Capítulo 23

Atrapados

En Cheem el sol desaparecía rápidamente tras las montañas. A última hora de la tarde, las sombras que proyectaban las cumbres se fundían para componer una avanzadilla lúgubre del crepúsculo.

La columna de comandos montó el campamento junto a un arroyo de aguas cristalinas. Habían marchado durante buena parte del día, sobre todo a pie, pues habían dejado los zels junto con un puñado de hombres en las estribaciones de la costa. Las mulas que habían comprado en Puerto Cheem con dinero imperial eran unos animales más adecuados para moverse por las montañas que los purasangres que habían dejado atrás, y ellas acarreaban los elementos más pesados del equipo. Ahora los hombres las descargaban. Gran parte de la carga correspondía a las provisiones y a pequeñas piezas de artillería que llevaban con disimulo. Cuando era necesario transmitir órdenes, los oficiales —que sólo se distinguían del resto de la tropa por la insignia tatuada en las sienes— se limitaban a hacer gestos con las manos sin pronunciar una palabra.

Los purdahs fueron llegando uno a uno hasta que estuvieron todos de vuelta. Los purdahs constituían el cuerpo de exploradores de élite del ejército imperial y recibían su nombre por sus capas con capucha, con profusión de colores y cubiertas de manojos de hierba y follaje. Cada uno iba acompañado por un enorme perro lobo adiestrado desde cría para ese cometido. Los purdahs informaron de que los alrededores estaban despejados.

Aun así se emplazó un cordón doble de centinelas en torno al campamento, y hacían guardia ocultos en sus escondrijos improvisados. No se encendieron hogueras. Las tiendas de los hombres consistían en unas meras sábanas de lona moteada sostenidas por palos, de las dimensiones imprescindibles para que un soldado accediera a su interior a gatas y no se mojara en el caso de que lloviera.

Los comandos trabajaban con soltura y sin apenas supervisión de sus superiores. El coronel los contempló unos instantes desde el centro del campamento, mascando una bola de hojas de grindelia. Luego soltó un gruñido de satisfacción y dejó que sus soldados continuaran con su tarea mientras él enfilaba hacia el borde del campamento, en dirección a la figura arrodillada del diplomático.

—¿De modo que es esto? —inquirió con su voz áspera, arrodillándose junto al arbusto con bayas que el joven estaba examinando detenidamente.

Ché no desvió un ápice su mirada intensa del arbusto. Iba ataviado únicamente con un coselete de cuero y una pesada capa de lana cenicienta.

—En efecto —respondió, ciñéndose la capa alrededor del cuerpo.

El coronel Cassus se acercó una baya al rostro sin arrancarla de la rama.

—Es increíble. Parecen calaveras pintadas —comentó el oficial respecto a las manchitas blancas en la superficie del fruto—. Yo no quisiera me atrevería a meterme esto en la boca.

—No me lo como. Tengo que prepararlo correctamente y aplicarme el jugo en la frente.

El coronel sostuvo la baya entre los dedos durante unos segundos y luego la soltó. El arbusto se agitó. Cassus se levantó y contempló al hombre agachado a su lado. Ché no levantó la mirada.

—¿Cuándo lo harás?

Un gesto apenas perceptible torció fugazmente el rostro del joven, que recuperó su expresión previa antes de que Cassus tuviera tiempo para interpretarlo. El oficial se preguntó de nuevo qué sería lo que inquietaba tanto al diplomático. Le gustaba considerarse un hombre perspicaz y sabía que a su guía le atormentaba algo; lo atenazaba una inquietud que no hacía más que crecer según se acercaban a su objetivo. «Preferiría no estar aquí haciendo esto», solía pensar Cassus.

—Mañana por la mañana —anunció Ché—. Hasta entonces los hombres necesitan descansar. No hay modo de predecir la velocidad ni la ruta de mi viaje.

—¿De verdad estarás delirando todo el tiempo?

