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Salió el sol y resplandeció alegremente sobre ellos. Se oyó el canto de un pájaro. Una brisa cálida flotó entre los árboles, alzando la cabeza de las flores y llevando su fragancia a través del bosque. Un insecto pasó con un zumbido de camino a lo que hagan los insectos a última hora de la tarde. El rumor de voces melodiosas que se filtraba entre los árboles fue seguido poco después por la presencia de dos muchachas que se detuvieron sorprendidas a la vista de Ford Prefect y Arthur Dent, tendidos en el suelo, agonizando al parecer, pero que en realidad se desternillaban silenciosamente de risa.

—No, no os vayáis —gritó Ford Prefect, jadeante—. Estaremos con vosotras dentro de un momento.

—¿Qué pasa? —preguntó una de las chicas. Era la más alta y delgada de las dos. En Golgafrinchan había sido funcionaría subalterna en una oficina de empleo, pero no le había gustado mucho.

Ford recobró la serenidad.

—Disculpadme —dijo—. Hola. Mi amigo y yo estábamos examinando, estudiando el sentido de la vida. Una actividad frívola.

—¡Pero si eres tú! —exclamó la muchacha—. Vaya espectáculo que has dado esta tarde. Al principio estuviste muy divertido, pero luego nos empezaste a joder un poco.

—¿Ah, sí? Claro.

—Sí. ¿A qué venía todo eso? —preguntó la otra chica, más baja que la otra, de cara redonda, que había sido directora artística de una compañía de publicidad de Golgafrinchan. Fueran las que fuesen las calamidades de su mundo, ella dormía profundamente todas las noches, agradecida por el hecho de que por la mañana no tendría que vérselas con un centenar de fotografías casi idénticas de tubos de pasta de dientes.

—¿A qué? A nada. Nada es algo —dijo alegremente Ford Prefect—. Quedaos con nosotros. Yo me llamo Ford, y éste es Arthur. Estábamos a punto de no hacer absolutamente nada durante un rato, pero eso puede esperar.

Las chicas lo miraron recelosas.

—Yo me llamo Agda —dijo la más alta—, y ésta es Mella.

—Hola, Agda; hola, Mella —dijo Ford.

—¿Sabes hablar? —preguntó Mella a Arthur.

—De cuando en cuando —dijo Arthur, sonriendo—, pero no tanto como Ford.

—Bien.

Hubo una breve pausa.

—¿Qué querías decir —preguntó Agda— con eso de que sólo teníamos dos millones de años? No pude entender lo que decías.

—¡Ah, eso! —dijo Ford—. No tiene importancia.

—No es más que el mundo será demolido para dar paso a una vía de circunvalación hiperespacial —dijo Arthur, encogiéndose de hombros—, pero para eso faltan dos millones de años, y de todos modos esas son las cosas que hacen los vogones.

—¿Los vogones? —dijo Mella.

—Sí, tú no los conoces.

—¿De dónde sacas esa idea?

—No importa, de verdad. No es más que un sueño del pasado; o del futuro.

Arthur sonrió y miró a otro lado.

—¿No os preocupa el que no digáis nada sensato? —preguntó Agda.

—Mirad, olvidadlo —dijo Ford—; olvidadlo todo. Nada tiene importancia. Mirad, hace un día espléndido: disfrutadlo. El sol, la hierba de las colinas, el río que corre por el valle, los árboles incendiados.

—Aunque sólo sea un sueño, es una idea bastante horrible —manifestó Mella—: destruir un mundo sólo para hacer una vía de circunvalación.

—Pues he oído cosas peores —dijo Ford—; he leído que a un planeta de la séptima dimensión lo utilizaron como bola en un billar intergaláctico. De un golpe, lo metieron directamente en un agujero negro. Murieron diez millones de personas.

—¡Qué locura! —dijo Mella.

—Sí, además sólo marcó treinta puntos.

Agda y Mella intercambiaron miradas.

—Escuchad —dijo Agda—, esta noche hay una fiesta después de la reunión del comité. Podéis venir, si queréis.

—Sí, vale —dijo Ford.

—Me gustaría ir —dijo Arthur.

Muchas horas después, Arthur y Mella se sentaron a ver salir la luna sobre el débil resplandor rojo de los árboles.

—Esa historia de que el mundo será destruido... —empezó a decir Mella.

—Sí, dentro de dos millones de años.

—Lo dices como si creyeras que es verdad.

—Sí, me parece que lo es. Creo que lo presencié.

La muchacha meneó la cabeza, perpleja.

—Eres muy raro —dijo.

—No, soy muy corriente —dijo Arthur—, pero me han pasado cosas muy raras. Podría decirse que soy más diferenciado que diferente.

—¿Y ese mundo de que habló tu amigo, el que metieron en un agujero negro?

—Ah, de eso no sé nada. Parece algo del libro.

—¿De qué libro?

Arthur hizo una pausa.

—La Guía del autoestopista galáctico —dijo al cabo.

—¿Qué es eso?

—Pues nada, algo que he tirado al río esta mañana. No creo que vaya a necesitarlo más —dijo Arthur Dent.

FIN