14
Cuatro cuerpos inertes se sumieron en una oscuridad vertiginosa. La conciencia se apagó, el olvido arrojó los cuerpos al abismo del no ser. El rugido del silencio resonó lúgubremente en torno a ellos hasta que por fin se hundieron en un mar profundo y amargo de rojo inflamado que fue tragándoselos poco a poco y, al parecer, para siempre.
Después de lo que pareció una eternidad, el mar retrocedió y los dejó tendidos en una playa dura y fría, como desechos flotantes de la Vida, del Universo y de Todo lo demás.
Sufrieron espasmos fríos; ante sus ojos bailaron luces repugnantes. La playa dura y fría se inclinó, empezó a dar vueltas y luego quedó quieta. Emitió un brillo oscuro: era una playa dura y fría, bien pulimentada.
Una mancha verde los miró con desaprobación.
Tosió.
—Buenas tardes, señora, caballeros —dijo—. ¿Tienen ustedes reserva?
Ford Prefect recobró la conciencia de golpe, como si fuese una goma elástica; le dejó un escozor en el cerebro. Aturdido, alzó los ojos hacia la mancha verde.
—¿Reserva? —dijo débilmente.
—Sí, señor —dijo la mancha verde.
—¿Es que se necesita reserva para después de la muerte?
La mancha verde enarcó las cejas con aire desdeñoso, en la medida en que eso es posible para una mancha verde.
—¿Después de la muerte, señor? —dijo.
Arthur Dent luchaba cuerpo a cuerpo con su conciencia de la misma forma en que uno batalla en el baño con una pastilla de jabón perdida.
—¿Es ésta la vida futura? —tartamudeó.
—Pues me parece que sí —dijo Ford Prefect, tratando de averiguar por dónde estaba la vertical. Probó la teoría de que debía estar en dirección opuesta a la playa fría y dura en que se hallaba tendido, y se tambaleó por donde esperaba encontrar los pies.
—Quiero decir —dijo, balanceándose suavemente—, que de ninguna manera pudimos escapar a aquella explosión, ¿no es cierto?
—No —murmuró Arthur. Se había incorporado sobre los codos, pero aquello no pareció mejorar las cosas. Volvió a derrumbarse.
—No —dijo Trillian, poniéndose en pie—. De ninguna manera, en absoluto.
Del suelo se elevó un sonido gutural, ronco y débil. Era Zaphod Beeblebrox, que intentaba decir algo.
—Desde luego, yo no he sobrevivido —gorgoteó—. Me esfumé completamente. ¡Pum, zas!, y eso fue todo.
—Sí —dijo Ford—. Gracias a ti, no tuvimos ninguna oportunidad. Debemos haber saltado en pedazos. Brazos y piernas por todas partes.
—Sí —convino Zaphod, tratando ruidosamente de ponerse en pie.
—Si la señora y los caballeros gustan de pedir algo de beber... —dijo la mancha verde, revoloteando impaciente por delante de ellos.
—La mancha —prosiguió Zaphod—, se ajumó al instante con nuestros componentes moleculares. Oye, Ford —añadió al identificar una de las manchas que poco a poco iban solidificándose frente a él—, ¿tienes esa cosa de toda tu vida destellando delante de ti?
—¿También lo tienes tú? —dijo Ford—. ¿Toda tu vida?
—Sí —dijo Zaphod—, al menos me pareció que era la mía. Ya sabes que me paso mucho tiempo fuera de mis cráneos.
Desvió la vista y miró a las diversas formas que por fin se convertían en formas verdaderas en lugar de ser formas informes, vagas y fluctuantes.
—De manera que... —dijo.
—¿Qué? —dijo Ford.
—Que aquí estamos —dijo Zaphod, vacilante—, cadáveres yacientes...
—Erguidos —le corrigió Trillian.
—Pues cadáveres erguidos —prosiguió Zaphod— en este desolado...
—Restaurante —terció Arthur Dent, que se había puesto de pie y, para su sorpresa, veía con claridad. Es decir, lo que le sorprendió no fue que pudiera ver, sino las cosas que veía.
—Aquí estamos —prosiguió Zaphod con obstinación—, cadáveres erguidos en este desolado...
—Cinco tenedores —dijo Trillian.
—Restaurante —concluyó Zaphod.
—Qué raro, ¿no? —dijo Ford.
—Pues sí.
—Qué arañas tan bonitas —dijo Trillian.
Miraron estupefactos en derredor.
—Esto no se parece a la vida después de la muerte —dijo Arthur—, es más una especie de «aprés vie».
En realidad, las arañas eran un tanto chillonas, y en un universo ideal al bajo techo abovedado del que colgaban no lo habrían pintado con aquel matiz particular de turquesa oscuro, aunque lo hubieran pintado así, no lo habrían realzado con luz ambiental oculta. Sin embargo, éste no era un Universo ideal, tal como ponían de manifiesto los dibujos taraceados en el suelo de mármol, que hacían daño a la vista, y el modo en que estaba hecha la delantera de la barra de ochenta metros de largo con el mostrador de mármol. La delantera de la barra de ochenta metros de largo con el mostrador de mármol se había hecho cosiendo casi veinte mil pieles de Lagarto Mosaico antareano, a pesar del hecho de que los veinte mil lagartos aludidos las necesitaban para albergar sus cuerpos.
