6. El reloj, la puerta y el cofre de recuerdos

Noah no tuvo oportunidad de decirle al viejo hasta qué punto era digno de confianza, pues en ese momento un reloj que había en el mostrador a su lado empezó a hacer ruidos muy extraños. Al principio sonaron como gemidos ahogados, como si no se encontrara bien y quisiera irse a la cama para meterse bajo las sábanas hasta que se recuperara. Luego se hizo el silencio. Entonces los gemidos se transformaron en una especie de resoplidos, antes de convertirse en curiosos ruidos de tripas, bastante vergonzosos, como si todos los engranajes y muelles internos mantuvieran una pelea tremenda y por momentos la situación pudiera tornarse violenta.

—Oh, vaya por Dios —exclamó el viejo, volviéndose para mirar ceñudo el reloj—. ¡Qué vergüenza! Tendrás que perdonarme.

—¿Perdonarle? —se sorprendió Noah—. Pero si es el reloj el que hace ruidos.

El reloj emitió un chirrido de protesta y Noah soltó una risita, llevándose la mano a la boca. Los ruidos le recordaban a Charlie Charlton, cuyo estómago siempre emitía los sonidos más extraños cuando se acercaba la hora de comer, logrando que la señorita Bright mirara el reloj y dijese: «¡Oh, vaya! ¿Ya es tan tarde? ¡Hora de comer!».

Pero, al echarse a reír, la parte de él que le había dicho que debía escaparse de casa lo hizo titubear, y se sintió culpable hasta de sonreír. Llevaba tanto tiempo sin reírse que se sintió como un erizo cuando emerge tras meses de hibernación y no está seguro de si debe seguir haciendo las cosas que hacía antes con naturalidad. Sacudió la cabeza, arrancándose la risa de la boca para arrojarla hacia un rincón de la juguetería, donde aterrizó sobre un montón de ladrillos de madera y nadie la descubriría hasta el invierno siguiente.

—Es un reloj muy poco corriente —comentó, inclinándose para examinarlo. Al hacerlo, el segundero dejó de moverse, y sólo cuando Noah hubo retrocedido y apartado la vista volvió a avanzar, más deprisa ahora para llegar a donde se suponía que debía estar.

—Será mejor que no lo mires —aconsejó sabiamente el viejo—. A Alexander no le gusta. Le hace perder el ritmo.

—¿Alexander? —preguntó Noah mirando alrededor, esperando ver a alguien en la tienda cuya presencia no había advertido—. ¿Quién es Alexander?

—Alexander es mi reloj. Y es bastante tímido, lo que en realidad resulta sorprendente, pues, por lo que sé, los relojes tienden a ser unos fanfarrones, siempre en movimiento, siempre haciendo tictac como si les fuera la vida en ello. Pero Alexander no es así. Para serte franco, él preferiría que no nos diésemos cuenta siquiera de que está ahí. Tiene bastante genio. Verás, es que es ruso, y los rusos son un poco raros. Lo encontré en San Petersburgo, en el Palacio de Invierno del zar. Hace ya unos cuantos años de eso, desde luego, pero aún funciona a las mil maravillas, sobre todo si hablas de política o religión con él, porque eso le da mucha cuerda.

—Bueno, no pretendía ofenderlo —dijo Noah, que no sabía qué pensar de todo aquello—. Es sólo que estaba haciendo ruidos raros.

—Ah, pero los hace porque es hora de comer —explicó el viejo dando una palmada—. Me lo recuerda fingiendo que le ruge el estómago. Es una pequeña broma. Los rusos son bastante graciosos, ¿no crees?

—Pero los relojes no tienen estómago —puntualizó Noah, aún desconcertado.

—¿No?

—Pues no. Tienen péndulos o ruedas de contrapeso. Y algo que se llama oscilador, que vibra y hace que todo funcione correctamente. Por mi último cumpleaños, mi tío Teddy me regaló un «Construye tu propio reloj en veinticuatro horas». Abrí la caja y me pasé dos semanas tratando de montarlo.

—Oh, ¿de veras? ¿Y cómo acabó la cosa?

—No muy bien. Sólo funciona como es debido dos veces al día, y en ocasiones ni siquiera eso.

—Ya veo. Pero, aun así, pareces saber mucho de relojes.

—Sí, me gustan las cosas científicas. A lo mejor algún día seré astrónomo. Es una de las profesiones que estoy considerando.

