16

En el bar, Zaphod empezaba a sentirse tan cansado como una salamandra de agua. Sus cabezas chocaban y sus sonrisas perdían sincronización. Se sentía desgraciadamente feliz.

—Zaphod —dijo Ford—, ¿querrías decirme, mientras aún puedes hablar, qué fotones pasó? ¿Dónde has estado? ¿Dónde hemos estado nosotros? No es algo muy importante, pero me gustaría aclararlo.

La cabeza izquierda de Zaphod se serenó, dejando que la derecha siguiera sumiéndose en la oscuridad del alcohol.

—Sí —dijo—, he andado por ahí. Quieren que encuentre al hombre que rige el Universo, pero yo no tengo ganas de conocerlo. Creo que no sabe guisar.

Su cabeza izquierda observó cómo la derecha decía estas palabras, y luego asintió.

—Cierto —dijo—, toma otra copa.

Ford tomó otro detonador gargárico pangaláctico, la bebida que se ha descrito como el equivalente alcohólico de un atraco callejero: caro y malo para la cabeza. Ford llegó a la conclusión de que, sea lo que fuere lo que hubiese pasado, en realidad no le importaba mucho.

—Escucha, Ford —dijo Zaphod—; todo va a pedir de boca.

—¿Quieres decir que todo va perfectamente?

—No —dijo Zaphod—, no quiero decir que todo vaya a la perfección. Eso no sería de un tipo estupendo. Si quieres saber lo que ha pasado, digamos simplemente que tengo toda la situación en el bolsillo, ¿vale?

Ford se encogió de hombros.

Zaphod soltó en la copa una risita tonta que subió por el recipiente como la espuma y empezó a avanzar a mordiscos por el mármol de la barra.

Un gitano espacial de extraña piel se acercó a ellos y les tocó el violín eléctrico hasta que Zaphod le dio un montón de dinero; entonces accedió a marcharse.

El gitano se acercó a Trillian y a Arthur, que estaban sentados en otra parte del bar.

—No sé qué lugar es éste —dijo Arthur—, pero me parece que me da grima.

—Toma otra copa —dijo Trillian—. Diviértete.

—¿Cuál de esas dos cosas? —preguntó Arthur—. Se excluyen mutuamente.

—Pobre Arthur, no estás hecho para esta clase de vida, ¿verdad?

—¿A esto le llamas vida?

—Te empiezas a parecer a Marvin.

—Marvin es el pensador más clarividente que conozco. ¿Tienes idea de cómo lograríamos que se marchara este violinista?

El camarero se acercó.

—Su mesa está dispuesta —anunció.

Visto desde fuera, cosa que nunca sucede, el Restaurante semeja un gigantesco y brillante pez espacial varado en un peñón olvidado. Cada uno de sus brazos alberga los bares, las cocinas, los generadores de energía que protegen su estructura, el deteriorado casco del planeta en que se asienta, y las Turbinas del Tiempo que mecen despacio todo el conjunto hacia detrás y hacia delante en el momento crucial.

En el centro se alza la gigantesca cúpula dorada, casi un globo completo, y a esa zona fue a donde pasaron entonces Zaphod, Ford, Trillian y Arthur.

Al menos cinco toneladas de brillo se habían extendido sobre lo que tenían delante, cubriendo todas las superficies existentes. Las demás no existían porque ya estaban incrustadas de piedras preciosas, conchas marinas de Santraginus, pan de oro, mosaicos y un millón de adornos y decoraciones inidentificables. El vidrio brillaba, la plata relucía, el oro destellaba, Arthur Dent tenía los ojos en blanco.

—¡Vaya! —dijo Zaphod—. ¡Zape!

—¡Increíble! —jadeó Arthur—. ¡La gente...! ¡Las cosas...!

—Las cosas —dijo Ford en voz baja— también son gente.

—La gente... —prosiguió Arthur—, la otra gente...

—¡Las luces...! —exclamó Trillian.

—Las mesas... —dijo Arthur.

—¡Los manteles...! —completó Trillian.

El camarero pensó que parecían administradores de una finca.

—El Fin del Mundo es muy famoso —dijo Zaphod, avanzando tambaleante entre la multitud de mesas, algunas de mármol, otras de lujosa ultracaoba, otras incluso de platino; en todas había un grupo de criaturas extrañas charlando y leyendo la carta.

—A la gente le gusta emperejilarse para esto —prosiguió Zaphod—. Les da una sensación de acontecimiento.

Las mesas estaban distribuidas en un amplio círculo alrededor de un escenario central donde una pequeña orquesta tocaba música ligera; según los cálculos de Arthur, había por lo menos mil mesas, separadas por palmeras cimbreantes, fuentes susurrantes, estatuas grotescas, en resumen, había toda la parafernalia común a todos los restaurantes donde se han escatimado pocos gastos para dar la impresión de que no se ha reparado en ningún gasto. Arthur miró alrededor, casi esperando ver a alguien que hiciera un anuncio del American Express.

