2
Como todas las naves vogonas, aquélla no parecía responder a un diseño, sino a una súbita coagulación. Los deformes edificios y protuberancias amarillas que sobresalían en ángulos desagradables, habrían desfigurado el aspecto de la mayoría de las naves, pero en este caso era lamentablemente imposible. Se han divisado cosas más feas en el firmamento, pero no por testigos de confianza.
En realidad, para ver algo mucho más feo que una nave vogona, habría que entrar en una y mirar a un vogón. No obstante, eso es precisamente lo que evitaría cualquier ser prudente, porque el vogón común no lo pensará dos veces para hacerle a uno algo tan increíblemente horrible, que se desearía no haber nacido; o, si se es un pensador más clarividente, que el vogón no hubiera nacido.
De hecho, el vogón común ni siquiera lo pensaría una sola vez, probablemente. Son criaturas estúpidas, obstinadas, de mentalidad deformada, y desde luego no tienen disposición para pensar. Un examen anatómico de los vogones revela que en un principio su cerebro era un hígado disóptico, muy amorfo y mal situado. Por tanto, lo mejor que puede decirse en su beneficio es que saben lo que les gusta; eso generalmente entraña el hacer daño a la gente y, siempre que sea posible, enfadarse mucho.
Algo que no les gusta es dejar un trabajo sin acabar, en especial a este vogón, y en particular —por varias razones— este trabajo.
Tal vogón era el capitán Prostetnic Vogon jeltz, del Consejo Galáctico de Planificación Hiperespacial y responsable de los trabajos de demolición del supuesto «planeta» Tierra.
Torció el cuerpo, monumental y abominable, en su asiento estrecho e inadecuado, y miró fijamente a la pantalla del monitor, que no dejaba de proyectar la imagen de la astronave Corazón de Oro.
Poco le importaba que el Corazón de Oro, propulsado por su Energía de la Improbabilidad Infinita, fuese la nave más bella y revolucionaria que jamás se hubiera construido. La estética y la tecnología eran libros cerrados para él y, de estar en sus manos, también serían libros quemados y enterrados.
Aún le importaba menos el que Zaphod Beeblebrox estuviera a bordo. Zaphod Beeblebrox ya era ex Presidente de la Galaxia, y aunque en aquellos momentos todo el cuerpo de la Policía galáctica le estuviera persiguiendo a él y a la nave que había robado, el vogón no tenía el menor interés en ello.
Tenía cosas más importantes que hacer.
Se ha dicho que los vogones no están por encima de los pequeños sobornos y de la corrupción, de la misma manera en que el mar no está por encima de las nubes, y esto resultaba particularmente cierto en el caso de Prostetnic, que cuando oía las palabras «integridad» o «rectitud moral» cogía el diccionario, y cuando oía el tintineo del dinero en grandes cantidades cogía el código legal y lo tiraba a la basura.
Al emprender de manera tan implacable la destrucción de la Tierra y de todo lo relacionado con ella, sobrepasó un poco las atribuciones de su deber profesional. Incluso existían ciertas dudas sobre si se construiría realmente la susodicha vía de circunvalación, pero ese asunto ya ha sido comentado.
Prostetnic soltó un repelente gruñido de satisfacción.
—Ordenador —graznó—, ponme con mi especialista cerebral.
Al cabo de unos segundos, el rostro de Gag Mediotroncho apareció en la pantalla con la sonrisa de aquel que se sabe a diez años luz de la cara del vogón a quien está mirando. En algún punto de la sonrisa había también un destello de ironía. Aunque Prostetnic se refería a él de manera invariable como «mi especialista cerebral particular», no había mucho cerebro que tratar, y en realidad era Mediotroncho quien contrataba al vogón. Le pagaba una enorme cantidad de dinero por realizar un trabajo verdaderamente sucio: Al ser uno de los psiquiatras más destacados y famosos de la Galaxia, Mediotroncho y un grupo de colegas se encontraban bien dispuestos a gastar muchísimo dinero en un momento en que todo el futuro de la psiquiatría podría verse amenazado.
—Bien —dijo—; hola, Prostetnic, mi capitán de los vogones, ¿qué tal nos encontramos hoy?
El capitán vogón le dijo que durante las últimas horas había flagelado a casi la mitad de su tripulación en un ejercicio disciplinario.
La sonrisa de Mediotroncho no tembló ni un instante.
—Bueno —repuso—, me parece que es un comportamiento absolutamente normal para un vogón, ¿sabes? Una canalización natural y saludable de los instintos agresivos en actos de violencia sin sentido.
—Eso es lo que dices siempre —rugió el vogón.
