17
La Guía del autoestopista galáctico observa que Zona Catastrófica, un conjunto de rock plutónico de los Territorios Mentales Gagracácticos, es generalmente considerado no sólo como el grupo de rock más ruidoso de la Galaxia, sino como los productores del ruido más estrepitoso de cualquier clase. Los habituales de conciertos estiman que el sonido más compensado se escucha en el interior de grandes bunkers de cemento a unos diecisiete kilómetros del escenario, mientras que los propios músicos tocan los instrumentos por control remoto desde una astronave con buenos dispositivos de aislamiento, en órbita permanente en torno al planeta, o con mayor frecuencia alrededor de otro planeta diferente.
En conjunto, las canciones son muy simples, y la mayoría sigue el tema familiar de un ser-muchacho conoce a un ser-muchacha bajo la luna plateada, que luego explota por ninguna razón convenientemente explicada.
Muchos mundos han prohibido terminantemente sus actuaciones, algunas veces por razones artísticas, pero normalmente debido a que el sistema de amplificación de sonido del grupo infringe los tratados locales de limitación de armas estratégicas.
Sin embargo, eso no ha mermado sus ganancias provenientes de ampliar los límites de la hipermatemática pura, y recientemente se ha nombrado profesor de Neomatemática en la Universidad de Maximegalón a su principal investigador contable en reconocimiento de sus Teoría Especial y Teoría General de la Declaración sobre la Renta de Zona Catastrófica, en las que demuestra que todo el entramado del continuo espacio-tiempo no es simplemente curvo, sino que en realidad está totalmente inclinado.
Ford volvió tambaleante a la mesa donde Zaphod, Arthur y Trillian estaban sentados esperando a que comenzara la diversión.
—Tengo que comer algo —dijo Ford.
—Hola, Ford —saludó Zaphod—. ¿Has hablado con el capitoste del ruido?
Ford meneó la cabeza con aire evasivo.
—¿Con Hotblack? Puede decirse que he hablado con él, sí.
—¿Y qué ha dicho?
—Pues no mucho, en realidad. Está... hummm...
—¿Sí?
—Está pasando un año muerto por razones de impuestos. Tengo que sentarme.
Se sentó.
Se acercó el camarero.
—¿Quieren ver la carta —les preguntó—, o desean el plato del día?
—¿Eh? —dijo Ford.
—¿Eh? —dijo Arthur.
—¿Eh? —dijo Trillian.
—Excelente —dijo Zaphod—, queremos carne.
En una habitación pequeña de una de las alas del restaurante, un hombre alto, estilizado y delgaducho retiró una cortina y el olvido le miró a la cara.
No era una cara bonita, tal vez porque el olvido la había mirado muchas veces. Para empezar, era demasiado larga, de ojos escondidos y párpados pesados, mejillas hundidas, labios finos y largos que al abrirse dejaban ver unos dientes que parecían cristales de un ventanal recién pulido. Las manos que sostenían la cortina eran largas y delgadas; además, estaban frías. Caían suavemente entre los pliegues de la cortina y daban la impresión de que si su dueño no las vigilaba como un halcón, se escabullirían por voluntad propia y cometerían algún desaguisado en un rincón.
Dejó caer la cortina y la terrible luz que había jugado con sus rasgos se fue a jugar a otra parte más saludable. Merodeó por el pequeño cuarto como una mantis que contemplara una víctima al atardecer, y terminó sentándose en una silla desvencijada junto a una mesa de caballete donde hojeó unas páginas de chistes.
Sonó un timbre.
Dejó a un lado el pequeño montón de papeles y se puso de pie. Pasó flojamente la mano por varias lentejuelas multicolores entre el millón de que estaba festoneada su chaqueta y se dirigió a la puerta.
Las luces del restaurante se debilitaron, la orquesta aceleró el ritmo, un solo foco horadaba las sombras de la escalera que conducía al centro del escenario.
