33
A un kilómetro y medio hacia el interior del bosque, Arthur Dent estaba demasiado ocupado en su tarea para oír que se acercaba Ford Prefect.
Lo que hacía era bastante curioso, y se trataba de lo siguiente: en un trozo de peña ancho y plano había arañado la forma de un gran cuadrado, que subdividió en ciento sesenta y nueve cuadrados más pequeños, situando trece a cada lado.
Además, había reunido un montón de piedras planas más pequeñas y dibujado la forma de una letra en cada una. Sentados ociosamente en torno a la roca, había dos supervivientes de los indígenas locales a quienes trataba de explicar los curiosos conceptos grabados en las piedras.
Hasta el momento no se habían portado bien. Habían tratado de comerse algunas, de enterrar otras y de tirar lejos el resto. Finalmente, Arthur había animado a uno de ellos a poner un par de piedras sobre el tablero que había grabado, cosa que era mucho menos de lo que había logrado el día anterior, junto con el rápido deterioro de la moral de aquellas criaturas, parecía haber un desgaste proporcional en su inteligencia.
Con el fin de despertar su interés, Arthur colocó una serie de letras en el tablero, y luego invitó a los nativos a que pusieran otras por su cuenta.
La cosa no marchaba bien.
Ford observaba calladamente junto a un árbol cercano.
—No —dijo Arthur a uno de los nativos que había desplazado unas letras en un acceso de abatimiento—. La Q vale diez, y completa tres palabras; así... mira, ya te he explicado las reglas...; no, no, mira, por favor, suelta esa quijada...; muy bien, empezaremos de nuevo. Y esta vez trata de concentrarte.
Ford se apoyó en el árbol con el codo y se puso la mano en la cabeza.
—¿Qué estás haciendo, Arthur? —preguntó con voz queda.
Arthur alzó la vista, sobresaltado. De pronto tuvo la impresión de que todo aquello podía parecer un tanto ridículo. Lo único que sabía es que había sido como un sueño para él cuando era niño. Pero entonces las cosas eran diferentes, o lo serían, mejor dicho.
—Intento enseñar a jugar a las letras a los trogloditas —contestó.
—No son trogloditas —corrigió Ford.
—Parecen trogloditas.
Ford lo dejó pasar.
—Ya veo —dijo.
—Es una labor muy difícil —prosiguió cansadamente Arthur—; lo único que saben articular es un gruñido, ignoran cómo se deletrea.
Suspiró y se recostó en su asiento.
—¿Qué piensas conseguir con esto? —preguntó Ford.
—¡Tenemos que animarlos para que evolucionen! ¡Para que se desarrollen! —exclamó Arthur, lleno de ira. Esperaba que el débil suspiro y luego la cólera contrarrestasen la creciente impresión de ridículo que estaba sufriendo. No fue así. Se puso en pie de un salto.
—¿Te imaginas qué mundo sería el que resultara de esos... cretinos con quienes hemos venido? —preguntó.
—¿Imaginarme? —dijo Ford, enarcando las cejas—. No necesitamos imaginárnoslo. Lo hemos visto.
—Pero... —Arthur movió los brazos en un gesto de impotencia.
—Lo hemos visto —repitió Ford—, no hay escapatoria.
Arthur dio una patada a una piedra.
—¿Les has dicho lo que hemos descubierto? —preguntó.
—¿Hummmm? —dijo Ford, sin enterarse del todo.
—Noruega —dijo Arthur—, la firma de Slartibartfast en el glaciar. ¿Se lo has dicho?
—¿Para qué? —dijo Ford—. ¿Qué sentido tendría para ellos?
—¿Sentido? —dijo Arthur—. ¿Sentido? Tú sabes perfectamente lo que significa. ¡Significa que este planeta es la Tierra! ¡Es mi hogar! ¡Es donde he nacido!
—¿He nacido? —repitió Ford.
—Bueno, donde naceré.
—Sí, dentro de dos millones de años. ¿Por qué no les dices eso? Ve a decirles: «Disculpadme, me gustaría indicar que dentro de dos millones de años naceré a unos kilómetros de aquí.» A ver qué dicen. Te perseguirán hasta que te subas a un árbol y luego le prenderán fuego.
Arthur asimiló aquello con profunda desdicha.
—Afróntalo —dijo Ford—, aquellos energúmenos son tus ancestros, y no estas pobres criaturas.
Se acercó a donde los simiescos seres revolvían los caracteres de piedra. Meneó la cabeza.
