4. Marionetas
Noah no había tenido la intención de entrar en la juguetería. Sólo quería echar una ojeada por el escaparate para ver qué había dentro. No tenía dinero para comprar nada, por supuesto, pero no había nada de malo en contemplar lo que uno no podía permitirse. Además, le preocupaba que hubiese muchos clientes, por si advertían que no era del pueblo y llamaban a la policía.
Pero, de algún modo, tuvo la sensación de que la tienda lo había absorbido sin que él tomase decisión alguna, como si todo hubiese estado fuera de sus manos. Era una situación de lo más extraña, por supuesto, pero, ya que estaba dentro, le pareció que lo mejor sería echar un vistazo a la tienda.
Lo primero que notó fue el silencio reinante. No se parecía al silencio que había cuando despertaba en plena noche tras una pesadilla. Cuando pasaba eso, siempre se colaban en su habitación leves sonidos difíciles de identificar por los minúsculos resquicios de las ventanas. En esas ocasiones percibía que allí fuera había vida, aunque estuviese dormida. Se trataba de un silencio que no era verdadero silencio.
En cambio, dentro de aquella tienda, las cosas eran muy distintas: el silencio era una ausencia total de sonido.
Noah había entrado en muchas jugueterías a lo largo de su vida. Siempre que salía de compras con sus padres, trataba de portarse bien para que antes de volver a casa lo llevaran a una. Y si se portaba más que bien, incluso cabía la posibilidad de que sus padres le compraran alguna chuchería, aunque la despensa estuviera medio vacía y no tuviesen dinero para gastar en extras. Así pues, no le importaba que su madre le hiciera probarse todos los pantalones escolares de la tienda antes de elegir el primer par que había tomado del perchero siete horas antes; él seguía con una alegre sonrisa, como si comprar ropa fuera lo más emocionante que podía hacer un niño de ocho años, y no algo que le daba ganas de gritar tan fuerte que las paredes del centro comercial se derrumbaran y todos los clientes, dependientes, cajas registradoras, percheros, camisas, corbatas, calzoncillos y calcetines desaparecieran en las regiones más remotas del sistema solar y no volviera a saberse de ellos.
Pero aquella juguetería era muy diferente de todas las que conocía. Miró alrededor, tratando de averiguar qué la hacía tan distinta, y al principio no consiguió saberlo.
Hasta que lo supo.
La diferencia entre esa juguetería y las demás era que allí no se veía plástico por ninguna parte. Todos los juguetes expuestos estaban hechos en madera.
Había trenes en estantes, largos vagones y vías que se extendían de un rincón a otro, todos de madera. Había ejércitos que marchaban hacia nuevos países y nuevas aventuras, desplegados sobre los mostradores, todos de madera. Había casas y pueblos, barcos y camiones, toda clase de juguetes con que pudiera soñar una mente despierta como la suya, y todos de madera. Una madera maciza y oscura que parecía emitir un resplandor y… sí, incluso una especie de zumbido distante.
De hecho, ni siquiera parecían juguetes, sino algo más importante. Todo cuanto había ante sus ojos era nuevo y distinto, y tuvo la sensación de que era el único sitio del mundo en que se vendían aquellos juguetes tan particulares.
Casi todos estaban pintados con sumo esmero y no con los colores habituales, a diferencia de los juguetes que tenía en casa, cuyas superficies se cuarteaban y desconchaban con sólo mirarlas demasiado. Hasta entonces no había visto colores como aquéllos; ni siquiera era capaz de ponerles nombre. A su izquierda había un reloj pintado de… bueno, no exactamente de verde, sino de un color como el que le habría gustado ser al verde si hubiese tenido imaginación. Y más allá, junto a un cubilete para lápices, había un tablero de juego cuyo color principal no era el rojo, sino un tono al que el rojo miraría con envidia, avergonzándose de su propia y apagada apariencia. Y los cubos con las letras del alfabeto… bueno, alguien habría dicho que estaban pintados de amarillo y azul, pero sabiendo que esas palabras tan simples eran un insulto al color de aquellas letras.
Sin embargo, por curioso que fuera todo aquello, por sorprendente e inusual que pareciera a ojos de Noah, no era nada comparado con los juguetes que predominaban en las paredes de la tienda.