Los labios de Ché se separaron dejando al descubierto sus dientes.

—Totalmente fuera de mí.

Al coronel no le hacía ninguna gracia eso y así se lo dijo. Pero ya se había quejado anteriormente de ese aspecto de la misión y el diplomático no podía hacer más de lo que ya había hecho por tranquilizarlo. Ché se mantuvo mudo: no era problema suyo.

Cassus se volvió y recorrió el campamento con la mirada. Los hombres casi habían terminado de montarlo y ya había algunos acuclillados junto a sus cobertizos, preparados para hincarle el diente a sus raciones de comida seca o charlar tranquilamente con sus camaradas. Había otros que se habían desnudado para darse un chapuzón en el arroyo.

De Q'os había zarpado un regimiento formado por ochenta y dos hombres: el coronel y ocho escuadras de diez unidades, una compañía al completo; y se les había sumado el extraño diplomático que les habían enviado desde el Alto Mando. Dos hombres habían caído enfermos durante la travesía y no habían desembarcado, otros dos habían quedado encargados de los zels y uno más se había torcido un tobillo durante la caminata por las montañas. El número total de bajas era inferior a las expectativas iniciales del coronel, de modo que le quedaban setenta y siete hombres: cerca de cuatro secciones.

Sin embargo, Cassus estaba intranquilo. Se sentía así desde antes incluso de que aquella misión preparada precipitadamente se pusiera en marcha. Se enfrentaban a no menos de medio centenar de roshuns, según les había informado el diplomático que llevaban como guía. Cincuenta roshuns que lucharían para defender sus vidas y su hogar en su propio terreno. Tal vez sus comandos fueran la fuerza de élite del ejército imperial, no obstante, seguía sin gustarle cómo se repartían las apuestas entre ambos bandos.

Todavía no entendía por qué la matriarca no había querido enviar un batallón del ejército para apoyar a sus hombres. Una misión como ésa debía acometerse sin prisas y con un ejército más numeroso e intimidatorio. Supuso que los reyes mendicantes de Puerto Cheem habrían obstaculizado el desembarco de un despliegue de ese tamaño y ni por todo el oro del mundo habrían dado su brazo a torcer.

Además, quizá los rumores que corrían por Q'os eran ciertos y en la capital estaba cociéndose algo. Estaban rearmándose compañías con los restos de otras y hasta Q'os habían llegado tropas emplazadas en los puestos avanzados más pacíficos. Los propagadores de rumores sólo daban una explicación a los acontecimientos y Cassus consideraba que no andaban desencaminados. Él ya había participado en más de una invasión.

Ché dio por finalizado el escrutinio del arbusto, se puso en pie y miró a los ojos al coronel. De nuevo, Cassus notó que se ponía rígido con la mirada fría y vacía del joven diplomático.

—Así pues, mañana por la mañana —afirmó el coronel, hablando con la bola de hojas de grindelia en la boca.

Ché asintió con la cabeza y se alejó.

Cassus se quedó mirando al joven mientras éste montaba su cobertizo aislado de los demás y arrojaba al interior su mochila. Luego Ché se sentó de cara al crepúsculo, a la puerta de su rudimentario refugio, con las piernas cruzadas, las manos entrelazadas y los ojos cerrados. Parecía uno de esos monjes locos de Dao.

Unos cuantos soldados repararon en los ejercicios que realizaba, como ya había ocurrido a bordo del barco; se dieron codazos para llamarse la atención unos a otros y lo miraron con socarronería.

«Un tipo peligroso —concluyó Cassus—, No me gustaría cruzármelo en mi camino. —Se dio la vuelta lanzando un escupitajo a la hierba—. Bueno, dentro de nada tendremos que enfrentarnos a cincuenta como él.»

Se llenó los pulmones con el aire fresco de la montaña mientras examinaba los picos nevados que se levantaban alrededor del campamento. Sabía que los roshuns estaban en algún lugar de aquellas montañas, escondidos tras los muros de su monasterio en un valle perdido de las cumbres.

