25. La última marioneta

El anciano permaneció en el banco un rato más, pensando en lo ocurrido aquel día, y sólo se sintió listo para volver a la juguetería cuando pasaron por allí sus amigos, el perro salchicha y el burro.

—¿El chico se ha ido a casa? —preguntó el chucho mirando alrededor—. Me pareció que acabaría haciéndolo.

—Sí —respondió el hombre, y saludó con un ademán al reloj de cuco, que se cernía ahora en lo alto para hacerle saber que había transcurrido una hora más.

—Nunca me he fiado de la gente que vive al otro lado del bosque —comentó el burro—. Me parecen bastante desagradables. He ido por allí unas cuantas veces, sólo para ver cómo era, y he advertido que hacen cosas muy raras. ¿Sabéis que una vez vi a una joven que paseaba con un labrador sujeto con una correa, como si fuera su dueña o algo así?

—Sí, tienen costumbres curiosas —admitió el viejo—, pero no todos son malos. Recordad que yo mismo viví allí antes. Mi padre y yo teníamos una casita, y desde la ventana de mi habitación veía extenderse el bosque ante mis ojos. No fueron malos tiempos, en realidad.

—Sí, pero luego vinisteis a vivir a nuestro pueblo —dijo el salchicha—. Fuisteis sensatos.

—Fue decisión más de mi padre que mía. Aunque me alegro de que nos trajera aquí.

—¡Ji, jaaa! ¡Ji, jaaa! —exclamó el burro al oír eso.

—Oh, no —contestó el viejo—. No, en eso no estoy de acuerdo contigo. Las cosas habrían sido distintas, desde luego. Pero yo no habría deseado vivir en cualquier otro sitio. Me ha venido bien esta vida en la juguetería. He sido feliz aquí. —Titubeó al llegar ante la puerta. Alzó la vista hacia el maltrecho edificio levantado con tanto amor por su padre, y sintió que los antiguos remordimientos volvían para atormentarlo.

—¿Crees que regresará algún día? —preguntó el salchicha, volviéndose un instante cuando ya se alejaba trotando—. Me refiero al niño. Al menos de visita…

—Es posible —contestó el viejo con una sonrisa—. Si ha llegado una vez hasta aquí, ¿quién dice que no volverá a encontrar el camino? Buenas noches, amigos míos. Nos veremos mañana.

Para entonces ya era casi medianoche y se sentía cansado tras aquel día agotador; nunca había disfrutado de compañía tantas horas en un solo día, y eso lo había dejado extenuado. Aun así, nunca pasaba una noche sin tallar un poco antes de acostarse, de modo que arrancó una rama del árbol de su padre —se desprendió con facilidad entre sus manos, como siempre sucedía— y cerró la puerta antes de bajar por las escaleras hasta el taller. Tras sentarse, empuñó un formón y un martillo en las envejecidas manos y empezó a trabajar, desprendiendo la corteza y alisando la madera para tallar su última figura.

La madera no tardó en adoptar la forma de la marioneta de un niño, pero siempre ocurría eso al principio. Era sólo después, cuando estaba a punto de acabarla, que se transformaba en algo distinto.

El viejo siguió trabajando.

Vaya marioneta insensata había sido, pensó al recordar escenas de su vida mientras tallaba la madera. Había preferido existir como un niño, y luego como un hombre, a las maravillosas aventuras que podría haber corrido durante toda la eternidad; a los palacios que podría haber visitado, los amigos que podría haber hecho. ¿Por qué había creído que estaría mejor siendo de carne y hueso? Era casi inconcebible para él. Se sintió embargado por una enorme tristeza, y trató de sofocar aquellas emociones mientras proseguía con su tarea.

«¡Qué extraño! —se dijo cuando estaba a punto de terminar—. Me resulta muy familiar. Pero cambiará en cualquier momento, sin duda».

Dejó el formón y las gubias y sostuvo la marioneta a la altura de sus ojos. Un niño pequeño, de piernas rectas y estilizadas, articuladas en las rodillas, de cuerpo liso y cilíndrico y un par de brazos flacos, con unas sencillas manos en sus extremos. Una cara alegre, impaciente. Una nariz problemática. Y, ahora, una sonrisa radiante. Por fin lo había conseguido.

—Pinocho —dijo.