3
—¿Tiene alguien una tetera? —preguntó Arthur, que nada más entrar en el puente empezó a preguntarse por qué gritaba Trillian al ordenador para que le contestase, por qué Ford le daba puñetazos y Zaphod patadas, y también por qué había un repugnante bulto amarillo en la pantalla.
Dejó el vaso vacío que llevaba y se acercó a ellos.
—¿Eh? —preguntó.
En aquel momento, Zaphod se arrojó sobre las pulidas superficies de mármol que contenían los instrumentos de mando de la energía fotónica convencional. Se materializaron bajo sus manos y empezó a manipularlos. Empujó, tiró, presionó y se puso a maldecir. La energía fotónica dejó escapar un lánguido chirrido y volvió a desconectarse.
—¿Pasa algo? —preguntó Arthur.
—Vaya, ¿habéis oído eso? —musitó Zaphod dando un salto hacia los controles manuales de la Energía de la Improbabilidad Infinita—. ¡El mono ha hablado!
La Energía de la Improbabilidad emitió dos quejidos débiles y también se desconectó.
—Eso es pura historia, hombre —dijo Zaphod, dando una patada a la Energía de la Improbabilidad—. ¡Un mono que habla!
—Si estás preocupado por algo... —dijo Arthur.
—¡Vogones! —saltó Ford—. ¡Nos están atacando!
—¿Y qué estás haciendo? ¡Vámonos de aquí! —dijo Arthur tras balbucear un poco.
—No podemos. El ordenador está atascado.
—¿Atascado?
—Dice que tiene todos los circuitos ocupados. No hay energía en ningún sitio de la nave.
Ford se apartó de la terminal del ordenador, se secó la frente con la manga y apoyó la espalda contra la pared.
—No podemos hacer nada —dijo. Miró ferozmente a ningún sitio en particular y se mordió el labio.
De pequeño, cuando iba al colegio, mucho antes de la demolición de la Tierra, Arthur jugaba al fútbol. No era muy bueno, y su especialidad consistía en marcar goles en su propia meta en los partidos importantes. Siempre que ocurría eso, solía experimentar un extraño cosquilleo en el cogote que le subía por las mejillas y le calentaba la frente. En aquel momento, la imagen del barro, de la hierba y de montones de chicos burlones que se reían de él emergió vívidamente a su conciencia.
Un extraño cosquilleo en el cogote le subía por las mejillas y le calentaba la frente.
Empezó a hablar y se detuvo.
Empezó a hablar de nuevo y volvió a detenerse.
Al fin logró articular una palabra.
—Humm —dijo. Se aclaró la garganta—. Decidme —prosiguió con voz tan nerviosa que los demás se volvieron a mirarlo. Dirigió la vista a la pantalla: se acercaba un bulto amarillo—. Decidme —repitió—, ¿ha dicho el ordenador en qué está ocupado? Lo pregunto sólo por curiosidad...
Los ojos de los demás estaban clavados en él.
—Y, humm..., pues eso es todo, sólo lo preguntaba.
Zaphod alargó una mano y agarró a Arthur por el cogote.
—¿Qué le has hecho, hombre mono? —jadeó.
—Pues nada, de verdad —dijo Arthur—. Sólo que me parece que hace poco trataba de averiguar cómo...
—¿Sí?
—Hacerme un poco de té.
—Eso es, chicos —saltó el ordenador con voz cantarina—. En estos momentos estoy trabajando en ese problema, ¡y vaya si es difícil! Estaré con vosotros dentro de un rato.
Volvió a sumirse en un silencio tan intenso que sólo tenía parangón con el de las tres personas que miraban fijamente a Arthur Dent.
Como para aliviar la tensión, los vogones escogieron aquel momento para iniciar el fuego.
La nave se estremeció; se produjo un ruido atronador. El escudo protector de la parte exterior, de veintitrés milímetros de espesor, burbujeó, se agrietó y escupió ante la andanada de doce cañones Fotrazón Matafijo Megadaño-30, y pareció que no iba a durar mucho. Ford Prefect le dio cuatro minutos.
—Tres minutos y cincuenta segundos —dijo poco después—. Cuarenta y cinco segundos —anunció en el momento adecuado. Dio unos golpecitos ociosos a algunos interruptores inútiles y dirigió a Arthur una mirada de pocos amigos—. Vamos a morir por una taza de té, ¿eh? —le dijo—. Tres minutos y cuarenta segundos.
—¡Deja ya de contar! —rezongó Zaphod.
—Sí —repuso Ford Prefect—, dentro de tres minutos y treinta y cinco segundos.
