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—¿Dígame? ¿Sí? Ediciones Megadodo, domicilio de la Guía del autoestopista galáctico, el libro más absolutamente notable de todo el Universo conocido, ¿puedo servirle en algo? —dijo el voluminoso insecto de alas rosadas por uno de los setenta teléfonos instalados a lo largo de la vasta extensión del cromado mostrador de recepción del vestíbulo de las oficinas de la Guía del autoestopista galáctico. Agitó las alas y volvió los ojos. Lanzó una mirada feroz a las mugrientas personas que se apiñaban en el vestíbulo, ensuciando las alfombras y manchando la tapicería con las manos. El insecto adoraba trabajar para la Guía del autoestopista galáctico, y sólo deseaba que hubiera algún medio de mantener alejados a los autoestopistas. ¿No tenían que estar rondando por sucios puertos espaciales o algo así? Estaba seguro de que en alguna parte del libro había leído algo acerca de la importancia de vagar por sucios puertos espaciales. Por desgracia, parecía que la mayoría iba a zascandilear por aquel bonito vestíbulo, limpio y reluciente, inmediatamente después de rondar por puertos espaciales sumamente sucios. Y lo único que hacían era quejarse. Sintió un escalofrío en las alas.
—¿Cómo? —dijo por el teléfono—. Sí, le he comunicado su recado a mister Zarniwoop, pero me temo que está demasiado ocupado para verle en seguida. Está haciendo un crucero intergaláctico.
Hizo un gesto petulante con un tentáculo a una de aquellas personas mugrientas que trataban airadamente de llamar su atención. El gesto petulante del tentáculo dirigió a la persona enfadada a consultar el aviso que había en la pared de la izquierda, advirtiéndole que no interrumpiera una importante llamada telefónica.
—Sí —dijo el insecto—, está en su despacho, pero está haciendo un crucero intergaláctico. Muchas gracias por llamar.
Colgó bruscamente.
—Lea el aviso —dijo al enfadado visitante que trataba de quejarse de uno de los errores más absurdos y peligrosos contenidos en el libro.
La Guía del autoestopista galáctico es un compañero indispensable para todos aquellos que se sientan inclinados a encontrar un sentido a la vida en un Universo infinitamente confuso y complejo, porque si bien no espera ser útil o instructiva en todos los aspectos, al menos sostiene de manera tranquilizadora que si hay una inexactitud, se trata de un error definitivo. En casos de discrepancias importantes, siempre es la realidad quien se equivoca.
Esa era la esencia del aviso. Decía: «La Guía es definitiva. La realidad es con frecuencia errónea.»
Eso había traído unas consecuencias interesantes. Por ejemplo, cuando se entabló juicio contra los editores de la Guía por las familias de aquellos que habían muerto como resultado de considerar en sentido literal el artículo sobre el planeta Traal (que decía: «Las Voraces Bestias Bugblatter suelen preparar una comida buenísima para los turistas visitantes», en vez de decir: «Las Voraces Bestias Bugblatter suelen preparar una comida buenísima con los turistas visitantes»), los editores sostuvieron que la primera versión de la frase era más agradable desde el punto de vista estético, convocando a un poeta capacitado para que diera testimonio bajo juramento de que la belleza era verdad, evidencia perfecta, con intención de demostrar, por consiguiente, que el culpable en este caso era la Vida misma por no ser ni bella ni verdadera. Los jueces se pusieron de acuerdo y en un discurso emocionante concluyeron que la Vida misma había cometido desacato al tribunal y se la confiscaron a todos los presentes antes de ir a disfrutar de una agradable tarde de golf.
Zaphod Beeblebrox entró en el vestíbulo. A grandes zancadas se dirigió hacia el insecto recepcionista.
—Bueno —dijo—. ¿Dónde está Zarniwoop? Búscame a Zarniwoop.
—¿Perdón, señor? —dijo el insecto en tono seco. No le gustaba que se dirigieran a él de aquella manera.
—Zarniwoop. Localízalo, ¿eh? Ahora mismo.
—Mire, señor —saltó la frágil criaturita—, si pudiera tomárselo con un poco de calma.
—Escucha —dijo Zaphod—, he venido aquí bien tranquilo, ¿vale? Soy tan asombrosamente frío, que podrías guardar en mi interior un trozo de carne durante un mes. Estoy tan pasado, que no veo más allá de mis narices. Y ahora, ¿quieres moverte antes de que estalle?
—Pues si deja que me explique, señor —dijo el insecto, dando golpecitos con el tentáculo más petulante que tenía a mano—, me temo que en estos momentos sea imposible, porque el señor Zarniwoop está haciendo un crucero intergaláctico.