—Bueno, pues tendré que aceptar tu palabra en este asunto. Siempre he asumido que era su estómago, pero quizá me equivoco. En cualquier caso, sea cual sea la verdad, es hora de comer.

—Pensaba que había almorzado ya —dijo Noah, más animado ante la idea de comer. Hacía tanto que no se llevaba nada a la boca que temía desmayarse.

—He tomado un tentempié, sólo eso —admitió el anciano—. Unos restos de pollo. Y una ensalada de la huerta. Y unas cuantas salchichas que se habrían estropeado si no me las comía hoy. Y un sándwich de queso. Y después un trozo de pastel, para acabar con algo dulce. Pero no ha sido lo que podría decirse una comida sustanciosa. Sea como fuere, supongo que tienes hambre, ¿no? Después de todo, has salido muy temprano de casa.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Noah, sorprendido.

—Por el estado de tus zapatos.

—¿Mis zapatos? —Se miró los pies y no vio nada fuera de lo corriente—. ¿Cómo demonios puede saber por mis zapatos a qué hora he salido de casa?

—Mira las suelas. Aún están un poco mojadas y tienen briznas de hierba pegadas, aunque empiezan a secarse y se están desparramando por el suelo. Significa que has pisado hierba no mucho después de que cayera el rocío.

—Oh, claro. Nunca se me habría ocurrido.

—Cuando uno ha gastado tantos pares de zapatos como yo, tiende a fijarse en el calzado de los demás —comentó el anciano—. Es una pequeña rareza mía, eso es todo. E inofensiva, espero. Bueno, si ése es el caso, ¿te apetece comer algo? No tengo gran cosa, pero…

—Me encantaría —se apresuró a contestar Noah, y se le iluminó el semblante—. No he comido nada en todo el día.

—¿De verdad? ¿En tu casa no te dan de comer?

—Sí, claro que me dan —contestó Noah tras un leve titubeo—. Lo que pasa es que he salido antes de desayunar.

—¿Por qué?

—Bueno, es que hoy no había comida en casa —mintió Noah.

El anciano lo miró como si no se creyera una sola palabra, y el niño se ruborizó. Apartó la vista y se encontró con la mirada de una de las marionetas de la pared, que inmediatamente giró la cabeza, como si no soportara ver a un niño que decía mentiras antes de desayunar.

—Bueno, si tienes hambre —dijo por fin el viejo—, supongo que será mejor que te prepare algo. Ven, acompáñame arriba. Estoy seguro de que podré encontrar algo que te guste.

Se dirigió hacia un rincón y tendió la mano ante sí, y en el instante en que lo hizo apareció un pomo en la pared; lo hizo girar y abrió una puerta que daba al pie de unos escalones. Noah se quedó boquiabierto (¡aquella puerta no estaba ahí un instante antes!), y miró de la puerta al anciano, y de nuevo a la puerta, y otra vez al anciano. De hecho, aquello podría haber seguido mucho rato de no haberle puesto fin el anciano.

—¿Y bien? —lo instó, volviéndose—. ¿Vienes o no?

Noah titubeó sólo un instante. Desde que tenía memoria había oído decir que sólo un niño tonto entraría en sitios extraños con desconocidos, en especial si nadie más sabía que estaba allí. Su padre aseguraba siempre que el mundo era un lugar peligroso, aunque su madre decía que no debería asustar al niño, y que éste sólo tenía que recordar que no todo el mundo que parecía bueno lo era en realidad.

—Pareces indeciso —dijo el anciano en voz baja, como si le leyera el pensamiento—. Haces bien, pero te aseguro que no hay motivo de preocupación. Ni siquiera por mi estilo de cocinar. De joven estuve muchas veces en París y aprendí varios trucos de uno de los chefs más grandes de aquellos tiempos, así que, modestia aparte, preparo unos huevos revueltos excelentes.

Noah seguía sin estar seguro de si hacía lo correcto, pero su barriga empezaba a emitir unos ruidos parecidos a los del reloj, que le dirigía ahora una mirada asesina y tamborileaba impaciente con una pata sobre el mostrador. Abrumado por el hambre, asintió con la cabeza y se apresuró a seguir al anciano a través de la puerta abierta.

Se encontró al pie de una escalera muy estrecha cuyos peldaños y paredes, como las marionetas, eran de madera. En la barandilla había una serie de intrincados grabados que acarició con los dedos, disfrutando del tacto de las muescas. Eran muy poco profundos, tallados con cuidado y luego limados con una garlopa para evitar posibles astillas. Para su sorpresa, la escalera no ascendía directamente, como la de su casa, sino describiendo círculos muy estrechos, de modo que apenas veía al anciano subiendo ante sí, pues entre uno y otro sólo quedaban a la vista un par de peldaños en cada tramo.

