29
En un mundo pequeño y oscuro, situado en medio de ninguna parte, es decir en ningún sitio que pueda encontrarse, ya que está protegido por un vasto campo de improbabilidad del que sólo seis hombres de esta galaxia tienen la llave, estaba lloviendo.
Caía a cántaros, desde hacía horas. La lluvia batía la superficie del mar hasta convertirla en niebla, golpeaba los árboles, agitaba y revolvía un terreno bajo cerca del mar convirtiéndolo en una charca embarrada.
Se precipitaba y danzaba sobre el techo de metal ondulado de la pequeña cabaña que se elevaba en medio del barrizal. Borraba el pequeño y tosco sendero que llevaba de la cabaña a la playa y aplastaba los pulcros montones de interesantes conchas allí colocadas.
En el interior de la cabaña, el golpeteo de la lluvia era ensordecedor, pero a su ocupante le pasaba inadvertido, pues tenía puesta la atención en otra cosa.
Era un hombre alto de movimientos lentos y ásperos cabellos rubios, húmedos por el agua que se filtraba del techo. Llevaba ropas harapientas, tenía la espalda encorvada y sus ojos, aunque abiertos, parecían cerrados.
En la cabaña había un sillón viejo y estropeado, una mesa decrépita y llena de arañazos, un colchón viejo, unos cojines y una estufa pequeña pero caliente.
También había un gato viejo y un tanto curtido por la intemperie, y en aquellos momentos constituía el centro de atención del hombre, que inclinó sobre él su cuerpo encorvado.
—Gatito, gatito, gatito —dijo—, cuchicuchicuchicu... ¿Quiere su pescado el gatito? ¿Quiere el gatito... un buen trozo de pescado?
El gato parecía indeciso sobre el tema. Con bastante condescendencia, rozó con la garra el trozo de pescado que le ofrecía el hombre, y luego se distrajo con una mota de polvo que vio en el suelo.
—Si el gatito no se come el pescado, creo que el gatito adelgazará y se pondrá malo —dijo el hombre. En su voz había duda—. Supongo que eso es lo que ocurrirá —prosiguió—, pero ¿cómo puedo saberlo?
Volvió a ofrecerle el pescado.
—El gatito está pensando —dijo— si va a comer el pescado o no se lo va a comer. Creo que será mejor no entrometerme.
Suspiró.
—Yo creo que el pescado está bueno, pero también pienso que la lluvia es húmeda, así que, ¿quién soy yo para juzgar?
Dejó el pescado en el suelo, cerca del gato y se retiró al sillón.
—Ah, me parece ver que te lo estás comiendo —dijo al fin, mientras el gato agotaba las posibilidades de diversión de la mota de polvo y caía sobre el pescado.
—Me gusta verte comer el pescado —dijo el hombre—, porque según mi opinión perderás peso si no lo haces.
De la mesa cogió un trozo de papel y los restos de un lápiz. Tomó lo uno con una mano y lo otro con la otra, experimentando con las distintas formas de ponerlos en contacto. Trató de sujetar el lápiz por debajo, luego encima y después al lado del papel. Intentó envolver el lápiz con el papel, intentó frotar la parte roma del lápiz contra el papel. Hizo una marca y el descubrimiento le encantó, como todos los días. Cogió otro trozo de papel de la mesa. Tenía un crucigrama. Lo estudió brevemente y rellenó un par de palabras antes de perder interés.
Trató de sentarse sobre una mano y le intrigó la sensación de los huesos contra la cadera.
—El pescado viene de muy lejos —dijo—, o eso me han dicho. O eso me figuro que me han dicho. Cuando vienen los hombres, o cuando los hombres acuden a mi imaginación en sus seis naves negras y relucientes, ¿también aparecen en tu mente? ¿Qué ves tú, gatito?
Miró al gato, más preocupado por tragarse el pescado lo antes posible que por aquellas especulaciones.
—Y cuando oigo sus preguntas, ¿también las oyes tú? ¿Qué te sugieren sus voces? Tal vez pienses que cantan canciones para ti.
Reflexionó y vio el defecto de tal hipótesis.
—Tal vez canten canciones para ti —prosiguió— y yo crea que me están haciendo preguntas.
Hizo otra pausa. A veces hacía pausa durante días, sólo para ver cómo era.
—¿Crees que vendrán hoy? —preguntó—. Yo sí. El suelo está lleno de barro, hay cigarrillos y whisky sobre la mesa, pescado en una bandeja para ti y un recuerdo de ellos en mi mente. Sé que no es una evidencia concluyente, pero toda evidencia es circunstancial. Y mira qué más me han dejado.
Alargó la mano sobre la mesa y retiró varias cosas. Crucigramas, diccionarios y una calculadora.
