Prólogo

Un par de botas grandes

Ash estaba medio muerto de frío cuando lo llevaron a rastras al salón de la fortaleza de hielo y lo arrojaron a los pies del rey. Aterrizó sobre las pieles extendidas en el suelo y profirió un gruñido de sorpresa; su cuerpo trémulo sólo ansiaba encogerse sobre sí mismo, en torno al calor exiguo que despedía su corazón. El vaho de sus jadeos cubría el aire con una neblina irregular.

Lo habían despojado de sus pieles, de modo que yacía tan sólo cubierto por unos harapos de lana que el frío había convertido en ateridos pliegues. Estaba solo y le habían arrebatado la espada. Aun así, aquellos hombres se comportaban como si tuvieran delante una bestia salvaje. Los gritos de los aldeanos atravesaban el aire brumoso y los guerreros farfullaban arengas y se movían en círculo a su alrededor, acercándose a él con cautela e hincándole las puntas de hueso de las lanzas en los costados. Escudriñaban al forastero, cuyo cuerpo emanaba vapor como si fuera humo, mientras que su aliento se expandía formando nubes sobre las pieles infectadas de piojos. Entre los celajes de vaho que escapaban de su boca se apreciaban gotas de humedad que se deslizaban por su cabeza helada, le surcaban las cejas convertidas en dos esquirlas de hielo y los ojos apretados y se precipitaban desde sus pómulos afilados, la punta de la nariz y la barba escarchada. Bajo la capa de hielo a medio derretir que le cubría las facciones, su tez era oscura como el agua en una noche sin luna.

Los gritos de alarma aumentaron hasta que pareció que los atemorizados nativos iban a acabar con él allí mismo.

¡Brushka! —espetó el rey desde su trono de huesos. Su voz emergió de lo más hondo de su pecho como un trueno, retumbó en las columnas de hielo que se extendían a lo largo de la sala y volvió a él rebotada desde el alto techo abovedado.

En la entrada, los soldados de la tribu empujaron a los aldeanos atónitos para devolverlos al otro lado de las colgaduras de piel que cubrían el vano de la puerta en arco. Al principio, los aldeanos se resistieron y protestaron a viva voz, pues habían llegado allí atraídos por aquel anciano forastero que había aparecido tambaleándose en medio de la tormenta y querían saber qué sería de él.

Ash se mantenía ajeno a todo. Ni siquiera prestaba atención a los pinchazos esporádicos de las lanzas; sólo la sensación de la cercanía de una fuente de calor consiguió sacarlo de su ensimismamiento y lo animó a levantar la cabeza del suelo. Cerca de él había un brasero de cobre humeante en cuyo interior ardían huesos y pastillas de grasa animal.

Se acercó a gatas hacia el cálido objeto hostigado por las lanzas que trataban de impedírselo, y se acurrucó arrimado al brasero bajo la lluvia incesante de golpes. Pese al estremecimiento que le recorría el cuerpo con cada acometida de las lanzas, en ningún momento accedió a abandonar su posición.

¡Ak, ak! —bramó el rey, y su orden provocó la retirada de los guerreros.

Se hizo el silencio en el salón, sólo roto por el crepitar de las llamas y la respiración pesada, como si acabaran de regresar de una carrera prolongada, de los soldados. Entonces, un enérgico e inconfundible gemido de alivio surgió de la garganta del forastero.

«Aún estoy vivo», pensó Ash con cierta sorpresa en lo que parecía un momento de delirio, mientras el calor del brasero le quemaba. Cerró las manos entumecidas y apretó los puños para apresar mejor aquel precioso calor. Las manos le picaban.

Por fin levantó la mirada para hacerse una idea de su situación. Por todas partes vio el fulgor de las pieles ungidas con grasa, cuerpos desnutridos ataviados con mantas a modo de poncho y rostros demacrados, con el hambre escrita en la mirada.

Contó un total de nueve hombres armados. Detrás de ellos aguardaba el rey.

Ash hizo acopio de todas sus fuerzas para levantarse, pero dudó de su capacidad para mantenerse en pie y encaró de rodillas al hombre cuya búsqueda había motivado aquel arriesgado viaje.

El rey lo escrutaba con unos ojos que eran dos pedernales apenas distinguibles en su rostro rechoncho, como tratando de decidir por dónde empezar a devorarlo. Era descomunal, tan obeso que necesitaba una faja de cuero bajo la cintura para sostener las carnes caídas de su barriga. Por lo demás, iba prácticamente desnudo, con la piel resplandeciente recubierta con una gruesa capa de grasa. Tan sólo llevaba un colgante de cuero que le caía sobre el pecho y los pies embutidos en un par de botas grandes de piel moteada.

El monarca bebió un trago de un cráneo humano invertido y se relamió con parsimonia mientras estudiaba al forastero. Soltó un eructo que le hizo vibrar la papada y luego, satisfecho de sí mismo, dejó escapar una larga flatulencia que rápidamente contaminó la atmósfera neblinosa con su penetrante olor.

