1. El primer pueblo
Noah Barleywater salió de casa muy temprano, antes del amanecer, antes de que los perros despertaran, antes de que el rocío dejase de humedecer los campos.
Se levantó de la cama, se puso la ropa que había dejado preparada la noche anterior y bajó con sigilo por las escaleras, conteniendo el aliento. Había tres peldaños flojos que crujían, así que los pisó con extrema precaución, procurando hacer el menor ruido posible.
En el vestíbulo, tomó el abrigo del colgador, pero no se puso los zapatos hasta que hubo salido de la casa. Recorrió el sendero hasta la verja, la abrió y luego la cerró tras de sí, pisando con cuidado para que el crujido de la gravilla no alertara a sus padres.
A esa hora aún estaba oscuro, así que tuvo que entornar los ojos para distinguir la sinuosa carretera que más allá empezaba a ascender. Cada vez habría más luz, y eso le permitiría advertir cualquier peligro que pudiese estar al acecho en las sombras. Una vez hubo recorrido los primeros cuatrocientos metros, en el punto en que aún estaba a tiempo de volver y distinguir su casa en la distancia, contempló el humo que se elevaba de la chimenea de la cocina y pensó en sus padres, a salvo en sus camas y sin saber que él se marchaba para siempre. Y no pudo evitar sentirse un poco triste.
«¿Estaré haciendo lo correcto?», se preguntó cuando una oleada de recuerdos felices trató de sofocar los más recientes y tristes.
Pero no tenía elección. No soportaba quedarse más tiempo allí. Nadie podría culparlo por eso. Además, lo mejor probablemente era que se marchara a abrirse su propio camino en el mundo. Después de todo, ya tenía ocho años, y la verdad era que hasta entonces no había hecho grandes cosas en la vida.
Un niño de su clase, Charlie Charlton, había aparecido en el periódico local cuando sólo tenía siete años, porque la reina había acudido a inaugurar un centro diurno para los ancianos del pueblo. Lo habían elegido a él para obsequiarla con un ramo de flores y decirle: «Estamos encantados de que haya venido, majestad». En la fotografía, Charlie sonreía como el gato de Cheshire al tenderle el ramo, y la expresión de la reina sugería que no le gustaba el olor que percibía pero la buena educación le impedía mencionarlo; era una expresión típica de ella, y a Noah siempre le provocaba una risita. La fotografía fue colgada al día siguiente en el tablón de anuncios del colegio, y allí siguió hasta que alguien (no fue Noah) le dibujó un bigote a su majestad y escribió unas palabras groseras en un bocadillo, lo que estuvo a punto de provocarle un infarto al director, el señor Tushingham.
El asunto había causado un sonado escándalo, pero al menos Charlie Charlton consiguió que su cara saliera en los periódicos y ser la estrella del patio del cole durante unos días. ¿Qué había hecho Noah en su vida que pudiese compararse con eso? Nada. Sin ir más lejos, unos días antes había tratado de elaborar una lista de todos sus logros, y he aquí lo que recabó:
1. He leído catorce libros de cabo a rabo.
2. El año pasado gané la medalla de bronce en los quinientos metros el Día del Deporte, y habría ganado la de plata si Breiffni O’Neill no hubiera salido antes del disparo y conseguido ventaja.
3. Sé cuál es la capital de Portugal. (Lisboa).
4. Es posible que sea bajito para mi edad, pero soy el séptimo niño más listo de mi clase.
5. Mi ortografía es excelente.
«Cinco logros en ocho años», había pensado, negando con la cabeza mientras chupaba la punta del lápiz, aunque la señorita Bright, la maestra, solía gritarles que no lo hicieran si no querían envenenarse con el plomo. «Eso equivale a un logro cada… —Hizo un rápido cálculo en un papel—. Un logro cada diecinueve meses y seis días. No es muy impresionante que digamos».
Trató de convencerse de que ésa era la razón por la que se iba de casa, porque sonaba más a aventura que el motivo real, algo sobre lo que no quería pensar. Al menos, no tan temprano por la mañana.
De modo que allí estaba, solo, como un joven soldado de camino al frente. Se volvió pensando: «¡Bueno, ya está! ¡Nunca volveré a ver esa casa!», y continuó con el aire de un hombre que sabe que, en las próximas elecciones, tiene todas las probabilidades de ser elegido alcalde. Era importante mostrarse seguro de sí, eso lo aprendió muy pronto. Al fin y al cabo, los adultos tenían la desagradable costumbre de mirar a los niños que viajaban solos como si estuvieran cometiendo algún delito. A ninguno se le ocurría que podía tratarse simplemente de un chaval que iba a ver mundo y correr grandes aventuras. Qué cortos de miras eran los adultos. Ése era uno de sus muchos problemas.