—Creo que tengo razón al pensar que me harán preguntas —dijo—. Venir desde tan lejos y dejarme todas estas cosas sólo por el privilegio de cantar canciones para ti, sería un comportamiento muy extraño. O eso me parece a mí. Quién sabe, quién sabe.
Cogió un cigarrillo de encima de la mesa y lo encendió con una astilla de la estufa. Inhaló profundamente y se retrepó en el asiento.
—Creo que hoy he visto otra nave en el cielo —dijo al fin—. Una grande y blanca. Nunca había visto una grande y blanca, sólo las seis negras. Y las seis verdes. Y a las otras que decían venir de tan lejos. Ninguna grande y blanca. A lo mejor, seis de las pequeñas naves verdes pueden parecer a veces una grande y blanca. A lo mejor me gustaría beber un vaso de whisky. Sí, eso es más prometedor.
Se levantó y encontró un vaso en el suelo, junto al colchón. Se sirvió una medida de whisky de la botella. Volvió a sentarse.
—A lo mejor vienen a verme otras personas —dijo.
A cien metros de distancia se encontraba el Corazón de Oro, golpeada por la lluvia torrencial.
Se abrió la escotilla y aparecieron tres figuras, encorvadas para que la lluvia no les diera en la cara.
—¿Es ahí? —gritó Trillian por encima del ruido del aguacero.
—Sí —dijo Zarniwoop.
—¿Esa cabaña?
—Sí.
—Fantástico —dijo Zaphod.
—¡Pero si está en medio de ninguna parte! —dijo Trillian—. Debemos habernos equivocado. No se puede regir el Universo desde una cabaña.
Se apresuraron bajo el aguacero y, completamente empapados, llegaron a la puerta. Llamaron. Tiritaban.
Se abrió la puerta.
—¿Sí? —preguntó el hombre.
—Ah, discúlpeme —dijo Zarniwoop, —tengo razones para creer...
—¿Eres tú quien rige el Universo? —preguntó Zaphod.
El hombre le sonrió.
—Trato de no hacerlo —dijo—. ¿Os habéis mojado?
Zaphod lo miró estupefacto.
—¿Mojado? —gritó—. ¿Es que no lo parece?
—Eso es lo que me parece a mí —dijo el hombre—, pero lo que os parezca a vosotros puede ser un asunto completamente diferente. Si creéis que el calor puede secaros, será mejor que entréis.
Entraron.
Observaron la pequeña cabaña; Zarniwoop con cierto desagrado, Trillian con interés, Zaphod con placer.
—Eh, humm... —dijo Zaphod—. ¿Cómo te llamas?
El hombre los miró con aire de duda.
—No sé. Vaya, ¿crees que debería llamarme de alguna manera? Me parece muy extraño dar un nombre a un montón de vagas percepciones sensoriales.
Invitó a Trillian a sentarse en el sillón. El lo hizo en el borde; Zarniwoop se apoyó rígidamente contra la mesa y Zaphod se tumbó en el colchón.
—¡Caray! —exclamó Zaphod—. ¡El asiento del poder! —Hizo cosquillas al gato.
—Escuche —intervino Zarniwoop—, tengo que hacerle unas preguntas.
—Muy bien —dijo el hombre con amabilidad—; puede cantarle a mi gato, si quiere.
—¿Y le gustaría? —inquirió Zaphod.
—Pregúnteselo a él —dijo el hombre.
—¿Habla? —preguntó Zaphod.
—No le recuerdo hablando —dijo el hombre—, pero soy muy poco digno de confianza.
Zarniwoop sacó algunas notas del bolsillo.
—Bueno —dijo—, usted rige el Universo, ¿no?
—¿Cómo puedo saberlo? —dijo el hombre.
Zarniwoop tachó una nota en el papel.
—¿Cuánto tiempo lleva haciéndolo?
—Ah —contestó el hombre—, es una pregunta sobre el pasado, ¿verdad?
Zarniwoop lo miró perplejo. Eso no era exactamente lo que él esperaba.
—Sí —repuso.
—¿Cómo puedo saber —manifestó el hombre— que el pasado no es una ficción inventada para explicar la discrepancia entre mis sensaciones físicas inmediatas y mi estado de ánimo?
Zarniwoop lo miró fijamente. De sus ropas empapadas empezó a surgir vapor.
—¿Así que responde usted a todas las preguntas de esa manera?
El hombre contestó con rapidez:
—Digo lo que se me ocurre cuando creo que oigo decir cosas a la gente. No puedo decir más.
Zaphod lanzó una carcajada de contento.
—Brindo por eso —dijo, sacando la botella de aguardiente Janx. Se incorporó de un salto y ofreció la botella al soberano del Universo, que la tomó con placer—. Bien por ti, gran jefe —añadió Zaphod—; cuéntanos cómo es la cosa.
—No, escúcheme —dijo Zarniwoop—; hay gente que viene a verle, ¿verdad? En naves.