Ash permaneció en silencio, imperturbable. Daba la impresión de que a lo largo de su dilatada vida había tenido que vérselas en numerosas ocasiones con aquel tipo de hombres: jefecillos de tres al cuarto y reyezuelos mendicantes..., incluso una vez con un tipo que se autoproclamaba dios. Individuos que se revestían de la pompa de su posición o que incluso guardaban cierta apariencia de elegancia, pero que en el fondo no dejaban de ser unos monstruos. Del mismo modo que lo era aquel hombre que ahora tenía enfrente y todos los líderes hechos a sí mismos.

Stobay, ¿chern ya nochi? —inquirió el rey, dirigiéndose a Ash, repasándolo de arriba abajo con una mirada escrutadora.

Ash carraspeó para aclararse la garganta adormecida. Se le agrietaron los labios resecos al abrirlos, se lamió la sangre que brotó de ellos y se dio unos golpecitos en el cuello para ilustrar su demanda.

—Agua —consiguió decir por fin.

El rey asintió y un odre aterrizó a los pies de Ash, que bebió con avidez un buen rato y luego se secó los labios; en el dorso de su mano apareció una mancha roja.

—No hablo vuestro idioma —declaró Ash—. Si deseáis interrogarme, tendréis que hacerlo en la lengua franca.

¡Bhattat!

Ash inclinó la cabeza en silencio.

El rey frunció el ceño y le vibraron los músculos del rostro al bramar una orden a sus hombres. Un guerrero, el más alto, se dirigió hacia un baúl situado junto a una de las paredes excavadas en el hielo de la espaciosa cámara. Era un vulgar arcón de madera, de los que usaban los mercaderes para transportar chee o especias. Todos los presentes posaron sus miradas silenciosas en el hombre mientras éste abría el pasador de cuero y levantaba la tapa del baúl.

El guerrero se inclinó, agarró algo con las dos manos y sin esfuerzo aparente lo sacó del arcón. Era el cuerpo, todavía con vida, de un hombre escuálido, semidesnudo, con la ropa hecha jirones y el cabello y la barba largos y desgreñados. Miró a su alrededor. Tenía dos círculos rojos alrededor de los ojos y bizqueó incomodado por la luz.

Ash sintió un escalofrío. Nunca se le había pasado por la cabeza que todavía quedaran supervivientes de la expedición del año anterior. Reparó en que le rechinaban las muelas. «No. No te ablandes», se dijo.

El guerrero sostuvo en pie aquel cuerpo raquítico hasta que las piernas le dejaron de temblar y pudo mantenerse erguido. Luego ambos se aproximaron lentamente al trono. El prisionero era natural del norte, de algún lugar del desierto alhazhiita a juzgar por las facciones adustas que a duras penas se le adivinaban.

¡Ya groshka bhattat! Vasheda ty savonya nochi —espetó el rey, dirigiéndose al alhazií.

El hombre del desierto parpadeó. Su piel, en otro tiempo del característico tono bronceado de su pueblo, tenía ahora el color amarillento de un pergamino viejo. El guerrero apostado a su lado le dio unos codazos hasta que el cautivo posó la mirada en Ash. Justo en ese momento, sus ojos se iluminaron y se vislumbró un rayo de vida en ellos. Sus labios se separaron produciendo un chasquido seco.

—El rey... quiere saber, rostro oscuro —dijo con voz ronca en la lengua franca—, cómo has llegado aquí.

Ash no veía ningún motivo para mentir, al menos de momento.

—En barco —respondió—. Vengo del Corazón del Mundo. La nave aguarda mi regreso en la costa.

El alhazií recitó al rey la respuesta de Ash en el rudo idioma de la tribu.

El soberano hizo un ademán con la mano.

Tul kuvesha. ¿Ya shizn al khat?

—¿Y quién te ha ayudado a venir desde la costa?

—Nadie. Alquilé un trineo y un tiro de perros. Los perdí en una grieta junto con todo mi equipo. Después quedé atrapado en la tormenta.

¿Dan choto, pash ta ya neplocho dan?

—Entonces, dime —tradujo el hombre—: ¿qué has venido a arrebatarme?

Ash entornó los ojos.

—¿Qué quieres decir?

¿Pash tak dan? Ya tul krashyavi.

—¿Que qué quiero decir? Has hecho un largo viaje para llegar hasta aquí.

Ya bulsvidanya, sach anay namosti.Ya vis preznat.

—Procedes del norte, de más allá del Gran Silencio. Has venido aquí por algún motivo.

Ya vis neplocho dan.

—Has venido aquí para arrebatarme algo.

El rey se golpeó el pecho fofo con un pulgar del tamaño de una salchicha.

¡Vir pashak! —rugió.

