10

El Universo, como ya hemos observado antes, es un lugar inabarcablemente grande, hecho que la mayoría de la gente tiende a ignorar en beneficio de una vida tranquila.

Mucha gente se mudaría contenta a otro sitio bastante más pequeño de su propia invención, cosa que realmente hace la mayoría de los individuos.

Por ejemplo, en un rincón del extremo oriental de la Galaxia está el planeta Oglarún, un enorme bosque cuya población «inteligente» vive siempre en un nogal bastante pequeño y lleno hasta los topes. En ese árbol nacen, viven, se enamoran, tallan en la corteza diminutos artículos especulativos sobre el sentido de la vida, la inutilidad de la muerte y la importancia del control de natalidad, libran unas cuantas guerras sumamente insignificantes y al fin mueren atados a la parte oculta de las ramas exteriores menos accesibles.

En realidad, los únicos oglarunianos que salen del árbol son aquellos expulsados por el nefando delito de preguntarse si existe otro árbol que contenga algo más que las ilusiones producidas por comer demasiadas oglanueces.

Por extraña que pueda parecer dicha conducta, en la Galaxia no existen formas de vida que no sean en cierto modo culpables de lo mismo, y por eso es tan terrible el Vórtice de la Perspectiva Total.

Porque cuando introducen a alguien en el Vórtice, le ofrecen un atisbo momentáneo de toda la inimaginable infinitud de la creación, y en alguna parte de ella hay una notita diminuta, una mancha microscópica sobre una mancha microscópica, que dice: «Estás aquí.»

La gran llanura gris se extendía ante Zaphod: en ruinas, destrozada. El viento la azotaba con violencia.

En medio se veía el grano acerado de la cúpula. Allí era adonde iba, pensó Zaphod. Aquello era el Vórtice de la Perspectiva Total.

Mientras estaba mirándola con aire sombrío, súbitamente salió de ella un aullido inhumano de terror, como de un hombre a quien separasen a fuego el alma del cuerpo. El grito se elevó por encima del viento y fue apagándose.

Zaphod sintió un sobresalto de miedo y le pareció que la sangre se le hacía helio líquido.

—¡Eh! ¿Qué ha sido eso? —masculló sordamente.

—Una grabación del último que metieron en el Vórtice —explicó Gargrabar—. Siempre se le pone a la víctima siguiente. Es una especie de preludio.

—Pues sonaba francamente mal... —tartamudeó Zaphod—. ¿No podríamos largarnos un rato a una fiesta o algo así, para pensarlo?

—Por lo que me figuro —dijo la voz etérea de Gargrabar— es posible que yo esté en una. Es decir, mi cuerpo. Va a muchas fiestas sin mí. Dice que lo único que hago es estorbar. Ya ves.

—¿Qué es todo eso de tu cuerpo? —preguntó Zaphod deseoso de aplazar lo que fuese a ocurrirle.

—Pues se trata... de que está muy ocupado, ¿sabes? —contestó Gargrabar, titubeando.

—¿Quieres decir que tiene una mente propia? —dijo Zaphod.

Hubo un silencio largo y un tanto glacial.

—Tengo que decir —repuso al fin Gargrabar— que esa observación me parece de muy mal gusto.

Zaphod masculló una disculpa confusa y avergonzada.

—No importa —dijo Gargrabar—, no tenías por qué saberlo.

La voz revoloteó insatisfecha.

—Lo cierto es —prosiguió en un tono que sugería que intentaba dominarla con todas sus fuerzas—, lo cierto es que en estos momentos pasamos por un período de separación legal. Sospecho que terminará en divorcio.

La voz volvió a apagarse, y Zaphod quedó sin saber qué decir. Emitió un murmullo confuso.

—Creo que no estamos hechos el uno para el otro —continuó al cabo Gargrabar—; nunca hemos sido felices haciendo las mismas cosas. Siempre hemos tenido unas discusiones formidables sobre la pesca y la sexualidad. Al fin tratamos de combinar las dos cosas, pero como puedes imaginarte, no fue más que un desastre. Y ahora mi cuerpo se niega a dejarme entrar. Ni siquiera quiere verme...

Volvió a hacer otra pausa dramática. El viento azotaba la llanura.

—Dice que sólo le produzco inhibiciones. Le señalé que yo sólo quería habitarlo, y contestó que eso era exactamente la clase de observación sabihonda que le sale a un cuerpo por la aleta izquierda de la nariz, de modo que lo dejamos. Probablemente le concederán la custodia de mi nombre.

—Vaya... —dijo Zaphod, débilmente—; ¿y cuál es?

—Pispote —dijo la voz—. Me llamo Pispote Gargrabar. Lo dice todo, ¿no es cierto?

—Hummm... —dijo Zaphod en tono comprensivo.