Zaphod guiñó un ojo a Ford, que a su vez hizo un guiño a Zaphod.

—Vaya —dijo Zaphod.

—Zape —dijo Ford.

—Mi bisabuelito debe haber arreglado los mecanismos del ordenador, ¿sabes? —dijo Zaphod—. Le dije al ordenador que nos llevara a comer al sitio más cercano y nos ha traído al Fin del Mundo. Recuérdame que me porte bien con él algún día.

Hizo una pausa.

—¡Eh! ¿Sabéis que está aquí todo el mundo? Todo el mundo que era alguien.

—¿Que era? —inquirió Arthur.

—En el Fin del Mundo hay que utilizar mucho el pretérito —explicó Zaphod—, porque todo ha terminado, ¿sabes? ¡Hola muchachos! —saludó a un grupo cercano de gigantescas formas de vida iguanoides—. ¿Qué tal estuvisteis?

—¿No es ese Zaphod Beeblebrox? —preguntó una iguana a otra.

—Creo que sí —contestó la segunda iguana.

—¡Qué cosa tan extraordinaria! —dijo la primera iguana.

—La vida era una cosa rara —sentenció la segunda iguana.

—Sí te parece —dijo la primera, y volvieron a guardar silencio. Estaban esperando el mayor espectáculo del mundo.

—Oye, Zaphod —dijo Ford, tratando de cogerle del brazo y fallando debido al tercer detonador gargárico pangaláctico—. Ahí hay un viejo amigo mío —dijo—, Hotblack Desiato. ¿Ves a ese hombre con un traje de platino sentado a la mesa de platino?

Zaphod trató de seguir con la mirada el dedo de Ford, pero se mareaba. Por fin lo vio.

—Ah, sí —dijo; un momento después lo reconoció y añadió—: ¡Oye, qué megaimportante ha sido ese tío! ¡Vaya, más importante que el ser más importante que haya existido! Más que yo.

—¿Y a qué se dedica? —preguntó Trillian.

—¿Hotblack Desiato? —dijo asombrado Zaphod—. ¿No lo sabes? ¿Nunca has oído hablar de Zona Catastrófica?

—No —confesó Trillian, que realmente no había oído hablar de ello.

—El mayor, el más ruidoso... —dijo Ford.

—El más espléndido... —sugirió Zaphod.

—...grupo de rock en la historia de... —buscó la palabra... en la historia misma— concluyó Zaphod.

—No —repitió Trillian.

—¡Vaya! —dijo Zaphod—, estamos en el Fin del Mundo y tú ni siquiera has vivido todavía. Lo echarás de menos.

La condujo a la mesa, donde el camarero les llevaba esperando todo el rato. Arthur los siguió, sintiéndose perdido y muy solo.

Ford se abrió paso entre la multitud para renovar una vieja amistad.

—Oye, humm, Hotblack —le saludó—. ¿Qué tal estás? Me alegro de verte, chavalote, ¿qué tal va ese ruido? Tienes un aspecto magnífico; estás muy, muy gordo y pareces enfermo. Asombroso.

Le dio una palmada en la espalda y se sorprendió un poco de que aquello no parecía provocar respuesta. Los detonadores gargáricos, que se removían en su interior, le aconsejaron que siguiera a pesar de todo.

—¿Te acuerdas de los viejos tiempos? Cuando íbamos de cachondeo, ¿eh? El Bistró ilegal, ¿recuerdas? El Emporio de la Garganta de Slim. El Malódromo Alcohorama. Qué tiempos, ¿verdad?

Hotblack Desiato no dio su opinión sobre si eran buenos tiempos o no. Ford no se inmutó.

—Y cuando teníamos hambre nos hacíamos pasar por inspectores de Sanidad, ¿te acuerdas de eso? Íbamos por ahí, confiscando comidas y bebidas, ¿eh? Hasta que nos envenenaron. Y luego estaban aquellas noches largas en que charlábamos y bebíamos en las hediondas habitaciones de encima del Café Lou en la ciudad de Gretchen, en Nuevo Betel, mientras tú estabas en el cuarto de al lado tratando de escribir canciones en tu ajuitar. Todos las detestábamos, y tú decías que no te importaba; pero a nosotros sí, porque las aborrecíamos de todo corazón.

Los ojos de Ford empezaban a velarse.

—Y tú afirmabas que no querías ser una estrella —prosiguió, revolcándose en la nostalgia—, porque despreciabas el mundo del estrellato. Y Hadra, Sulijoo y yo decíamos que creíamos que no tenías posibilidades. ¿Y qué haces ahora? ¡Compras mundos del estrellato!

Se volvió y solicitó la atención de los comensales de las mesas próximas.