Una figura de colores brillantes subió a saltos los escalones. Irrumpió en el escenario, sufrió un ligero tropezón al llegar al micrófono, que separó del pie con un gesto de su mano larga y fina, para luego hacer reverencias a diestra y siniestra, agradeciendo los aplausos del público y mostrando su ventanal. Saludó con la mano a los amigos que tenía entre el público aunque entonces no hubiera ninguno, y esperó a que se disipara la ovación.
Alzó la mano y exhibió una sonrisa que no se alargaba simplemente de oreja a oreja, sino que en cierto modo parecía extenderse más allá de los confines de su rostro.
—¡Gracias, señoras y caballeros! —gritó—. Muchas gracias. Muchísimas gracias.
Los miró haciendo guiños.
—Señoras y caballeros —dijo—; como sabemos, el mundo existe desde hace ciento setenta mil millones de billones de años, y terminará dentro de una media hora. ¡De modo que bienvenidos sean todos ustedes a Milliways, el Restaurante del Fin del Mundo!
Con un gesto, conjuró hábilmente otra ovación espontánea. Con otro gesto, la cortó.
—Esta noche soy su anfitrión —prosiguió—. Me llamo Max Quordlepleen... —todo el mundo lo sabía; su actuación era famosa en toda la Galaxia conocida, pero lo dijo por la nueva ovación que produjo, y que él declinó con un gesto y una sonrisa—, y acabo de venir directamente del mismísimo extremo del tiempo, donde presentaba un espectáculo en el Bar de Hamburguesas de la Gran Explosión, donde les puedo asegurar, señoras y caballeros, que pasamos una velada muy emocionante. ¡Y ahora estaré con ustedes en esta ocasión histórica: el Fin de la Historia!
Otro estallido de aplausos se acalló rápidamente cuando las luces se apagaron del todo. En cada mesa se encendieron velas de manera espontánea, produciendo un leve murmullo entre todos los comensales y envolviéndolos en mil luces oscilantes y diminutas y en un millón de sombras íntimas. Una oleada de emoción recorrió el restaurante a oscuras cuando, con suma lentitud, la amplia bóveda dorada del techo empezó a apagarse, a oscurecerse, a desaparecer.
Al proseguir, Max bajó el tono de voz:
—De manera, señoras y caballeros —susurró—, que las velas están encendidas, la orquesta toca suavemente y la bóveda protectora que tenemos sobre nuestras cabezas empieza a hacerse transparente, revelando un cielo oscuro y sombrío, lleno de la antigua luz de estrellas lívidas e inflamadas, y me imagino que pasaremos un fabuloso apocalipsis vespertino.
Hasta la suave música de la orquesta dejó de oírse cuando la conmoción y el aturdimiento cayeron sobre los que no habían visto antes aquella perspectiva.
Sobre ellos se derramó una luz monstruosa y espeluznante,
Una luz horrible,
Una luz hirviente y pestilente,
Una luz que afearía el infierno.
El Universo llegaba a su fin.
Durante unos segundos interminables, el restaurante giró silenciosamente en el vacío atroz. Luego, Max volvió a hablar.
—Todos aquellos que alguna vez esperaron ver la luz del final del túnel..., ahí la tienen.
La orquesta empezó a tocar de nuevo.
—Gracias, señoras y caballeros —gritó Max—. Dentro de un momento volveré a estar con ustedes; mientras, les dejo en las hábiles manos de mister Reg Abrogar y su Combo Cataclísmico. ¡Señoras y caballeros, un gran aplauso para Reg y los muchachos!
Continuaba la ominosa agitación de los cielos.
Con ánimo incierto, el público empezó a aplaudir y al cabo de un momento las conversaciones se reanudaron con normalidad. Max inició su ronda por las mesas, contando chistes, soltando gritos y carcajadas, ganándose la vida.
Un animal enorme se acercó a la mesa de Zaphod Beeblebrox, un cuadrúpedo gordo y carnoso de la especie bovina con grandes ojos acuosos, cuernos pequeños y lo que casi podía ser una sonrisa agradecida en los morros.
—Buenas noches —dijo con voz profunda, sentándose pesadamente sobre la grupa—. Soy el plato fuerte del Plato del Día ¿Puedo llamar su atención sobre alguna parte de mi cuerpo?