—Eso es lo que quiero decir.

Por cómo reaccionó Ash al oír la pregunta del rey, podría haberse pensado que era una estatua tallada en piedra. Una ráfaga de aire gélido se coló desde el exterior y agitó las pesadas pieles que colgaban del arco de la puerta a su espalda; las sacudidas de las colgaduras hicieron vacilar las llamas del brasero: la tormenta le recordaba su existencia y le advertía que todavía no se había olvidado de él. Por un momento —sólo por un momento—, Ash se preguntó si habría llegado la hora de introducir unas cuantas mentiras bien escogidas. No era propio de él cavilar demasiado los asuntos trascendentales. Como devoto de Dao —al igual que todos los roshuns—, debía mantener la calma, actuar con naturalidad y dejarse guiar por su cha.

Siguió con su mente el flujo de aire que se introducía por sus fosas nasales, descendía con su frío lacerante hasta sus pulmones y regresaba cálido y en forma de vaho al exterior. Su cuerpo se relajó. Respiró hondo; esperó a que las palabras de su réplica brotaran espontáneamente y las escuchó con la misma curiosidad que los demás según salían de su boca.

—Llevas puesto algo que pertenece a otro —vociferó Ash, a la vez que dirigía un dedo hacia el collar que colgaba sobre los pechos flácidos del rey.

«Directo al grano —pensó Ash—, Debería haberlo imaginado.»

El objeto prendido del largo cordel era del tamaño y la forma de un huevo cortado por la mitad, de color castaño y arrugado como un avejentado trozo de cuero.

El rey se aferró a él como un niño.

—No te pertenece —insistió Ash—. Además desconoces su función.

El rey se incorporó y el trono de huesos crujió.

Khut —dijo quedamente el monarca.

—Explícamela —tradujo el alhazií.

Ash contempló detenidamente al rey durante cinco segundos, reparando en las escamas de piel sueltas que le salpicaban las espesas cejas y las legañas secas en las comisuras de sus párpados. La tupida cabellera del rey, atiborrada de grasa, parecía una peluca que le caía como una cortina rígida sobre los hombros.

Al cabo, Ash asintió e inició su narración:

—Más allá del Gran Silencio, en el Midéres, en lo que llaman el Corazón del Mundo, hay un lugar al que los hombres y las mujeres pueden acudir en busca de amparo. Una vez allí, con monedas, con un buen número de monedas, compran un sello como ese que llevas puesto para colgárselo al cuello y pasearlo a la vista de todo el mundo. Ese sello, viejo rey, les proporciona protección, y cuando mueren, el sello muere con ellos.

El alhazií tradujo rápidamente la declaración de Ash. El rey escuchaba embelesado.

—Ese sello que llevas colgado pertenecía a Ornar Sar, un mercader, un aventurero. Y ese sello tiene un gemelo que nosotros vigilamos, como vigilamos todos los demás, a la espera de señales de defunción. Ornar Sar emprendió una expedición comercial que lo trajo aquí hace muchas lunas. Sin embargo, en vez de permitirle realizar sus negocios en los asentamientos de tu... reino, juzgaste más oportuno asesinarlo a él y a todos sus hombres y apoderarte de la mercancía que transportaba. Sin embargo, no reparaste en que el sello lo protegía. No sabías que si lo matabas, su sello también moriría, así como su gemelo. Es más... que el gemelo señalaría al asesino.

Ash enderezó las piernas y se levantó del suelo muy despacio y con un dolor atroz en las rodillas y la cadera. Ya de pie frente al rey, continuó:

—Me llamo Ash. Soy un roshun, que en mi lengua significa «helada otoñal», es decir, «lo que se adelanta». Eso significa que vengo de ese lugar que te decía que procura protección y que es hogar de los roshuns: el lugar desde donde se llevan a cabo las vendettas. —Hizo una pausa para que el significado de sus palabras calara en el rey antes de proseguir—: De modo que tienes razón, cerdo gordinflón, he venido para arrebatarte algo. He venido para arrebatarte la vida.

Cuando el sonsonete nervioso de la traducción del alhazií llegó a su fin, el rey soltó un rugido de indignación y de un empujón despidió del trono al improvisado traductor, que cayó rodando por el suelo. Con los ojos echándole chispas, levantó el cráneo que sostenía en la mano y lo arrojó contra el forastero.

Ash se inclinó ligeramente hacia un lado y el cráneo pasó rozándole la cabeza.

¡Ulbaska! —espetó el rey, cuyos voluminosos mofletes se sacudieron al compás de las sílabas.

Los guerreros de la tribu permanecieron inmóviles un instante, temerosos de acercarse a aquel anciano de tez azabache que osaba amenazar a su soberano.

¡Ulbaska neya! —bramó de nuevo el rey, y los guerreros se encaminaron hacia Ash.