—Guarda el juego de las letras, Arthur —aconsejó—; no salvará a la humanidad, porque esta gente no va a constituir la raza humana. En estos momentos, la raza humana está sentada en torno a una roca al otro lado de esta colina, realizando documentales sobre sí misma.
Arthur dio un respingo.
—Ha de haber algo que podamos hacer —dijo.
Un tremendo sentimiento de desolación se apoderó de él ante la idea de que estaba en la Tierra; en la Tierra, que había perdido su futuro en una catástrofe horrible y arbitraria, y que ahora también parecía perder su pasado.
—No —dijo Ford—, no podemos hacer nada. Mira, esto no va a cambiar la historia de la Tierra, ésta es la historia de la Tierra. Te guste o no, tú desciendes de la raza de los golgafrinchanos. Dentro de dos millones de años serán destruidos por los vogones. La historia nunca se altera, ¿comprendes?; sino que sus partes encajan como piezas de un rompecabezas. La vida es una cosa muy rara, ¿verdad?
Cogió la letra Q y la arrojó hacia unos aligustres, donde dio a un conejito. El conejo salió aterrorizado y no se detuvo hasta encontrarse con un zorro, que se lo comió y se atragantó con uno de sus huesos, muriendo a la orilla de un arroyo que se lo llevó después con la corriente.
Durante las semanas siguientes, Ford Prefect se tragó el orgullo y entabló relaciones con una muchacha que había trabajado en una oficina de empleo en Golgafrinchan; el betelgeusiano se apenó muchísimo cuando la muchacha murió de repente a consecuencia de haber bebido agua en una charca contaminada por el cadáver del zorro. La única moraleja que puede extraerse de esta historia es que jamás debería arrojarse la letra Q a unos aligustres, pero lamentablemente hay veces en que es inevitable.
Como la mayoría de las cosas verdaderamente cruciales de la vida, esta cadena de acontecimientos resultaba completamente invisible para Ford Prefect y Arthur Dent, que miraban tristemente cómo uno de los nativos revolvía malhumorado las demás letras.
—Pobrecitos trogloditas —dijo Arthur.
—No son...
—¿Qué?
—No importa —dijo Ford.
La desdichada criatura dejó escapar un alarido patético y empezó a dar golpes en la roca.
—Para ellos todo ha sido una pérdida de tiempo, ¿verdad? —dijo Arthur.
—Uh uh urghhhhh —murmuró el nativo, dando nuevos golpes en la roca.
—Los esterilizadores de teléfonos han destruido su evolución.
—¡Urgh, grr grr, gruh! —insistió el nativo, sin parar de dar golpes en la roca.
—¿Por qué no deja de dar golpes en la roca? —preguntó Arthur.
—Probablemente quiere jugar otra vez —dijo Ford—; está señalando a las letras.
—A lo mejor vuelve a poner «crzgrdwldiwdc», el pobre hijoputa. No he parado de decirle que en «crzgrdwldiwdc» sólo hay una G.
El nativo empezó de nuevo a golpear la roca.
Miraron por encima de su hombro.
Los ojos se les salieron de las órbitas.
Entre el revoltijo de letras había catorce colocadas en línea recta.
Leyeron dos palabras.
Las palabras eran las siguientes:
«CUARENTA Y DOS.»
—Urrrurgh gruh guh —explicó el nativo. Con un gesto de ira, desperdigó las palabras y se fue a haraganear debajo de un árbol con su compañero.
Ford y Arthur lo observaron con fijeza. Luego se miraron el uno al otro.
—¿Decían esas letras lo que me ha parecido que decían? —preguntaron los dos a la vez.
—Sí —contestaron ambos.
—Cuarenta y dos —dijo Arthur.
—Cuarenta y dos —dijo Ford.
Arthur se acercó corriendo a los dos nativos.
—¿Qué estabas tratando de decirnos? —gritó—. ¿Qué significaba eso?
Uno de ellos rodó por el suelo, alzó las piernas, se las topó en el aire, dio otras vueltas más y se quedó dormido.
El otro se encaramó al árbol de un salto y arrojó castañas a Ford Prefect. Sea lo que fuere lo que tenían que decir, ya lo habían dicho.
—¿Sabes lo que significa esto? —preguntó Ford.
—No del todo.
—Cuarenta y dos es el número que dio Pensamiento Profundo como Respuesta Última.
—Sí.
—Y la Tierra es el ordenador que Pensamiento Profundo proyectó y construyó para calcular la Pregunta de la Respuesta Última.
—Eso es lo que quieren que creamos.
—Y la vida orgánica formaba parte de la matriz del ordenador.
—Si tú lo dices...
