23. El maestro artesano

La verdad es que durante muchos años evité hacer marionetas. En su lugar tallaba trenes, barcos, bloques de letras, cubiletes para lápices y cualquier cosa que pudiera hacerse con madera y clavos. Seguía las técnicas tradicionales que había aprendido de mi padre, y en algunos casos hasta lograba mejorarlas.

Y aunque ya no viajara por el mundo ni corriera grandes aventuras, continué con mi rutina habitual después de su muerte. Salía a correr mañana y tarde, aunque solía hacer sólo unos miles de circuitos por el pueblo porque sabía que, si iba más allá, acabaría en algún palacio o festival, en lo alto de las pirámides egipcias o en el fondo del cañón del Colorado. Tenía un negocio del que ocuparme, y eso debía ser prioritario para mí.

Pero entonces ocurrió algo muy extraño. Un día, cuando estaba a punto de emprender mi carrera de la tarde, me noté un poco cansado. Me había agachado para atarme los cordones, y al incorporarme dejé escapar un inesperado suspiro de agotamiento y me llevé la mano a los riñones, que me dolían mucho. Y aunque esa tarde salí, volví jadeando más de lo habitual y ni siquiera cené antes de derrumbarme en la cama. No pensé mucho en ello hasta unos meses después, cuando me encontré gimiendo todas las mañanas al sonar la alarma de Alexander, con ganas de volver a hacerme un ovillo bajo las sábanas y no correr ni un par de metros.

A medida que fueron pasando los años comprendí que tendría que reducir las horas de ejercicio. Mi cuerpo se había vuelto menos ágil y las piernas tardaban más en responder. No era tan veloz como antaño. Las pequeñas venas azules marcadas en mis manos se estaban volviendo más pronunciadas. En una ocasión hasta pillé un resfriado.

Y entonces, un día, mientras arreglaba el escaparate de la juguetería, vi a mi padre allí, a sólo tres metros de distancia, con el mismo aspecto que tenía el día que partí hacia mis triunfales Juegos Olímpicos, tantos años atrás.

—¡Papá! —exclamé, encantado de volver a verlo y olvidando por un instante que había muerto muchos años antes.

Corrí hacia él con los brazos extendidos, y papá echó a correr hacia mí, con los brazos extendidos a su vez.

Chocamos, y los dos caímos de espaldas.

Entonces alcé la vista y comprobé que no era mi padre; lo que había visto era mi propio reflejo en el espejo de cuerpo entero que llevaba un montón de años en un rincón de la tienda.

«Ahora soy un viejo», me dije.

En ese momento comprendí que, muchos años antes, había tomado la decisión equivocada cuando me concedieron el deseo de convertirme en un niño de carne y hueso. Más me habría valido seguir siendo una marioneta.

Cuando esa idea se asentó en mi cabeza, una curiosa sensación me cosquilleó en brazos y manos, un ansia que sólo podía satisfacer aferrando un martillo y un formón y sentándome a trabajar. Bajé al sótano, donde siempre tengo grandes reservas de madera, y para mi sorpresa, por primera vez en mi vida, descubrí que no quedaba ninguna. Solía adquirir el material necesario para mis juguetes en un almacén de madera de la zona, pero era casi medianoche y estaría cerrado hasta la mañana. Pero debía tallar una marioneta; no tenía elección. No sería capaz de dormir si no lo hacía. No sería capaz de respirar.

Salí de la juguetería y miré en todas direcciones, dejando que el aire nocturno me llenara los pulmones, y por unos instantes me pregunté si alguien me descubriría si saltaba la valla del almacén de madera y robaba lo que necesitaba. Bueno, no sería robar exactamente, pues al día siguiente pagaría lo que me hubiese llevado, pero, en cuanto se me ocurrió semejante idea, comprendí que no podía hacer algo así. Mis piernas ya no eran las de antaño. No podía saltar ninguna valla, ni siquiera trepar por ella. (Incluso de joven sólo había conseguido la plata en los 400 metros vallas, así que ahora, de viejo, era impensable). Todo el asunto parecía un disparate.

Frustrado, centré mi atención en el árbol que se alzaba a mi lado y me fijé en una gruesa rama. ¿Podía ser tan sencillo? Casi parecía que la rama estuviese llamándome. «¡Agárrame! —decía—. ¡Vamos, arráncame!».

Y eso hice.

Aferré la rama y, sorprendiéndome de mi propia fuerza, la arranqué del tronco y me quedé plantado en el camino mirando fijamente aquel sólido pedazo de madera. Volví a la tienda, cerré con llave, bajé al sótano y puse manos a la obra.

Sabía exactamente qué marioneta quería hacer. Veía con claridad las piernas rectas y estilizadas, articuladas en las rodillas: el segundo par de piernas que papá había creado para mí después de que fuera tan insensato como para permitir que las primeras se me quemaran mientras dormía. Era fácil recordar el cuerpo liso y cilíndrico, así como los brazos flacos y las sencillas manos en sus extremos; la cara alegre, impaciente; la reveladora nariz que crecía siempre que decía una mentira. Todo se encontraba ahí, bien a salvo en mis recuerdos. Estaba seguro de poder hacerlo; después de todo, era un maestro artesano y nunca había fracasado en el intento de producir la talla que fuera.

«Si lo hago bien… —me dije mientras tallaba y cincelaba—. Si consigo que quede perfecto, entonces quizá… sólo quizá…».

Y durante mucho rato creí que iba a funcionar. Las piernas parecían las que debían ser; el cuerpo parecía el que debía ser; la cara parecía la que debía ser. Pero cuando acabé aquella primera marioneta y me alejé un poco para estudiarla, quedé perplejo ante lo que vi: se había transformado misteriosamente en un zorro, un zorro que conocía bien, el mismo que, muchos años antes, me había convencido de que si enterraba mis cinco monedas de oro en el campo de los milagros, luego las regaba y después me iba durante unas horas, al regresar las encontraría convertidas en cinco mil monedas de oro. El zorro que me había robado abusando de mi ingenuidad.

«Vaya, ¿cómo ha ocurrido algo así?», me pregunté, sorprendido, y decidí que la noche siguiente me concentraría más en mi tarea y conseguiría tallar la marioneta perfecta.

A partir de ese día, noche tras noche, me empeñé en tratar de hacer una versión en madera de mi antiguo yo, pero, cada vez que acababa y observaba el resultado, la marioneta era completamente distinta. La marioneta de un jefe de estación, quizá. O de una viuda doliente. Una mujer sentada a un escritorio componiendo un soneto a un amante perdido en el mar. Una pluma flotando en la brisa. Un piano que necesitaba afinación. La estatua de Zeus en Olimpia. Charles Lindbergh levantando el vuelo en el Spirit of Saint Louis. No importaba cómo empezara la marioneta o con cuánta intensidad trabajara en ella, siempre resultaba algo muy distinto y completamente inesperado.

Todas las noches arrancaba otra rama del árbol y volvía a empezar. Y unos días después, la rama había crecido de nuevo.

Hace años que sucede lo mismo. He decorado la tienda con las marionetas que mis manos han tallado del árbol de mi padre, y durante todo este tiempo he envejecido más y más, hasta que ahora comprendo que mi objetivo era imposible.

Tomé una decisión: me convertí en un niño de carne y hueso. Nunca podré volver a ser una marioneta.

Y, como señaló el doctor Wings, un niño de carne y hueso se convierte en un hombre de carne y hueso, y un hombre de carne y hueso se convierte en un anciano de carne y hueso, y después…