El monarca se dejó caer contra el respaldo del trono, respiraba agitadamente y se le hinchaba el ya de por sí abultado pecho, y mientras las puntas de las lanzas aguijoneaban los costados de Ash iba soltando una retahíla de imprecaciones coléricas.

—¿Sabes cómo me convertí en rey? —Desde el suelo, donde yacía despatarrado boca arriba, el alhazií traducía entre jadeos la diatriba del rey, como un reloj que no puede detenerse—. Permanecí encerrado sin víveres en una gruta de hielo durante un dakhusa entero junto con otros cinco hombres. Pasada una luna, cuando el sol regresó y fundió el hielo de la entrada, salí. ¡Solo! —El rey se aporreó el pecho; los golpes sonaban pesados, carnosos, como gemidos animales—. Así que amenázame si así lo deseas, viejo loco del norte —el alhazií copiaba las pausas del monarca y ambos se llenaron de aire los pulmones—. Esta noche sufrirás, sufrirás un martirio, y mañana, cuando me levante, ¡daremos buena cuenta de ti!

Los súbditos del rey asieron con fuerza a Ash con sus manos temblorosas, le arrancaron la ropa interior y lo dejaron completamente desnudo y tiritando de frío.

—Por favor —suplicó el alhazií desde el suelo—. Apiádate de mí, tienes que ayudarme.

El rey hizo un gesto con la cabeza y sus hombres se llevaron al forastero.

Los guerreros atravesaron las colgaduras de la entrada, se detuvieron el tiempo imprescindible para cubrirse los cuerpos con gruesas pieles y luego continuaron por el corredor con Ash a rastras.

En el exterior, la ventisca seguía desgarrando la noche y por un momento Ash sintió que se le iba a parar el corazón por el brusco cambio de temperatura. El gélido vendaval no le daba tregua y sus empellones se sumaban a los de los soldados. El viento aullaba llevándose el calor de su cuerpo mientras la nieve le golpeaba como si lo flagelara con azotes llameantes. El dolor atenazaba hasta los huesos, hasta los órganos internos y el corazón, que le aporreaba el pecho latiendo incrédulo. En esas circunstancias, podía morir en cualquier momento.

Los soldados, con el semblante adusto, tiraron de él por la nieve en dirección al círculo de casuchas de hielo más cercano. El más alto se adelantó y se agachó para entrar en una de las chozas mientras el resto se detenía y aguardaba de pie, con las lanzas caladas en dirección a Ash, listas para clavárselas si era necesario.

Ash pisoteaba la nieve con saltitos y se envolvía impotente el cuerpo con los brazos; giraba lentamente para alternar los lados de su cuerpo que recibían los envites del viento. Los hombres que lo rodeaban reían.

De la entrada de la choza de hielo emergió una pareja cargada con las pieles que utilizaban para dormir recogidas en unos fardos, y lanzaron una mirada furiosa y llena de resentimiento a los soldados, aunque no abrieron la boca y enfilaron a trompicones hacia una vivienda vecina. A continuación salió el soldado alto, arrastrando las pieles que habían estado extendidas en el suelo de la casucha y arrancó las colgaduras que protegían la entrada en forma de túnel.

¡Huhn! —gruñó el líder de la cuadrilla, y los guerreros arrojaron a Ash dentro de la vivienda.

El interior estaba oscuro como un pozo, y silencioso, pero en comparación con el exterior la temperatura era agradable. Sin embargo, completamente desnudo, el frío no tardaría en causar estragos en su organismo.

Fuera, los soldados de la tribu sellaron la entrada con bloques de hielo. Ash oyó cómo salpicaban el hielo con agua y esperó inmóvil hasta que terminaron su labor. Estaba atrapado. Golpeó la pared de la choza con el borde exterior del pie, pero era como dar patadas a una piedra. Suspiró. Se balanceó un instante y a punto estuvo de desmayarse; en ese momento sintió el peso aplastante de la edad, de sus sesenta y dos años. Se dejó caer de rodillas sobre el suelo pétreo ignorando el frío que le abrasaba las pantorrillas al contacto con el hielo, y tuvo que hacer uso de toda su fuerza de voluntad para no tenderse en el suelo, cerrar los ojos y simplemente echarse a dormir. En aquellas condiciones dormir significaba morir.

Hacía frío. Tanto frío que si seguía temblando de aquella manera, no tardaría en descoyuntarse. Se echó el aliento en el cuenco formado por las manos, las frotó enérgicamente hasta que le escocieron y se dio palmaditas por todo el cuerpo. Eso lo espabiló un poco, así que repitió el mismo gesto en la cara. Empezó a sentirse mejor.

Se dio cuenta de que tenía un corte en la cabeza y apretó una bola de nieve contra la herida hasta cortar la hemorragia. Transcurrido un tiempo, sus ojos se hicieron a la oscuridad. El brillo que fueron adquiriendo las paredes parecía el reflejo de una luz tenue y blanquecina.

