16. Noah y el viejo
—Entonces, si no había comido algodón de azúcar —dijo el viejo dejando sobre la mesa la marioneta a medio tallar, para recoger los platos de postre vacíos y llevarlos despacio hasta el fregadero, donde abrió los grifos, arrojó un par de estropajos y les dejó hacer su trabajo—, ¿por qué se encontraba mal?
Noah clavó la mirada en la mesa y pasó el dedo por una marca que habría dejado, supuso, un roce de formón. No dijo nada, no levantó la vista, y confió en que el hombre no le hiciera más preguntas de esa clase.
—¿No quieres contestar? —inquirió el anciano en voz baja.
Noah lo miró y tragó saliva, y luego negó con la cabeza.
—No quiero ser grosero —respondió por fin, con tono más enérgico de lo que pretendía—, pero, ahora que me he escapado de casa, creo que es mejor que no piense en mis padres ni que hable de ellos.
—Vaya cosa rara acabas de decir —repuso el viejo, volviéndose para mirarlo con cara de sorpresa—. Primero tu madre te defiende de un guardia de seguridad que te acusa sin razón, luego convierte una piscina en una playa, y después te saca del colegio para llevarte a una feria, ¿y no quieres hablar de ella? Si yo hubiera tenido una madre así… —Se interrumpió, para luego añadir con tristeza—: Bueno, yo nunca tuve madre, sólo tenía a papá. Pero sigo sin comprender por qué no quieres estar con ella.
Noah pensó largo rato en aquellas palabras antes de responder.
—No es que no quiera estar con ella —empezó, sintiéndose frustrado—. ¡Oh, qué difícil es de explicar! Verá, lo que pasa es que ella me hizo una promesa. Y me parece que va a romperla. Y no quiero estar allí cuando eso ocurra.
—¿Crees que va a romperla?
—Sí.
—¿Y qué promesa es ésa?
Noah negó con la cabeza, dejando claro que no quería decirlo.
—Bueno, pues lo lamento —dijo el anciano con un suspiro—. Aunque supongo que a veces todos hacemos promesas que luego no podemos cumplir.
—Apuesto a que usted nunca las ha hecho.
—Si piensas eso te equivocas de medio a medio. Deberías haber oído las promesas que hice de niño. ¿Sabes una cosa? Todo lo que mi padre hizo en su vida fue por mi bienestar, pero yo lo defraudaba una y otra vez, largándome en busca de aventuras y metiéndome en toda clase de líos. Y hablando de promesas… bueno, he tenido que vivir con una promesa incumplida toda mi vida… Y ahora, ¿te apetece un poco de té? ¿Una taza de café, quizá?
—Yo no tomo té ni café —respondió Noah con una cara que sugería que acababa de comerse un kilo de manzanas podridas—. Pero tomaré un vaso de leche, si tiene.
El viejo abrió la nevera y se zambulló en ella, para emerger por fin con una jarra de leche de cristal esmerilado, con la que sirvió un vaso alto para Noah y luego la dejó en la mesa ante él. Volvió a tomar la madera y el formón y reanudó su talla.
Noah bebió un sorbo del vaso y después hurgó de nuevo en el cofre para escoger otra marioneta. La que sacó le hizo sonreír. Tenía un cuerpo muy flaco y la cabeza muy cuadrada; parecía haber tenido por modelo a un hombre compuesto por figuras geométricas en lugar de brazos, piernas y torso.
—Ah, el señor Quaker —dijo el viejo, y rió un poco—. Me sorprende que mi padre hiciera una marioneta suya. Porque si el señor Wickle fue el hombre que despertó mi interés por correr, el señor Quaker fue quien me hizo comprender de cuántas formas distintas podía utilizar mi talento. Hablas de promesas, Noah, y fue por culpa del señor Quaker que rompí una que le había hecho a mi padre.