—¡Eh —dijo—, este hombre compra mundos del estrellato!

Hotblack Desiato no intentó confirmar ni negar ese hecho, y la atención de los momentáneos oyentes languideció.

—Me parece que alguien está borracho —murmuró en su copa de vino un ser purpúreo en forma de rama de hiedra.

Ford se tambaleó un poco y se sentó pesadamente en una silla, enfrente de Hotblack Desiato.

—¿Cuál era aquella canción que tocabas? —dijo, agarrándose imprudentemente a una botella para mantener el equilibrio y derribándola; dio la casualidad de que cayó sobre una copa. Para no desperdiciar un accidente afortunado, la apuró. —Era una canción formidable —prosiguió—. ¿Cómo era? «¡Bruam, bruam! ¡Badar!» o algo así, y terminabas el número escénico con una nave que se estrellaba contra el sol, ¡y lo hacías de veras!

Ford se dio un puñetazo en la palma de la mano para ilustrar gráficamente aquella hazaña. Volvió a derribar la botella.

—¡Nave! ¡Sol! ¡Bim, bam! —gritó—. ¡Quiero decir que nada de láser y esas bobadas, vosotros soltabais llamas solares y bronceado auténtico! ¡Ah, y canciones formidables!

Siguió con la mirada el chorro de líquido que goteaba de la botella a la mesa. Hay que hacer algo con esto, pensó.

—Oye, ¿quieres un trago? —dijo.

En su mente aturdida empezó a surgir la idea de que echaba algo de menos en aquella reunión, y que ese algo estaba relacionado en cierto modo con el hecho de que el hombre gordo que estaba sentado frente a él, vestido con un traje de platino y un sombrero plateado, aún no había dicho: «Hola, Ford», o «Me alegro mucho de verte después de tanto tiempo», o cualquier cosa. Y además, ni siquiera se había movido.

—¿Hotblack? —dijo Ford.

Una enorme mano carnosa se posó en su hombro por detrás y le empujó a un lado. Se deslizó torpemente de la silla y atisbó hacia arriba para ver si podía descubrir al dueño de aquella mano descortés. El dueño no era difícil de localizar, debido a que poseía una estatura del orden de los dos metros y diez centímetros y carecía de las proporciones normales. En realidad, tenía la constitución de esos sofás de cuero, relucientes, voluminosos y con un relleno consistente. El traje con que habían tapizado a aquel hombre parecía tener el único objetivo de demostrar lo difícil que resultaba vestir a tamaña especie de cuerpo. El rostro tenía la textura de una naranja y el color de la manzana, pero en ese punto terminaba la semejanza con algo dulce.

—Chaval... —dijo una voz que emergió de los labios de aquel hombre como si lo hubiera pasado verdaderamente mal para salir de su pecho.

—Humm, ¿sí? —dijo Ford en el tono más natural del mundo. A duras penas volvió a ponerse en pie y se sintió decepcionado al comprobar que su cabeza no rebasaba el cuerpo de aquel hombre.

—Lárgate —ordenó el hombre.

—¿Ah, sí? —dijo Ford, preguntándose si se comportaba con prudencia—. ¿Y quién eres tú?

El hombre consideró un momento aquellas palabras. No estaba acostumbrado a que le hicieran esa clase de preguntas. Sin embargo, al cabo del rato se le ocurrió una respuesta.

—Soy el tipo que te dice que te largues antes de que te obliguen a hacerlo.

—Escúchame bien —dijo Ford, nervioso; deseaba que la cabeza dejara de darle vueltas, que se serenara y que tratara de resolver la situación—. Escúchame bien —continuó—, soy uno de los amigos más antiguos de Hotblack y...

Miró a Hotblack Desiato, que seguía sin mover ni una pestaña.

—Y... —prosiguió Ford, preguntándose qué palabra podría ir bien después de «y».

Al hombre grande se le ocurrió una frase entera para decir después de «y». La dijo:

—Y yo el guardaespaldas de mister Desiato, y soy responsable de su cuerpo pero no del tuyo, de manera que llévatelo antes de que le pase algo.

—Espera un momento —dijo Ford.

—¡Nada de momentos! —bramó el guardaespaldas—. ¡Nada de esperar! ¡Mister Desiato no habla con nadie!

—Bueno, tal vez sea mejor que le dejes decir lo que piensa del asunto —insinuó Ford.

—¡No habla con nadie! —aulló el guardaespaldas.

Ford volvió a lanzar una mirada inquieta a Hotblack y se vio obligado a admitir en su fuero interno que los hechos parecían dar la razón al guardaespaldas. Desiato seguía sin dar la más mínima muestra de movimiento, ni mucho menos de sentir un vivo interés por la suerte de Ford.

—¿Por qué? —preguntó Ford—. ¿Qué le pasa?

El guardaespaldas se lo contó.