«Tengo que mirar siempre al frente, como si esperase ver a algún conocido —se dijo—. He de comportarme como una persona con un propósito muy claro, así habrá menos posibilidades de que me paren o pregunten quién soy y qué estoy haciendo. Cuando vea gente apretaré el paso, como si temiese recibir un rapapolvo si no llego puntual a mi destino».
No tardó mucho en arribar al primer pueblo, y para entonces empezaba a tener un poco de hambre, pues no había comido nada desde la noche anterior. Un delicioso aroma a huevos y beicon salía por las ventanas de las casas que flanqueaban las calles. Noah se relamió y miró en los alféizares. En los libros que había leído, los adultos solían dejar allí pasteles y tartas humeantes, para que los niños hambrientos pudiesen birlarlos al pasar. Pero en ese pueblo nadie parecía ser tan tonto. O quizá simplemente no habían leído los mismos libros que él.
Entonces tuvo un golpe de suerte: ante sus ojos apareció un manzano. Un instante antes no estaba, o al menos no lo había visto, pero ahí lo tenía, alto y orgulloso a la brisa del amanecer, con las ramas cargadas de relucientes frutos. Se detuvo en seco y sonrió, pues las manzanas le gustaban tanto que su madre solía decir que algún día, si no se andaba con cuidado, se convertiría en manzana. (Y eso sí que haría que su nombre apareciera en los periódicos, desde luego).
«¡Mi desayuno!», pensó mientras se acercaba al árbol, pero en ese momento la rama más cercana pareció elevarse un poco y replegarse hacia el tronco, como si supiera que el niño pretendía robar uno de sus tesoros.
—¡Vaya! —exclamó Noah, y titubeó antes de dar el siguiente paso.
Esta vez el árbol profirió un sonido gutural, parecido al que hacía su padre cuando estaba leyendo el periódico y Noah le daba la tabarra para que saliera a jugar al fútbol. Además, de no haber sido imposible, habría jurado que el árbol se movía un poco hacia la izquierda, apartándose de él, con las ramas más encogidas hacia el tronco y las manzanas temblando de miedo.
—No puede ser —dijo Noah—. Los árboles no se mueven. Y las manzanas no tiemblan, desde luego.
Sin embargo, el árbol se estaba moviendo. No había lugar a dudas. Hasta parecía estar hablándole. Pero ¿qué decía? Una voz apenas audible susurraba bajo la corteza: «No, no, por favor, no lo hagas, te lo ruego, no, no…».
«Bueno, ya está bien de tonterías a estas horas de la mañana», pensó el chico.
Y se lanzó contra el árbol, que permaneció inmóvil mientras Noah se encaramaba al tronco y arrancaba tres manzanas (una, dos y tres), antes de bajar de un salto. Se metió una en el bolsillo izquierdo, otra en el derecho, y finalmente dio un buen mordisco a la tercera con expresión triunfal.
El árbol ya no se movía; de hecho, parecía un poco mustio.
—¡Bueno, tenía hambre! —se justificó Noah—. ¿Qué querías que hiciese?
No hubo respuesta. Noah se encogió de hombros y se alejó, sintiéndose un poco culpable, pero sacudiendo la cabeza como para dejar atrás aquella experiencia. Iba por una calle adoquinada.
De pronto oyó una voz a su espalda.
—¡Eh, tú!
Se volvió. Era un hombre que se acercaba a él con paso decidido.
—¡Te he visto! —lo acusó blandiendo un dedo nudoso—. ¿Te parece bonito lo que has hecho?
Noah se quedó paralizado un instante, y al punto se volvió y echó a correr. No podía dejarse atrapar a las primeras de cambio. No permitiría que le hicieran volver. Y así, sin titubear, corrió todo lo que pudo para alejarse de aquel hombre, dejando tras de sí una estela de polvo. La estela se elevó hasta convertirse en una nube oscura, que descargó durante el resto de la mañana sobre los jardines y arriates recién plantados en primavera, haciendo que los aldeanos tosieran y escupieran durante horas, sin que Noah se percatara siquiera de que había sido responsable de aquella pequeña calamidad.
No aminoró el paso hasta que estuvo seguro de que ya no lo perseguían, y entonces cayó en la cuenta de que la manzana del bolsillo izquierdo se le había caído mientras corría.
«Qué más da —se resignó—. Todavía me queda la del derecho».
Pero no: esa manzana tampoco estaba, y ni siquiera la había oído caer.
«¡Jo, qué rabia! —pensó—. Pero al menos me queda la que tengo en la mano…».
Pero no: ésa también había desaparecido en algún punto del camino, sin que él lo advirtiera.
«Qué extraño», se dijo, y prosiguió su camino, un poco desanimado ahora, tratando de no pensar en el hambre que tenía. Un mordisco de manzana, después de todo, difícilmente constituye un desayuno adecuado para un niño de ocho años, en especial para un niño que ha salido a ver mundo y correr grandes aventuras.