Subieron y subieron, dando vueltas y más vueltas, hasta que Noah empezó a preguntarse qué altura podrían alcanzar. Desde fuera no le había parecido que hubiese más de una planta encima de la tienda, pero aquella escalera parecía infinita.

—Vaya montón de escalones —comentó con voz un poco jadeante—. ¿No se cansa de subirlos y bajarlos todos los días?

—Me canso más que antes, desde luego —admitió el anciano—. Por supuesto, de joven podía subir y bajar corriendo mil veces al día sin problemas. Pero ahora la situación es distinta. Me lleva mucho más tiempo hacer cualquier cosa. Hay doscientos noventa y seis peldaños, en realidad. O doscientos noventa y cuatro. Exactamente los mismos que en la torre inclinada de Pisa. No sé si los has contado.

—No, no lo he hecho —repuso Noah—. Pero ¿cuántos son, doscientos noventa y seis o doscientos noventa y cuatro?

—Bueno, ambas cantidades, en realidad. Hay dos peldaños menos en la escalera que da al norte que en la que da al sur, de modo que depende de dónde vengas. Has estado en Italia, supongo.

—Qué va —respondió Noah—, nunca he estado en ningún sitio. La verdad es que esto es lo más lejos que he llegado de casa.

—Pasé tiempos felices en Italia —repuso el viejo con añoranza—. De hecho, viví cerca de Pisa un tiempo, y todas las mañanas corría hasta la torre y subía y bajaba por las escaleras para mantenerme en forma. ¡Qué recuerdos tan felices!

—Parece haber estado en muchos sitios.

—Sí, bueno, de joven me encantaba viajar. No conseguía que mis piernas permanecieran quietas. Ahora todo es distinto, claro. —Se volvió y miró al niño—. Pero me parece que te estás cansando de subir, ¿no es así?

—Un poco —admitió Noah.

—Bueno, entonces quizá deberíamos hacer un alto.

En cuanto lo hubo dicho, Noah oyó un fuerte ruido de pisadas que subían corriendo detrás de él y contuvo el aliento, nervioso, porque creía que abajo no quedaba nadie. Se volvió, un poco temeroso de quién o qué iba a aparecer, y entonces soltó un jadeo y se apretujó contra la barandilla cuando la puerta por la que habían salido de la planta baja pasó corriendo por su lado, con las mejillas rojas de vergüenza.

—Perdón, perdón —exclamó la puerta, y se encajó con firmeza en la pared que tenía delante—. Me he puesto a hablar con el reloj y he perdido la noción del tiempo. Cuando empieza a hablar no hay quien lo pare, ¿eh?

—No pasa nada, Henry —dijo el anciano tendiendo una mano para girar el pomo. Tras volverse hacia Noah con una sonrisa de disculpa, añadió—: Me temo que no puedo permitirme una segunda puerta en este momento, de manera que he de arreglármelas con una sola. Es terriblemente bochornoso, pero el negocio anda un poco flojo estas últimas décadas.

Noah no supo qué decir y permaneció de pie en la escalera durante un momento, hasta que salió de su sorpresa y miró a través de Henry hacia una pequeña cocina, limpia y desordenada al mismo tiempo, si algo así es posible. Al mirar el suelo, lo asombró comprobar que había aproximadamente sólo un tercio de las tablas necesarias y que entre ellas se abrían grandes huecos, lo bastante grandes para tragarse a un niño de ocho años; miró en ellos, pero no vio otra cosa que una profunda oscuridad. Fue algo inesperado, puesto que el techo de la planta baja se hallaba intacto.

—Bueno, ¿entramos? —propuso el viejo dando un paso atrás para que el niño pasara primero; los modales eran muy importantes para él.

—Pero el suelo… —jadeó Noah—. Si entro ahí me caeré.

—Ah, sí. Debería habértelo explicado. Tuve que usar varias tablas el año pasado, cuando me quedé temporalmente sin leña para el fuego. No les gustó mucho, no me importa admitirlo, y no fue un buen momento para mí. Pero lo cierto es que las que quedan compensan bien la carencia. Observa.