—Creo que sí —dijo el hombre.
Pasó la botella a Trillian.
—¿Y le piden que tome decisiones por ellos? —prosiguió Zarniwoop—. ¿Acerca de la vida de la gente, de los mundos, de economía, de guerras, de todo lo que pasa ahí fuera, en el Universo?
—¿Ahí fuera? —dijo el hombre—. ¿Ahí fuera, dónde?
—¡Ahí fuera! —exclamó Zarniwoop, señalando a la puerta.
—¿Cómo puedes saber si hay algo ahí fuera? —dijo cortésmente el hombre—. La puerta está cerrada.
La lluvia seguía golpeteando el techo. Dentro de la cabaña hacía calor.
—¡Pero usted sabe que ahí fuera hay todo un Universo! —gritó Zarniwoop—. ¡No puede eludir sus responsabilidades diciendo que no existen!
El soberano del Universo reflexionó durante largo rato mientras Zarniwoop temblaba de ira.
—Estás muy seguro de tus hechos —dijo al fin el habitante de la cabaña—. Yo no podría confiar en el razonamiento de un hombre que da por sentada la existencia del Universo.
Zarniwoop siguió temblando, pero guardó silencio.
—Yo sólo tomo decisiones respecto a mi universo —prosiguió el hombre en voz baja—. Mi universo son mis ojos y mis oídos. Todo lo demás son rumores.
—Pero ¿no cree usted en nada?
El amo del mundo se encogió de hombros y tomó en brazos al gato.
—No entiendo lo que quieres decir —manifestó.
—¿No comprende que lo que usted decide en esta cabaña suya afecta a la vida y al destino de millones de seres? ¡Esto es una injusticia monstruosa!
—No sé. Nunca he visto a toda esa gente de que hablas. Y sospecho que tú tampoco. Sólo tienen existencia en las palabras que oímos. Es absurdo decir que se sabe lo que le ocurre a otras personas. Sólo ellas lo saben, si es que existen. Tienen sus propios universos en sus ojos y oídos.
—Creo que voy a salir un poco —dijo Trillian. Salió y empezó a pasear bajo la lluvia.
—¿Cree usted que existen otros seres? —insistió Zarniwoop.
—Yo no tengo opinión. ¿Cómo podría saberlo?
—Será mejor que vaya a ver lo que le pasa a Trillian —dijo Zaphod, y salió rápidamente.
Una vez afuera, dijo a la muchacha:
—Creo que el Universo está en muy buenas manos, ¿eh?
—Estupendas —convino Trillian. Fueron caminando bajo la lluvia.
Dentro, Zarniwoop siguió hablando:
—Pero ¿no comprende que la gente vive o muere por una palabra suya?
El soberano del Universo aguardó tanto como pudo. Cuando oyó el débil sonido del arranque de los motores de la nave, empezó a hablar para taparlo con su voz.
—Eso no tiene nada que ver conmigo —afirmó—. No sé nada de la gente. El Señor sabe que no soy un hombre cruel.
—¡Ah! —gritó Zarniwoop—. Ha dicho «El Señor». ¡Cree en algo!
—Es mi gato —dijo el hombre afablemente, cogiendo al animal y acariciándolo—. Le llamo El Señor. Soy cariñoso con él.
—Muy bien —dijo Zarniwoop, insistiendo en su punto de vista—. ¿Cómo sabe que existe el gato? ¿Cómo sabe que él sabe que es usted cariñoso, o que le gusta lo que él entienda por su cariño?
—No lo sé —dijo el hombre sonriendo—. No tengo idea. Sólo que me gusta comportarme de una manera determinada con lo que parece ser un gato. ¿Te comportas tú de otro modo? Por favor, me parece que estoy cansado.
Zarniwoop exhaló un suspiro de total insatisfacción y miró alrededor.
—¿Dónde están los otros dos? —preguntó de pronto.
—¿Qué otros dos? —dijo el soberano del Universo, arrellanándose en el sillón y sirviéndose otro vaso de whisky.
—¡Beeblebrox y la chica! ¡Los dos que estaban aquí!
—No recuerdo a nadie. El pasado es una ficción inventada para...
—¡Déjese de tonterías! —saltó Zarniwoop, saliendo a la carrera bajo la lluvia.
La nave no estaba. La lluvia seguía agitando el barro. No había ni señal de dónde había estado la nave. Se puso a aullar bajo la lluvia. Volvió corriendo a la cabaña y la encontró cerrada.
El soberano del Universo dormitaba ligeramente en su sillón. Al cabo de un rato jugueteó de nuevo con el lápiz y el papel y le encantó descubrir cómo se hacía una marca apretando el uno contra el otro. Afuera seguía habiendo ruidos diversos, pero él no sabía si eran o no reales. Luego habló a la mesa durante una semana para ver cómo respondía.