Mugió y gorjeó un poco, movió los cuartos traseros para colocarse en una postura más cómoda y les miró pacíficamente.
Arthur y Trillian recibieron su mirada con asombro y estupefacción. Ford Prefect alzó los hombros, resignado; Zaphod Beeblebrox clavó los ojos en la vaca con hambre canina.
—¿Algo del cuarto delantero, tal vez? —sugirió el animal—. ¿Dorado a fuego lento con salsa de vino blanco?
—Humm..., ¿de tu cuarto delantero? —dijo Arthur con un murmullo aterrorizado.
—Naturalmente, señor; de mi cuarto delantero —contestó la vaca con un mugido de contento—. No puedo ofrecer el de nadie más.
Zaphod se puso en pie de un salto y empezó a examinar con la mano el cuarto delantero del animal.
—O de la cadera, que está muy bien —murmuró el cuadrúpedo—. Me he estado entrenando y comiendo mucho grano, así que ahí tengo mucha carne.
Soltó un gruñido suave, gorjeó de nuevo y empezó a rumiar. Volvió a tragar el bolo alimenticio.
—¿O quizá un estofado? —añadió.
—¿Quieres decir que este animal quiere de verdad que nos lo comamos? —Musitó Trillian a Ford.
—¿Yo? —dijo Ford, mirándola con ojos vidriosos—. Yo no quiero decir nada.
—¡Esto es realmente horrible! —exclamó Arthur—. Es lo más repugnante que he oído jamás.
—¿Cuál es el problema, terráqueo? —preguntó Zaphod, que ahora trasladaba su atención a las enormes caderas de la vaca.
—Que me niego a comer un animal que se pone delante de mí y me invita a hacerlo —dijo Arthur—; es cruel.
—Es mejor que comer un animal que no quiere que lo coman —apostilló Zaphod.
—No se trata de eso —protestó Arthur. Luego lo pensó un momento y agregó—: De acuerdo, tal vez se trate de eso. Pero no me importa, no voy a pensar en eso ahora. Sólo... hummm...
El Universo rugió en su agonía final.
—Creo que sólo tomaré una ensalada.
—¿Puedo sugerirle que considere mi hígado? —preguntó la vaca—. Ya debe estar muy tierno y muy rico, me he estado alimentando durante meses.
—Una ensalada —dijo Arthur en tono enfático.
—¿Una ensalada? —repitió el cuadrúpedo, mirando a Arthur con desaprobación.
—¿Vas a decirme que no debería tomar una ensalada? —inquirió Arthur.
—Pues conozco muchos vegetales que se manifiestan muy claramente respecto a ese punto —respondió el animal—. Por eso es por lo que al fin se decidió cortar por lo sano todo ese problema complicado y alimentar a un animal que quisiera que se lo comieran y fuera capaz de decirlo con toda claridad. Y aquí estoy yo.
Logró realizar una leve reverencia.
—Un vaso de agua, por favor —pidió Arthur.
—Mira —dijo Zaphod—, nosotros queremos comer, no atracarnos de discusiones. Cuatro filetes poco hechos, y de prisa. No hemos comido en quinientos setenta y seis mil millones de años.
La vaca se incorporó con dificultad. Emitió un gorjeo suave.
—Una elección muy acertada, señor, si me permite decirlo —dijo—. Bueno, voy a pegarme un tiro en seguida.
Se volvió y guiñó amistosamente un ojo a Arthur.
—No se preocupe, señor —le dijo—, seré muy humano.
Y sin prisas, se dirigió contoneándose a la cocina.
Unos minutos después, llegó el camarero con cuatro filetes enormes y humeantes. Zaphod y Ford se lanzaron como lobos sobre ellos sin dudar un segundo. Trillian esperó un poco, se encogió de hombros y se dedicó al suyo.
Arthur miró su plato sintiendo ligeras náuseas.
—Oye, terráqueo —le dijo Zaphod con una sonrisa maliciosa en la cara que no estaba atiborrada de comida—, ¿qué es lo que te pasa?