Noah enarcó las cejas cuando el anciano entró en la cocina como si tal cosa y las tablas del suelo se pusieron en movimiento, saltando y cambiando de sitio a cada paso que daba, tapando los huecos para que el viejo no cayera por ellos, pues cada tabla se colocaba bajo sus pies justo a tiempo de que la pisara.

—Qué extraordinario. —Noah sacudió la cabeza de pura sorpresa y decidió probar él también. En su caso, las tablas hicieron lo mismo, levantándose para aterrizar bajo sus pies antes de que pudiera precipitarse a la oscuridad, pero parecían más ruidosas, y Noah incluso creyó oírlas jadear.

—No están acostumbradas a dos personas —explicó el viejo—. Es probable que se cansen más rápido, no deberíamos agobiarlas. ¡Y ahora, a comer!

Sobre la encimera había fuentes con diferentes clases de comida y Noah se acercó con cautela, relamiéndose y sintiendo que se le hacía la boca agua; pensó en lo encantado que habría estado el burro hambriento si lo hubiesen invitado a compartir toda aquella comida.

—Por favor —dijo el anciano señalando las fuentes—, sírvete. Agarra un plato y llénalo con lo que quieras. Si no hay suficiente, estoy seguro de que podré encontrar…

—No, no —se apresuró a interrumpirlo el niño—, hay más que suficiente. Muchísimas gracias, señor.

Sintió una repentina oleada de afecto y gratitud hacia su amable anfitrión. Llenó un plato con carne fría, ensalada de repollo y zanahoria, un panecillo, un trozo de queso holandés, un par de huevos duros, unas salchichas, una loncha de beicon, un pequeño rábano picante, y decidió que bastaría como entrante. Unas naranjas de aspecto muy jugoso se estaban exprimiendo en una jarra en el extremo de la encimera, así que esperó a que hubiesen acabado para servirse un vaso.

—No temas, si dices gracias no se te caerá ningún diente —le espetó una naranja, convertida ahora en una cáscara exprimida y agotada en el montón sobre la encimera, mirando furibunda al niño.

—Gracias —dijo Noah, y se apartó rápidamente.

En el alféizar de la ventana vio un osito de madera sentado; el pelaje blanco le caía sobre los ojos y lucía una pajarita de brillante madera roja. Noah consideró sentarse a su lado a comer, pero el oso dejó escapar un gruñido en voz baja cuando se acercó a él, y el niño se detuvo en seco, vacilante.

—Siéntate aquí, muchacho —dijo el viejo indicando una de las dos sillas a ambos lados de la mesa de la cocina. Titubeó un instante antes de agarrar un trozo nuevo de madera y ponerse manos a la obra con un formón más grueso y afilado que el que había usado abajo, con cuidado al principio y luego con creciente confianza—. Creo que voy a hacer otro intento con esto —comentó con una sonrisa.

—¿Qué está tallando ahora? ¿Otro conejo?

—Espero que no. Aunque, como nunca acaba siendo lo que había previsto, quién sabe qué va a salir de este taco. Pero no hay nada malo en intentarlo. —Se sentó en la otra silla y se llevó una mano a los riñones al hacerlo—. Me duele la espalda —musitó al ver que el niño lo miraba—. Es uno de los inconvenientes de hacerse viejo. Pero la culpa es sólo mía. Debería haberme quedado como estaba. Supongo que piensas que todo el mundo envejece y no tengo derecho a quejarme.

—Qué va —repuso Noah sin vacilar—. No pienso eso ni mucho menos. No todo el mundo se hace viejo.

El hombre lo miró, extrañado por sus palabras, pero no hizo más preguntas.

—Come —dijo al cabo de un rato, señalando el plato lleno que el niño tenía delante—. Come, no se vaya a calentar.

Pese al hambre que tenía, Noah no comió con precipitación, pues su madre siempre decía que debía mostrarse considerado con los demás comensales y no comer como un cerdo al que no hubiesen alimentado en un mes. Masticó despacio y en silencio, disfrutando de cada bocado de aquella comida, que le parecía la más deliciosa que había probado en su vida.

—Hubo un tiempo en que yo tenía un apetito como el tuyo —comentó el anciano—. Pero ya no. Ahora suele bastarme con once o doce comidas al día.

—¿Once o doce? —repitió el niño, perplejo—. En casa sólo hacemos tres. Desayuno, comida y cena.

—Vaya por Dios. No me parece nada bien. ¿Qué pasa, que tu esposa no sabe cocinar?

—¿Esposa? —Noah se echó a reír—. Pero si yo no tengo esposa.