Demonios, pensó Zaphod.
—¿Cuándo volverá? —preguntó Zaphod.
—¿Volver, señor? Está en su despacho.
Zaphod hizo una pausa mientras trataba de apartar de su mente aquella idea particular. No lo consiguió.
—¿Que ese hortera está haciendo un crucero intergaláctico... en su despacho? —se inclinó hacia delante y agarró el tentáculo que daba golpecitos—. Escucha, tres ojos —dijo—, no intentes pasarte de misterioso, a mí me ocurren cosas más raras que a ti sólo con los cereales que tomo en el desayuno.
—Pero bueno, ¿quién te crees que eres, incauto? —dijo airadamente el insecto, agitando las alas de rabia—. ¿Zaphod Beeblebrox o algo parecido?
—Cuenta mis cabezas —dijo Zaphod en voz baja y áspera.
El insecto lo miró con los ojos entornados. Parpadeó.
—¿Es usted Zaphod Beeblebrox? —preguntó con voz chillona.
—Sí —dijo Zaphod—, pero no lo pregones en voz alta o todos querrán uno.
—¿El Zaphod Beeblebrox...?
—No, sólo un Zaphod Beeblebrox; ¿no te han dicho que vienen en cajas de seis?
El insecto se frotó los tentáculos, confuso.
—Pero, señor —protestó—, lo acabo de oír en el diario hablado de la radio sub-éter. Han dicho que usted había muerto...
—Sí, muy bien —dijo Zaphod—, pero aún sigo coleando. Bueno, ¿dónde puedo encontrar a Zarniwoop?
—Pues, señor, su despacho está en el piso decimoquinto, pero...
—Pero está haciendo un crucero intergaláctico, sí, sí; ¿cómo puedo dar con él?
—Los Transportadores Verticales de Personas de la Compañía Cibernética Sirius, recién instalados, están al otro extremo, señor. Pero, señor...
Zaphod ya se marchaba. Se dio la vuelta.
—¿Sí? —dijo.
—¿Puedo preguntarle por qué quiere ver a mister Zarniwoop?
—Sí —contestó Zaphod, que sin embargo no tenía clara esa cuestión—, me he dicho a mí mismo que tenía que verle.
—¿Podría repetirlo, señor?
Zaphod se inclinó hacia delante y adoptó una actitud confidencial.
—Acabo de materializarme de la nada en uno de vuestros cafés —explicó— a consecuencia de una discusión con el espectro de mi bisabuelo. En cuanto llegué aquí, mi antigua personalidad, la que actuaba en mi cerebro, surgió en mi cabeza y me dijo: «Ve a ver a Zarniwoop.» Nunca he oído hablar de ese hortera. Eso es todo lo que sé. Eso, y el hecho de que debo encontrar al hombre que rige el Universo.
Guiñó un ojo.
—Mister Beeblebrox —dijo el insecto, respetuoso y maravillado—, es usted tan fantástico que debería salir en las películas señor.
—Sí —repuso Zaphod, palmeando al bicho en un ala rosada y centelleante—, y tú en la vida real, muchacho.
El insecto hizo una breve pausa para recobrarse de su agitación y luego alargó un tentáculo para coger un teléfono que sonaba.
Una mano metálica lo detuvo.
—Disculpe —dijo el propietario de la mano metálica, con una voz que podría haberle saltado las lágrimas a un insecto de disposición más sentimental.
Este no era uno de esa clase, y no podía soportar a los robots.
—Sí, señor —dijo con brusquedad—. ¿Puedo ayudarle?
—Lo dudo —repuso Marvin.
—Pues en ese caso, si quiere disculparme...
En aquel momento sonaban seis teléfonos. Un millón de cosas esperaban la atención del insecto.
—Nadie puede ayudarme —entonó Marvin.
—Sí, señor, bueno...
—Aunque nadie lo ha intentado, por supuesto.
La mano metálica que sujetaba al insecto cayó inerte al costado de Marvin. Su cabeza se inclinó un poquito hacia delante.
—¿De veras? —dijo agriamente el insecto.
—A nadie le vale la pena ayudar a un robot doméstico, ¿no es cierto?
—Lo siento, señor, si...
—¿Qué beneficio se saca ayudando o siendo amable con un robot, que no tiene circuitos de gratitud? A eso me refiero.
—¿Y usted no tiene ninguno? —preguntó el insecto, que no parecía capaz de sustraerse a la conversación.
—Nunca he tenido ocasión de averiguarlo —le informó Marvin.
