Capítulo 7

El gabinete de Ministros

Necesitamos esas naves, Phrades —declaró el primer ministro Chonas, incorporándose en su silla, como para añadir un énfasis necesario a sus palabras. Sostuvo un puño en el aire dirigido a la docena de ministros reunidos para el gabinete de guerra que lo rodeaba, y lo apretó hasta que los nudillos se le pusieron blancos—, ¡Nuestro pueblo necesita alimentos!

Phrades, ministro de Industria Naval, miró de soslayo a su hijo. Ambos estaban sentados juntos a la amplia mesa oval de la sala de juntas, mezclados con los demás ministros. La mayoría de los rostros que flanqueaban la mesa tenían la tez empolvada de blanco, un signo de distinción entre los miembros de la clase Michiné, si bien con notables excepciones. Phrades no podía hablar en voz alta debido, según se decía, a un cáncer de garganta, de modo que susurró su réplica con sequedad a su hijo, cuyo rostro juvenil, siguiendo la moda que se había extendido entre las nuevas generaciones de los Michiné y en marcado contraste con el de su padre, exhibía un bronceado limpio de maquillaje. El muchacho escuchó atentamente a su progenitor, asintiendo con la cabeza, y luego se aclaró la garganta y se levantó.

—Lo entendemos, primer ministro, y debe creernos cuando le decimos que volcamos todo nuestros esfuerzos en esa tarea y no en otra. Todos los recursos que hemos podido desviar de otros proyectos se han empleado para adelantar los plazos en la construcción de las naves. Nosotros mismos, incluso, hemos contribuido con una parte de la fortuna familiar a la organización de la importación de materia prima. Me duele, nos duele, terriblemente admitir que no podemos hacer más de lo que ya hacemos. Nos llevará otro mes terminar el resto de los buques mercantes actualmente en construcción en los astilleros de Al-Khos. Entretanto debemos confiar en que los mercaderes de larga distancia sigan aprovechando sus oportunidades. Me temo que nuestro pueblo tendrá que apretarse un poco más el cinturón.

Justo en ese momento restalló un retumbante rugido de tripas que atrajo un puñado de miradas en la sala.

Sin embargo, el primer ministro Chonas no era del tipo de hombres que sucumben a esa clase de distracciones, ni tampoco de los que aceptan un no de buenas a primeras.

—¿Y qué tenía que decir el Pincho respecto a nuestras demandas? —inquirió, refiriéndose a la asamblea principal de Minos, sede de la democracia merciana.

—Ellos también se apuran al máximo, pero siguen atareados en la reparación de las flotas dañadas por las tormentas primaverales. Las naves nuevas no estarán listas hasta principios de otoño.

—Por lo menos —apostilló el ministro Memés, con su rostro también atezado reclinado sobre sus manos entrelazadas—, nuestras provisiones de víveres recuperarán unos niveles satisfactorios a tiempo para el invierno.

La voz del emperifollado exportador sonó contenida en la vasta amplitud de la cámara; sin duda era consciente de lo que representaba para los hombres que lo rodeaban. A pesar de sus orígenes humildes, se había labrado una enorme fortuna y una posición prominente entre la clase política: otro reflejo de que los tiempos estaban cambiando.

—Eso es muy fácil decirlo —replicó el primer ministro Chonas—. No parece que ninguno de los presentes vaya a pasar hambre en el futuro. —No obstante, la complexión enjuta del propio Chonas sugería que tal vez él mismo pasaba hambre de vez en cuando. El primer ministro levantó la mano abierta para acallar las protestas que ocasionó su afirmación antes de continuar en un tono monótono y resignado, mientras recorría la sala con una mirada desafiante bajo sus cejas gruesas y pobladas—: No. Hacen lo correcto anteponiendo la reparación de las flotas. Es preferible que nuestro pueblo se apriete un poco más el cinturón a perder la supremacía naval y quedarnos de ese modo con las manos vacías.

—General Creed, creo que quería hacernos una petición.

En ese momento, el estómago vacío de Bahn volvió a rugir.

Apartó la mirada de la mesa con el banquete ubicada cerca de la puerta principal de la sala y se enderezó en su silla junto al general. Estaban sentados en un extremo de la mesa, frente a otros miembros del gobierno, a cuyas espaldas se encontraban los ventanales henchidos de luz de la galería sur. Su superior se mantuvo en silencio y Bahn tampoco advirtió ningún movimiento en su postura.