—Pues me sigue pareciendo que, para un psiquiatra, es un comportamiento enteramente normal —contestó Mediotroncho—. Bien. Es evidente que nuestras actitudes mentales están hoy perfectamente sincronizadas. Y dime, ¿qué noticias tienes de la misión?
—Hemos localizado la nave.
—¡Maravilloso —exclamó Mediotroncho—, estupendo! ¿Y los ocupantes?
—Está el terráqueo.
—¡Excelente! ¿Y...?
—Una hembra del mismo planeta. Son los únicos.
—Bien, bien —comentó Mediotroncho, rebosante de alegría—. ¿Quién más?
—Ese tal Prefect.
—¿Sí?
—Y Zaphod Beeblebrox.
La sonrisa de Mediotroncho temblequeo por un instante.
—Ah, sí —dijo—. Ya me lo esperaba. Es muy lamentable.
—¿Es un amigo personal? —inquirió el vogón, que una vez había oído esa expresión en alguna parte y decidió emplearla.
—Ah, no —replicó Mediotroncho—; ya sabes que en nuestra profesión no tenemos amigos personales.
—¡Ah! —Gruño el vogón—. Distanciamiento profesional.
—No —dijo alegremente Mediotroncho—, es sólo que no tenemos gancho para eso.
Hizo una pausa. Sus labios continuaron sonriendo, pero sus ojos fruncieron levemente el ceño.
—Pero ya sabes que Beeblebrox es uno de mis clientes más provechosos. Tiene unos problemas de personalidad que superan los sueños de cualquier analista.
Jugueteó un poco con esa idea antes de desecharla de mala gana.
—Pero ¿estás preparado para tu tarea? —preguntó.
—Sí.
—Bien. Destruye esa nave inmediatamente.
—¿Qué hay de Beeblebrox?
—Pues Zaphod no es más que lo que te he dicho, ¿sabes? —dijo Mediotroncho en tono vivaz.
Desapareció de la pantalla.
El capitán vogón pulsó un interruptor que le comunicaba con los restos de su tripulación.
—Al ataque —dijo.
En aquel preciso momento, Zaphod Beeblebrox se encontraba en su cabina maldiciendo a voz en grito. Dos horas antes había anunciado que tomarían un bocado en el Restaurante del Fin del Mundo, a raíz de lo cual había tenido una tumultuosa discusión con el ordenador de la nave y salido como una tromba hacia su cámara gritando que averiguaría los factores de Improbabilidad con lápiz y papel.
La Energía de la Improbabilidad convertía al Corazón de Oro en la nave más potente e imprevisible de todas las existentes. Nada había que no pudiese hacer; con tal de que se conociese exactamente el grado de improbabilidad de lo que se pretendía realizar, tal cosa llegaría a producirse.
Zaphod la había robado cuando, en su calidad de Presidente, le fue encomendada su botadura. No sabía exactamente por qué la había robado; sólo que le gustaba.
Ignoraba por qué se había convertido en Presidente de la Galaxia; sólo que le parecía divertido.
Era consciente de que existían razones de más peso, pero se hallaban ocultas en una sección oscura y cerrada de sus dos cerebros. Beeblebrox deseaba que la sección oscura y cerrada de sus dos cerebros desapareciera, porque a veces emergía de manera momentánea y sacaba a la luz ideas extrañas, curiosos segmentos de su inteligencia que trataban de desviarle de lo que él entendía como la ocupación fundamental de su vida, que consistía en pasárselo maravillosamente bien.
En aquel momento no se lo pasaba maravillosamente bien. Se le habían acabado los lápices y la paciencia y tenía mucha hambre.
—¡Malditas estrellas! —gritó.
En aquel preciso momento, Ford Prefect se encontraba en el aire. No se trataba de alguna irregularidad en el campo gravitatorio artificial de la nave, sino que bajó de un salto la escalera que conducía a las cabinas particulares de la nave. Había mucha altura para saltarla de un brinco, y aterrizó mal, tropezó, recobró el equilibrio, recorrió el pasillo a toda velocidad, mandando por los aires a un par de diminutos robots de servicio, patinó al doblar la esquina, irrumpió en la cabina de Zaphod y le explicó lo que pensaba.
—Vogones —dijo.
Poco antes, Arthur Dent había salido de su cabina en busca de una taza de té. No se trataba de una búsqueda que emprendiera con mucho optimismo, porque sabía que la única fuente de bebidas calientes de toda la nave era una oscura máquina producida por la Compañía Cibernética Sirius. Ostentaba el nombre de Sintetizador Nutrimático de Bebidas, y Arthur ya la conocía de antes.