A bordo de la nave vogona, Prostetnic Vogon jeltz estaba perplejo. Esperaba una persecución, una emocionante lucha cuerpo a cuerpo con rayos tractores, ansiaba utilizar el Asertitrón de Normalidad Subcíclica, especialmente instalado para contrarrestar la Energía de la Improbabilidad Infinita del Corazón de Oro; pero el Asertitrón de Normalidad Subcíclica permanecía ocioso, porque el Corazón de Oro continuaba inmóvil encajando los disparos.
Una docena de cañones Fotrazón Matafijo Megadaño-30 siguieron disparando al Corazón de Oro, que continuaba inmóvil encajando el fuego.
Prostetnic comprobó todos los sensores que tenía al alcance para ver si se trataba de algún truco sutil, pero no encontró ninguno.
Desde luego, no sabía nada de lo del té.
Y también ignoraba cómo los ocupantes del Corazón de Oro estaban pasando los últimos tres minutos y treinta segundos que les quedaban de vida.
Y cómo se le ocurrió exactamente a Zaphod Beeblebrox la idea de celebrar una sesión espiritista en aquel momento, es algo que nunca estuvo claro para él.
Era evidente que el tema de la muerte estaba en el aire, pero más como algo a evitar que para insistir en ello.
Posiblemente, el horror que Zaphod experimentaba ante la perspectiva de reunirse con sus parientes fallecidos le dio la idea de que ellos podrían albergar el mismo sentimiento respecto a él, y que, además, tal vez fueran capaces de hacer algo que contribuyera a posponer tal reunión.
O tal vez se debiera a otro de esos impulsos extraños que de cuando en cuando emergían de aquella zona oscura de su cerebro que se le había cerrado de manera inexplicable antes de convertirse en Presidente de la Galaxia.
—¿Quieres hablar con tu bisabuelo? —preguntó Ford, sobrecogido.
—Sí.
—¿Y tiene que ser ahora?
La nave siguió estremeciéndose y resonando con estruendo. La temperatura aumentaba. La luz se debilitaba; toda la energía que el ordenador no precisaba para pensar en el té era bombeada al escudo protector, que desaparecía rápidamente.
—¡Sí! —insistió Zaphod—. Escucha, Ford, creo que podrá ayudarnos.
—¿Estás seguro de que quieres decir creo? Escoge las palabras con cuidado.
—¿Sugieres otra cosa que podamos hacer?
—Humm, pues...
—Muy bien, coloquémonos en torno a la consola central. Ya. ¡Vamos! Trillian, hombre mono, moveos.
Se apiñaron alrededor de la consola central, se sentaron y, con la sensación de ser unos estúpidos fenomenales, se cogieron de la mano. Con su tercer brazo, Zaphod apagó las luces.
La oscuridad se apoderó de la nave.
Afuera, el rugido estrepitoso de los cañones Matafijo continuó desgarrando el escudo protector.
—Concentraos en su nombre —siseó Zaphod.
—¿Cuál es? —preguntó Arthur.
—Zaphod Beeblebrox Cuarto.
—¿Cómo?
—Zaphod Beeblebrox Cuarto. ¡Concentraos!
—¿Cuarto?
—Sí. Escucha, yo soy Zaphod Beeblebrox, mi padre era Zaphod Beeblebrox Segundo, mi abuelo Zaphod Beeblebrox Tercero...
—¿Cómo?
—Ocurrió un accidente con un contraceptivo y una máquina del tiempo. ¡Concentraos ya!
—Tres minutos —anunció Ford Prefect.
—¿Por qué hacemos esto? —preguntó Arthur Dent.
—Cierra el pico —le sugirió Zaphod Beeblebrox.
Trillian no dijo nada. ¿Qué había que decir?, pensó. La única luz que había en el puente procedía de dos tenues triángulos rojos en un rincón donde Marvin, el Androide Paranoide, se sentaba hecho un ovillo, ignorando a todos e ignorado por todos, en su mundo particular y bastante desagradable.
En torno a la consola central, cuatro figuras se encorvaban en profunda concentración tratando de borrar de sus mentes los terroríficos estremecimientos de la nave y el horrísono rugido que repercutía en su interior.
Se concentraron.
Siguieron concentrándose.
Y continuaron concentrándose.
Los segundos pasaban.
De las cejas de Zaphod brotaron gotas de sudor; primero de la concentración, luego de frustración y por último de desconcierto.
Al fin dejó escapar un grito de rabia, separó las manos de Trillian y de Ford, y apretó el interruptor de la luz.
—Ah empezaba a pensar que nunca encenderíais las luces —dijo una voz—. No, no tan fuerte, por favor; mis ojos ya no son lo que eran.