—¿No? ¿Y por qué no? Pareces un chaval bastante agradable. Se ve a simple vista que eres fácil de complacer. Y no hueles demasiado mal. —Olisqueó el aire, pensó un momento y añadió—: Bueno, ya que lo menciono…

—Sólo tengo ocho años —le recordó Noah—. ¡Uno no puede casarse a los ocho años! Aunque tampoco querría hacerlo.

—¿De verdad? ¿Y puedo preguntar por qué no?

Noah reflexionó un instante.

—Bueno, quizá me case cuando sea viejo —contestó por fin—. Cuando tenga veinticinco, digamos. Hay una niña en mi clase, Sarah Skinny, que es la número cuatro de mis mejores amigos, y supongo que nos casaremos algún día, pero todavía falta mucho para eso. —Miró alrededor, constatando lo pequeña que era la cocina, al parecer diseñada para una sola persona—. ¿Y usted? ¿No está casado?

—Oh, no —respondió el anciano—. Nunca encontré a la chica adecuada.

—¿Vive aquí solo?

—Sí, aunque tengo mucha compañía. Alexander y Henry, por ejemplo, a los que ya has conocido.

—¿El reloj y la puerta?

—Sí. Y hay otros. Muchos más. En realidad, ya no llevo la cuenta. Y tengo mis marionetas, por supuesto.

Noah asintió con la cabeza y continuó comiendo.

—Esto está muy bueno —dijo con la boca llena, y añadió con una risita—: Perdón.

—Tranquilo —repuso el viejo. Sostuvo la madera ante sí y sopló para quitarle el polvo. La examinó, pareció complacido y continuó haciendo incisiones cuidadosas y precisas con el formón—. No hay nada tan satisfactorio como ver comer a un niño hambriento —comentó—. Bueno, si no tienes esposa, supongo que también vives solo, ¿no?

Noah negó con la cabeza.

—No; vivo con mi familia —dijo, y el tenedor se detuvo en el aire al pensar en ellos—. O, más bien, vivía con ellos —se corrigió—. Antes de que me fuera, quiero decir.

—¿Ya no vives con ellos?

—No; me he marchado esta mañana. Pienso ver mundo y correr aventuras.

—Ah, no hay nada como una buena aventura. —El anciano sonrió—. En cierta ocasión fui a pasar un fin de semana a Holanda y me quedé todo un año, después de verme envuelto en una conspiración para derrocar al gobierno.

—No puedo imaginar verme envuelto en algo parecido —dijo Noah, a quien la política no le interesaba en absoluto.

—¿Y tus padres están contentos de que te hayas ido de casa?

Noah no respondió y bajó la vista al plato con expresión preocupada; la comida le pareció de pronto menos apetitosa.

—No tienes que contarme nada que no desees —prosiguió el anciano—. Sé qué supone tener ocho años. Después de todo, una vez tuve esa edad.

Noah reflexionó sobre esas palabras. Era tan viejo que le sorprendía que pudiera acordarse siquiera de cuando tenía su edad.

—¿Se escapó alguna vez de casa cuando tenía ocho años? —preguntó tragando saliva.

Prefería no pensar en ello, porque sólo conseguía inquietarlo. Intentaba no pensar en su huida de casa, pero el asunto tenía la desagradable costumbre de reaparecer en los dedos de los pies, corretearle por los tobillos y subirle por las piernas y luego la espalda, hasta llegar al cerebro para enviar a sus ojos imágenes que no quería ver.

—De niño hice muchas cosas —admitió el viejo—, y no todas ellas fueron muy sensatas.

A Noah la idea de hacer cosas no muy sensatas le gustó mucho y estuvo a punto de interrogar al viejo al respecto, pero entonces advirtió un gran cofre de madera en el suelo junto a sus pies. Le sorprendió no haberlo visto al sentarse, pues tenía muchas filigranas y parecía una antigüedad de ésas que su madre siempre examinaba en las tiendas y deseaba poder comprar para su casa. Tenía grabada una marioneta en la tapa, bastante distinta de las que había en las paredes en el piso de abajo. Noah se inclinó para verla más de cerca.

—¿Lo ha hecho usted? —preguntó alzando la vista, y el viejo negó con la cabeza.

—Oh, no, no fui yo. No soy tan buen artesano. Los detalles, como ves, son magníficos.

—Es maravilloso —observó el niño, siguiendo los trazos del grabado con los dedos.

