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Algunos dicen que Osa Menor Beta es uno de los lugares más sorprendentes del Universo conocido.

Aunque es extraordinariamente rico, tiene un clima tremendamente cálido y está más lleno de gente interesante y maravillosa que pipas tiene una granada, no puede menos de notarse el hecho de que cuando un número reciente de la revista Playbeing[1] publicó un artículo titulado: «Si está cansado de Osa Menor Beta, es que está harto de la vida», el índice de suicidios se cuadruplicó de la noche a la mañana.

No es que haya noche en Osa Menor Beta.

Es un planeta de la zona occidental que por una rareza topográfica, inexplicable y un tanto dudosa, consiste casi por entero en una costa subtropical. Por una extravagancia igualmente sospechosa de la relastática temporal, casi siempre es sábado por la tarde justo antes de que cierren los bares de la playa.

Ninguna explicación adecuada de este hecho han presentado las formas de vida dominantes en Osa Menor Beta, que pasan la mayor parte del tiempo tratando de alcanzar la iluminación espiritual mediante carreras alrededor de las piscinas e invitaciones a investigadores del Consejo de Control Geotemporal de la Galaxia para que «experimenten una estupenda anomalía diurna».

En Osa Menor Beta sólo hay una ciudad, y se la considera ciudad porque hay más piscinas que en cualquier otra parte.

Si uno va a la Ciudad Luz volando —y no existe otra manera porque no hay carreteras ni instalaciones portuarias, y si uno no llega volando no quieren ni verlo por la Ciudad Luz—, comprenderá por qué se llama así. Brilla el sol más que en cualquier otra parte, centellea en las piscinas, resplandece en los blancos bulevares bordeados de palmeras, reluce sobre las manchitas tostadas que pasean por ellos de un lado para otro, y dora las villas, las acolchadas nubes, los bares de la playa, etcétera.

Y brilla de modo especial sobre un edificio, una construcción elevada y bella consistente en dos torres blancas de treinta pisos, comunicadas entre sí por un puente a media altura.

El edificio es el domicilio de un libro, y se construyó en tal lugar por causa de un extraordinario juicio acerca de los derechos de publicación entablado entre los editores del libro y una compañía de cereales para el desayuno.

Se trata de una guía, de un libro de viajes.

Es uno de los libros más notables, y sin duda el de más éxito, que salieron de las grandes compañías editoras de la Osa Menor; más famoso que La vida empieza a los ciento cincuenta años, más vendido que la Teoría de la gran explosión y que Mi opinión personal de Excéntrica Gallumbits (la puta de tres tetas de Eroticón Seis), y más polémico que el último e impresionante título de Oolon Colluphid Todo lo que jamás quiso saber sobre la sexualidad pero se ha visto obligado a descubrir.

(Y en muchas de las civilizaciones más tranquilas del Anillo Exterior de la Galaxia Oriental hace mucho que ha sustituido a la gran Enciclopedia Galáctica como el depósito reconocido de todos los conocimientos y de toda la sabiduría, porque si peca de muchas omisiones y contiene muchos datos de autenticidad dudosa, o al menos groseramente incorrectos, supera a la obra anterior, y más prosaica, en dos aspectos importantes. En primer lugar, es algo más barata, y después tiene en la portada las palabras NO SE ASUSTE impresas con letras grandes y agradables.)

Se trata, por supuesto, de ese compañero inestimable de todos aquellos que quieren ver las maravillas del Universo conocido por menos de treinta dólares altairianos al día: la Guía del autoestopista galáctico.

Si uno se coloca de espaldas al vestíbulo de la entrada principal de las oficinas de la Guía (en el supuesto de que ya haya aterrizado y se haya refrescado con un baño rápido y una ducha) y luego camina hacia el Este, pasará por la sombra frondosa del Bulevar de la Vida, se sorprenderá del pálido color dorado de las playas que se extienden a la izquierda, se asombrará de los patinadores mentales que flotan con indiferencia a sesenta centímetros por encima del agua como si no fuese nada especial, se extrañará y quizá se irritará un poco ante las palmeras gigantes que tararean melodías discordantes durante las horas diurnas, es decir, de manera continua.