La orquesta siguió tocando.
En todo el restaurante, la gente y las cosas descansaban y charlaban. El ambiente estaba lleno de conversaciones sobre esto y aquello y de una mezcla de olores de plantas exóticas, de comidas extravagantes y de vinos engañosos. A lo largo de un número infinito de kilómetros en todas direcciones, el cataclismo universal llegaba a un prodigioso punto culminante. Max consultó su reloj y volvió al escenario con gesto ceremonioso.
—Y ahora, señoras y caballeros —dijo, rebosante de alegría—, ¿está pasándolo todo el mundo maravillosamente bien por última vez?
—Sí —gritó la clase de gente que suele gritar «sí» cuando los artistas de variedades les preguntan si lo pasan bien.
—Maravilloso —dijo Max con entusiasmo—, absolutamente maravilloso. Y mientras las tormentas fotónicas se congregan en masas turbulentas en torno a nosotros, preparándose para desgarrar el último de los soles rojos y ardientes, sé que todos ustedes descansarán en sus asientos y disfrutarán conmigo de lo que estoy seguro que será para todos una experiencia definitiva y enormemente emocionante.
Hizo una pausa. Lanzó al público una mirada centelleante.
—Créanme, señoras y caballeros —continuó—, no tiene nada de penúltima.
Hizo otra pausa. Esta noche su cronometraje era inmaculado. Había realizado aquel espectáculo una y otra vez, noche tras noche. Aunque la palabra noche no tuviese significado alguno en la otra punta del tiempo. No era más que la repetición interminable del momento final: el restaurante oscilaba suavemente al borde del extremo más alejado del tiempo y volvía hacia atrás. Pero aquella «noche» estaba bien; tenía al público, angustiado, en la palma de su mano enfermiza. Bajó el tono de voz. Tenían que esforzarse para oírle.
—Este es verdaderamente el final absoluto —prosiguió—, la desolación escalofriante y definitiva en que toda la majestuosa envergadura del Universo llega a su extinción. Esto, señoras y caballeros, es el proverbial «fin».
Bajó aún más el tono de voz. En aquel silencio, una mosca no se habría atrevido a carraspear.
—Después de esto no hay nada —continuó—. Vacío. Hueco. Olvido. La nada absoluta...
Sus ojos volvieron a centellear; ¿o era que pestañeaban?
—Nada..., salvo por supuesto el carrito de los postres y una fina selección de licores de Aldebarán.
La orquesta le dedicó un acicate musical. Deseó que no lo hubieran hecho, no le hacía falta: un artista de su calidad no lo necesitaba. Podía pulsar al público como si fuese su propio instrumento musical. Se reían, aliviados. Siguió con la actuación.
—¡Y por una vez —gritó alegremente— no necesitan preocuparse de si van a tener resaca por la mañana, porque no habrá ninguna mañana más!
Lanzó una amplia sonrisa a su público, que reía contento. Miró al firmamento, que todas las noches pasaba por la misma rutina, pero sólo tuvo los ojos alzados durante una fracción de segundo. Confiaba en que cumpliera su cometido, como un profesional confía en otro.
—Y ahora —dijo, pavoneándose por el escenario—, a riesgo de poner freno a la maravillosa sensación de fatalidad y de inutilidad que aquí reina esta noche, me gustaría saludar a algunos grupos.
Sacó una tarjeta del bolsillo.
—Tenemos... —alzó una mano para contener las aclamaciones—. ¿Tenemos aquí a un grupo del Club de Bridge Flamarión Zansellquasure de más allá del Vaciovort de Qvarne? ¿Están aquí?
Una aclamación se elevó de la parte de atrás, pero fingió no haberla oído. Atisbó entre el público, tratando de localizarlos.
—¿Están aquí? —repitió, para provocar otra aclamación más fuerte.
Y lo consiguió, como siempre.
—Ah, están ahí. Bueno, amigos, los últimos saludos; y nada de trampas, recuerden que es un momento muy solemne.
Recibió las carcajadas con avidez.