La marioneta de la tapa parecía un tipo muy alegre. Tenía un cuerpo largo y cilíndrico y un gorro puntiagudo en la cabeza. Las piernas, insólitamente delgadas, no parecían capaces de sostenerlo mucho rato.

—Te sorprendería saber cuánto tiempo —repuso el anciano como si le leyera los pensamientos—. Si tallas las marionetas con madera de un árbol muy viejo, la madera resulta tan resistente que puede durar una eternidad si la tratas bien. Esa marioneta podría ir hasta la otra punta de la tierra y volver y sólo necesitaría una nueva capa de barniz.

—Si usted no hizo el cofre —dijo Noah—, entonces, ¿quién lo hizo?

—Mi padre. Hace muchísimo tiempo. Llevo muchos años sin abrirlo. Hay un montón de recuerdos ahí dentro, y a veces puede resultar doloroso evocar el pasado. Incluso un simple vistazo puede ponerte muy triste, o hacer que te arrepientas de algo.

Todo aquello no hizo sino intrigar aún más a Noah con respecto al contenido del cofre, y lo miró mordiéndose el labio antes de levantar la vista otra vez, deseoso de saber qué había en su interior.

—¿Puedo abrirlo? —dijo al cabo de un momento, decidiendo que lo más simple era preguntarlo directamente—. Me gustaría ver qué contiene.

El anciano vaciló y apartó la mirada con expresión confundida, como si no estuviese seguro de querer que su cofre de recuerdos se abriera al mundo. Noah no deseaba molestarlo mientras se decidía, así que guardó silencio hasta que el hombre volvió a mirarlo y, sonriendo, asintió levemente con la cabeza.

—Adelante… —dijo en voz baja—. Pero trata con delicadeza lo que encuentres; son cosas muy valiosas para mí.

Noah asintió con entusiasmo y se agachó para levantar el cofre y depositarlo en la mesa. Advirtió entonces que en los laterales estaba representada la misma marioneta que en la tapa, rodeada por edificios de aspecto extranjero que tenía la seguridad de haber visto en los libros de geografía en el colegio. Uno de ellos se parecía a la torre Eiffel de París, y otro al Coliseo de Roma. Asió los lados de la tapa con ambas manos y la levantó con cautela, conteniendo el aliento, convencido de que iba a encontrar algo extraordinario.

Pero, para su decepción, sólo contenía más marionetas.

—Oh —dijo.

—¿Oh? —repitió el anciano—. ¿Pasa algo malo?

—Bueno, pensaba que quizá habría fotografías. Las fotografías me gustan. O cartas viejas. Pero sólo son más marionetas, como las que hay abajo. —Tomó una y la examinó con atención—. Son muy bonitas —añadió, pues no quería ser grosero—. Sólo que me parecía que podía haber algo distinto aquí dentro.

—Ah, pero estas marionetas son muy distintas —repuso el anciano sonriéndole—. Verás, fui yo quien talló las marionetas que hay abajo. Pero éstas son las que quedan de las que talló mi padre. Para mí son valiosísimas. Como ese gran árbol de ahí fuera, me hacen pensar en él. Son todo lo que me queda de mi padre.

—Bueno, sí son interesantes, supongo —dijo Noah, más intrigado ahora—, pero ¿no quiere ponerlas abajo con las demás?

—No, no podría hacer una cosa así. Mi padre no habría querido. Verás, cada una de ellas cuenta una historia, una historia muy particular, de manera que deben guardarse juntas.

—Bueno, me gustan las historias —repuso Noah con una sonrisa mientras seleccionaba una al azar, una marioneta bastante corpulenta de una mujer con papada y expresión furibunda—. ¿Cuál cuenta ésta?

—Ah, la señora Shields —contestó el viejo y soltó una carcajada—. Mi primera maestra.

—¿Conserva una marioneta de su maestra? —preguntó Noah arqueando las cejas—. Entonces debía de gustarle mucho el colegio.

—En parte —admitió el anciano—, aunque asistir a él no fue idea mía. Fue de papá. De mi padre, debería decir. Pero ésa es otra historia. No creo que te interese saber cómo acabé aquí.

—Sí que me interesa —se apresuró a decir Noah.

—¿De veras? —El rostro del anciano se iluminó—. Bueno, de acuerdo, pues. Pero seré breve. ¿Por dónde empiezo? He ahí la cuestión. Por el bosque, supongo. —Reflexionó unos instantes y luego asintió, como si hubiera decidido que era un buen comienzo—. Sí, empezaré por cuando estábamos en el bosque.