Lanzó una mirada con el rabillo del ojo al veterano guerrero. El general Creed, Señor Protector de Khos, miraba detenidamente a través de las ventanas el mar de un azul intenso que bañaba la Bahía de las Borrascas. Desde allí no se veía el acantilado sobre el que se asentaba el edificio del Congreso, y mucho menos el barrio de chabolas conocido como el Bajío que se extendía a los pies del acantilado, sumergido en parte cuando la marea subía con las tormentas. Por el contrario, la vista era hermosa: ese día el aire estaba especialmente limpio y el contorno nítido de los lugares más reconocibles los hacía parecer más cercanos de lo que en realidad estaban. Una escuadra de buques de guerra de tres palos con la bandera khosiana surcaba las aguas, fuera del alcance de la artillería pesada manniana posicionada en la otra orilla, que desde la posición del general aparecía como una costa de colinas rojizas blanqueadas por la luz del sol y moteada de fortificaciones grisáceas. Desde allí, el conjunto de fuertes se veía apretujado alrededor de la oscura mancha de la ciudad pathiana de Nomarl, en las aguas de cuyo puerto amurallado, según los informes, permanecían abandonados los cascos de la flota manniana, carbonizados y corroídos por el agua salada del mar tras la incursión khosiana que se había ejecutado hacía tres años con las naves enemigas ancladas; la última acción ofensiva khosiana saldada con cierto éxito.

El general Creed parecía contemplar la imagen apenas distinguible de la ciudad fortificada con la expresión de un hombre que desea regresar allí.

«Otra vez soñando despierto», pensó Bahn, y dio una patadita sutil al pie del general.

—Sí, primer ministro —repuso Creed suavemente, como si hubiera estado escuchando atentamente todo ese tiempo.

Se levantó para dirigirse a la audiencia y su silla chirrió arrastrada por el suelo a su espalda. La luz del sol se reflejaba en su armadura bruñida. Apoyó las manos en la superficie brillante de la mesa de madera de tiq y miró uno a uno a los ministros congregados. No parecía impresionado por lo que veía.

—Mi petición es que retomemos el tema de los fuertes costeros. Ya pueden refunfuñar todo lo que quieran, caballeros, pero hoy no me iré de aquí hasta que se tome una resolución definitiva sobre el asunto.

—General Creed, hemos abordado ese tema en numerosas ocasiones. Somos conscientes de que el número de guarniciones en nuestras fortalezas orientales es inferior a sus necesidades. ¿Qué solución cree que podemos aportar nosotros?

—Primer ministro, no es que el número de guarniciones sea inferior a sus necesidades precisamente, como le gusta pensar a este Consejo. El problema es que prácticamente están desiertas. Lo que quiero decirles es que las cuadrillas destinadas allí únicamente pueden emplearse en el mantenimiento y reparación de las construcciones, en ningún caso podrán oponer una resistencia firme. Apenas disponen de pólvora y un puñado de cañones, todos sus pertrechos se han trasladado a las murallas de Bar-Khos y a las defensas de la costa meridional. Por lo tanto, carecemos de los medios para responder a un ataque sorpresa en nuestras costas orientales.

—Está dando por hecho que ese ataque sorpresa es posible, general. Hasta ahora la tercera flota nos ha mantenido protegidos. Y recemos por que siga así.

Creed sacudió la mano con desdén.

—Primer ministro, el mar es demasiado vasto para que las patrullas de la tercera flota puedan abarcarlo. Por ahora hemos tenido suerte, eso es todo. Ahora que la insurrección de Lagos finalmente ha sido aplastada y los mannianos se han asegurado su formidable puerto, disponen de un fondeadero ideal desde donde acometer una ofensiva. No podemos seguir confiando nuestra seguridad a la Armada. Primer ministro, tenemos que guarnecer esos fuertes.

El primer ministro Chonas, que tenía tanto de filósofo como de político, acogió la demanda del general con su cortesía habitual e hizo un gesto de comprensión con la cabeza a su viejo amigo y oponente.