—¿Y tenemos también, tenemos también... a un grupo de deidades secundarías de las Mansiones de Asgard?
A lo lejos, por su derecha, llegó el rugido de un trueno lejano. Un relámpago describió un arco por el escenario. Un grupo pequeño de hombres peludos con cascos, que estaban sentados con aire muy complacido, levantaron los vasos hacia él.
Seres del pasado, pensó para sí.
—Cuidado con el martillo, señor —dijo.
De nuevo volvieron a hacer el truco del relámpago. Max les envió una sonrisa con los labios muy apretados.
—Y en tercer lugar —prosiguió—, en tercer lugar un grupo de las Juventudes Conservadoras de Sitio B, ¿están aquí?
Un grupo de perros jóvenes, elegantemente vestidos, dejaron de tirarse panecillos los unos a los otros y empezaron a tirar panecillos al escenario. Ladraron y aullaron de manera ininteligible.
—Sí —dijo Max—; bueno, la culpa es únicamente de ustedes, ¿se dan cuenta? Y por último —prosiguió Max, tras acallar al público y poner una cara solemne—, por último creo que esta noche tenemos con nosotros a un grupo de creyentes, muy devotos, de la Iglesia del Segundo Advenimiento del Gran Profeta Zarquon.
Eran unos veinte, y estaban sentados en el suelo, contra la pared; iban vestidos con ascetismo, bebían agua mineral a sorbos nerviosos y se mantenían aparte del barullo. Pestañearon irritados cuando el foco se centró sobre ellos.
—Ahí están —dijo Max—, pacientemente sentados. El profeta anunció que volvería y les tiene esperando desde hace mucho, así que esperemos que se dé prisa, amigos, porque sólo le quedan ocho minutos.
El grupo de los fieles de Zarquon permaneció rígido negándose a sufrir los embates de la marea de carcajadas crueles que se cernía sobre ellos.
Max contuvo a su público.
—No, amigos, hablemos en serio, hablemos en serio; aquí no se pretende ofender a nadie. No, sé que no deberíamos tomar a broma unas creencias firmemente arraigadas de manera que un gran aplauso, por favor, para el Gran Profeta Zarquon...
El público aplaudió con respeto.
—...dondequiera que esté. —Envió un beso al impertérrito grupo y volvió al centro del escenario.
Cogió un taburete alto Y se sentó.
—Es maravilloso —siguió machacando— ver tanta gente aquí, esta noche, ¿no es cierto? Sí, absolutamente maravilloso. Porque sé que muchos de ustedes han venido una y otra vez, lo que me parece verdaderamente maravilloso: venir a ver el final de todo, y luego volver a casa, a su propia era... y crear familias, luchar por sociedades nuevas y mejores, librar guerras horribles por lo que es justo... todo esto le da a uno esperanzas para el porvenir —señaló de todas las formas de vida. Si no fuera, por supuesto la relampagueante agitación que había encima y en torno a ellos—, porque sabemos que no existe el futuro...
Arthur se volvió hacia Ford; aún no le entraba aquel sitio en la cabeza.
—Oye —dijo—, si el Universo está a punto acabar... ¿no desaparecemos nosotros con él?
Ford le lanzó una mirada de tres detonadores gargáricos pangalácticos, es decir, muy insegura.
—No —dijo—; mira, en cuanto llegue el momento del salto, quedaremos sujetos en una asombrosa especie de armazón protector del tiempo. Me parece.
—Ah —dijo Arthur. Volvió la atención al tazón de sopa que logró que le trajera el camarero en lugar del filete.
—Mira —dijo Ford—, te lo explicaré.
Cogió una servilleta de la mesa y manipuló torpemente con ella.
—Mira —repitió—, imagínate que esta servilleta, ¿eh?, es el Universo temporal, ¿eh? Y que esta cuchara es un medio transduccional de la materia curva...
Le costó mucho decir la última frase, y Arthur no quería interrumpirle.
—Esa es la cuchara con que yo estaba comiendo —protestó.