Ash suspiró con resolución. Enlazó las manos, cerró la boca en un intento de detener el rechinamiento de sus dientes y recitó un mantra para sus adentros.

Enseguida brotó en su pecho un foco de calor que fue extendiéndose progresivamente por sus extremidades y los dedos de sus manos y pies. De su piel erizada empezó a emanar vapor y las convulsiones se mitigaron.

El viento le hacía llegar su lamento por un pequeño respiradero abierto en el techo abovedado, arrastrando consigo algún que otro copo de nieve.

Imaginó que había montado su robusta tienda de lona y que ahora estaba acurrucado en su interior, cobijado del viento y calentándose con la pequeña estufa de cobre de aceite. El caldo humeante borbotaba con alegría a fuego lento. La atmósfera era húmeda y en el aire pesaba el hedor de la ropa empapada del hielo fundido mezclado con el agradable aroma del caldo. En el exterior, los perros gemían y se encogían para protegerse de la ventisca.

Osho estaba en la tienda con él.

—Tienes mal aspecto —le dijo su viejo maestro en honshu, su lengua materna. Tenía el rostro marchito, le miraba con preocupación, con las arrugas tan marcadas como las del propio Ash.

Ash asintió.

—Creo que estoy a punto de morir.

—¿Y te sorprende? ¿A tus años? ¿De verdad te sorprende todo esto?

—No —reconoció Ash, aunque la reprimenda de su maestro le hizo dudar por un momento de su edad real.

—¿Caldo? —le ofreció Ash, llenando una taza. Pero Osho lo rechazó, alzando un dedo solitario.

Ash bebió, sorbiendo ruidosamente. Sintió el cosquilleo del líquido caliente y vigorizador deslizándose hasta su estómago. Desde algún lugar indeterminado llegó un gemido de nostalgia.

—¿Cómo está tu cabeza? ¿Te duele?

—Un poco. Presiento que voy a sufrir otro ataque.

—Ya te advertí que sería así, ¿no es cierto?

—Todavía no estoy muerto.

Osho arrugó el ceño, se frotó las manos y se las calentó con el aliento.

—Ash, algún día comprenderás que había llegado el momento.

Las llamas de la estufa de aceite crepitaron en respuesta al suspiro de Ash, que paseó la vista en derredor, por las puertas de lona que crujían en la entrada y por las volutas de vapor que emanaban del caldo. Su espada descansaba apoyada de pie sobre la mochila de piel, como si estuviera señalando una tumba.

—Este trabajo... es todo lo que me queda. ¿También vas a quitármelo?

—Te lo quita tu salud, no yo. Ash, aunque sobrevivieras a esta noche, ¿cuánto tiempo crees que te quedaría?

—No me acostaré a esperar el final de brazos cruzados.

—No estoy pidiéndote eso. Pero deberías estar aquí, con la orden, con tus hermanos. Te mereces un descanso y toda la paz de la que puedas disfrutar mientras te sea posible.

—No —replicó Ash acaloradamente. Se volvió y clavó la mirada en las llamas—. Mi padre siguió ese camino cuando su estado empeoró. Se abandonó al lamento cuando quedó ciego y permaneció en cama lloriqueando y aguardando la muerte. Eso lo convirtió en un fantasma. No. No desperdiciaré así el tiempo que me queda, por poco que sea. Moriré en pie, luchando.

Osho hizo un ademán desdeñoso con la mano.

—Aun así no estás en forma para este cometido. Sufres ataques cada vez más agudos y llevas días prácticamente ciego, por no hablar ya de tus dificultades para moverte. ¿Cómo esperas continuar en estas condiciones? ¿Cómo esperas cumplir la vendetta? No. No puedo permitirlo.

—¡Tienes que hacerlo! —espetó Ash.

Osho, prior de la orden de los roshuns, parpadeó desde el otro lado de los confines hundidos de la tienda, pero permaneció en silencio.

Ash inclinó la cabeza y respiró hondo, recomponiéndose.

—Osho, hace media vida que nos conocemos —repuso Ash con voz queda, como ofreciendo sus palabras en sacrificio ante un altar—. Somos más que amigos. Nuestro vínculo es más estrecho que el que pueda existir entre un padre y un hijo o entre dos hermanos. Escúchame. Necesito hacerlo.

Sus miradas se fundieron: Osho y él, rodeados por la lona de la tienda y el viento y un millar de laqs de páramo helado; allí, en aquella cálida celda imaginaria, tan pequeña que compartían el aire que respiraban.

—De acuerdo —masculló al cabo Osho.

Ash se revolvió sorprendido. Abrió la boca para darle las gracias, pero Osho alzó una mano para interrumpirlo.

—Con una condición, en todo punto innegociable.

—Continúa.

—Tomarás un aprendiz a tu cargo.

Una ráfaga de viento empujó la lona de la tienda contra la espalda de Ash, que se puso rígido.