«El efecto sorpresa es crucial —dijo para sus adentros, otra vez dándole vueltas a las características de la misión—. Todo se reducirá a que los pillemos por sorpresa.»

Nico despertó sobresaltado.

Las sombras oscilaban en el cuartucho a la luz de la lámpara de gas. Ash continuaba sentado en el suelo, todavía inmerso en una profunda meditación y con los ojos fijos en el mismo lugar indeterminado de la puerta. Nico se frotó los ojos exhaustos. No tenía forma de averiguar el tiempo que había dormido. ¿Una hora, tal vez?

Se oyó un grito en el pasillo del otro lado de la puerta. Alguien protestaba profiriendo chillidos sin sentido como un borracho.

Ésa fue la única voz de alarma que los alertó.

La puerta se abrió violentamente hacia dentro y se estrelló contra la pared. El golpe provocó una lluvia de fragmentos de yeso. Nico reaccionó a la repentina irrupción encogiendo el cuerpo. Abrió la boca, quizá para gritar, o quizá sólo para resollar. Sin embargo, vivió una experiencia de lo más insólita: el tiempo se ralentizó para él justo en el filo de ese instante inicial.

Con el rabillo del ojo vio que Ash alargaba la mano hacia la espada que esperaba hallar a su lado, pero Nico sabía que sólo encontraría la nada, ya que el acero estaba escondido envuelto en un fardo de lona bajo la cama, donde su maestro la había colocado nada más regresar a la habitación. En el vano de la puerta vio la masa blanca de los acólitos que se precipitaban al unísono al interior del cuarto. Sus túnicas parecían fluctuar a una velocidad inusitadamente lenta. Como en un cuadro, los pliegues de la tela parecían adquirir profundidad sobre el plano con sus sombras y sus reflejos, y los extraños dibujos bordados con seda hacían visos con la luz. Atisbo la larga hoja desnuda que blandía el cabecilla del grupo como si fuera una extensión de su brazo. Un brillo aceitoso recorría el acero, azul marino, amarillo como el cereal, marrón como el fango; la llama de la lámpara de gas destelló cerca de la empuñadura como un sol en miniatura. Nico vio la máscara del soldado y sus numerosas rendijas sumidas en la oscuridad salvo las ranuras que mostraban la blancura de las escleróticas de sus ojos, ahora clavados en el viejo extranjero de tierras remotas sentado en el suelo, a quien habían sorprendido desprevenido y desarmado.

Y de pronto, el tiempo recuperó su velocidad normal y alrededor de Nico reinaba el caos y un ruido estridente que le asaltaba los oídos y le inhibía los sentidos, y se dio cuenta de que era Ash quien había chillado y que, todavía postrado en el suelo, hacía lo único que podía hacer mientras el cabecilla acólito lo embestía con su espada: gritar.

Era un grito primitivo, distinto a todo lo que Nico había oído antes y a todo lo que creía posible que pudiera emitir una garganta humana. Era tan agudo y brotaba dirigido por una fuerza tan imponente, que el acólito se detuvo atónito por un momento y dejó caer la espada como si de pronto le quemara en la mano.

Ash no necesitó más que ese instante para levantarse de un salto y agarrar el único mueble que no estaba fijado a la pared o al suelo del cuchitril: una silla que estampó con todas sus fuerzas en el rostro del soldado. Los huesos faciales del acólito crujieron bajo su máscara y el soldado se tambaleó hacia atrás y se estrelló contra el resto de los acólitos que pretendían entrar en la habitación. El maestro lo embistió y alejó de la puerta a la masa blanca de soldados aprovechando el empuje del cabecilla. De alguna manera consiguió cerrar la puerta pese a la presión que ejercían los acólitos y apretó la espalda contra ella para bloquearla.