Marionetas.
Había decenas. No, decenas no, veintenas. Ni siquiera veintenas, sino centenares, quizá más de las que una persona podía contar en un día, ni siquiera con la ayuda de los ábacos multicolores que había sobre un mostrador cercano. De formas y tamaños diferentes, todas y cada una estaban pintadas de colores brillantes que las llenaban de animación y energía, tanto que parecían vivas.
«No parecen marionetas —pensó Noah—. Se ven demasiado reales».
Pendían en hileras de las paredes, de alambres sujetos a la espalda. Y no eran sólo marionetas de personas: también había animales y vehículos y objetos inesperados. Todas tenían cordeles que permitían mover sus distintas partes.
—¡Qué extraordinario! —murmuró Noah en voz baja y, al mirar alrededor, empezó a experimentar la extraña sensación de que las marionetas lo seguían con los ojos allá donde fuese, vigilando de cerca sus movimientos por si agarraba algo y lo rompía, o por si pretendía birlar algún juguete y salir corriendo.
Un episodio parecido había ocurrido unos meses antes, cuando su madre lo había llevado en otra de sus inopinadas excursiones fuera de casa, algo a lo que se había habituado últimamente, y con tanta insistencia en que pasaran tiempo juntos que Noah se había sentido un poco confuso. En aquella ocasión, una baraja de cartas de magia había acabado misteriosamente en su bolsillo cuando recorrían una tienda, pero no tenía ni idea de cómo había sucedido. Desde luego, no la había robado, y ni siquiera recordaba haberla visto expuesta. Pero, cuando se disponían a salir de la tienda, un guardia grandullón, robusto y sudoroso, vestido con un uniforme azul, se había acercado a ellos para pedirles con voz muy seria que lo acompañaran.
—¿Para qué? —preguntó la madre de Noah—. ¿Qué problema hay?
—Madame —repuso el guardia, utilizando una palabra que hizo que Noah se preguntara si por ensalmo acababan de llegar a Francia—, tengo motivos para creer que su pequeño está saliendo de la tienda con un artículo que no ha pagado.
Noah alzó la vista hacia el hombre con una mezcla de indignación y desprecio. Indignación porque él era muchas cosas, muchísimas, pero no un ladrón. Y desprecio porque nada le molestaba más que un adulto lo llamara «pequeño».
—Qué tontería —respondió su madre—. Mi hijo nunca haría algo semejante.
—Señora, haga el favor de comprobar qué lleva el chico en el bolsillo de atrás.
Y en efecto, cuando Noah se llevó la mano al bolsillo, se encontró con que los naipes de magia habían acabado allí de alguna forma.
—Bueno, pues yo no los he robado —alegó él, mirando con sorpresa la ilustración de la caja, el as de espadas, que le guiñaba alegremente un ojo.
—Entonces quizá podrás explicarme cómo han llegado a tu bolsillo —repuso el guardia con paciencia.
—Si tiene alguna pregunta, hágamela a mí —espetó la madre, furibunda e indignada—. Mi hijo jamás robaría una baraja de cartas. En casa tenemos más que suficientes. Estoy enseñándole a hacer trampas en el póquer para que sea millonario antes de los dieciocho.
El guardia se sorprendió. Estaba acostumbrado a que los padres se enfurecieran con sus hijos en situaciones como aquélla y los zarandearan de lo lindo para sonsacarles la verdad, pero aquella madre no parecía la clase de mujer que haría algo así. En realidad, parecía la clase de mujer que creería en las respuestas de su hijo, y eso era algo que no se veía todos los días.
—Tú no has robado estos naipes, ¿verdad? —le preguntó a su pequeño, más afirmando que preguntando.
—Por supuesto que no —contestó él, y era la pura verdad.
—Bien —repuso su madre, volviéndose hacia el guardia al tiempo que se encogía de hombros—, pues no hay más que hablar. Por ahora bastará con una disculpa, pero creo que debería hacer usted una donación a la organización benéfica que yo decida por su injusta acusación. Será alguna que tenga que ver con animales. Con animales pequeños y peludos, que son mis favoritos.