—¿Estás pidiéndome que instruya a un aprendiz?

—Sí —respondió con sequedad Osho—, Del mismo modo que tú me has pedido que te permita continuar. Ash, eres nuestro mejor hombre, mejor de lo que nunca fui yo. Sin embargo, siempre te has negado a aleccionar a un aprendiz, a transmitirle tus habilidades, tu destreza.

—Sabes que siempre he tenido mis razones para que fuera así.

—¡Claro que lo sé! Te conozco mejor que nadie. Yo estaba allí, ¿lo has olvidado? Pero no fuiste el único que aquel día perdió a un hijo en el campo de batalla... o a un hermano, o a un padre.

Ash agachó la cabeza.

—No.

—Entonces lo harás, si es que quieres salir de ésta con vida.

Ash todavía no se sentía capaz de mirar a la cara a Osho, de modo que en sus ojos seguían reverberando las llamas dispersas de la estufa de aceite. Aquel anciano lo conocía muy bien; era como estar frente a un espejo, una superficie viva que reflejaba todo lo que él no quería ver de sí mismo.

—¿Prefieres morir aquí, solo, en este páramo perdido en los confines del mundo? —El silencio de Ash fue suficiente respuesta—. Entonces acepta mi oferta. Te prometo que en ese caso saldrás de ésta y volverás a ver tu hogar... y una vez que regreses, te permitiré continuar con tu trabajo, al menos mientras instruyes a un aprendiz.

—¿Estás ofreciéndome un trato?

—Sí —respondió Osho con firmeza.

—Pero no eres real. Perdí esta tienda hace dos días... y ni siquiera viajabas conmigo cuando ocurrió. Eres una ilusión. Una evocación. Tu palabra carece de valor.

—Y sin embargo, todo lo que te he dicho es cierto. ¿O acaso lo dudas?

Ash contempló la taza vacía. El calor del cilindro metálico se había desvanecido llevándose consigo el calor de sus manos.

Hacía mucho tiempo que había aceptado su enfermedad y su inevitable desenlace, del mismo modo que aceptaba el final de las vidas que había arrebatado en el cumplimiento de su deber: con una especie de sentimiento fatalista. Quizá ese carácter melancólico se debía a su creencia de que la vida era en esencia agridulce, sin un sentido distinto del que se le atribuyera en cada ocasión: violento o pacífico, benévolo o maléfico... en fin, según las decisiones que se fueran tomando. Pero nada más; sin duda nada fundamental en un universo sustancialmente neutro que sólo busca el equilibrio al tiempo que se expande de una manera infinita y eterna de acuerdo con los principios de Dao. Estaba muriéndose, eso era todo; no había que buscar a ese hecho un significado oculto.

Sin embargo, no deseaba acabar sus días en aquella llanura desolada. Quería volver a ver el sol con sus propios ojos y con la boca abierta para saborear el jugo de sus rayos cálidos; antes quería aspirar los aromas acres de la vida, sentir los brotes de hierba bajo las plantas de los pies y oír el murmullo del agua fluyendo entre las rocas. Y en ese anhelo, en ese sueño fantasioso, Osho no era más que otra creación del mismo deseo; por lo menos Ash no se atrevía a albergar la esperanza de que pudiera ser otra cosa.

—Claro que lo dudo —respondió, alzando la cabeza. Pero Osho ya había desaparecido.

Sintió un malestar pesado y prolongado que le produjo náuseas y un mareo que le nubló la vista, el dolor se ensañaba cruelmente con sus sienes.

Su delirio remitió.

Entrecerró los ojos, envuelto por la penumbra de la choza de hielo. Su cuerpo desnudo de nuevo empezó a temblar y a sufrir convulsiones; de sus cejas colgaban carámbanos diminutos. Estaba a un paso de quedarse dormido.

Por el respiradero del techo no entraba ningún ruido. La tormenta había amainado por fin. Ash inclinó la cabeza a un lado para oír mejor. Sonó el ladrido de un perro, seguido inmediatamente por unos cuantos más.

Suspiró, dejando salir todo el aire de los pulmones.

«Un último esfuerzo», se dijo.

El anciano roshun se levantó haciendo un esfuerzo descomunal. Tenía los músculos doloridos y la cabeza a punto de estallarle, pero por el momento no podía hacer nada para aliviarlo, pues le habían quitado el morral donde guardaba las hojas de stevia junto con todo lo demás. No importaba, todavía no era nada serio. Nada que ver con los ataques que había sufrido durante su largo viaje a las tierras meridionales y que lo habían confinado en la cama desesperado de dolor durante días y días.

Pataleó en el suelo y se dio unos cachetes por el cuerpo hasta que recuperó la sensibilidad. Respiró repetidamente de manera breve y profunda, renovando las fuerzas cada vez que inspiraba y expulsando cansancio e incertidumbre en cada bocanada de aire que soltaba.