—Nico —dijo Ash con una serenidad que más que tranquilizar a Nico lo espantó—, tírame una moneda, muchacho, rápido. —Hizo un gesto hacia la pila, que quedaba fuera de su alcance, donde amontonaban las monedas para cuando necesitaran alimentar las diversas ranuras de la habitación.

Nico bajó de la cama mientras Ash se afanaba con la puerta, que vibraba con violencia y amenazaba con venirse abajo en cualquier momento.

—¡Corre! —siseó Ash.

Nico llegó al lavabo y buscó a tientas una moneda. No encontró nada y de pronto lo horrorizó la posibilidad de haber utilizado la última... pero no, sus dedos tuvieron éxito donde sus ojos habían fracasado; agarró la moneda y se la lanzó a su maestro.

Ash la agarró con una mano, la hizo rodar entre los dedos y la introdujo por la ranura que había en el marco. Giró la llave y sólo se permitió un ligero relajamiento de los músculos cuando la cerradura hizo clic. El aporreamiento del otro lado contra la madera trémula era constante y Ash siguió ejerciendo presión contra la puerta con una desconfianza evidente en la resistencia de la cerradura.

Nico dio un paso hacia su maestro, pero de pronto giró y dio otro paso hacia la ventana cerrada. Se detuvo frente a ella, paralizado por su indecisión.

Ash lo miró con el ceño fruncido justo cuando la hoja de un hacha atravesaba la puerta junto a su cabeza y hacía saltar un puñado de astillas fulgurantes.

—¡La ventana, muchacho! ¡La ventana!

Nico no precisó que se lo repitiera, no tenían otra vía de escapatoria. Se apresuró a empujar los postigos... con el pequeño detalle de que no se abrieron y se negaban a dejarse mover por sus manos. Hacía falta otra moneda.

Nico maldecía mientras rebuscaba en la pila, pues ahora estaba seguro de que las habían gastado todas. Se volvió hacia Ash con la desesperación en los ojos, retorciéndose las manos, demasiado asustado como para pensar con claridad.

—¡El monedero!—le gritó Ash—. ¡Allí, en la cama!

Nico hurgó en el monedero abierto y en efecto encontró una moneda de cuarto mezclada entre las demás. La llevó hasta la ranura y trató de introducirla con sus dedos temblorosos, pero se le resbaló de la mano y tuvo que perseguirla en la carrera que emprendió rodando por el suelo hasta los pies de Ash.

El maestro le gritó algo que no entendió. Nico recogió el cuarto y regresó junto al marco de la ventana. Esta vez tuvo mejor puntería y la moneda desapareció repicando por el conducto. Nico forcejeó con los postigos para abrirlos y aspiró una vigorosa bocanada de aire. Fuera estaba oscuro y flotaba una densa niebla. Nico asomó la cabeza para examinar el callejón que se extendía unas cuantas plantas por debajo de su habitación. No encontraba el medio para bajar, no había escalera de incendios ni pasaban caños de desagüe cerca.

—¡Estamos atrapados! —gritó y metió la cabeza en el cuarto en el mismo momento que algo hacía añicos el marco de la ventana. Se quedó mirando el astil quebrado de una flecha de ballesta que caía repiqueteando del alféizar. Estaban disparándole desde el tejado del edificio de enfrente.

Nico se alejó de la ventana.

Ash estaba gritando algo sobre saltar a la ventana del otro edificio. La ventana en cuestión estaba cerrada... y del edificio los separaban más de dos metros. Nico sabía que él nunca se habría planteado la posibilidad de ese salto.

—¡Nico! —rugió su maestro, y cuando el aprendiz se volvió, vio que el hacha seguía resquebrajando la puerta alrededor de Ash.

El muchacho se enderezó y descubrió con sorpresa que tenía la silla aferrada en las manos. Corrió hacia la ventana y arrojó la silla a la oscuridad. La niebla osciló en su estela y la silla se estrelló contra los postigos de la ventana del edificio de delante.