Cuatro figuras se enderezaron súbitamente en sus asientos. Poco a poco, volvieron la cabeza para mirar, aunque sus cráneos manifestaban una tendencia clara a quedarse en el mismo sitio.
—Bueno, ¿quién es el que me molesta esta vez? —dijo la figura pequeña, encorvada, baja y flaca que se destacaba junto a las ramas de helecho al otro extremo del puente. Sus dos pequeñas cabezas de cabellos espigados parecían tan ancianas que bien podrían albergar vagos recuerdos del nacimiento de las galaxias. Una colgaba dormida; la otra los miraba con ojos entrecerrados. Si sus ojos ya no eran lo que fueron, antaño debieron servir para tallar diamantes.
Zaphod tartamudeó nervioso durante un momento. Realizó una complicada reverencia doble: el tradicional gesto de respeto familiar que es costumbre en Betelgeuse.
—Ah..., humm..., hola, bisabuelito... —susurró.
La pequeña y anciana figura se acercó a ellos. Atisbó entre la débil luz. Alargó un dedo huesudo y señaló a su bisnieto.
—¡Ah! —exclamó—. Zaphod Beeblebrox. El último de nuestra gran dinastía. Zaphod Beeblebrox Cero.
—Primero.
—Primero —repitió con desprecio el aparecido. Zaphod odiaba su voz. Siempre le parecía como uñas que chirriaran por la pizarra de lo que él creía su alma.
Se removió incómodo en el asiento.
—Humm... sí —musitó—. Mira, siento mucho lo de las flores, tenía intención de enviarlas, pero es que la tienda acababa de quedarse sin coronas y...
—¡Se te olvidaron! —saltó Zaphod Beeblebrox Cuarto.
—Pues...
—Estás demasiado ocupado. Nunca piensas en los demás. Todos los vivos son iguales.
—Dos minutos, Zaphod —anunció Ford con un murmullo temeroso.
Zaphod se removía nervioso.
—Sí, pero tenía intención de enviarlas —dijo—. Y en cuanto salgamos de esto, escribiré a mi bisabuela...
—Tu bisabuela —repitió en tono meditativo el flaco y pequeño fantasma.
—Sí —dijo Zaphod—. Humm... ¿cómo está? Te diré una cosa; voy a ir a verla. Pero primero tenemos que...
—Tu difunta bisabuela y yo estamos muy bien —dijo con voz áspera Zaphod Beeblebrox Cuarto.
—¡Ah! ¡Oh!
—Pero muy disgustados contigo, joven Zaphod...
—Sí, bueno... —Zaphod se sentía extrañamente incapaz de llevar la conversación, y por el sonoro jadeo de Ford supo que los segundos pasaban de prisa. El estruendo y los estremecimientos habían alcanzado proporciones terroríficas. Entre la penumbra vio los pálidos e impávidos rostros de Trillian y de Arthur.
—Humm, bisabuelo...
—Hemos seguido tu carrera con considerable abatimiento...
—Sí, mira, justo en este momento, ¿comprendes...?
—¡Por no decir desdén!
—¿Puedes escucharme un momento...?
—Lo que quiero decir es: ¿qué estás haciendo exactamente con tu vida?
—¡Me está atacando una flota vogona! —gritó Zaphod. Era una exageración, pero se trataba de su única oportunidad de exponer el punto fundamental de la sesión.
—No me sorprende en lo más mínimo —dijo el pequeño y anciano espíritu, encogiéndose de hombros.
—Sólo que está pasando ahora mismo, ¿sabes? —insistió Zaphod en tono febril.
El espectro de su antepasado asintió con la cabeza, cogió el vaso que había llevado Arthur Dent y lo miró con interés.
—Humm..., bisabuelo...
—¿Sabías —le interrumpió la fantasmal figura, lanzándole una mirada implacable— que Betelgeuse Cinco ha incurrido en una leve excentricidad en su órbita?
No, Zaphod no lo sabía y encontró algo difícil concentrarse en tal información debido a todo el ruido, a la inminencia de la muerte, etcétera.
—Pues no..., mira... —dijo.
—¡Y yo revolviéndome en mi tumba! —gritó el ancestro. Tiró violentamente el vaso y señaló a Zaphod con un dedo tembloroso, largo y transparente.
—¡Por tu culpa! —chilló.
—Un minuto y treinta segundos —murmuró Ford con la cabeza entre las manos.
—Sí, mira, bisabuelito, ¿puedes ayudarnos ahora? Porque...
—¿Ayudaros? —repitió el anciano, como si le hubieran pedido un armiño de cola negra.
—Sí, ayudarnos y todo eso; ahora mismo, porque si no...
