13. La marioneta del príncipe

La noticia de mis éxitos como corredor empezó a difundirse en los pueblecitos vecinos, luego en las ciudades pequeñas que miraban por encima del hombro a los pueblos, y después en las grandes ciudades que se burlaban con desprecio de las pequeñas.

Una tarde, cuando volví del colegio a la juguetería, encontré a mi padre sentado al mostrador, pintando las ventanillas de una locomotora que llevaba varios días tallando.

—Ah —dijo con una gran sonrisa al verme entrar—. Por fin has llegado. Empezaba a preocuparme por ti.

—Lo siento, papá —respondí, consultando la hora—. Hoy he tardado más que de costumbre en correr hasta casa. Casi tres minutos.

—Bueno, el colegio está a más de seis kilómetros de distancia —repuso mi padre—, así que en realidad no deberías sentirte insatisfecho.

—Pero suelo hacerlo en poco más de dos minutos —dije; y empecé a correr sin moverme del sitio, tan rápido que el suelo gritó y me rogó que parase—. Tendré que entrenar más duro.

—Ya entrenas bastante duro —opinó mi padre, y tendió una mano a través del mostrador para alcanzar un sobre grande de color crema—. Tengo una sorpresa para ti. Te ha llegado una carta esta mañana.

Me acerqué y tomé la carta. No había recibido correo en toda mi vida, de modo que me hizo una ilusión tremenda.

—¿Quién me escribirá? —pregunté, mirando a mi padre con cara de asombro.

—Ábrela y lo descubrirás.

Observé el sobre unos instantes, sopesándolo con cautela, antes de rasgarlo con cuidado, sin dañar el sello, y sacar la única hoja que contenía. La leí para mí y luego en voz alta.

Querido señor:

Sus muy graciosas majestades el rey y la reina le ordenan que comparezca ante ellos el domingo 13 de octubre a fin de demostrarles las grandes dotes de corredor que le han dado celebridad en todo el país. Por favor, llegue puntualmente al palacio a las 10 de la mañana del día 13 y pregunte por mí en recepción.

Atentamente,

Sir Carstairs Secretario privado de Sus Majestades.

—¡Los reyes! —exclamé mirando perplejo a mi padre—. No puedo creer que sepan siquiera quién soy. Tendré que aceptar su invitación, por supuesto.

—Pero tienes colegio… No puedes perder el ritmo en tus estudios sólo por correr un poco.

—Faltaré a clase sólo un par de días. No se darán ni cuenta de mi ausencia.

—¿Y qué pasa conmigo? —preguntó papá en voz baja y llena de tristeza—. Volverás conmigo, ¿no?

—Pues claro que sí. No voy a dejarte solo.

—¿Me lo prometes?

—Sí, por supuesto —respondí, sonriéndole pero sin pensar apenas si lo decía en serio o no.

Así pues, la tarde del 12 de octubre corrí los ciento cincuenta kilómetros que había hasta el puerto y subí a bordo de un barco que zarpaba en dirección al palacio, y a primera hora de la mañana siguiente me hallaba en el patio de palacio, listo con mi ropa de deporte, cuando los reyes salieron a dar su paseo diario. Tras ellos trotaba un joven poco mayor que yo, de reluciente cabello rubio y con una corona de oro, que estiraba el cuello para mirar al cielo.

—¿Eres tú el chico del que se dice que es un corredor portentoso? —me preguntó la reina, acercándose a la cara unos anteojos que le colgaban de una cadenilla al cuello, y me miró de arriba abajo como si no supiera si darme o no su aprobación.

—Así es, majestad —contesté—. Puedo correr más rápido que cualquier niño de mi edad.

—Yo soy el rey —anunció el soberano—. Y éste es nuestro hijo, el príncipe. Será rey algún día, por supuesto, pero no antes de mi muerte. Confía en que ese día no llegue nunca, ¿no es así, hijo mío?

—¿Qué dices, padre? —preguntó el príncipe, apartando la vista del cielo unos instantes para fijarla en el rey.

—Digo que confías en que ese día no llegue nunca —repitió el rey alzando la voz.

—¿Qué día, padre? —El príncipe no se enteraba de nada.

—Oh, por el amor de…

—A nuestro hijo le falta concentración —intervino la reina, interrumpiendo a su esposo y mirándome—. Ahora mismo es una gran decepción para nosotros, motivo por el cual se mantiene vivo al rey mediante métodos extraordinarios. El príncipe simplemente no está listo para ser rey.

—Es verdad —repuso el muchacho, encogiéndose de hombros y mirándome a su vez—. No lo estoy.

—Bueno, no sé qué puedo hacer yo al respecto —dije, un poco desconcertado—. Soy un corredor. Quizá me han confundido con otro.

—La reina jamás comete un error —dictaminó el rey.