—Lo digo yo. Eso significa que estos nativos, estas criaturas simiescas, forman parte integrante del programa del ordenador, y que nosotros y los golgafrinchanos no lo somos.
—Pero los trogloditas se están extinguiendo, y es evidente que los golgafrinchanos están dispuestos a sustituirlos.
—Exactamente. Así que, ya ves lo que significa.
—¿Qué?
—Echa un vistazo —dijo Ford. Arthur miró en torno.
—Este planeta lo va a pasar muy jodido —dijo.
Ford se quedó perplejo durante un momento.
—Sin embargo, algo podrá sacarse de él —dijo al fin—, porque Marvin dijo que veía la pregunta grabada en las circunvoluciones de tu cerebro.
—Pero...
—Probablemente, la que no era; o una distorsión de la verdadera. Pero si la encontráramos, podría darnos una pista. Aunque no sé cómo lo haríamos.
Se desanimaron durante un rato. Arthur se sentó en el suelo y empezó a arrancar hierba, pero descubrió que no era una ocupación que le absorbiese mucha atención. La hierba no era algo en lo que pudiera creer; los árboles parecían absurdos; las onduladas colinas parecían descender a ninguna parte y el futuro era como un túnel por el que había que pasar a gatas.
Ford manipuló el Sub-Etha Sens-O-Mático, que no emitió sonido alguno. Suspiró y lo volvió a guardar.
Arthur cogió una de las letras de piedra de su juego casero. Era una M. Suspiró y volvió a dejarla en el tablero . La siguiente letra que alzó fue una I; luego, una E; y después, una R. Se leía: «MIER». A su lado puso otras dos letras; dio la casualidad de que eran la A y la D. Por una coincidencia curiosa, la palabra resultante se ajustaba perfectamente al estado de ánimo que en aquellos momentos sentía Arthur hacia las cosas. La miró fijamente durante un momento. No lo había hecho con deliberación, no era más que un producto del azar, su cerebro echó a andar despacio, en primera velocidad.
—Ford —dijo de repente—. Mira, si esa Pregunta está grabada en mi cerebro pero no llega a mi conciencia, tal vez se encuentre en algún sitio de mi subconsciente.
—Sí, supongo que sí.
—Debe haber algún medio de sacar a la luz esa imagen inconsciente.
—¿Ah, sí?
—Sí; introducir un elemento al azar que pueda configurar dicha imagen.
—¿Cómo cual?
—Sacar a ciegas de una bolsa caracteres del juego de las letras.
Ford se puso en pie de un salto.
—¡Brillante idea! —exclamó.
Sacó la toalla del bolso y con unos nudos diestros la transformó en una bolsa.
—Es absolutamente demencial —comentó—, una completa idiotez. Pero lo haremos porque es una estupidez brillante. Vamos, vamos.
El sol se ocultó respetuosamente detrás de una nube. Cayeron unas gotas de lluvia, pequeñas y tristes.
Agruparon todas las letras restantes y las dejaron caer en la bolsa. Las removieron.
—Bien —dijo Ford—; cierra los ojos. Sácalas. Venga, venga, vamos.
Arthur cerró los ojos y metió la mano en la toalla llena de piedras. Descartó algunas, sacó seis y se las tendió a Ford, que las colocó en el suelo en el orden en que las había recibido.
—C —dijo Ford—, U, A, L, E, S... ¡Cual es!
Parpadeó.
—¡Me parece que da resultado! —exclamó.
Arthur le pasó otras seis.
—E, L, R, E, S, U... Elresu. Vaya, quizá no dé resultado —dijo Ford.
—Toma otras tres.
—U, L, T... Elresult... Me temo que no tiene sentido.
Arthur sacó otras tres de la bolsa. Ford las puso en su sitio. —A, D, O, el resultado... ¡El resultado! —gritó Ford—. ¡Da resultado! ¡Es asombroso, da resultado de verdad!
—Toma más —Arthur las sacaba febrilmente, tan rápido como podía.
—D, E —dijo Ford— M, U, L, T, I, P, L, I, C, A, R... Cuál es el resultado de multiplicar... S, E, I, S... seis... P, O, R, por... N, U, E, V, E... —Hizo una pausa—. Venga, ¿dónde está la siguiente?
—Pues no hay más —dijo Arthur—, ésas son todas las que había.
Se recostó en su asiento, perplejo.
Volvió a meter la mano en la toalla anudada, pero no quedaban letras.
—¿Ya están todas?
—Sí.
Seis por nueve. Cuarenta y dos.
—Ya está, eso es todo lo que hay.