24. Noah y el viejo

—Ya sé qué viene después —intervino Noah, apartando la mirada y notando que el corazón le latía más rápido.

—Sí, supongo que lo sabes —repuso el anciano, sentándose y sonriéndole, y sus dulces ojos hicieron que el niño se sintiera querido y a salvo—. ¿No crees que ya es hora de que te vayas a casa, de estar con tu madre mientras todavía puedas hacerlo?

Noah se levantó. Se sentía cansado y confuso. Había sido un día lleno de sorpresas y aventuras, toda clase de gente e incidentes inesperados, y la verdad era que nada deseaba más que contarle a alguien todas las cosas que le habían ocurrido. A alguien a quien quisiera.

—Ojalá pudiese tener una juguetería —comentó al cabo de unos minutos, alzando la vista con expresión emocionada—. Creo que ha de ser maravilloso trabajar en un sitio como éste.

—Pensaba que querías ser astrónomo.

—Sólo es una de las profesiones que estoy considerando. A lo mejor no es la adecuada para mí. Lo cierto es que me gustan mucho los juguetes. Y la carpintería se me da bien. Así que quizá algún día pueda tener un trabajo como el suyo, ¿no cree?

—Tal vez —admitió el viejo, volviéndose para echarle un vistazo a Alexander el reloj—. Caramba, se está haciendo tarde. Dentro de poco será hora de cenar.

—Pero si acabamos de comer… —repuso Noah, convencido de que en ese momento no podía comer ni un bocado más, o explotaría.

—Y el sol ya se está poniendo —añadió el viejo mirando el cielo por la ventana, que estaba de un azul oscuro con nubes negras en el horizonte—. Supongo que tendré que salir pronto a hacer ejercicio.

—Entonces, ¿todavía corre? —preguntó Noah, pues mirando al anciano costaba imaginar que pudiese correr; para empezar estaba un poco encorvado, e incluso al subir y al bajar la escalera había ido muy despacio.

—Claro que no —contestó—. Ahora ya no podría. Pero me gusta salir de paseo cada anochecer. Sólo por los alrededores del pueblo, nada más. Para que entre un poco de aire fresco en mis pulmones y la sangre siga circulando. Quizá te apetezca acompañarme esta noche.

Noah consultó el reloj. Había decidido marcharse de casa y buscar un pueblo que le gustara, pero, ahora que había encontrado uno, no sabía qué hacer.

—De acuerdo —contestó, tomando la chaqueta del perchero, que se le acercó en el momento preciso—. Supongo que también me vendrá bien un paseo después de este atracón de comida, pero luego me pondré en marcha.

—Por supuesto —repuso el viejo, tomando a su vez el abrigo y la bufanda—. Gracias, William —le dijo al perchero, que inclinó la cabeza en que reposaban los sombreros y volvió al rincón de la juguetería—. Un niño que se ha ido de casa debe estar siempre en movimiento. Nunca puede detenerse en ningún sitio, o lo encontrarán. Vaya, si hasta corre el riesgo de hacer amigos si se queda demasiado tiempo en el mismo sitio.

—Estoy seguro de que podría detenerme en algún sitio —respondió Noah—. Con el tiempo dejarán de buscarme.

—Oh, inocente muchacho —repuso el anciano, y rió un poco—. Si piensas eso, es que no conoces a tus padres. Nunca dejarán de buscarte. Siempre querrán tenerte de vuelta. Bueno, ¿seguro que no te dejas nada?

Noah miró alrededor y asintió con la cabeza. En realidad no quería irse, pero sabía que no podía quedarse allí solo. La juguetería era un sitio extraño y desconcertante, aunque se sentía a salvo en su interior.

—Bien —dijo el viejo—. Entonces, vámonos.

Salieron al aire del anochecer, que era un poco fresco. La calle estaba tranquila y no había rastro del salchicha servicial, el burro hambriento ni la multitud congregada antes ahí fuera.

—¿No cierra la puerta con llave para que no entre nadie? —preguntó Noah.

—La forma más sencilla de impedir que entre alguien es no cerrar la puerta con llave —explicó el viejo—. Es lo más obvio del mundo, pero a nadie se le ocurre. Ven, vayamos por aquí.

Pasaron ante el árbol de su padre, y Noah lo observó una vez más. Parecía un árbol perfectamente normal, aunque la madera tenía un aspecto más brillante y lustroso que la de los árboles del bosque frente a su casa.

—Ojalá pudiese tallar algo con la madera de ese árbol —comentó Noah.

—Oh, me temo que no es posible —repuso el viejo—. Ese árbol es propiedad exclusiva de la juguetería. Además, no puedes tallar juguetes o marionetas hasta haber practicado muchos años y llegado a conocer tu oficio. Hay que trabajar muy duro para eso, y hay que disponer de un buen montón de madera.