—Abierta —exclamó, acercándose con cautela a la ventana—, ¡Abierta!

Los postigos se habían separado lo justo para que un rostro escudriñara por la rendija abierta, y Nico vio que un hombre lo miraba con los párpados entrecerrados desde el otro lado. Era el mismo tipo que había visto el primer día construyendo cosas con cerillas.

—¡Por favor! —le gritó Nico, que agarró el monedero y lo lanzó al otro lado del callejón. La bolsa se coló por el resquicio entre los postigos y aterrizó en la estancia del desconocido—, ¡Se lo puede quedar!

Los postigos volvieron a cerrarse por completo. Nico estuvo a punto de romper a llorar, aunque en realidad había una parte en su interior que sentía alivio. Otro proyectil de ballesta impactó contra el marco de la ventana, a escasos centímetros de su mano. Nico echó un vistazo al interior de su habitación.

De repente se abrieron los postigos de la ventana de enfrente. El viejo apareció con una sonrisa de oreja a oreja que dejaba al descubierto su boca desdentada y le hizo señas con la mano. Luego se apartó para dejarles sitio.

A Nico se le aflojó el vientre. Rememoró su caída desde el tejado de la taberna en Bar—Khos. Lo que recordaba vívidamente no era la caída en sí, pues todavía permanecía como algo borroso en su memoria, sino el instante previo a la caída, cuando se había deslizado por las tejas y se había quedado suspendido durante una fracción de segundo en el filo del tejado, buscando a tientas un asidero que nunca encontró.

Ahora ya podía ver las máscaras de los acólitos por los boquetes de la puerta, y a Ash, que arriesgaba el cuello en cada acometida del hacha.

—No puedo hacerlo —dijo Nico.

Ash no le respondió enseguida sino que frunció el ceño en un gesto que demostraba una profunda comprensión del ánimo de su aprendiz.

—¡Las espadas! ¡Arrójalas a la otra ventana!

Nico lo miró desconcertado, pero hizo lo que le ordenó. Le dio la espalda, se escabulló bajo la cama en busca de las armas y sacó el fardo de lona en el que estaban envueltas. Regresó a la ventana y las lanzó a la habitación del edificio de enfrente.

No se percató de que Ash se había acercado a él, pues el ruido ensordecedor de los golpes contra la puerta se lo impidió. Así que se llevó una sorpresa mayúscula cuando su maestro se lo llevó a rastras de la ventana en dirección a la puerta, o lo que quedaba de ella; y la sorpresa fue aún mayor cuando lo agarró por los fondillos del pantalón y por el pescuezo, farfulló unas palabras de ánimo en su lengua materna, salió disparado hacia la ventana y arrojó a Nico, que chillaba y agitaba los brazos, hacia el edificio de delante.

El muchacho surcó el aire que mediaba entre las ventanas y por un instante llegó a pensar que lo conseguiría. Pero no fue así. La ventana de enfrente desapareció por encima de su cabeza antes de que la alcanzara, y de repente volvía a hallarse viviendo la pesadilla que representaba su miedo más profundo: una caída libre hacia la muerte.

Esta vez, no obstante, como una bendición, sus manos extendidas se agarraron a algo y consiguió asirse; era el alféizar que sobresalía de la ventana. El cuerpo de Nico se balanceó y se estampó contra el muro, suspendido por las puntas de sus dedos, mientras sus pies descalzos tanteaban la fachada de ladrillo en busca de un punto de apoyo.

Entretanto vio de refilón a Ash, que cubría de un salto por encima de su cabeza el espacio entre las ventanas. La capa de su maestro se agitó y una flecha pasó muy cerca de él justo antes de que Ash entrara de cabeza en la estancia. Al instante siguiente reapareció en el alféizar para ayudar a Nico a trepar y a entrar en la habitación.