—Escucha, miserable montón de hierro mal ajustado...
—¿No va a preguntarme qué es lo que quiero?
El insecto hizo una pausa. Disparó su larga y delgada lengua, se lamió los ojos y volvió a guardarla.
—¿Vale la pena? —inquirió.
—¿Acaso lo vale algo? —repuso Marvin de inmediato.
—¿Qué... es... lo... que... quiere... usted?
—Estoy buscando a alguien.
—¿A quién? —siseó el insecto.
—A Zaphod Beeblebrox —dijo Marvin—. Está allí.
El insecto se estremeció de rabia. Apenas podía hablar.
—Entonces, ¿por qué me lo pregunta? —gritó.
—Sólo quería hablar de algo —dijo Marvin.
—¡Qué!
—Patético, ¿verdad?
Con un chirrido de engranajes, Marvin se dio la vuelta y echó a andar pesadamente. Alcanzó a Zaphod cuando éste llegaba a los ascensores. Zaphod giró en redondo, pasmado.
—¡Eh...! ¿Marvin? —dijo—. ¡Marvin...! ¿Cómo has llegado hasta aquí?
Marvin se vio obligado a decir algo que le resultaba muy difícil.
—No lo sé —respondió.
—Pero...
—Estaba sentado en tu nave sintiéndome muy deprimido, y en un momento me encontré aquí de pie sintiéndome enteramente desgraciado. El Campo de Improbabilidad, supongo.
—Sí —dijo Zaphod—, me figuro que mi bisabuelo te trajo para hacerme compañía. Un montón de gracias, bisabuelito —añadió entre dientes, y luego continuó en voz alta—: Bueno, ¿y qué tal estás?
—Pues muy bien —contestó Marvin—, si diera la casualidad de que te gustara ser yo, cosa que a mí personalmente no me gusta.
—Claro, claro —dijo Zaphod mientras se abrían las puertas del ascensor.
—Hola —dijo el ascensor con voz dulce—. Soy vuestro ascensor en este viaje y os subiré al piso que elijáis. La Compañía Cibernética Sirius me proyectó para llevaros, visitantes de la Guía del autoestopista galáctico, a estas sus oficinas. Si disfrutáis del viaje, que será rápido y placentero, podréis probar luego algunos de los demás ascensores que se han instalado recientemente en las oficinas del departamento de impuestos galácticos, de los Alimentos infantiles Boobiloo y del Hospital Mental del Estado de Sirius, donde muchos ex directivos de la Compañía Cibernética Sirius estarán encantados de recibir vuestra visita y simpatía, y de escuchar alegres historias del mundo exterior.
—Sí —dijo Zaphod, entrando en el ascensor—. ¿Qué más haces, aparte de hablar?
—Subo o bajo —contestó el ascensor.
—Bien —dijo Zaphod—. Vamos a subir.
—O a bajar —le recordó el ascensor.
—Sí, claro; arriba, por favor.
Hubo un momento de silencio.
—Abajo es muy bonito —sugirió esperanzado el ascensor.
—¿Ah, sí?
—Mucho.
—Bien —dijo Zaphod—. ¿Querrás subirnos ahora?
—¿Puedo preguntarle —inquirió el ascensor con su voz más dulce y razonable— si ha considerado todas las posibilidades que le ofrece la parte de abajo?
Zaphod golpeó una de sus cabezas contra la pared interior. No necesitaba aquello, pensó; entre todas las cosas, aquello no le hacía falta. El no había pedido que lo llevaran allí. Si en aquel momento le hubieran preguntado dónde preferiría estar, probablemente habría dicho que le gustaría encontrarse en la playa con por lo menos cincuenta mujeres hermosas y un pequeño grupo de especialistas que descubrieran nuevos modos de que las mujeres fueran amables con él, lo que constituía su respuesta habitual. Y es posible que hubiera añadido unas palabras apasionadas sobre el tema de la comida.
Lo que no quería hacer era buscar al hombre que regía el Universo, que se limitaba a realizar un trabajo al que bien podía dedicarse, porque si no lo hacía él, lo haría cualquier otro. Y por encima de todo, no quería estar en un edificio de oficinas discutiendo con un ascensor.
—¿Cómo cuáles otras posibilidades? —preguntó cansadamente.
—Pues —dijo el ascensor con una voz chorreante como la miel en las galletas— está el sótano, los microarchivos, las instalaciones de calefacción..., hum...
Hizo una pausa.
—Nada especialmente emocionante —advirtió, pero son otras posibilidades.
—¡Santo Zarquon! —masculló Zaphod—. ¿Es que he pedido un ascensor existencialista?
