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Arthur se despertó y lo lamentó en seguida. Había tenido resacas, pero nunca de aquel calibre. Ya estaba. Aquello era lo último, el abismo final. Llegó a la conclusión de que los rayos de transferencia de la materia no eran tan divertidos como, por ejemplo, una buena patada en la cabeza.
Como de momento no quería moverse debido a que sentía una palpitación sorda y pesada, se quedó tumbado un rato y meditó. Pensó que el problema de la mayor parte de los medios de transporte consiste fundamentalmente en que no valen la pena. En el planeta Tierra, antes de que lo demolieran para dar paso a una vía de circunvalación hiperespacial, el problema habían sido los coches. Las desventajas que constituía el sacar del suelo montones de fango negro y pegajoso en zonas donde había estado oculto sin molestar a nadie, convirtiéndolo luego en alquitrán para cubrir con él el terreno, llenar el aire de humo y tirar lo sobrante al mar, parecía superar las ventajas de poder llegar más deprisa de un sitio a otro, en especial cuando el lugar al que se llegaba probablemente se había convertido, como resultado de todo ello, en un sitio muy semejante a aquel del que se había salido es decir, cubierto con alquitrán, lleno de humo y sin peces.
¿Y qué ocurría con los rayos de transferencia de la materia? Cualquier medio de transporte que le despedazara a uno átomo por átomo, lanzando tales átomos por el sub-éter para luego volverlos a reunir justo cuando empezaban a gustar la libertad por primera vez durante años, tenía que ser una mala noticia.
Muchas personas habían pensado exactamente lo mismo antes que Arthur Dent, e incluso llegaron al extremo de escribir canciones al respecto. A continuación transcribimos una que solía cantarse por enormes multitudes frente a la fábrica de Sistemas de Teleporte de la Compañía Cibernética Sirius, en Mundi-Félix III:
Aldebarán es grande, sí,
Algol, muy bonito,
Las guapas chicas de Betelgeuse
Te harán perder el tino.
Harán lo que quieras,
Muy de prisa y después muy lento,
Pero, si para llevarme, despedazarme esperas,
Entonces no quiero ir.
Cantando,
Despedázame, despedázame,
¡Vaya forma de viajar!,
Y si, para llevarme, me has de despedazar,
En casa prefiero quedarme.
Sirio está pavimentado de oro,
Eso he oído decir.
A chiflados que luego añaden:
«Ve Tau antes de morir.»
Alegre tomaría el camino principal.
Y hasta el secundario,
Pero si, para llevarme, en pedazos me debes partir,
Lo que es yo, me niego a ir.
Cantando,
Despedázame, despedázame,
Tienes que estar mal de la cabeza,
Pero si para llevarme, pedazos me debes hacer,
En la cama me he de meter.
Y así sucesivamente. Había otra canción de moda, mucho más breve:
Me teleportaron a casa una noche
Con Ron y Sid y Meg.
Ron se llevó el corazón de Meggie,
Y yo me quedé con la pierna de Sidney.
Arthur sintió que las oleadas de dolor se debilitaban, aunque seguía percibiendo la palpitación sorda y pesada. Se levantó despacio, con cuidado.
—¿Oyes una palpitación sorda y pesada? —le preguntó Ford Prefect.
Arthur se volvió en redondo, tambaleándose inseguro. Ford Prefect se acercó con ojos rojos y pastosos.
—¿Dónde estamos? —murmuró Arthur.
Ford miró alrededor. Se encontraban en un pasillo largo y curvo que se extendía en ambas direcciones hasta perderse de vista. La pared exterior, de acero pintado en ese horrible tono verde pálido que utilizan en escuelas, hospitales y manicomios para tener apaciguados a niños y pacientes, se curvaba por encima de sus cabezas hasta reunirse con la pared perpendicular interior, que curiosamente estaba tapizada de arpillera entretejida de color castaño oscuro. El suelo era de caucho acanalado, de color verde oscuro.
Ford se aproximó a un panel transparente, muy grueso y oscuro, empotrado en la pared exterior. Tenía varias capas de espesor, pero a su través podían verse los puntos luminosos de las estrellas lejanas.
—Creo que estamos en algún tipo de nave espacial.
Por el pasillo llegó el rumor de una palpitación sorda y pesada.