Nico se dejó caer jadeando en el suelo. El viejo aficionado a las cerillas le lanzó una mirada obscena, sus encías entrechocaban del entusiasmo. Estaba sentado en la cama, junto a la réplica de una hacienda erigida con cerillas... Ash lo ignoró por completo. Pateó el fardo de lona tirado en el suelo para desenrollarlo y luego se agachó para coger las dos espadas envainadas. Lanzó a Nico su acero mientras éste se levantaba trabajosamente del suelo y ya blandía el suyo cuando el primero de los acólitos aterrizó desde la ventana a su espalda.

Ash empujó a Nico a un lado, se agachó para esquivar una rápida estocada dirigida a su cuello y hundió y extrajo en un abrir y cerrar de ojos su hoja de la barriga del acólito. Se lo quitó de en medio de una patada y arremetió contra otro soldado de túnica blanca que aparecía en ese momento por el alféizar. Este tuvo más fortuna y repelió la hoja de Ash con una mano, lo que obligó al anciano roshun a virar bruscamente para eludir un tajo en el rostro.

Se enzarzaron en un acelerado intercambio de golpes ofensivos y defensivos; las hojas chirriaban y crujían cuando chocaban y Nico y el viejo de las cerillas retrocedían espantados hacia la puerta del pequeño cuarto mientras los contendientes hacían añicos los muebles a su alrededor en su frenético duelo. Curiosamente, la réplica de la hacienda permanecía intacta.

Nico forcejeó con la puerta y logró abrirla. Necesitaba salir de allí.

Apareció a trompicones y con la espada aferrada en la mano en el oscuro pasillo. Ash atravesó caminando de espaldas el vano de la puerta todavía defendiéndose del acólito y chocó con él. Un vistazo rápido al interior de la habitación le reveló que continuaban entrando acólitos por la ventana. El anciano desdentado se había sentado aparte y daba palmas con regocijo.

Nico salió corriendo por el pasillo con Ash pisándole los talones. Un rostro desconcertado en una puerta; otra puerta que se cerraba de un portazo; una escalera que invitaba a subir y a bajar. Nico se lanzó escaleras abajo, salvando los escalones de tres en tres; se agarraba al pasamanos y daba un salto para girar en el aire y pasar de un ramal al siguiente de la escalera, hasta que llegó a la planta baja y ante él apareció la puerta principal del edificio al final de un largo corredor.

Ash lo agarró cuando emprendía su carrera en dirección a la puerta, tiró hacia atrás de él y lo empujó para que echara a correr en el sentido contrario, al tiempo que unos destellos blancos se precipitaban por la escalera que acababan de abandonar.

Entraron en los baños, con lavamanos sucios, tablas para lavar la ropa y un penetrante olor a almidón en el aire. Nico oía el estertor de su garganta al respirar y el chasqueo de las plantas de sus pies descalzos caminando de un lado a otro por el suelo embaldosado. Por un momento sintió euforia: una lámpara de gas en la pared que iluminaba la puerta trasera del edificio. Nico la cruzó y salió a la noche neblinosa... y a un repentino estruendo.

Por todas partes volaban esquirlas de piedra. Nico se quedó paralizado, sin comprender exactamente lo que estaba sucediendo ni por qué retiñía en sus oídos una rápida sucesión de crujidos ensordecedores. Pero entonces se dio cuenta de que era el blanco de un numeroso grupo de tiradores armados de rifles, tantos como nunca antes había visto juntos.

Habría acabado como un colador de no ser porque Ash le hizo la zancadilla para tirarlo desmañadamente al suelo. Maestro y aprendiz huyeron gateando por la densa niebla y se alejaron de la luz que escapaba por el vano de la puerta. La niebla los mantuvo ocultos mientras las balas surcaban el cielo justo encima de sus cogotes. A su espalda, los acólitos que los perseguían prefirieron no exponerse al fuego sostenido de sus colegas y no pasaron de la puerta del edificio. Ash y Nico siguieron arrastrándose por la calle. Nico ni siquiera notaba el dolor del roce de las rodillas y los codos con el suelo duro. Cuando estuvieron lo suficientemente lejos, Ash tiró de su discípulo para levantarlo. A Nico le Saqueaban las piernas y Ash lo sujetó con firmeza por los brazos.