Empezó a dar puñetazos a la pared.
—¿Qué le pasa a esta cosa? —preguntó con desprecio.
—No quiere subir —dijo simplemente Marvin—. Creo que tiene miedo.
—¿Miedo? —gritó Zaphod—. ¿De qué? ¿De la altura? ¿Un ascensor que tiene miedo de la altura?
—No, del futuro —dijo el ascensor con voz apenada.
—¿Del futuro? —exclamó Zaphod—. ¿Qué pretende esta dichosa cosa, arreglar su jubilación?
En aquel momento estalló un alboroto en el vestíbulo de recepción, a sus espaldas. En torno a ellos, las paredes empezaron a emitir un ruido súbito de mecanismos en acción.
—Todos nosotros podemos ver el futuro —musitó el ascensor con una voz que parecía aterrorizada—; es parte de nuestra programación.
Zaphod miró fuera del vehículo: una multitud inquieta se había reunido en torno a la zona de ascensores, señalando y gritando.
Todos los ascensores del edificio estaban bajando, muy de prisa.
Volvió a meterse.
—Marvin —dijo—. ¿Quieres hacer que suba este ascensor? Tenemos que ver a Zarniwoop.
—¿Por qué? —preguntó el robot con voz triste.
—No sé —dijo Zaphod—, pero cuando lo encuentre, será mejor que ese hortera tenga una razón muy buena para que yo quiera verlo.
Los ascensores modernos son entes complejos y extraños. Los antiguos montacargas eléctricos de «ocho personas de capacidad máxima» tienen tanta relación con un Alegre Transportador Vertical de Personas de la Compañía Cibernética Sirius, como un paquete de nueces variadas con toda el ala oeste del Hospital Mental del Estado de Sirius.
Y ello porque actúan según el curioso principio de «percepción temporal desenfocada». En otras palabras, tienen la capacidad de ver vagamente el futuro inmediato, lo que permite al ascensor estar en el piso exacto para recoger al usuario incluso antes de que éste sepa que va a necesitarlo, eliminando de esa manera toda la aburrida cháchara, la relajación y las consiguientes amistades nuevas que antiguamente la gente se veía obligada a hacer mientras esperaba el ascensor.
No es de extrañar que muchos ascensores provistos de inteligencia y precognición se sintieran horriblemente frustrados con el absurdo trabajo de subir y bajar una y otra vez, realizaran breves experimentos con la idea de desplazarse de costado como una especie de protesta existencial, exigieran participar en la toma de decisiones, y que, resentidos, les diera por quedarse acurrucados en el sótano.
En la actualidad, un autoestopista depauperado que visite cualquier planeta del sistema estelar de Sirius puede ganar un dinero fácil trabajando como consejero de ascensores neuróticos.
En la planta decimoquinta las puertas del ascensor se abrieron de golpe.
—Quince —dijo el ascensor—. Y recuerde, sólo hago esto porque me gusta su robot.
Zaphod y Marvin salieron rápidamente del vehículo, que al instante cerró sus puertas y bajó tan deprisa como se lo permitía su mecanismo.
Zaphod miró con cautela a su alrededor. El pasillo estaba desierto y silencioso, y no había indicio alguno de dónde podría encontrar a Zarniwoop. Todas las puertas que daban al pasillo estaban cerradas y no tenían identificación alguna.
Se hallaban muy cerca del puente que comunicaba las dos torres del edificio. A través de un amplio ventanal, el brillante sol de Osa Menor Beta lanzaba cuadrados de luz sobre los que danzaban pequeñas partículas de polvo. Revoloteó una sombra y al momento desapareció.
—Dejado en la estacada por un ascensor —masculló Zaphod, que se sentía poco desenvuelto.
Los dos permanecieron inmóviles, mirando en ambas direcciones.
—¿Sabes una cosa? —dijo Zaphod a Marvin.
—Más de las que puedas imaginarte.
—Estoy absolutamente seguro de que este edificio no debería estremecerse.
No era más que una leve vibración que sentía bajo las suelas de los zapatos... y otra más. Entre los rayos de sol, las partículas de polvo bailoteaban con mayor vigor. Pasó otra sombra. Zaphod miró al suelo.
—O tienen un dispositivo vibratorio —dijo, sin mucha confianza— para tonificar los músculos mientras se trabaja, o...
Se acercó a la ventana y de pronto vaciló, porque en aquel momento sus gafas de sol Sensibles al Peligro Supercromáticas joo janta 200 se volvieron completamente negras. Una sombra grande pasó por la ventana emitiendo un zumbido agudo.