Afirmaba producir la más amplia gama posible de bebidas, personalmente ajustadas a los gustos y metabolismo de quien se tomara la molestia de utilizarla. Sin embargo, cuando se la ponía a prueba, siempre facilitaba un vaso de plástico lleno de un líquido que era casi, pero no del todo, enteramente diferente del té.
Trató de razonar con aquella cosa.
—Té —dijo.
—Comparte y Disfruta —replicó la máquina, sirviéndole otro vaso del horrible líquido.
Arthur lo tiró.
—Comparte y Disfruta —repitió la máquina, volviéndole a suministrar otro vaso de lo mismo.
«Comparte y Disfruta» es el lema del departamento de quejas de la Compañía Cibernética Sirius, que en la actualidad ocupa los territorios más importantes de tres planetas de tamaño mediano; es el departamento de la compañía que más éxito tiene y el único que arroja un beneficio apreciable en los últimos años.
El lema se ve, o más bien se veía, en letras luminosas de cuatro kilómetros y medio de altura cerca del puerto espacial del Departamento de Quejas, en Eadrax. Lamentablemente, su peso era tal, que, poco después de que se erigieran, el suelo cedió bajo las letras y casi la mitad de su extensión cayó sobre los despachos de muchos directivos de quejas, jóvenes de talento que fallecieron en el acto.
La mitad superior de las letras que quedaron, parece que dicen en el idioma local: «Date la cabeza contra la pared», y ya no están iluminadas, salvo en ocasiones de conmemoración especial.
Por sexta vez, Arthur tiró un vaso de aquel líquido.
—Escucha, máquina —dijo—; afirmas que puedes sintetizar cualquier bebida que exista, ¿por qué sigues dándome, entonces el mismo brebaje imbebible?
—Datos de nutrición y sentido del gusto —farfulló la máquina—. Comparte y Disfruta.
—¡Sabe muy mal!
—Si has disfrutado de la experiencia de tomar esta bebida —prosiguió la máquina—, ¿por qué no la compartes con tus amigos?
—Porque quiero conservarlos —replicó Arthur con aspereza—. ¿Quieres tratar de comprender lo que te estoy diciendo?
—Esa bebida...
—Esa bebida —dijo dulcemente la máquina— se ha hecho a medida de tus exigencias personales en cuanto a gustos y nutrición.
—Ya —dijo Arthur—. ¿Es que soy un masoquista a dieta?
—Comparte y Disfruta.
—¡Cállate ya!
—¿Es eso todo?
Arthur decidió rendirse.
—Sí —afirmó.
Luego pensó que no abandonaría por nada del mundo.
—No —dijo—. Mira, es muy, muy sencillo... lo único que quiero... es una taza de té. Y me vas a preparar una. Estate callada y escucha.
Se sentó. Le fue hablando a la Nutrimática de la India y de China; le habló de Ceilán. Le habló de unas hojas anchas secadas al sol. Le habló de teteras de plata. Le habló de tardes de verano, tumbado sobre la hierba. Le habló de poner la leche antes de echar el té para que no se escaldara. Y le contó (brevemente) la historia de la Compañía de las Indias Orientales.
—Así que es eso, ¿no? —dijo la Nutrimática cuando Arthur acabó.
—Sí —contestó éste—, eso es lo que quiero.
—¿Quieres el sabor de hojas secas hervidas en agua?
—Humm..., sí. Con leche.
—¿Sacada a chorros de una vaca?
—Bueno, supongo que puede decirse así...
—Voy a necesitar que me ayuden un poco —dijo sucintamente la máquina. El alegre parloteo había desaparecido de su voz, que ahora adoptaba un tono profesional.
—Pues si yo puedo servirte en algo... —se ofreció Arthur.
—Tú ya has hecho más que suficiente —le informó la Nutrimática.
Llamó al ordenador de la nave.
—¡Qué hay! —saludó el ordenador de la nave.
La Nutrimática le explicó lo del té. El ordenador dio un respingo, conectó unos circuitos lógicos con la Nutrimática y ambos cayeron en un silencio siniestro.
Durante un rato, Arthur estuvo atento y esperó, pero no ocurrió nada más.
Dio un puñetazo a la máquina, pero siguió sin pasar nada.
Por fin abandonó y subió al puente dando un paseo.
El Corazón de Oro pendía inmóvil en la vacía desolación del espacio.
La Galaxia enviaba el brillo de un billón de alfilerazos en torno a la nave. Hacia ella avanzaba despacio el desagradable bulto amarillo de la nave vogona.