Continuaron a la carrera. No había farolas en los alrededores, pero aun así alguien los avistó y se oyeron gritos e inmediatamente el fragor de la persecución.

Una figura se encaró con ellos, pero se desplomó sin hacer ruido alcanzada por un tajo de la espada de Ash. Nico saltó por encima del cuerpo sin pensárselo dos veces. Aparecieron más figuras y Ash osciló de nuevo su acero sin aminorar el paso en ningún momento. Nico había perdido su espada en algún momento durante la huida, pero no le importaba. Un agente volador pasó sobre sus cabezas, a ras de los tejados; a pesar de su atuendo negro y de la niebla se distinguía su figura sobrevolando en círculos el distrito vecino.

Daba la impresión de que se había acordonado toda la zona y de que cualquier movimiento sería detectado en cuanto tomaran una calle con más luz. Se detuvieron cuando llegaron a un cruce profusamente iluminado en el que tenían que decidir si tomar el camino de la izquierda o de la derecha. Repararon en el ruido de los disparos y volvieron a tirarse al suelo. Comprobaron que las dos calles estaban bloqueadas.

Nico se encogió pegado a un muro con la esperanza de encontrar un hueco donde esconderse, y cada vez que sonaba un disparo sus músculos se contraían seguro de estar a punto de sentir una punzada de dolor. Ash tiró de él con rudeza para devolverlo a la calle y la cruzaron tan rápido y tan agachados como pudieron. Alaridos procedentes de las dos calles transversales revelaban las esporádicas bajas por fuego amigo entre las filas de acólitos.

Frente a ellos se levantaba un edificio achaparrado y más feo que la mayoría de las construcciones de la ciudad. Tenía una entrada sin puerta, negra como la noche. Se deslizaron por ella y emergieron en un lugar hediondo y sin luz. Las chispas y los fragmentos de piedra saltaban de la pared que rodeaba el vano de la entrada.

Se adentraron con paso vacilante en el edificio. En los muros apenas distinguibles se vislumbraban pintadas. Eran unos baños públicos, con una hilera de agujeros que funcionaban como letrinas en una pared.

Ash enfiló a trancos hacia el fondo de la pequeña construcción, donde había una serie de mugrientas ventanas angostas que casi llegaban hasta el techo. Destrozó el cristal de una con la empuñadura de su espada e hizo añicos los bordes puntiagudos que quedaron alrededor del marco.

—Tenemos que separarnos, muchacho. Solo voy más rápido. Tú escóndete y yo los obligaré a seguirme y los alejaré.

Nico se quedó mirándolo.

—¿Que me esconda? ¿Dónde?

Ash paseó la mirada por la hilera de los retretes y el banco de madera que era el asiento común para todos los agujeros, cubierto de unas manchas sospechosas. El anciano roshun tiró de él hasta que logró arrancarlo de los soportes. El hedor que despedía el pozo negro bastaba para revolverle el estómago. Nico hizo arcadas a su lado.

Ash se volvió a él y Nico retrocedió horrorizado al ver la expresión del rostro de su maestro. Sabía lo que le proponía y meneó la cabeza lentamente, con determinación.

—¿Prefieres morir?

—Entonces no me deje solo. ¡Huiremos juntos!

—Estamos atrapados, Nico. Hay que echarle ingenio y encontrar el modo de salir de ésta. Al menos tú. Ahora métete ahí.

—No lo haré.

—Te lo pido por favor, Nico. Escucha. ¡Ya están aquí!

Era cierto. Se oía el estrépito de pisadas procedentes de la calle donde se encontraba al edificio de las letrinas públicas.