Unas cuantas criaturas elegantemente vestidas estaban junto a la barra con aire perezoso, y otras sentadas cómodamente en los sillones de ricos colores que envolvían sus cuerpos, desperdigados por la zona del bar. Un joven oficial vilhurgo y su joven dama, verde y vaporosa, entraron por las enormes puertas de cristal esmerilado que había al otro extremo del bar y avanzaron hacia la cegadora luz de la parte principal del restaurante.
Detrás de Arthur había un amplio ventanal con cortinas. Retiró el extremo de las cortinas y vio un paisaje yermo y sombrío, gris, deprimente y agujereado, un panorama que en circunstancias normales le hubiera puesto los pelos de punta. Sin embargo, aquéllas no eran circunstancias normales, porque lo que le heló la sangre y le hizo sentir un hormigueo en la espalda, cuya piel trataba de salírsele por encima de la cabeza, fue el cielo. El cielo era...
Un camarero cortés y adulador volvió a colocar las cortinas en su sitio.
—Todo a su debido tiempo, señor —dijo.
Los ojos de Zaphod destellaron.
—¡Eh, cadáveres, estad atentos! —dijo—. Creo que nos hemos perdido algo ultraimportante que está pasando aquí. Algo que ha dicho alguien y que se nos ha escapado.
Arthur se sintió profundamente aliviado de desviar la atención de lo que acababa de ver.
—Yo dije que era una especie de aprés...
—Sí, ¿y no te arrepientes de haberlo dicho? —replicó Zaphod—. ¿Ford?
—Yo dije que era raro.
—Sí, agudo pero aburrido, quizá fue...
—Quizá —le interrumpó la mancha verde, que para entonces se había resuelto en la forma de un camarero acartonado, de pequeña estatura, color verde y vestido con traje oscuro—, quizá les gustaría discutir el asunto mientras beben una copa.
—¡Una copa! —gritó Zaphod—. ¡Eso era! Ya veis lo que se pierde uno si no está alerta.
—Ya lo creo, señor —dijo pacientemente el camarero—. Si la dama y los caballeros quieren beber algo antes de comer...
—¡Comer! —exclamó Zaphod con voz apasionada—. Escucha, hombrecillo verde, mi estómago te llevaría a casa y te mimaría durante toda la noche sólo por esa idea.
—Y el Universo —prosiguió el camarero, resuelto a que no lo desviaran en la recta final— estallará más tarde para complacerles.
Ford volvió despacio la cabeza hacia él.
—¡Vaya! —exclamó emocionado—. ¿Qué clase de bebidas servís en este local?
El camarero rió con una risita cortés de camarero.
—¡Ah! —dijo—. Creo que tal vez no me haya entendido bien el señor.
—Espero que no —jadeó Ford.
El camarero tosió con una tosecita cortés de camarero.
—No es inhabitual que nuestros clientes se sientan un tanto desorientados por el viaje en el tiempo —dijo—, de modo que si pudiera sugerir...
—¿Un viaje en el tiempo? —dijo Zaphod.
—¿Un viaje en el tiempo? —dijo Ford.
—¿Un viaje en el tiempo? —dijo Trillian.
—¿Quiere decir que esto no es la vida después de la muerte? —dijo Arthur.
El camarero sonrió con una sonrisita cortés de camarero. Casi había agotado su repertorio de cortesías de pequeño camarero, y pronto pasaría a su papel de pequeño camarero altivo y sarcástico.
—¿Vida después de la muerte, señor? —dijo—. No, señor.
—¿Y no estamos muertos? —inquirió Arthur.
El camarero apretó los labios.
—¡Ajajá! —dijo—. Es muy evidente que el señor está vivo, de otro modo no trataría de servirle, señor.
Con un gesto extraordinario que es inútil tratar de describir, Zaphod Beeblebrox se golpeó las dos frentes con dos de sus brazos y un muslo con el otro.
—¡Eh, chicos! —dijo—. Esto es la locura. Lo hemos conseguido. Finalmente hemos llegado a nuestro destino. ¡Esto es Milliways!
—¡Milliways! —exclamó Ford.
—Sí, señor —afirmó el camarero, asentando la paciencia con una paleta de albañil—. Esto es Milliways, el restaurante del fin del mundo.
—¿El fin de qué? —dijo Arthur.
—El fin del mundo —repitió el camarero, con mucha claridad y una nitidez innecesaria.
—¿Y cuándo será eso? —preguntó Arthur.
—Dentro de unos minutos, señor —respondió el camarero.
Respiró hondo. No era estrictamente necesario, porque su cuerpo estaba provisto de un surtido especial de los gases necesarios para la supervivencia mediante un pequeño dispositivo intravenoso atado a su pierna. Sin embargo, hay ocasiones en que, cualquiera que sea el metabolismo que se tenga, se debe respirar hondo.
—Y ahora —dijo—, si por fin quieren pedir las bebidas, les acompañaré a su mesa.
Zaphod sonrió con dos muecas enloquecidas, se paseó por la barra y bebió todo lo que encontró a su paso.