—De verdad que lo entiendo, Marsalas. Pero nuestros recursos no dan más de sí. Sabes tan bien como yo que carecemos de los medios para equipar y mantener más soldados. ¿De dónde vamos a sacar más tropas? ¿Acaso de repente tienes tú una solución?

—Podemos dividir nuestras fuerzas de reserva en dos regimientos y enviar uno a guarnecer los fuertes.

En la mesa se recibió la sugerencia con protestas generalizadas.

—Eso no es una solución, general —replicó una voz. Se trataba de Sinese, ministro de Defensa y el tercer hombre más poderoso de Khos, sentado con la espalda pegada al respaldo de su butaca y las piernas cruzadas, con las manos enfundadas en guantes blancos apoyadas sobre la empuñadura de marfil de su bastón—. Este gabinete no permitirá que las fuerzas de reserva se debiliten más de lo que ya lo están. Aunque guarneciéramos los fuertes adecuadamente, es discutible que fueran capaces de contener una invasión con todas las de la ley. Su propuesta no aporta nada nuevo. —Hizo una pausa para revolverse en la silla y encarar al hombre que tenía al lado—. Ministro Eliph, tengo entendido que usted trae noticias más acuciantes del cuerpo diplomático, ¿no es así?

—En efecto —afirmó Eliph, evitando la súbita mirada fulminante del general mientras trataba de poner en orden sus pensamientos—, Nuestro embajador en Zanzahar ha conseguido avances en las negociaciones con el Califato en lo referente a su reciente propuesta. Cree en la franqueza de su ofrecimiento de prolongar el perímetro de seguridad de sus aguas para acercarlo a nuestras costas. Al parecer, hay esperanzas fundadas de que acabe siendo así.

Las palabras del ministro causaron malestar en la mitad de los presentes, un desagrado que se manifestó en los resoplidos apagados y los movimientos desdeñosos de cabeza. Era generalizado el convencimiento de que la reciente propuesta del Califato sólo eran palabras huecas, simplemente una maniobra más del último episodio de la disputa comercial que el Califato mantenía con Mann.

—La única intención del Califato es alargar esta guerra todo lo posible —repuso Chonas, como si estuviera hablando con un niño—. Sacan unos buenos beneficios con la venta de pólvora a ambos bandos.

Sonó un golpeteo de nudillos en la mesa que expresaba la conformidad con la teoría del primer ministro. También hubo quien protestó en voz alta y pidió la palabra.

A partir de ese momento, la asamblea derivó en una serie de discusiones que podía dilatarse durante una hora o más. Bahn lo sabía perfectamente.

El calor era sofocante en la amplia cámara, con el sol penetrando directamente a través de los ventanales. A pesar de los abanicos manuales repartidos por el techo y de la fresca brisa marina que entraba por las ventanas que se habían dejado abiertas, la atmósfera de la cámara estaba impregnada de un hedor a sudor que los empalagosos aromas dulzones de los perfumes no conseguían disfrazar. Enseguida, el interés de Bahn se redujo a la mera observación, hasta que finalmente derivó hacia asuntos completamente ajenos a los tratados en el Consejo.

Había acudido con la esperanza de oír alguna resolución sobre la actual crisis de víveres, y al parecer no se podía hacer nada al respecto. El suministro de alimentos en Khos se había reducido aún más tras la pérdida de la flota que regresaba de Zanzahar cargada de grano. En teoría, Khos podía mantenerse sin esas importaciones, pues a fin de cuentas era el granero de Mercia. Sin embargo, en la práctica, eso había dejado de ser así debido al flujo continuo de refugiados que entraban en los Puertos Libres desde hacía diez años. A pesar de ello, los mercianos habían acabado por recibir de buen grado a estas gentes, pues tras las cuantiosas bajas sufridas en los primeros años de la guerra las necesitaban desesperadamente. Con la cosecha estival de trigo todavía en los campos y sin poder disponer de buena parte de sus importaciones, los víveres escaseaban más que nunca.

Desde que había advertido que a su hijo se le marcaban los huesos —e incluso a su mujer—, Bahn había optado por no consumir nada de las raciones semanales de su familia, con la idea de que ya comería cuando estuviera de servicio en las murallas o en el ministerio. Pero también los soldados eran víctimas de la hambruna que asolaba al resto de los ciudadanos, y a duras penas recibían lo imprescindible para sobrevivir.