—Me temo que las cosas no son tan sencillas, señora —insistió el guardia—. El hecho es que los naipes estaban en el bolsillo de su hijo. Y alguien tiene que haberlos metido ahí.
—Tiene razón —contestó ella, tomando la baraja de manos de Noah para tendérsela al guardia con una sonrisa—. Pero son cartas mágicas, ¿no? Es probable que se hayan metido ahí ellas solas.
Ése era otro recuerdo feliz, de ésos en los que Noah intentaba no pensar. Pero aquélla era una juguetería normal. En la de ahora ni siquiera había guardias de seguridad. No había nadie para acusarlo de algo que no había hecho. Se mordió el labio y miró alrededor con nerviosismo; tal vez lo mejor era marcharse y continuar su camino hacia el pueblo siguiente, pero entonces oyó unos ruidos que se acercaban.
Pisadas.
Pisadas lentas y pesadas.
Contuvo el aliento y aguzó el oído, entornando los ojos como si así pudiera escuchar mejor. Los pasos parecieron detenerse. Noah exhaló un suspiro de alivio, pero al punto se oyeron otra vez. Se quedó inmóvil, tratando de identificar de dónde venían exactamente.
«¡De debajo del suelo!», constató con sorpresa, bajando la vista.
En efecto, se oían pisadas que ascendían bajo la tienda, el rítmico sonido de unas pesadas botas subiendo despacio por una escalera, cada vez más cerca de donde él estaba. Miró alrededor para comprobar si alguien más las oía, pero estaba totalmente solo; hasta entonces no había advertido que era la única persona en la tienda.
Aparte de las marionetas, claro.
—¿Hola? —susurró con nerviosismo, y su voz reverberó levemente—. ¿Hola? ¿Hay alguien ahí?
Las pisadas se detuvieron, volvieron a empezar, titubearon, continuaron, y entonces se oyeron más y más cerca.
—¿Hola? —insistió Noah levantando la voz, cada vez más nervioso.
Tragó saliva y se preguntó por qué sentía esa extraña mezcla de miedo y seguridad. No era como la vez que había pasado toda una noche perdido en el bosque y sus padres habían tenido que salir a buscarlo antes de que se lo comieran los lobos; aquello sí había sido aterrador. Y tampoco era como la tarde en que se quedó encerrado en el sótano, sin luz, porque se había atascado el pestillo; aquello había sido un simple fastidio. Lo de ahora era completamente distinto. Se sentía como si tuviera que estar allí pero más le valiera estar preparado para lo que fuera a ocurrir.
Se volvió hacia la entrada de la tienda, pero, para su sorpresa, no consiguió ver la puerta. Debía de haberse internado tanto que ya no era visible. Sólo que no recordaba haberse alejado tanto y la tienda no le parecía especialmente grande, desde luego no lo bastante para perderse en ella. Miró a su espalda y no consiguió ver ninguna puerta, ni ningún rótulo de salida o entrada. Sólo había marionetas, cientos de marionetas de madera, todas mirándolo desafiantes, sonriendo, riendo, frunciendo el entrecejo, amenazándolo… Expresaban las más diversas emociones. De pronto, le pareció que aquellas marionetas no eran nada amigables y que se movían hacia él, una a una, rodeándolo, atrapándolo en un círculo cada vez más cerrado.
—¿Quién es ése? —susurraban.
—Un extraño.
—No nos gustan los extraños.
—Vaya aspecto más raro tiene, ¿verdad?
—Es bajito para su edad.
—Pero tiene un pelo bonito.
Las voces eran cada vez más numerosas, aunque no pasaban de susurros, y al cabo de poco ni siquiera distinguía las palabras, porque eran pronunciadas a la vez y se mezclaban en un lenguaje incomprensible. Se le estaban echando encima y Noah se llevó las manos a la cara, presa del miedo; cerró los ojos, se volvió y contó hasta tres. Aquello no podía estar pasando. Cuando apartara las manos y abriese los ojos gritaría a pleno pulmón; así seguro que acudiría alguien a rescatarlo.
Uno…
Dos…
Tres…
—Hola —dijo entonces una voz de hombre, la única que se oía ahora, pues el coro de marionetas había enmudecido—. ¿Quién eres?