—¡Ayudaros! —exclamó el anciano, como si le hubieran pedido un armiño de cola negra a la plancha, poco hecho, con patatas fritas y en bocadillo. Siguió en la misma postura, perplejo—. Vas por toda la Galaxia fanfarroneando con tus... —el ancestro hizo un gesto de desdén con la mano—, con tus vergonzantes amigos, demasiado ocupado para poner flores en mi tumba. Unas de plástico habrían servido, hubieran sido muy apropiadas viniendo de ti; pero no. Demasiado ocupado. Demasiado moderno. Demasiado escéptico..., hasta que de repente te ves en un pequeño apuro y te vuelves muy teósofo.
Meneó la cabeza; con cuidado, para no molestar el reposo de la otra, que ya daba muestras de inquietud.
—Pues no sé, joven Zaphod —prosiguió—. Creo que tendré que pensarlo un poco.
—Un minuto y diez segundos —anunció Ford con voz apagada.
Zaphod Beeblebrox Cuarto lo miró con curiosidad.
—¿Por qué sigue diciendo números ese hombre? —preguntó.
—Esos números —contestó Zaphod con brevedad— indican el tiempo que nos queda de vida.
—Ah —dijo su bisabuelo, gruñendo para sus adentros—. Eso no es aplicable en mi caso, desde luego.
Se desplazó a un lugar más oscuro del puente para seguir fisgoneando.
Zaphod sintió que se tambaleaba al borde de la locura y se preguntó si no debería dejarse caer y terminar de una vez por todas.
—Bisabuelo —dijo—. ¡Es aplicable a nuestro caso! Estamos vivos y a punto de perder la vida.
—Me parece muy bien.
—¿Cómo?
—¿Qué utilidad tiene tu vida para nadie? Cuando pienso lo que has hecho con ella, la frase «vivir como un puerco» me viene a la cabeza de manera irresistible.
—¡Pero hombre, he sido Presidente de la Galaxia!
—¡Ja! —murmuró su antepasado—. ¿Y qué clase de trabajo es ése para un Beeblebrox?
—¡Eh, cómo! ¡Nada menos que Presidente, sabes! ¡De toda la Galaxia!
—¡Valiente megafatuo!
Zaphod entornó los ojos, perplejo.
—Oye, humm..., ¿qué te propones, tío? Digo, abuelo.
La pequeña figura encorvada se acercó despacio a su bisnieto y le dio unos golpecitos fuertes en la rodilla. Eso tuvo la virtud de recordar a Zaphod que estaba hablando con un fantasma, porque no sintió nada en absoluto.
—Sabes tan bien como yo lo que significa ser Presidente, joven Zaphod. Tú lo sabes porque lo has sido, y yo lo sé porque estoy muerto, y eso le da a uno una perspectiva maravillosamente clara. Allá arriba tenemos un dicho: «La vida se desperdicia con los vivos.»
—Sí —dijo Zaphod con amargura—, muy bien. Muy profundo. En estos momentos necesito aforismos tanto como agujeros en las cabezas.
—Cincuenta segundos —gruñó Ford Prefect.
—¿Dónde estaba? —dijo Zaphod Beeblebrox Cuarto.
—Pontificando —dijo Zaphod Beeblebrox.
—Ah, sí.
—¿Puede ayudarnos realmente este individuo? —le preguntó Ford en voz baja a Zaphod.
—Nadie más puede hacerlo —musitó Zaphod.
Ford asintió con la cabeza, abatido.
—¡Zaphod! —exclamó el espectro—. Te convertiste en Presidente por una razón. ¿Lo has olvidado?
—¿No podemos hablar de eso más tarde?
—¡Lo has olvidado! —insistió el fantasma.
—¡Sí! ¡Claro que lo he olvidado! Tenía que hacerlo. ¿Sabes que te miran el cerebro por una pantalla cuando te dan el trabajo? Si me hubieran encontrado la cabeza llena de ideas juguetonas, me habrían mandado otra vez a la calle sin otra cosa que una pensión abundante, secretarios, una flota de naves y un par de cortadores de cabezas.
—¡Ah! —asintió contento el fantasma—. ¡Entonces, te acuerdas!
Hizo una pausa breve.
—Bien —añadió, y el ruido cesó.
—Cuarenta y ocho segundos —dijo Ford. Volvió a mirar al reloj y le dio unos golpecitos. Levantó la vista—. Oye, el ruido se ha parado —dijo.
Un destello malévolo brilló en los severos ojillos del espectro.
—He detenido un poco el tiempo —anunció—; sólo por un momento, ¿entendéis? Detestaría que os perdierais todo lo que tengo que decir.
