12. Noah y el viejo

—Vaya, he oído muchas cosas en mi vida —comentó el viejo bajando el formón unos instantes—, pero nunca de una madre que hiciera una playa en una piscina. ¡Eso es algo extraordinario!

—Ya le decía yo que era una caja de sorpresas.

—Sí, me lo has dicho. Pero supongo que eso me hace preguntarme por qué huyes de ella.

Noah reflexionó un momento.

—Bueno, voy a recorrer mundo y a tener grandes aventuras —explicó—. No creo que necesite seguir yendo al colegio, ¿no cree? Soy muy listo. De hecho, soy el séptimo más inteligente de mi clase.

—¿Y cuántos sois en tu clase?

—Treinta —contestó Noah, muy satisfecho de sí mismo.

—Vaya, supongo que no está mal —repuso el hombre en voz baja—. Pero incluso los aventureros necesitan una educación. E incluso a los grandes aventureros les gusta volver a casa de vez en cuando.

—Bueno, quizá lo haga algún día —admitió Noah, pensándolo mejor—. Cuando sea mayor, quiero decir. Y cuando haya hecho fortuna. —Se levantó para acercarse a la repisa de la chimenea, tomar un retrato y mirarlo; luego preguntó—: ¿Es su padre?

—Es un dibujo que hice de él cuando era niño. Lo tengo ahí para no olvidarme de su aspecto.

—¿Se parece mucho a como era?

—No, en realidad no. Pero creo que hace justicia a la expresión de sus ojos. La verdad es que no lo necesito. Siento que está aquí constantemente.

Noah frunció el entrecejo.

—¿Aquí? ¿En la juguetería?

—No físicamente, por supuesto. Pero todo lo que hay aquí me recuerda a él de un modo u otro. Él forma parte de este sitio. Me hace feliz recordar que es así.

Noah dejó el retrato sin pronunciar palabra, y cuando alzó la vista se encontró contemplando su propia imagen en un espejo. Al menos le pareció que era su reflejo, pero al cabo de unos instantes la cara empezó a cambiar. Se volvió un poco más larga, luego más ancha y después más atractiva; entonces comenzó a tener la sombra de una barba, como si no se hubiese afeitado, y luego la barba desapareció. Unos instantes después llevaba gafas y se lo veía muy guapo. A continuación se vio menos guapo y con arrugas en la frente. Luego los ojos parecieron más húmedos y llevaba bigote y lucía una calva incipiente. Y por fin el rostro que le devolvía la mirada desde el espejo sonrió un instante antes de disolverse para verse reemplazado por su cara de ocho años, que lo miró con asombro.

—Increíble —exclamó Noah.

—¿Qué? —quiso saber el viejo alzando la vista.

—El espejo. Primero era yo, luego era yo un poco mayor, después un hombre y luego un viejo. ¿Es alguna clase de juego?

—No, no es un juego —explicó el anciano, acercándose para contemplar su propio reflejo, que no cambió: continuó siendo un anciano; entonces, hablándole al espejo, añadió—: Basta ya, Charles. Vas a asustar al niño.

Cuando el hombre se apartó, Noah observó una vez más su imagen, expectante, pero no pasó nada. Sólo era su cara, la cara del Noah Barleywater de siempre: nada especial, nada espantoso, nada interesante que destacar.

—Todavía no me has dicho por qué te fuiste —insistió el anciano volviendo a sentarse—. ¿Te maltrataban tus padres?

—¡No! —se apresuró a decir Noah, ruborizándose—. No tiene nada que ver con eso.

—Entonces me temo que no lo entiendo. Después de todo, cuando yo dejé a mi padre fue porque quería ser un gran corredor y, bueno, digamos que el tiempo corrió conmigo. Pero ¿y tú? No eres un corredor, ¿verdad?

—Bueno, sé correr —contestó Noah algo envarado—. Gané la medalla de bronce en los quinientos metros durante la jornada de deportes de mi colegio, en mayo.

—¿La de bronce, dices? ¿El tercer puesto?

—El tercer puesto está bien, creo yo. ¡Éramos treinta! No hay nada vergonzoso en quedar tercero.

—Por supuesto que no —repuso el viejo—. Sólo que es un puesto al que no estoy acostumbrado.

—Bueno —dijo Noah, y apartó la mirada, no muy seguro de si quería contárselo todo al anciano o sentarse en un rincón y ocultar la cara entre las manos—. Mis padres nunca han sido malos conmigo —añadió, tratando de controlar el doloroso sentimiento que recorría su cuerpo y buscaba una salida—. No me ha gustado que dijera eso.

—Entonces te pido disculpas por haberlo dicho —contestó el anciano, y se sentó en un taburete de tres patas que apareció detrás de él justo a tiempo para que no cayera redondo al suelo. Volvió a empuñar el formón y continuó trabajando en su nueva marioneta.

—No pasa nada —dijo Noah.

Alzó la vista y sonrió un poco, y luego exhaló un profundo suspiro. Se miraron a los ojos unos instantes, fijamente, antes de que Noah apartara la vista y volviera a abrir el cofre del artesano. Hurgó en el interior y sacó otra marioneta. Era de un joven apuesto y de aspecto algo nervioso que llevaba una corona dorada en la cabeza.

—¿Quién es?

—Un tipo al que conocí una vez —contestó el viejo—. Un príncipe, ¿puedes creerlo? De otro país. Fue hace mucho tiempo, por supuesto. Cuando era niño.

—¿Y su padre le hizo una marioneta? ¿Eran amigos?

—Oh, no. Mi padre nunca se relacionó con esa clase de gente. En realidad, no volvió a salir del pueblo desde el día que llegamos aquí.

—Entonces, ¿por qué hizo una marioneta suya? —preguntó Noah tirando del cordel del príncipe; los ojos se movieron hacia arriba, como si examinara el cielo.

—Porque yo lo conocí. Es una parte importante de mi historia. Fue después de que la junta comarcal me nombrara el corredor más rápido en ochenta y cuatro kilómetros a la redonda y me hiciera muy famoso. Me invitaron a abandonar el pueblo y demostrar mis aptitudes en otro sitio; fue la primera vez, y acepté, prometiendo que volvería pronto.

—¿Y volvió?

—Sí —contestó el anciano asintiendo con la cabeza—. Sí, en esa ocasión mantuve mi promesa.