Un puño se estrelló contra la superficie de la mesa justo al lado de su brazo y lo despertó de su ensimismamiento. Bahn se quedó mirándolo como si hubiera caído del cielo.

—¡Basta! —espetó el general a los ministros congregados, que interrumpieron de sopetón las distintas discusiones en que se habían enfrascado. Se irguió y, mirando a los miembros del Consejo en vez de al primer ministro, aseveró con voz firme—: Estábamos discutiendo sobre los fuertes. Y todavía tengo que añadir algo sobre el tema. Si toman la decisión de no defender los fuertes, tendremos que defendernos por otros medios. Esto de permanecer de brazos cruzados detrás de nuestras poderosas murallas tiene que acabar. Hay que atacar y enfrentarse al enemigo.

¿Atacar? De repente, Bahn puso los cinco sentidos en el general.

Phrades se levantó farfullando palabras apenas audibles y su silla se estrelló contra el suelo. Otros ministros también se pusieron en pie y sumaron sus voces más vibrantes a las protestas. Bahn se encogió en la silla, buscando el anonimato ante la cólera repentina que se había apoderado de los miembros de la clase Michiné y contempló amedrentado los rostros blancos empolvados que rodeaban la gran mesa. Aquellos hombres habían sido educados desde su infancia para exteriorizar sus emociones únicamente cuando no quedaba más remedio. Se decía que se maquillaban de blanco para ocultar el menor rastro de sonrojo. Ahora, con el rostro desencajado por la ira, Bahn por fin vio que la sangre de sus ancestros emergía a la superficie y les coloreaba las facciones empolvadas. Era la misma sangre que había corrido por las venas de sus tatarabuelos, esos ricos patricios que habían derrocado al primer y único Rey Supremo de todo Mercia. Lo habían conseguido gracias al respaldo de un tumultuoso ejército azuzado para pasar a la acción por los planes de conquistas externas del monarca, pues tales ambiciones imperialistas no habían sentado bien entre la población de los Puertos Libres.

—¿Atacar con qué? —le interpeló el ministro Sines, agitando su bastón en el aire.

—¡Con las tropas de reserva, maldita sea! Sí, otra vez. Disponemos de los hombres suficientes para lanzar una ofensiva contra Nomarl... Allí, lo puedes ver con tus propios ojos, hombre. Está tan cerca que casi puedes tocarlo con el bastón. —Creed agitaba una mano mientras hablaba, apuntando hacia los ventanales primero y luego un poco más al este, un lugar que quedaba oculto tras la pared de la sala, como si pudiera ver a través de ella toda la costa del continente—. Primero tomamos Nomarl. Después, con las reservas de Minos y del resto de las islas podemos ir conquistando puertos a lo largo de la costa pathiana. Estableceremos cabezas de playa y bases de apoyo en el continente; de ese modo abrimos un nuevo frente y ganamos opciones. ¿De qué sirven las reservas si lo único que hacemos es resguardarnos a este lado de las murallas y contemplar cómo se desvanecen nuestras esperanzas? Mientras esos hombres continúen inactivos sólo serán más bocas que alimentar que no nos aportan nada más que paz mental. Pues bien, caballeros, lo diré ahora. —Su mirada severa deambuló por la sala, tomando la medida de sus colegas una vez más—. Ya hace tiempo que dejamos atrás la paz mental. Ha llegado el momento de que nos pongamos en acción.

Pese a que Bahn era su asesor de confianza, el general no le había comentado ni una palabra antes de la reunión acerca de esa propuesta. Sabía, sin embargo, que el veterano guerrero podía ser tan calculador como espontáneo cuando se lo proponía. Quizá había vuelto a mencionar el tema de los fuertes plenamente consciente de que no le harían caso con la simple intención de poner luego sobre la mesa su verdadero plan: una nueva ofensiva contra el Imperio. O tal vez, simplemente el hecho de estar sentado en la cámara, contemplando por la ventana la ciudad que se extendía al otro lado del estrecho canal de agua, había despertado en su interior algún tipo de pasión o instinto de acción y ahora estaba dejándose llevar por él.

Sinese, ministro de Defensa, alzó una mano para aplacar los ánimos de la sala, retorciendo la punta de su bastón contra el suelo.