—Una vez cometí uno —lo corrigió ella, mirándolo, antes de volver a centrarse en mí y controlar su mal genio—. Eres el corredor más rápido del país. Lo que yo quiero saber es si eres fuerte.

—¿Fuerte, majestad?

—Exacto. ¿Crees que podrías correr con el peso de… hum, no sé… digamos de un ratón sobre los hombros?

Me eché a reír, pero enmudecí cuando su expresión se volvió severa.

—Sí, señora —contesté—. Podría hacerlo, sin duda.

—¿Y de un gato?

—Sin mayor dificultad.

—¿Y de un perro?

—Con un cocker spaniel no habría problema. Con un gran danés, no estoy tan seguro. Podría enlentecerme la marcha.

La reina no pareció muy satisfecha con mi respuesta y resopló por la nariz de una forma que me recordó a un dragón.

—¿Y con un chico a hombros? —preguntó al cabo de unos instantes.

—¿Un chico, majestad?

—¿Tienes que repetir todo lo que digo? —refunfuñó, fulminándome con la mirada—. Un chico, sí, ya me has oído. ¿Podrías correr con un chico a hombros?

Lo pensé un momento.

—No sería tan rápido —contesté—, pero creo que podría.

—Bien. Entonces espabila. Échate al príncipe a hombros y llévalo corriendo hasta Balmoral. Acabamos de invitar a uno de los hombres más listos de Europa a instalarse allí y formar a nuestro hijo en el arte de ser rey, y no hay tiempo que perder. El rey ya está medio muerto, en realidad.

—Es cierto —confirmó el aludido con tristeza—. Ni siquiera me correspondería estar aquí.

—Y el chico tiene que estar preparado —insistió la reina—. Marchaos ya, y nada de entretenerse por el camino. —Indicó con un ademán que nos fuésemos, mientras el príncipe se encaramaba a mi espalda, y entonces la reina añadió—: Y tráeme mi diario de las tierras altas. Me lo dejé allí en nuestras últimas vacaciones y me gustaría añadir una nueva entrada.

—Y mi rifle —gruñó el rey frunciendo las cejas—. Hay un ciervo nuevo en los jardines. Es un ejemplar magnífico, de belleza extraordinaria. Quiero cazarlo.

El príncipe era más ligero de lo que había imaginado, y una vez me hube acostumbrado a su peso, descubrí que no me enlentecía demasiado. Me las apañé para llegar a Escocia al anochecer, y una vez allí, para mi sorpresa, el príncipe no quiso entrar en palacio sino que insistió en tenderse en la hierba a contemplar el cielo.

—Mira —me dijo—, ésa es la Osa Mayor.

—¿Dónde? —pregunté aguzando la mirada.

—Ahí. Señala hacia el norte. ¿No la ves?

—Ah, sí —respondí, y me alegré de distinguirla, pues nunca me había fijado en las estrellas—. Por supuesto.

—Y aquélla es Perseo —continuó el príncipe, señalando otra constelación—. Y ahí está Casiopea, la reina sentada en su trono.

—¿Te interesan las estrellas? —pregunté.

—Me apasionan. Me gustaría ser astrónomo, pero mis padres no me lo permitirán. Dicen que tengo que ser rey. —Esbozó una mueca, como si le hubieran dicho que tenía que acostarse temprano porque a la mañana siguiente lo esperaba un largo viaje.

—¿No puedes negarte simplemente?

—Imposible —contestó con un suspiro—. Si yo no soy rey, la corona pasará a mi hermano menor.

—¿Y qué tiene eso de malo?

—Es un idiota —repuso el príncipe—. Jamás funcionaría, y entonces la corona iría a parar a otra rama de la familia, con la que no nos hablamos. Nuestra estirpe se habría acabado. Mi madre jamás permitirá una cosa así.

—De modo que te han enviado aquí. Al colegio, por así decirlo.

—Por así decirlo.

—A mí también me mandaron al colegio —expliqué—. No me gustaba mucho, pero luego, cuando comprendí que destacaba en algo, las cosas fueron mejor. Bueno, debo entrar a buscar el diario de tu madre y el rifle de tu padre.

En el palacio me esperaba un caballero anciano que me miró con una mezcla de irritación y temor, como si me hubiesen enviado a robar.

—¿Y quién se supone que eres tú? —preguntó, y su voz reverberó por los pasillos.

Le dije mi nombre y para qué había ido, y pareció aceptarlo como un motivo razonable.

—Soy Romanus Plectorum, antes domiciliado en Róterdam —se presentó, y añadió sin particular entusiasmo—: Has traído al príncipe, ¿verdad?

—Está ahí fuera. En la hierba. No parece usted muy contento de hallarse aquí, si no le importa que lo mencione.

