23
La bóveda era gigantesca, de techo bajo y mal iluminada. Al extremo, a unos trescientos metros, una arcada daba paso a lo que parecía ser una estancia similar, con enseres semejantes.
Ford Prefect dejó escapar un silbido sordo al pisar el suelo de la bóveda.
—Magnífico —comentó.
—¿Qué tienen los muertos de magnífico? —preguntó Arthur, entrando nervioso detrás de él.
—No sé —dijo Ford—. Vamos a averiguarlo, ¿eh?
Bajo una inspección más atenta, los ataúdes se parecían más a sarcófagos. Se elevaban a la altura de la cintura, y estaban hechos con algo parecido al mármol blanco, que lo era casi sin lugar a dudas; era algo que sólo parecía ser mármol blanco. Las partes superiores eran semitranslúcidas, y a través de ellas se percibían vagamente los rasgos de sus difuntos y presumiblemente llorados ocupantes. Eran humanoides, y estaba claro que habían dejado muy atrás las penas de cualquiera que fuese el mundo de donde procedían, pero poco más podía discernirse aparte de eso.
Por el suelo, haciendo lentos remolinos entre los sarcófagos, fluía un gas blanco, pesado y aceitoso, que a primera vista le hizo pensar a Arthur que lo habían puesto para conferir un poco de ambiente al lugar, hasta que descubrió que también le helaba los tobillos. Los sarcófagos también eran sumamente fríos al tacto.
De pronto, Ford se puso en cuclillas delante de uno de ellos. Sacó del bolso una esquina de la toalla y empezó a frotar algo con furia.
—Mira, en éste hay una placa —explicó a Arthur—. Está cubierta de escarcha.
Sacó la escarcha frotando y examinó las letras grabadas. A Arthur le parecieron huellas de una araña que hubiese bebido demasiadas copas de lo que bebieran las arañas por la noche, pero Ford reconoció en seguida una forma primitiva de Eezzeerced galáctico.
—Aquí dice: «Flota Arca de Golgafrinchan, Nave B, Cabina de Carga Siete, Esterilizador de Teléfonos de Segunda Clase», y un número de orden.
—¿Un esterilizador de teléfonos? —inquirió Arthur—. ¿Un esterilizador de teléfonos muerto?
—De la mejor especie.
—Pero, ¿qué hace aquí?
Ford atisbó por la parte de arriba al número que había escrito en el interior.
—No mucho —dijo, y de pronto lanzó una de esas sonrisas suyas que siempre hacían pensar a la gente que últimamente había trabajado en exceso y que trataba de descansar un poco.
Salió disparado hacia otro sarcófago. Tras un momento de vigoroso trabajo con la toalla, anunció:
—Este es un peluquero muerto. ¡Vaya!
El siguiente sarcófago resultó ser la última morada de un directivo contable de publicidad; el que estaba a su lado contenía los restos de un vendedor de coches de segunda mano, de tercera categoría.
Una escotilla de inspección empotrada en el suelo llamó súbitamente la atención de Ford; se puso en cuclillas para abrirla, sacudiendo las nubes de gas gélido que trataban de envolverle.
A Arthur se le ocurrió una idea.
—Si no son más que ataúdes —dijo—, ¿por qué los mantienen tan fríos?
—Y en cualquier caso, ¿por qué los mantienen? —repuso Ford, abriendo la escotilla. El gas se escapó por ella—. ¿Por qué se toma alguien la molestia y los gastos de llevar cinco mil cadáveres por el espacio?
—Diez mil —dijo Arthur, señalando la arcada por la que se percibía vagamente la estancia siguiente.
Ford introdujo la cabeza por la escotilla del suelo.
Levantó la vista.
—Quince mil —dijo—; hay otra ahí abajo.
—Quince millones —sonó una voz.
—Eso es muchísimo —dijo Ford—. Un montón.
—¡Daos la vuelta, despacio! —gritó la voz—. Y levantad las manos. Otro movimiento cualquiera y os hago volar en pedacitos muy pequeños.
—¿Hola? —dijo Ford, dándose la vuelta despacio, levantando las manos y no haciendo ningún otro movimiento.
—¿Por qué nadie se alegra nunca de vernos? —preguntó Arthur Dent.
Recortado en el umbral de la puerta por donde habían entrado, estaba el hombre que no se alegraba de verlos. Su desagrado se comunicaba en parte por la voz chillona y dominante, y en parte por la maldad con que les apuntaba con un largo y plateado fusil Mat-O-Mata. Era evidente que el diseñador del arma recibió instrucciones de no andarse con rodeos. «Hazla maligna», le habían dicho. «Haz que resulte enteramente claro que este fusil tiene un lado bueno y un lado malo. Haz que para el que esté en el lado malo no haya duda alguna de que las cosas le van a ir mal. Si hay que ponerle toda clase de púas y dientes, tanto mejor. No es un fusil para colgarlo encima de la chimenea o colocarlo en el paragüero, es un arma para sacarla a la calle y hacer que la gente se sienta desgraciada.»
Ford y Arthur miraron desconsoladamente el fusil.
El hombre armado se apartó de la puerta y dio una vuelta en torno a ellos. Cuando llegó a la luz, vieron su uniforme negro y oro, con unos botones bruñidos que brillaban con tal intensidad, que un automovilista que viajase por dirección contraria habría encendido los faros con irritación.
Hizo un gesto hacia la puerta.
—Fuera —dijo. La gente que ostenta tal cantidad de potencia de fuego, no necesita utilizar los verbos. Ford y Arthur salieron, seguidos muy de cerca por el lado malo del Mat-O-Mata y los botones.
Al dar la vuelta por el pasillo, se vieron envueltos entre veinticuatro corredores, ya duchados y cambiados, que los pasaron velozmente en dirección a la bóveda. Confuso, Arthur se volvió para verlos.
—¡Muévete! —gritó su captor.
Arthur continuó caminando.
Ford se encogió de hombros y le siguió.
En la bóveda, los corredores se dirigieron a veinticuatro sarcófagos vacíos colocados a lo largo de la pared lateral; los abrieron, se metieron en ellos y cayeron en un sueño sin sueños de veinticuatro horas.