—General Creed, ya he dejado clara nuestra posición respecto a las tropas de reserva, tanto hoy como en las sesiones previas de este gabinete. No nos expondremos a la posibilidad de quedarnos sin refuerzos para repeler una ofensiva a gran escala de los mannianos contra el Escudo. Además, si como tanto le gusta recordarnos, nuestra costa oriental es tan vulnerable, razón de más para que nuestras fuerzas de reserva se mantengan intactas. De ese modo, por lo menos tendremos algo con lo que responder en el caso de que el Imperio decida acometer la maniobra que señaló anteriormente. General, estamos en una situación que no nos permite emprender acciones ofensivas contra los mannianos. A lo largo y ancho de los Puertos Libres estamos manufacturando artillería moderna, rifles y barcos a marchas forzadas y en mayor cantidad que nunca. La hambruna que arrasa a nuestro pueblo se debe a que tenemos que pagar tanto a Zanzahar por su pólvora como por su grano. Y sin embargo, seguimos aguantando.

—¿Seguimos aguantando, dice? Llevamos diez años retrocediendo sin prisa pero sin pausa. Mientras hablo la muralla de Kharnot podría haberse derrumbado. ¡No estamos en un punto muerto y deben abandonar esa creencia en el caso de que la alberguen! No, somos víctimas de una ejecución lenta pero segura. Y si no cambiamos el curso de los acontecimientos, significará que ya estamos todos muertos.

El primer ministro se aclaró la garganta y posó en los ojos de Creed su inteligente mirada, que salía proyectada de debajo de sus cejas tupidas.

—Tan revolucionario como siempre, general. Lo único que le importa es la victoria. Cambiaría el mundo si eso significara nuestra salvación. Pretende despojarnos de nuestras únicas reservas de tropas para emprender una demencial carrera hacia la gloria. Sin embargo, por mucho que consigamos a cambio, piense por un momento en todo lo que podríamos perder.

Bahn se dio cuenta de que compartía ese sentimiento, aunque nunca lo admitiría en presencia de su superior. «Sí, ya hemos perdido demasiado», pensó.

—Sus propias precauciones les engañan, caballeros —aseveró Creed en un tono sorprendentemente tranquilo, sin dirigirse al primer ministro sino al resto de los presentes de nuevo—. Les pregunto a cada uno de ustedes: ¿Qué esconden? ¿A qué se debe este apocamiento? Lo comprendo en la juventud, pero no en personas maduras. Tenemos que librarnos de él.

—Ya ha hablado, general, y le hemos escuchado. ¿Quiere que sometamos a votación su propuesta?

Creed bufó con las aletas de la nariz dilatadas y sus botas arañaron el suelo cuando dio media vuelta y se alejó a grandes zancadas de la mesa. Bahn se quedó mirando a su superior menos de lo que dura un suspiro. «Pero ¿qué le ocurre?», se preguntó. Entonces volvió en sí y salió en pos de él.

—¡Condenados idiotas! —exclamó Creed, lo suficientemente alto como para que todos lo oyeran.

Se detuvo cuando llegó a la puerta y se volvió a la mesa con la comida y el vino aguado preparada para aquella sesión de ministros. La comida era sencilla y no demasiado abundante, pero a ojos de Bahn estaba revestida del glamour de un banquete.

—Toma —espetó el general, y Bahn no pudo más que pestañear atónito cuando Creed le plantó entre los brazos un frutero de madera lleno de fruta y añadió encima un rollito de carne dulce—. Pareces hambriento, ¡maldita sea, hombre! —Y tras decir esto salió por la puerta.

Bahn vaciló unos instantes. Se volvió hacia la mesa con los ministros reunidos, todos lo observaban atentamente. Sin embargo, lo que atraía su atención era la comida. En particular un pedazo de queso blanco con vetas azules cuya fragancia podía distinguirse a varios pasos de distancia y que, tal como pensó Bahn mientras lo colocaba bien en el recipiente apoyado en sus brazos, podría conservarse perfectamente hasta el bautizo de su hija.

Antes de marcharse hizo una reverencia tan cortés como le fue posible y contó hasta tres antes de erguirse de nuevo.

Los rostros blanqueados apartaron simultáneamente la mirada de él.