—Muy bien —dijo Ford—, imagínate que esta cuchara... —encontró una cucharita de madera en una bandeja de salsas—, esta cuchara... —pero le resultaba muy difícil sacarla— no, mejor aún, que este tenedor...
—¡Eh! ¿Quieres dejar mi tenedor? —saltó Zaphod.
—De acuerdo —dijo Ford—, muy bien, muy bien. ¿Por qué no suponemos..., por qué no suponemos que esta copa de vino es el Universo temporal...?
—¿Cuál, la que acabas de tirar al suelo?
—¿La he tirado?
—Sí.
—Muy bien —dijo Ford—, olvídalo. Es decir..., o sea, mira... ¿tú sabes... sabes cómo surgió realmente el Universo por pura casualidad?
—Me parece que no —dijo Arthur, que deseó no haberse embarcado nunca en nada de aquello.
—Muy bien —dijo Ford—. Imagínate lo siguiente. Bien. Tienes una bañera. Una bañera grande y redonda. Es de ébano.
—¿Y de dónde la he sacado? —dijo Arthur—. Los vogones destruyeron Harrods.
—No importa.
—Eso dices siempre.
—Escucha.
—Muy bien.
—Tienes esa bañera, ¿ves? Imagínate que la tienes. Es de ébano. Y de forma cónica.
—¿Cónica? —dijo Arthur—. ¿Qué clase de...?
—¡Chsss! —dijo Ford—. Es cónica. Así que mira, lo que haces es llenarla de arena fina y blanca, ¿vale? O de azúcar. Arena blanca y fina, y/o azúcar. Cualquiera de las dos cosas. No importa. Azúcar está bien. Y cuando esté llena, quitas el tapón... ¿Me estás escuchando?
—Te escucho.
—Quitas el tapón, y todo se va por el desagüe haciendo remolinos, ¿comprendes?
—Comprendo.
—No lo comprendes. No entiendes nada en absoluto. Todavía no he llegado al truco. ¿Quieres saber cuál es el truco?
—Dime el truco.
Ford pensó un momento, tratando de recordar cuál era el truco.
—El truco es el siguiente —anunció—. Lo filmas todo.
—Buen truco.
—Ese no es el truco. El truco es éste... ahora recuerdo que éste es el truco. El truco consiste en que luego rebobinas la película en el proyector... ¡al revés!
—¿Al revés?
—Sí. El verdadero truco consiste en rebobinarla al revés. Luego te sientas a verla, y parece que todo surge en espiral del desagüe y llena el baño. ¿Entiendes?
—¿Y así es como empezó el Universo? —inquirió Arthur.
—No —dijo Ford—, pero es una buena forma de descansar. Buscó su copa de vino.
—¿Dónde está mi copa de vino? —preguntó.
—En el suelo.
—Ah.
Al echarse hacia atrás en la silla para buscarla, Ford tropezó con el camarero verde de corta estatura, que iba a dejar en la mesa un teléfono portátil.
Ford se disculpó con el camarero, explicándole que estaba sumamente borracho.
El camarero dijo que estaba muy bien y que lo entendía perfectamente.
Ford agradeció al camarero su indulgencia y amabilidad, trató de retirarse de la frente un mechón de pelo, falló por quince centímetros y se escurrió debajo de la mesa.
—¿Mister Zaphod Beeblebrox? —preguntó el camarero.
—Humm, ¿sí? —dijo Zaphod, levantando la vista de su tercer filete.
—Hay una llamada para usted.
—¿Qué, cómo?
—Le llaman por teléfono, señor.
—¿A mí? ¿Aquí? Pero ¿quién sabe dónde estoy?
Una de sus cabezas se embaló. La otra siguió disfrutando amorosamente de la comida que engullía en grandes cantidades.
—Me disculparás si sigo, ¿verdad? —dijo la cabeza que comía, sin dejar de masticar.
Andaba persiguiéndole tanta gente, que había perdido la cuenta. No debería haber hecho una entrada tan llamativa. ¡Y por qué no, demonio!, pensó. ¿Cómo sabes que te estás divirtiendo si no hay nadie que vea lo bien que te lo pasas?