—Y por eso es por lo que, al ser una mente sin cuerpo, me han encomendado el trabajo de Guardián del Vórtice de la Perspectiva Total. Nadie pisará nunca el suelo de este planeta. Salvo las víctimas del Vórtice, que en realidad no cuentan, según me temo.

—Ah...

—Te contaré la historia. ¿Te gustaría oírla?

—Pues...

—Hace muchos años, éste era un planeta próspero y feliz; era un mundo normal en el que había gente, ciudades y tiendas. Pero en las calles elegantes de las ciudades había más zapaterías de las estrictamente necesarias. Y poco a poco, de manera insidiosa, fue aumentando el número de tales comercios. Es un fenómeno económico bien conocido pero trágico de ver en la práctica, porque cuantas más zapaterías había, más zapatos tenían que fabricar y más incómodos de llevar resultaban. Y cuanto más se gastaban, más calzado compraba la gente y más tiendas proliferaban, hasta que toda la economía del planeta traspasó lo que, según creo, se denomina Horizonte de la Competencia de Zapatos, y ya no fue económicamente posible fabricar algo que no fuesen zapatos. Consecuencia: fracaso, ruina y hambre. Murió la mayor parte de la población. Los pocos que tenían el tipo adecuado de inestabilidad genética se transformaron en pájaros, de los que ya has visto algunos, que maldijeron sus pies, renegaron del suelo y juraron no volver a pisarlo. Pobrecillos. Pero, vamos, tengo que conducirte al Vórtice.

Zaphod meneó estupefacto una cabeza y avanzó tambaleante por la llanura.

—Y tú procedes de este agujero repugnante, ¿verdad? —preguntó.

—No, no —contestó Gargrabar, desconcertado—. Soy del Mundo Ranestelar C. Un sitio precioso. Con una pesca fantástica. Al atardecer, revoloteo hacia allá. Aunque lo único que puedo hacer ahora es mirar. El Vórtice de la Perspectiva Total es lo único que tiene alguna función en este planeta. Se construyó aquí porque nadie lo quería tener a la puerta de casa.

En aquel momento, otro grito deprimente rasgó el aire y Zaphod se estremeció.

—¿Qué daño puede hacer eso a un individuo? —masculló.

—El Universo —dijo simplemente Gargrabar—, todo el Universo infinito. Los soles infinitos, las distancias infinitas que los separan, mientras que tú eres un punto invisible dentro de un punto invisible, infinitamente pequeño.

—Pero, hombre, ¿sabes que soy Zaphod Beeblebrox? —murmuró Zaphod, tratando de airear los últimos restos de su amor propio.

Gargrabar no replicó, limitándose a proseguir su lúgubre murmullo hasta que llegaron a la descolorida cúpula de acero en medio de la llanura.

Cuando llegaron, se abrió a un costado una puerta susurrante, revelando una pequeña cámara en sombras.

—Entra —dijo Gargrabar.

Zaphod sintió un sobresalto de terror.

—Pero, cómo, ¿ahora? —dijo.

—Ahora.

Zaphod atisbó nervioso al interior. La cámara era muy pequeña. Estaba forrada de acero y apenas tenía espacio para más de una persona.

—Pues... humm..., no me parece ninguna clase de Vórtice —dijo Zaphod.

—No lo es; es el ascensor —informó Gargrabar—. Entra.

Con ansiedad infinita, Zaphod entró. Era consciente de que Gargrabar estaba con él en el vehículo, aunque el hombre sin cuerpo no hablaba.

El ascensor empezó a bajar.

—Tengo que ponerme en el estado de ánimo apropiado para esto —murmuró Zaphod.

—No existe estado de ánimo apropiado —dijo severamente Gargrabar.

—Verdaderamente, sabes cómo hacer que un individuo se sienta mal.

—Yo no. Es el Vórtice.

Al final del pozo, se abrió la parte de atrás del ascensor y Zaphod se encontró en una cámara más bien pequeña, funcional y forrada de acero.

En un extremo se levantaba un cajón de acero colocado en sentido vertical, con el tamaño suficiente para que un hombre cupiera de pie.

Era así de sencillo.

Estaba conectado a un pequeño montón de elementos y de instrumentos mediante un cable grueso.

—¿Es esto? —preguntó Zaphod, sorprendido.

—Eso es.

No tiene tan mal aspecto, pensó Zaphod.

—¿Y tengo que entrar ahí? —preguntó Zaphod.

—Tienes que entrar ahí —confirmó Gargrabar—. Y me temo que debes hacerlo ahora mismo.

—Vale, vale —dijo Zaphod.

Abrió la puerta del cajón y entró.

Una vez dentro, esperó.

Al cabo de cinco segundos hubo un ruidito y todo el Universo estaba con él en el cajón.