—¿Trillian? —llamó Arthur, nervioso—. ¿Zaphod?
Ford se encogió de hombros.
—No hay nadie —anunció—, ya he mirado. Pueden estar en cualquier parte. Un teleporte sin programar puede enviarle a uno a años luz en cualquier dirección. A juzgar por cómo me siento, diría que hemos venido a parar muy lejos.
—¿Cómo te encuentras?
—Mal.
—¿Dónde crees que están...?
—¿Dónde están, cómo están...? No hay manera de saberlo, y no podemos hacer nada. Haz lo que yo.
—¿Qué?
—No pensar en ello.
Arthur dio vueltas a aquella idea, comprendió de mala gana su utilidad, la arropó y la dejó dormir. Exhaló un hondo suspiro.
—¡Pasos! —exclamó de pronto Ford.
—¿Dónde?
—Ese ruido. Esa palpitación sorda. Son pasos. ¡Escucha!
Arthur escuchó. Desde una distancia indeterminada, el ruido resonaba por el pasillo en dirección a ellos. Era un rumor apagado de pisadas fuertes, que ahora se oían con mayor intensidad.
—Vámonos —dijo secamente Ford.
Se marcharon; cada uno por un lado.
—Por ahí, no —dijo Ford—, es por donde vienen ellos.
—No, no —repuso Arthur—. Vienen por esa dirección.
—No, vienen por...
Se detuvieron. Se volvieron. Escucharon con atención. De nuevo se marcharon cada uno por un lado.
El miedo les atenazó.
En ambas direcciones, el ruido se hacía cada vez más fuerte.
A unos metros a la izquierda corría otro pasillo en ángulo recto con la pared interior. Se precipitaron por él a toda velocidad. Era oscuro, enormemente largo, y a medida que lo recorrían, les daba la impresión de que cada vez hacía más frío. A izquierda y a derecha desembocaban en él otros pasillos, todos muy oscuros, y al pasar por ellos les azotaban ráfagas de aire helado.
Se detuvieron un momento, alarmados. Cuanto más se adentraban por el pasillo, más fuerte era el ruido de las pisadas.
Se apretujaron contra la pared fría y escucharon con frenesí. El frío, la oscuridad y el tamborileo de las pisadas sin cuerpo les afectaba de mala manera. Ford se estremeció, en parte por el frío y en parte por el recuerdo de historias que le contaba su madre preferida cuando no era más que un mozuelo betelgeusiano que no llegaba al tobillo de un megasaltamontes arturiano: cuentos de naves fantasmas, de cascos encantados que vagaban incansables por las regiones más oscuras del espacio profundo, infestado de demonios, de aparecidos o de tripulaciones olvidadas; historias de viajeros incautos que encontraban tales naves y entraban en ellas; historias de... Entonces recordó Ford la arpillera de color castaño que tapizaba la pared del primer pasillo y recobró la calma. Fuera como fuese la forma en que aparecidos y demonios decorasen sus naves fantasmas, pensó que apostaría cualquier cantidad de dinero a que no lo hacían con arpillera. Cogió a Arthur del brazo.
—Volvamos por donde hemos venido —dijo en tono firme, y volvieron sobre sus pasos.
Un momento después saltaron como lagartos asustados al pasillo más próximo cuando los dueños de los pies pesados aparecieron súbitamente delante de ellos.
Ocultos detrás de la esquina, miraron con los ojos en blanco a una docena de hombres y mujeres obesos, vestidos con ropa de correr, que pasaban ruidosamente, jadeando y resollando de una forma que haría tartamudear a un cardiólogo.
Ford Prefect los miró con fijeza.
—¡Corredores! —siseó, cuando el eco de las pisadas se perdió en la red de pasillos.
—¿Corredores? —murmuró Arthur Dent.
—Corredores —confirmó Ford Prefect, encogiéndose de hombros.
El pasillo en el que se ocultaban era diferente de los otros. Era muy corto, y terminaba en una ancha puerta de acero. Ford la examinó, descubrió el mecanismo de apertura y, con un empujón, la abrió de par en par.
Lo primero que vieron sus ojos fue una cosa semejante a un ataúd.
Y las siguientes cuatro mil novecientas noventa y nueve cosas que vieron sus ojos, también eran ataúdes.