Zaphod se quitó violentamente las gafas y entonces el edificio se estremeció con horrísimo estruendo. Se acercó de un salto a la ventana.
—¡O están bombardeando el edificio! —concluyó.
Otro rugido sacudió la torre.
—¿Quién querría en la Galaxia bombardear una empresa editorial? —preguntó Zaphod, que no oyó la respuesta de Marvin porque en aquel momento el edificio retembló bajo los efectos de otro bombardeo. Trató de volver tambaleándose al ascensor: era una maniobra inútil, pero no se le ocurrió otra.
De pronto, al final de un pasillo que salía a la derecha, vislumbró la figura de un hombre. El desconocido le vio.
—¡Por aquí, Beeblebrox! —gritó.
Zaphod lo miró con desconfianza mientras otra bomba conmovía el inmueble.
—¡No —gritó Zaphod, a su vez—, Beeblebrox, por aquí! ¿Quién eres?
—¡Un amigo! —respondió el desconocido. Echó a correr hacia Zaphod.
—¿Ah, sí? —dijo Zaphod—. ¿Amigo de alguien en particular, o simplemente bien dispuesto hacia la gente en general?
El hombre corrió por el pasillo mientras el suelo se agitaba bajo sus pies como una manta excitada. Era de corta estatura, robusto, curtido por el aire y el sol, y vestía como sí hubiera dado dos veces la vuelta a la Galaxia con la misma ropa.
—¿Sabes que están bombardeando el edificio? —le preguntó Zaphod al oído cuando el desconocido llegó a su altura.
El recién llegado asintió.
Súbitamente cesó la luz. Al mirar a la ventana para saber por qué, Zaphod jadeó a la vista de una enorme nave espacial en forma de bala y de color gris metálico que surcaba el aire junto al edificio. La siguieron dos más.
—El gobierno del que has desertado ha salido a buscarte, Zaphod —siseó el desconocido—. Han enviado una escuadrilla de Cazas Ranestelares.
—¡Cazas Ranestelares! —masculló Zaphod—. ¡Por Zarquon!
—¿Te haces idea?
—¿Qué son los Cazas Ranestelares? —Zaphod estaba seguro de que había oído a alguien hablar de ellos cuando era Presidente, pero nunca prestó mucha atención a los asuntos oficiales.
El desconocido tiró de él hacia una puerta. Le siguió. Con un zumbido chamuscante, un objeto pequeño, semejante a una araña, pasó por el aire como una bala y desapareció por el corredor.
—¿Qué era eso? —musitó Zaphod.
—Un robot Explorador Ranestelar de clase A que te buscaba —dijo el desconocido.
—¿Ah, sí?
—¡Agáchate!
Por la dirección opuesta venía un objeto negro, más grande y semejante a una araña. Los pasó zumbando.
—¿Y eso...?
—Un robot Explorador Ranestelar de clase B, que te buscaba.
—¿Y eso? —preguntó Zaphod cuando pasó un tercero quemando el aire.
—Un robot Explorador Ranestelar de clase C, que te buscaba.
—¡Vaya! —dijo Zaphod, sonriendo para sus adentros—. Son unos robots bastante estúpidos, ¿no?
Por el puente llegaba un enorme murmullo retumbante. Una forma gigantesca de color negro avanzaba desde la otra torre; tenía las dimensiones y configuración de un tanque.
—¡Santo fotón! —susurró Zaphod—. ¿Qué es eso?
—Un tanque —dijo el desconocido—. Un robot Explorador Ranestelar de clase D, que viene por ti.
—¿Nos vamos?
—Me parece lo más conveniente.
—¡Marvin! —llamó Zaphod.
Marvin se incorporó entre un montón de escombros que había a cierta distancia en el pasillo, y los miró.
—¿Ves ese robot que viene hacia nosotros?
Marvin contempló el avance de la gigantesca forma negra, que se acercaba hacia ellos por el puente. Bajó la cabeza y miró su pequeño cuerpo de metal. Volvió a mirar al tanque.
—Me imagino que querrás que lo detenga —dijo.
—Sí.
—Mientras vosotros salváis el pellejo.
—Sí —dijo Zaphod—. ¡Quédate ahí!
—Entonces, adiós, ya sé el terreno que piso —dijo Marvin. El desconocido tiró del brazo de Zaphod, que le siguió por el pasillo.
A Zaphod se le ocurrió una cosa sobre la marcha.
—¿Adónde vamos?
—Al despacho de Zarniwoop.
—¿Es éste un momento para acudir a una cita?
—Vamos.