Si después camina uno hasta el final del Bulevar de la Vida, entrará en el distrito comercial de Lalamatine, con nogales y terrazas de cafés a donde van a descansar los ombetanos tras una dura tarde de relajación en la playa. El distrito de Lalamatine es una de las pocas zonas que no gozan de un eterno sábado por la tarde; en cambio, disfruta del fresco perpetuo de las tempranas horas de la noche del sábado. Detrás de él están los clubs nocturnos.

Si en este día en concreto, o tarde, o primeras horas de la noche, llámese como se quiera, uno se acerca a la terraza del segundo café a la derecha, verá a la multitud habitual de ombetanos charlando y bebiendo, con aspecto de estar muy relajados, y mirando con naturalidad a los relojes de los demás para comprobar lo caros que son.

También verá a un par de autoestopistas muy desaliñados que acaban de llegar de Algol a bordo de un megavión arturiano donde han pasado calamidades durante unos días. Se han asombrado y enfadado al descubrir que allí, a la vista del mismísimo edificio de la Guía del autoestopista galáctico, un simple vaso de zumo de frutas cuesta el equivalente de más de sesenta dólares altairianos.

—Traición —dice amargamente uno de ellos.

Si en ese momento mira uno a la segunda mesa que está junto a ellos, verá sentado a ella a Zaphod Beeblebrox con aspecto muy perplejo y confundido.

La razón de tal confusión es que cinco segundos antes se encontraba sentado en el puente de la nave espacial Corazón de Oro.

—Una absoluta traición —repitió la voz.

Zaphod miró nerviosamente con el rabillo del ojo a los dos autoestopistas sentados a la mesa de al lado. ¿Donde demonios se encontraba? ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Dónde estaba su nave? Tanteó con la mano el brazo de la silla en que se sentaba y luego la mesa que tenía delante. Parecían bastante sólidas. Estaba muy erguido en su asiento.

—¿Cómo pueden sentarse a escribir una guía para autoestopistas en un sitio como éste? —prosiguió la voz—. Pero míralo. ¡Fíjate!

Zaphod lo estaba mirando. Bonito lugar, pensó. Pero ¿dónde? ¿Y por qué?

Buscó en el bolsillo sus dos pares de gafas de sol. En el mismo bolsillo encontró un trozo de metal pulido, duro y muy pesado que no pudo identificar. Lo sacó y lo miró. La sorpresa le hizo guiñar los ojos. ¿De dónde lo había sacado? Volvió a guardárselo y se puso las gafas; le molestó descubrir que el objeto de metal había arañado uno de los cristales. Sin embargo, se sintió mucho más cómodo con ellas puestas. Eran dos pares de Gafas de Sol sensibles al Peligro joo janta Supercromáticas 200, especialmente pensadas para que los usuarios adoptaran una actitud tranquila ante el peligro. Al primer indicio de apuro se volvían completamente negras y de ese modo evitaban que el portador viera algo que pudiese alarmarle.

Aparte del arañazo, las gafas estaban claras. Se tranquilizó, pero sólo un poco.

El autoestopista enfadado siguió mirando fijamente a su zumo de frutas monstruosamente caro.

—Lo peor que le ha pasado nunca a la Guía ha sido mudarse a Osa Menor Beta —rezongó—; se han vuelto bobos. ¿Sabes una cosa? Me han dicho que han creado un Universo sintético por vía electrónica en uno de los despachos, de manera que puedan investigar sus cosas durante el día y asistir a fiestas por la noche. Aunque el día y la noche no significan mucho en este sitio.

Osa Menor Beta, pensó Zaphod. Al menos ya sabía dónde estaba. Supuso que se trataba de alguna ocurrencia de su bisabuelo, pero ¿por qué?

Muy a su pesar, una idea le vino a la cabeza. Era muy clara y evidente, y ya alcanzaba a reconocer la esencia de tales ideas. Se resistía a ellas por instinto. Se trataba de los impulsos prescritos en las partes oscuras y cerradas de su mente.

Permaneció inmóvil erguido en la silla, e ignoró furiosamente tal idea. Le importunó. La ignoró. Le importunó. La ignoró. Le importunó. Se rindió.

Qué demonios, pensó, déjate llevar. Estaba demasiado cansado, confuso y hambriento para resistir. Ni siquiera sabía lo que significaba aquel pensamiento.