—¡Fantástico! —exclamó Noah esbozando una sonrisa—. Porque resulta que mi padre es leñador y nuestra casa está situada junto a un bosque, de manera que tendría toda la madera necesaria. Si quisiera probar, quiero decir.

—También necesitas buenas herramientas —continuó el viejo—. Un formón resistente, un buen cepillo de carpintero, unas cuantas gubias afiladas. Y pinturas, por supuesto; pinturas de buena calidad.

—¡El tío Teddy! —exclamó Noah.

—¿El tío qué?

—¡El tío Teddy! Es dueño de una tienda de pinturas. Tiene más de tres mil variedades de pintura. «Si no la tenemos, no existe, colega», ése es su lema.

—Además —añadió el viejo tras considerar la cuestión unos instantes—, para llevar un negocio hay que ser bueno en cálculo; si no, nunca te cuadran las cuentas.

—No soy muy bueno en cálculo, aunque empezaba a mejorar. En el colegio, quiero decir. Mi profesor decía que empezaba a pillarle el truco, al menos a las fracciones y los decimales; me temo que nunca he entendido del todo la trigonometría.

—Descuida, la trigonometría tiene la misma utilidad para un niño que una bicicleta para un pez. De modo que yo en tu lugar no me preocuparía demasiado. Pero sí es importante que redactes bien, para escribirles cartas a tus proveedores.

La cabeza de Noah bullía de ideas. Miró al suelo y se palmeó las rodillas mientras consideraba sus opciones.

—Me pregunto… —empezó—. Si volviera a casa… bueno, si volviera a casa sólo una temporada… quiero decir, hasta que tuviera un par de años más. Hasta que hubiese mejorado en cálculo, por ejemplo.

—Y en tu escritura —añadió el viejo.

—Y en mi escritura —admitió Noah—. Entonces quizá podría convertirme en un artesano tan habilidoso como usted. ¡Y algún día abriría mi propia juguetería!

—Es posible —repuso el viejo, deteniéndose en un cruce y respirando con dificultad—. Cosas más raras han pasado. En cierta ocasión, por ejemplo, vi a una oruga discutir con una ballena, y ganar la disputa. ¿Te importa si nos detenemos aquí un momento? Estoy un poco cansado.

—Claro —repuso Noah, y señaló un banco a sólo unos pasos—. ¿Nos sentamos ahí?

El anciano asintió con la cabeza y se dirigieron al banco.

—Así está mejor —dijo con un suspiro—. Hacerse viejo es algo terrible. La mera idea de que yo, el más grande corredor de la historia, sea incapaz de caminar hasta el extremo de mi propio pueblo sin tener que hacer un alto es… bueno, algo que jamás habría imaginado que pudiera sucederme.

Noah se volvió para mirarlo y titubeó, pues quería plantear adecuadamente su pregunta.

—¿Piensa que…?

—A veces, hijo mío. Cuando no puedo evitarlo.

—No —dijo Noah—. Me refiero a si piensa que podría quedarme aquí con usted.

—¿Dónde, aquí? —inquirió el hombre mirando alrededor—. ¿En un banco de un cruce? No me parece un plan muy sensato.

—Aquí no. Me refiero a la juguetería. Me instalaría con usted y así podría enseñarme. Yo podría aprenderlo todo sobre carpintería y talla de madera, y mantener la tienda abierta si le apetecieran unas vacaciones.

—No tengo planes de tomarme más vacaciones —repuso el viejo sonriendo, y le dio unas palmaditas en la mano—. Mis tiempos de viajero han quedado atrás, me temo.

—Bueno, pues podría llevar la tienda por las noches. Cuando usted duerma. Así estaría abierta las veinticuatro horas.

—Pero no creo que tuviésemos clientela para permitírnoslo —repuso el viejo frunciendo el entrecejo—. No, me parece que no, muchacho. No creo que sea una idea muy sensata.

—Entonces quizá podría ser simplemente su aprendiz. Podría enseñarme todo lo que sabe. Yo podría serle de gran ayuda y…

—Noah —lo interrumpió el anciano con voz dulce y sonriéndole—, olvidas que ya tienes un hogar.

—¿Lo tengo? —preguntó el niño.

—Por supuesto que sí.

—No estoy seguro de que vaya a seguir pareciéndome mi hogar. —Noah entornó los ojos para mirar hacia la carretera, que llevaba al segundo pueblo describiendo tortuosas curvas, y al primero, y más allá hasta el bosque y su propia casa, donde su madre yacía en la cama.