—A lo mejor le ha dado el soplo alguien de aquí a la policía galáctica —sugirió Trillian—. Todo el mundo te vio entrar.
—¿Quieres decir que quieren detenerme por teléfono? —dijo Zaphod—. Puede ser. Cuando estoy acorralado, soy un tío muy peligroso.
—Sí —dijo una voz desde debajo de la mesa—; te deshaces en pedazos tan de prisa, que la gente resulta herida por la metralla.
—Oye, ¿es que hoy es el Día del juicio? —saltó Zaphod.
—¿También vamos a presenciar el Juicio Final? —preguntó Arthur, nervioso.
—Yo no tengo prisa —murmuró Zaphod—. Muy bien, ¿quién es el tío que está al teléfono? —Dio una patada a Ford y le dijo—: Levanta de ahí, chaval, puedo necesitarte.
—Yo no conozco personalmente al caballero de metal en cuestión, señor —dijo el camarero.
—¿De metal?
—Sí, señor. He dicho que no conozco personalmente al caballero de metal en cuestión...
—Muy bien, sigue.
—Pero tengo noticia de que ha estado esperando su regreso durante un número considerable de radenios. Parece que usted le dejó aquí con cierta precipitación.
—¿Que le dejé aquí? —exclamó Zaphod—. ¿Te encuentras bien? Si acabamos de llegar.
—Desde luego, señor —insistió tercamente el camarero—, pero antes de llegar, señor, tengo entendido que usted se marchó de aquí.
Zaphod lo pensó con un cerebro, Y luego con el otro.
—¿Estás diciendo —preguntó— que antes de que llegáramos aquí, nos marchamos de este lugar?
Esta noche va a ser larga, pensó el camarero.
—Exactamente, señor.
—Paga a un psicoanalista con el dinero para emergencias, muchacho —le aconsejó Zaphod.
—No, espere un momento —dijo Ford, emergiendo de nuevo al nivel de la mesa—; ¿dónde es exactamente aquí?
—Para ser absolutamente preciso, señor, es el Mundo Ranestelar B.
—Pero si acabamos de marcharnos de allí —protestó Zaphod—; nos fuimos de allí y vinimos al Restaurante del Fin del Mundo.
—Sí, señor —dijo el camarero, sintiendo que ya se encontraba en la recta final y que iba bien—, el uno se construyó sobre las ruinas del otro.
—¡Ah! —exclamó animadamente Arthur—. Quiere decir que hemos viajado en el tiempo pero no en el espacio.
—Escucha, mono semievolucionado —le cortó Zaphod—, ¿por qué no haces el favor de subirte a un árbol?
Arthur montó en cólera.
—Ve a golpearte las cabezas una contra otra, cuatro ojos —recomendó a Zaphod.
—No, no —dijo el camarero a Zaphod—. Su mono lo ha entendido bien, señor.
Arthur tartamudeó furioso y no dijo nada coherente ni a derechas.
—Dieron ustedes un salto hacia delante de..., según mis cálculos, de quinientos setenta y seis mil millones de años sin moverse del mismo sitio —explicó el camarero. Sonrió. Tenía la sensación maravillosa de haber ganado en contra de lo que parecía una desventaja insuperable.
—¡Eso es! —exclamó Zaphod—. Ya lo entiendo. Dije al ordenador que nos llevara a comer al sitio más cercano, y eso es precisamente lo que hizo. Si quitamos o ponemos quinientos setenta y seis mil millones de años, o los que sean, nunca nos hemos movido. Muy hábil.
Todos convinieron en que era muy hábil.
—Pero ¿quien es el tío que está al teléfono? —preguntó Zaphod.
—¿Qué le pasó a Marvin? —preguntó Trillian.
Zaphod se llevó las manos a las cabezas.
—¡El Androide Paranoide! Lo dejé abatido en Ranestelar B.
—¿Cuándo fue eso?
—Pues supongo que hace quinientos setenta y seis mil millones de años —dijo Zaphod—. Oye, humm..., pásame el aparato, jefe de bandejas.