—¡No, escúchame tú a mí, viejo murciélago transparente! —exclamó Zaphod, levantándose de un salto—. A): gracias por parar el tiempo y todo eso, magnífico, estupendo, maravilloso; B): nada de gracias por el sermón, ¿vale? No sé qué es eso tan grandioso que tengo que hacer, y me parece que no tengo que saberlo. Y eso no me gusta nada, ¿entendido?
»Mi antigua personalidad lo sabía. A mi antigua personalidad le gustaba. Muy bien; hasta ahora, de perlas. Pero a mi antigua personalidad le gustaba tanto, que llegó a meterse en su propio cerebro, o sea, en mi cerebro, y bloqueó las cosas que conocía y que le gustaban, porque si yo las sabía y me gustaban, no sería capaz de realizarlas. No habría sido Presidente y no habría podido robar esta nave, que debe ser lo más importante.
»Pero mi antigua personalidad se suicidó al modificarme el cerebro, ¿no es cierto? Vale, ésa fue su decisión. Mi nueva personalidad tiene que tomar sus propias decisiones, y por una coincidencia extraña, tales decisiones llevan aparejado el que yo no conozca y no me preocupe de este numerazo, sea lo que sea. Eso es lo que quería, y eso es lo que he conseguido.
»Salvo que mi antigua personalidad trató de seguir teniendo la voz cantante, dejándome órdenes en el trozo de mi cerebro que después cerró. Bueno, pues no quiero conocerlas ni quiero oírlas. Esa es mi decisión. No voy a ser la marioneta de nadie, mucho menos, de mí mismo.
Zaphod golpeó la consola con furia, ignorante de las miradas perplejas que atraía.
—¡Mi antigua personalidad ha muerto! —bramó—. ¡Se ha suicidado! ¡Y los muertos no deberían andar por ahí molestando a los vivos!
—Pero tú me llamas para que te ayude a salir de un lío —dijo el espectro.
—¡Ah! —dijo Zaphod, volviéndose a sentar—. Pero eso es diferente, ¿no?
Sonrió a Trillian, débilmente.
—Zaphod —dijo con voz áspera la aparición—, creo que la única razón por la que gasto saliva contigo es que, como estoy muerto, no tengo otra manera de emplearla.
—Vale —repuso Zaphod—. ¿Por qué no me dices cuál es el gran secreto? Ten confianza en mí.
—Zaphod, cuando eras Presidente de la Galaxia sabías, igual que Yooden Vranx antes que tú, que el Presidente no es nada. Un número. Entre las sombras hay otro hombre, un ser, algo, que detenta el poder último. Debes encontrar al hombre, ser o algo... que rige esta Galaxia y, según sospechamos, otras más. Posiblemente, todo el Universo.
—¿Por qué?
—¡Por qué! —exclamó sorprendido el espectro—. ¿Por qué? Mira a tu alrededor, muchacho, ¿te parece que el mundo está en muy buenas manos?
—No está mal.
El viejo fantasma le lanzó una mirada colérica.
—No voy a discutir contigo. Te limitarás a llevar la nave, esta nave con Energía de la Improbabilidad, a donde sea necesario. Lo harás. No pienses que puedes escapar a tu destino. El Campo de la Improbabilidad te domina, estás en sus garras. ¿Qué es esto?
El fantasma estaba dando golpecitos a una de las terminales de Eddie, el ordenador de a bordo. Zaphod se lo explicó.
—¿Qué está haciendo?
—Intenta hacer té —dijo Zaphod con maravillosa moderación.
—Bien, me gusta eso —dijo su bisabuelo que, volviéndose y amonestándole con el dedo, añadió—: Pero no estoy seguro de que seas capaz de tener éxito en tu tarea, Zaphod. Creo que no podrás evitarlo. Sin embargo, estoy muy cansado y llevo mucho tiempo muerto para preocuparme tanto como antes. La razón principal por la que te ayudo ahora es que no podía soportar la idea de que tú y tus actuales amigos anduvierais haraganeando por aquí. ¿Entendido?
—Sí, un montón de gracias.
—Otra cosa, Zaphod.
—Humm..., ¿sí?
—Si alguna vez vuelves a necesitar ayuda...; ya sabes, si te encuentras en un apuro, o necesitas que te echen una mano en una situación difícil...
—¿Sí?
—No dudes en perderte, por favor.
Por espacio de un segundo, de las manos secas del viejo fantasma brotó un relámpago hacia el ordenador; el espectro desapareció, el puente se llenó de volutas de humo y el Corazón de Oro dio un salto de longitud desconocida entre las dimensiones del tiempo y del espacio.