—Quizá te parezca distinto —explicó el anciano—, pero eso no significa que no debas regresar. Yo dejé solo a mi pobre padre durante mucho tiempo, y cuando volví… bueno, ya era demasiado tarde para nosotros. Quería ver mundo y sólo me interesaba mi propia satisfacción. ¿Tú quieres ver mundo?

—¡Sí! —exclamó Noah, y añadió en voz más baja—: Bueno, algún día, al menos.

—Y si lo haces, ¿no te parece que llegará un momento en que tendrás tantos remordimientos como yo?

Noah asintió. Lo cierto era que empezaba a añorar su casa y su propia cama. Y aunque aún no sabía cómo iba a acabar la historia de su madre, ella seguía allí, no se había ido a ningún sitio todavía, y había tenido razón en querer pasar con él todo el tiempo posible mientras aún pudiese. Ya era hora de que él hiciera lo mismo. No sabía de cuánto tiempo juntos disponían todavía, pero, aunque sólo fuera un par de días, podía bastarle con eso para reunir toda una vida de recuerdos.

Noah dio golpecitos en el suelo con el pie izquierdo, abrió la boca, la cerró, titubeó y por fin tomó una decisión.

—He decidido irme a casa —anunció, y se puso en pie.

—Muy sensato por tu parte.

—Pero ¿cree que…? —Noah miró esperanzado a su nuevo amigo—. ¿Cree que podría volver en alguna ocasión? ¿De visita, nada más? ¿Y observar cómo trabaja? Podría aprender mucho de usted.

—Por supuesto. Pero tendrás que perdonarme si me paso la mayor parte del tiempo tallando viejos pedazos de madera. Por lo visto, no puedo evitarlo.

Noah sonrió y se volvió para mirar en la dirección de la que había venido. Ya había oscurecido, pero de algún modo no sentía miedo. Sabía que no sufriría ningún daño.

—¿Le gustaría que lo acompañara de vuelta a la juguetería? —preguntó—. Puedo hacerlo, si quiere.

—No, no, muchacho —contestó el anciano—. Es muy amable por tu parte, pero me quedaré aquí un rato más para disfrutar del aire nocturno. Mi amigo el burro pasa por aquí casi cada anochecer en torno a esta hora. Supongo que no tardará; podremos charlar un poco antes de que me vaya a casa.

—Muy bien, entonces —dijo Noah y le estrechó la mano—. Gracias por lo de hoy. Por el almuerzo, quiero decir. Y por haberme enseñado su juguetería.

—De nada.

—Bueno, será mejor que me vaya —añadió el niño, y se volvió en redondo.

Salió disparado calle abajo, en la oscuridad, y, corriendo deprisa, se desvaneció en la noche.

Noah Barleywater llegó a su casa ya entrada la noche, después de la puesta de sol, cuando los perros ya dormían, después de que el resto del mundo se hubiese ido a la cama.

Corrió por el sendero de entrada, sin oír otra cosa que el chirriar de los grillos y el ulular de los búhos, y alzó la vista hacia la única luz encendida, en la habitación del piso de arriba, donde dormían sus padres. Se detuvo unos instantes y contempló la ventana, tragando saliva, nervioso, y se preguntó hasta qué punto se vería en problemas por haberse escapado, aunque en realidad no importaba; lo único importante era que no hubiese llegado demasiado tarde. Temiendo entrar en la casa por si había ocurrido lo peor, podría haberse pasado horas allí parado, en la fría noche, pero la puerta de entrada se abrió y apareció su padre, que descubrió a su hijo solo en la oscuridad.

—Noah —lo llamó.

El niño se mordió el labio, sin saber qué decir.

—Lo siento —susurró por fin—. No sabía qué hacer. Tenía miedo. Por eso me escapé.

—Estaba preocupado por ti —repuso el padre, y no pareció enfadado, sino más bien aliviado—. Iba a salir en tu busca, pero de algún modo sabía que estabas a salvo.

—No llego demasiado tarde, ¿verdad? —La respuesta a esa pregunta era lo que más temía—. ¿Todavía estoy a tiempo de…?

—No llegas tarde —contestó su padre con una leve sonrisa—. Mamá aún está con nosotros.

Noah suspiró aliviado y entró en la casa, pero, al hacerlo, su padre le apoyó las manos en los hombros y lo miró a los ojos.

—Noah, ya no falta mucho. Lo comprendes, ¿verdad? Ya no le queda mucho tiempo.

—Lo sé —repuso el niño, asintiendo con la cabeza.

—Entonces, subamos —dijo el padre, y le rodeó los hombros con el brazo—. Querrá vernos. No tardará el momento en que deba despedirse.

Subieron juntos, y Noah se detuvo en el umbral de la habitación, mirando a su madre.

—Ya estás aquí —dijo ella, volviéndose con una sonrisa—. Sabía que regresarías a casa para estar conmigo.