intimida porque dice las erres como si fueran ges.

—Pues eso no está bien, ¿no crees? Confío en que tú no seas malo con él.

Noah se encogió de hombros y apartó la mirada.

—A veces —repuso ruborizándose un poco—. No pretendo serlo.

—Ya veo —dijo el viejo negando con la cabeza, al tiempo que seguía tallando la pieza de madera; la sostuvo a la luz para examinarla con detalle—. ¿Y crees que echarás de menos a esos amigos tuyos?

—Todavía no los echo de menos —contestó Noah, y pensó en todos sus juegos y en las aventuras que corrían juntos—. Pero supongo que lo haré con el tiempo. Después de todo, son muy buenos amigos.

—¿Y aun así te escapaste y los dejaste atrás?

—¿Quién ha dicho que me haya escapado? —replicó Noah.

—¡Lo has dicho tú, niñato! —bramó el oso de la pajarita roja, y se incorporó unos instantes para blandir un dedo admonitorio antes de volver a desplomarse, inanimado, como si no hubiese ocurrido nada.

Noah se quedó mirándolo, boquiabierto, y volvió la vista al viejo con cara de sorpresa.

—¿Pasa algo? —preguntó éste con expresión inocente.

—El oso… me ha gritado.

—Sí, a veces es insufriblemente grosero —explicó con gesto de resignación—. Ya le he advertido que no debe gritar a las visitas, pero me temo que él es así. No puedo hacer nada al respecto. Sería como pedirle a una ardilla que no cantara cuando los pájaros trinan al amanecer. En cualquier caso, la cuestión es que te has escapado de casa, ¿no es así?

—Sí —admitió Noah.

—¿Y quieres contarme por qué?

El niño negó con la cabeza y volvió a hurgar en el cofre, para extraer la marioneta de un hombre ataviado con un chándal. Tiró del cordel y el hombre se llevó a los labios el silbato que sujetaba en una mano y emitió agudos pitidos, aunque a saber de dónde sacaba el aire necesario para hacerlo.

—¡Uau! —exclamó Noah Barleywater.

—El señor Wickle —dijo el anciano, riendo—. De no ser por él, las cosas que me sucedieron más adelante bien podrían no haber ocurrido en absoluto. Verás, fue él quien despertó mi interés.

—¿Su interés en qué?

—En correr. De joven fui un gran corredor, ¿sabes? Nadie lo diría viéndome ahora, con lo que tardo en subir y bajar estas escaleras, pero era famoso en el mundo entero. Y el primero en darse cuenta de lo rápido que podía correr fue el señor Wickle.