—¡Vamos! —bramó Ash, y el cuerpo de Nico, absolutamente en contra de su voluntad, se acercó al pozo negro.

Un fuerte empujón lo arrojó al depósito y Nico aterrizó de espaldas sobre un montículo húmedo y pestilente, de la consistencia del barro y que parecía tirar hacia sí de él. Volvió a sentir náuseas y esta vez acabó vomitando.

—¡Sssht! —le ordenó Ash desde arriba mientras volvía a colocar el banco en su sitio.

Nico se tapó la boca con una mano, haciendo arcadas y temblando en silencio.

—Dirígete a los muelles cuando el camino esté despejado. —Ash le daba las instrucciones por el orificio de un retrete—. Verás la estatua de un general... es imposible no verla. Si salgo de ésta, nos reuniremos allí al amanecer. En el caso de que no aparezca, Nico, márchate de la ciudad. Vuelve a casa con tu madre, disfruta de una larga vida y guarda un buen recuerdo de mí. —El anciano extranjero de tierras remotas le arrojó un monedero lleno de dinero que aterrizó con un tintineo amortiguado en las heces junto a Nico—. Adiós, muchacho.

—¡Maestro Ash! —exclamó Nico.

Pero Ash ya no estaba. Nico oyó cómo se escabullía por la ventana y luego las pisadas que se acumulaban en el suelo de la entrada. Alguien gritó y las pisadas se alejaron en la dirección de la voz.

En el edificio permanecieron algunos soldados. La luz de las linternas fluctuaba a través de los orificios que Nico tenía encima. Pasaron sombras, se oyeron pasos de botas pesadas y el eco cercano de las órdenes bramadas en la estancia hedionda que se extendía justo encima de su cabeza. Nico cerró los ojos y trató de inspirar sin que le sobrevinieran arcadas. Intentó, con toda la fuerza de su voluntad, no pensar en lo que le harían si lo atrapaban.

La luz reverberó directamente en sus párpados, pero cuando reunió el valor necesario para levantar la mirada ya se atenuaba. Sus perseguidores se fueron y el interior de las letrinas públicas quedó sumido en la oscuridad y en el más absoluto silencio.

Nico esperó. Oyó otra descarga lejana de armas de fuego. Un grito. Gente gritando.

Nico perdió la noción del tiempo. Descubrió que la mejor manera de minimizar la sensación que le producía la inmundicia que le recubría el cuerpo era permaneciendo quieto, así se quedó, intentando no moverse casi ni para respirar.

Se preguntó qué suerte habría corrido Ash, aunque estaba seguro de que a pesar de aquel despliegue militar para capturarlos, su maestro encontraría la manera de zafarse de él. Al menos, eso le daba algo de esperanza.

Oyó ladrar a unos perros. Y otra vez voces. A Nico se le detuvo el corazón cuando volvió a escuchar las pisadas en la entrada de las letrinas.

—Ya han registrado este lugar —dijo una voz femenina.

—¿Esos idiotas? Quizá sean unos ases agitando la espada, pero yo pondría en tela de juicio su capacidad de observación.

De nuevo el ruido de botas recorriendo el suelo encima del pozo negro. La luz de una linterna parpadeó y aparecieron sombras.

—¿Dónde está Stano? ¿Lo has visto? —La voz femenina denotaba preocupación.

—Sí, el roshun lo pilló por sorpresa por culpa de la niebla y lo arroyó. Mala suerte.

—¿Está muerto?

—Aspecto de muerto tenía.

La mujer parecía contrariada.

—Cuando atrapemos a esos cabrones, quiero ser la primera en ponerles la mano encima.

—Serán todos tuyos.

Ahora la voz sonaba justo encima de Nico. La luz de la linterna iluminó el pozo negro. Nico retrocedió buscando la oscuridad.

Un rostro apareció en uno de los orificios y sus miradas se encontraron. De repente asomó el centelleo de una dentadura.