Se calentó las palmas de las manos con el aliento, dio dos palmadas y pegó un salto. Deslizó una mano por el hueco del respiradero y se colgó de él, con las piernas suspendidas en el aire. Con la otra mano empezó a golpear el hielo del borde del orificio, acompañando cada acometida con un «¡ahg!» más cercano a un jadeo que a una palabra inteligible. Cada puñetazo le enviaba por el brazo una insoportable punzada de dolor.

Minutos después, el hielo seguía intacto, y Ash volvió a tener la sensación de estar aporreando inútilmente una piedra.

No, así no llegaría a ningún lado. Entonces se imaginó que estaba golpeando la capa de hielo de la superficie de un estanque, lo suficientemente delgada como para resquebrajarse. Resollaba trabajosamente por la nariz y empezaba a marearse, lo que mermaba notablemente su capacidad de concentración.

Por fin se desprendió una esquirla de hielo y se dejó embargar por aquel momento triunfal sin cejar en su empeño. Fueron soltándose más fragmentos hasta que una lluvia de escarcha se precipitó sobre su rostro. Se frotó los ojos cerrados para limpiarse el sudor y descubrió en la mano algo más que sudor: el color oscuro de la sangre. Las gotitas carmesíes le rociaban la frente o caían al suelo, donde se congelaban antes de filtrarse en el hielo.

Jadeaba con dificultad cuando consiguió abrir un agujero que le permitió contemplar un fragmento del firmamento nocturno. Se tomó un respiro y permaneció colgado sin más, recobrando el aliento. El momento se alargaba y tuvo que azuzar su fuerza de voluntad para recuperar el ánimo. Con un esforzado gruñido trepó a través del hueco, rasguñándose el cuerpo desnudo a su paso por el borde de hielo.

En el asentamiento reinaba la calma. El cielo era un campo azabache salpicado de estrellas diminutas y exangües como diamantes. Ash se deslizó hasta el suelo y se agachó con las rodillas hundidas en la nieve, sin volver la vista al reguero de sangre que surcaba el techo abovedado de la casucha de hielo a su espalda.

Sacudió la cabeza para despejarse y trató de orientarse. A su alrededor se extendía un mar de chozas de hielo semienterradas en las montañas de nieve acumulada tras las ventiscas.

Había movimiento en los pequeños montículos que los perros habían elegido para pasar la noche. A lo lejos se divisaba un grupo de hombres preparando un tiro de trineo para la cacería matutina, ajenos a la figura que los observaba amparado en la oscuridad.

Ash caminó agachado hacia la fortaleza de hielo; bajo las plantas de sus pies descalzos crujía la capa de nieve virgen. La edificación se recortaba cada vez más imponente contra el cielo estrellado según se aproximaba.

No aminoró el paso y continuó a la carrera por el túnel de la entrada, apartó de un manotazo las colgaduras y enfiló por el pasillo. Pilló por sorpresa a los dos centinelas que hacían guardia junto a un brasero encendido. El espacio era reducido, lo que dificultaba los movimientos. Ash arremetió con su frente contra el rostro de uno de los guerreros y éste cayó desplomado, inconsciente y con la nariz rota. El choque dejó a Ash dolorido, circunstancia que a punto estuvo de aprovechar el otro centinela para alcanzarle con su lanza, pero Ash se agachó a tiempo y notó en el hombro la caricia de la punta de hueso del arma. Gruñó entre dientes y sonó el chasquido del choque de los cuerpos cuando lanzó un rodillazo contra la entrepierna de su oponente y le estampó los nudillos en la garganta.

Pasó por encima de los cuerpos de los centinelas, que yacían boca abajo, y se aventuró en el interior de la fortaleza con los ojos entornados.

Se hallaba en un pasaje estrecho que desembocaba en el salón principal con la entrada tapada con pieles. Al otro lado de las colgaduras reinaba un silencio absoluto. Pero no, no era exactamente así, pues hasta sus oídos llegaban ronquidos.

«Mi hoja», pensó Ash.

Echó un vistazo fugaz a otra puerta en arco que conducía a una pequeña sala atiborrada de humo, iluminada únicamente por un pequeño brasero colocado en un rincón y en el que unos rescoldos grasientos emitían una luz roja que apenas alumbraba en un radio de un par de metros, dejando todo lo demás en una oscuridad total.

Junto al brasero atisbo un camastro donde dormían con los cuerpos pegados un hombre y una mujer. La figura de Ash parecía una sombra avanzando sigilosamente hacia la pared opuesta, donde habían abandonado su equipo y donde todavía continuaba.

Hurgó entre sus pieles hasta que sus manos dieron con el morral que contenía las hojas de stevia. Extrajo una hoja marrón, aunque rápidamente cambió de idea y sacó dos más, y se las colocó en la pared interior de la boca, entre los dientes y la mejilla.