Las cejas del pequeño camarero vagaron confundidas por su frente.
—¿Cómo dice, señor? —preguntó.
—El teléfono, camarero —dijo Zaphod, arrancándoselo de las manos—. Mira, tío, los camareros estáis tan atrasados, que no sé cómo os las arregláis.
—Desde luego, señor.
—Qué hay, ¿eres tú, Marvin? —dijo Zaphod por el teléfono—. ¿Qué tal estás, muchacho?
Hubo una larga pausa antes de que se oyera una voz muy tenue por el auricular.
—Creo que deberías saber que estoy muy deprimido —dijo.
Zaphod tapó el teléfono con la mano.
—Es Marvin —anunció—. Hola, Marvin —volvió a decir al teléfono—. Nos lo estamos pasando estupendamente. Comida, vino, algunos insultos personales y el Universo a punto de esfumarse. ¿Dónde podemos recogerte?
Hubo otra pausa.
—No tienes que fingir que sientes algún interés por mí, ¿sabes? —dijo Marvin al fin—. Sé perfectamente que sólo soy un robot doméstico.
—Bueno, bueno —dijo Zaphod—; pero ¿dónde estás?
—«Marcha atrás a la fuerza propulsora primaria, Marvin», me dicen. «Abre la esclusa neumática número tres, Marvin. ¿Puedes recoger ese trozo de papel, Marvin?» ¡Que si puedo recoger un trozo de papel! De modo que tengo un cerebro del tamaño de un planeta y me piden que...
—Sí, sí —dijo Zaphod en un tono que apenas sugería comprensión.
—Pero estoy muy acostumbrado a que me humillen —dijo Marvin con voz monótona—. Si quieres, incluso puedo meter la cabeza en un cubo de agua. ¿Quieres que vaya a meter la cabeza en un cubo de agua? Tengo uno preparado. Espera un momento.
—Esto... oye, Marvin —le interrumpió Zaphod. Pero ya era demasiado tarde: por el teléfono oyó un sonido metálico y gorgoritos melancólicos.
—¿Qué dice? —preguntó Trillian.
—Nada —dijo Zaphod—. No ha llamado más que para lavarse la cabeza ante nosotros.
—Ahí tienes —dijo Marvin, burbujeando un poco por el teléfono—, espero que te sientas satisfecho...
—Sí, sí —dijo Zaphod—. ¿Y ahora quieres decirnos dónde estás, por favor?
—Estoy en el aparcamiento —respondió Marvin.
—¿En el aparcamiento? —dijo Zaphod—. ¿Qué estás haciendo allí?
—Aparcando vehículos. ¿Qué otra cosa puedo hacer en un aparcamiento?
—Muy bien, quédate ahí, bajaremos en seguida.
Con un solo movimiento, Zaphod se puso en pie de un brinco, soltó de golpe el teléfono y escribió en la cuenta: «Hotblack Desiato.»
—Venga, chicos —dijo—. Marvin está en el aparcamiento. Vamos abajo.
—¿Qué está haciendo en el aparcamiento? —preguntó Arthur.
—Aparcando vehículos, ¿qué, si no? ¡Toma!
—Pero ¿qué pasará con el Fin del Mundo? Nos vamos a perder el gran acontecimiento.
—Yo ya lo he visto. Es una tontería —dijo Zaphod—. No es más que un guirigay disparatado.
—¿Un qué?
—Lo contrario de una gran explosión. Venga, démonos prisa.
Pocos comensales les prestaron atención cuando se abrieron paso hacía la salida del restaurante. Tenían los ojos fijos en el horror del cielo.
—Es un efecto interesante de observar —decía Max—; allí, en el cuadrante superior izquierdo del cielo, donde si se fijan con atención, podrán ver que el sistema estelar de Hastromil está hirviendo hasta llegar al ultravioleta. ¿Hay aquí alguien de Hastromil?
Hubo un par de vítores dudosos por la parte del fondo.
—Bueno —prosiguió Max, rebosante de alegría—, ya es muy tarde para preocuparse por si han dejado el gas encendido.