—No, en efecto —admitió—. Me han hecho venir contra mi voluntad a este sitio espantoso a instruir a ese muchacho. Justo acababa de construirme un castillo en Róterdam con techo de cristal, de forma que no habría tenido que gastar dinero en electricidad. Habría ahorrado una fortuna. En mi tierra se me conoce como uno de los avaros más destacados de nuestros días. Es un gran honor para mí.

—¿Y por la noche? —pregunté—. ¿Cómo podrá ver algo entonces?

—¡Con velas, jovencito, con velas! Me llevó seis años acabar ese castillo, y justo el día que me mudé recibí la carta de los reyes. Ahora el castillo con techo de cristal está vacío, y quién sabe qué será de él. Y yo estoy atrapado aquí. ¡Aquí! —gimió, mirando alrededor y compadeciéndose de sí mismo—. Bueno, sígueme. Te enseñaré dónde está el despacho de la reina.

Me guió a través de oscuros pasillos con paneles de madera.

Entré en una habitación enorme y agarré el diario de encima del escritorio. Sólo cuando alcé la vista advertí la cantidad de cabezas de ciervo que cubrían las paredes. Cada una era más magnífica que la anterior y todas estaban sujetas a placas de madera con una fecha grabada debajo: la fecha en que el rey los había abatido. Me acerqué, los miré a los ojos y estuve seguro de distinguir el dolor que aquellos inocentes animales habían sentido al caer abatidos. Fruncí el entrecejo y negué con la cabeza al ver el enorme rifle apoyado en un rincón, el mismísimo que había causado toda aquella muerte innecesaria.

—Aquí tiene su diario, majestad —le dije a la reina la tarde siguiente, tendiéndoselo.

—Tenían razón en lo que decían sobre ti —repuso—. Has sido rapidísimo. Y nuestro hijo, el príncipe, ¿cómo está? ¿Se ha alegrado su tutor de recibirlo?

—Bueno… —dije, deseando haber podido prepararme mejor; una de las desventajas de ser un corredor tan rápido era que no disponía de mucho tiempo para pensar—. Sí, parecen llevarse muy bien. Pero han decidido que Escocia no es el sitio más adecuado para la educación del príncipe.

—¿Qué no es el sitio adecuado? —saltó el rey—. Pero si los escoceses son el segundo pueblo más inteligente del mundo, después de los irlandeses.

—Sí, probablemente así sea —repuse—. Pero hace un frío terrible y el señor Plectorum dijo que no sobreviviría al invierno, lo que dejaría al príncipe en una posición peor que la actual. Así pues, han viajado a Róterdam para emprender allí una sólida educación. Dijo que escribiría en cuanto llegaran.

La reina refunfuñó un poco ante semejante noticia, pero no dijo nada.

—¿Y mi rifle? —soltó el rey, y le cayeron unas gotitas de baba en la barba al recordar el olor a pólvora y carne de venado—. No habrás olvidado mi rifle, ¿no?

—No conseguí encontrarlo, majestad —contesté encogiéndome de hombros—. Lo siento, señor.

De la garganta del rey brotó un gruñido grave, y pareció a punto de atacarme.

—Si de veras lo desea, puedo volver a buscarlo —añadí con nerviosismo y sabiendo que, aunque lo hiciera, nunca le llevaría aquel rifle.

—No, muchacho, válgame Dios —intervino la reina, soltándose un poco la toca—. Ya has hecho suficiente. Además, no podemos quedarnos aquí todo el día. El rey debe tomar su medicación y los turistas no tardarán en llegar a las puertas de palacio. Tenemos que empezar a arrancar pedacitos de pan para alimentarlos, o van a impacientarse. ¿Qué te parece si das una vuelta corriendo al palacio y yo te cronometro? Sólo por divertirnos un poco. —Sacó un reloj de bolsillo del abrigo y sostuvo un dedo sobre un gran botón redondo en la parte superior—. Hay un precioso matorral de lavanda en la parte trasera del palacio, no puedes pasarlo por alto. Tráeme una flor y así sabré que has dado toda la vuelta.

—¿Una de éstas, majestad? —pregunté tendiendo la mano para ofrecerle un perfecto ramito púrpura de lavanda.

—¡Asombroso!

—¿Qué puedo decir? —repuse sonriéndole—. Soy bastante rápido.

Un par de años después, acudí casualmente a Róterdam para las carreras del centenario que se celebraban allí, y fui a visitar al príncipe. Resultó que había sido un montaje estupendo. Había aprendido mucho en manos de su tutor, pero lo había hecho bajo el techo de cristal del castillo, contemplando todo el tiempo el cielo. Francamente, todo el mundo estaba contento. Hasta mi padre lo estaba, cuando llegué a casa.

—Llegas un día tarde —me dijo con una sonrisa. Parecía aliviado.

—Pero sólo un día.

—Has vuelto —añadió, abrazándome—, eso es lo único que importa. Has mantenido tu promesa.