Se dejó caer contra la pared un instante, mientras masticaba y tragaba las hojas de sabor amargo. El dolor de cabeza se mitigó.

Ignoró sus viejas pieles y fue directo hacia su hoja, cuyo acero refulgió al extraerla de la funda. La pareja continuaba dormida en el camastro, ajena a lo que ocurría, mientras él volvía sobre sus pasos y enfilaba al salón principal.

La luz que se colaba por debajo de las colgaduras le bañaba los dedos de los pies. Llenó los pulmones de aire y cruzó la cortina de pieles espirando por la nariz, todavía con el cuerpo desnudo, como el acero que aferraba a la altura de la cintura.

El rey se había quedado dormido repantigado en el trono, en el otro extremo del salón. Sus hombres, algunos emparejados con mujeres, yacían hechos un amasijo sobre el suelo a los pies de su soberano. A un lado de la entrada había un centinela amodorrado apoyado sobre su lanza.

Los temblores de Ash se habían aplacado. Ahora se encontraba en su elemento y el frío se había convertido en algo así como una capa que le caía sobre los hombros. El temor había desaparecido: el miedo era un recuerdo antiguo, tan antiguo como su espada. Sus sentidos se aguzaron justo en ese instante previo a la acometida. Reparó en un carámbano que colgaba del techo altísimo encima del brasero; cada vez que se precipitaba una gotita de agua sobre las llamas de abajo sonaba un tenue siseo. Ash advirtió el penetrante hedor a pescado, a transpiración, a grasa quemada y a algo más, un olor casi agradable que hizo que le sonaran las tripas. Sintió cómo se le tensaban los músculos ante la expectativa creciente de que algo estaba a punto de suceder.

El movimiento no pasó desapercibido a los ojos del centinela, que se despabiló y tuvo tiempo de levantar la mirada para ver cómo Ash se abalanzaba sobre él con el rostro ensangrentado y mostrándole los dientes apretados. La hoja voló hacia el guerrero abriendo un surco circular en el humo que flotaba en el aire antes de toparse con la efímera resistencia del pecho del centinela, quien cayó desplomado mascullando un grito ahogado que, sin embargo, fue suficiente para despertar a los demás.

Los nativos tomaron las lanzas, se levantaron precipitadamente y, sin que mediara orden alguna, arremetieron contra el forastero desde todas las direcciones.

Ash los dispersó como si fueran una pandilla de críos. No precisaba más que un golpe para acabar con cada uno de los guerreros que se cruzaba a su paso. Actuaba como un autómata. Guardaba silencio en medio de la algarabía general y sus movimientos obedecían a un instinto que había sido entrenado para avanzar, avanzar y avanzar. Sus tajos, sus acometidas y sus fintas se sucedían con naturalidad coordinados con sus pasos.

Ash alcanzó el trono antes de que el último individuo de la tribu cayera. A su espalda flotaba la neblina formada por el humo que emanaba de la alfombra de cuerpos moribundos.

El rey continuaba sentado, temblando de ira y aferrando los brazos de su trono de huesos como si tratara de levantarse. Estaba borracho y su aliento apestaba a alcohol. Respiraba agitadamente, como si le faltara el aire, y un hilo de baba le resbalaba por los labios mientras contemplaba con los ojos entornados al roshun plantado frente a él.

«Parece un niño enrabietado», pensó Ash antes de desterrar esa idea de la cabeza. Sacudió la sangre de la hoja y sostuvo la barbilla del rey con la punta de su espada. La respiración del monarca se aceleró notablemente.

¡Hut! —espetó Ash, mientras empujaba hacia arriba el acero hasta que rasgó la piel del rey, obligándolo a levantar la cabeza para que se enderezara la línea imaginaria que unía sus miradas.

El rey bajó la vista hacia la hoja apoyada en su garganta. Un reguero de su sangre se deslizó por la estría del acero sin hallar resistencia, como el agua que se escurre por una lona ungida con aceite. Levantó de nuevo la mirada hacia Ash y le tembló el párpado inferior izquierdo.

¡Akuzhka! —espetó el rey.

La hoja le perforó abruptamente el cerebro y en un abrir y cerrar de ojos su mirada de odio se tornó en una mirada sin vida.

Ash se enderezó, resollando laboriosamente. De repente, el contenido de la vejiga del rey empezó a regar el suelo y alrededor del trono se levantó una nube de vapor.

El roshun recuperó el sello del cuello del monarca y se lo colgó. En el último momento cerró los ojos de su rival. A continuación se acercó al arcón de madera junto a la pared, lo abrió y tiró del cuerpo del alhazií enroscado en su interior.

—¿Ya ha acabado todo? —inquirió el cautivo con voz ronca, aferrándose al forastero como si ya nunca fuera a soltarlo.

—Sí —respondió escuetamente Ash.

Y abandonaron la fortaleza.