Capítulo 29
Tormenta en las montañas
Ché despertó con el resabio repugnante en la boca y el dolor de cabeza de quien había estado abusando del alcohol, aunque él no lo había hecho. Eran los efectos de la papilla de bayas que se había untado en la frente varios días atrás.
Oyó un chasquido seco en la distancia, seguido de otro: disparos de rifles. Abrió los ojos. Ya atardecía, las estrellas tempraneras ya refulgían en el cielo.
Soltó un gruñido y se obligó a levantarse. Se puso en pie tambaleante, tropezó y se estrelló de espaldas contra el suelo. Soltó otro gruñido y paseó la vista a su alrededor. El entorno le resultaba familiar.
Se encontraba en el fondo de un valle montañoso. La brisa mecía un arbusto que crecía a su lado preñado de suntuosas bayas. Ché pestañeó para desempañarse los ojos. El día declinaba a marchas forzadas, aun así todavía vislumbraba el ancho arroyo que ascendía tortuosamente por el fondo del valle. Siguió su curso con la mirada al tiempo que olfateaba la brisa y advertía el olor a pólvora y madera quemada. Sabía con qué se iban a topar sus ojos: el monasterio rodeado por el bosque de malis.
El edificio estaba ardiendo.
Mientras Ché lo contemplaba, unos destellos llameantes surcaron a toda velocidad el cielo en dirección al monasterio, procedentes de distintos lugares. Eran proyectiles de artillería que rajaban la penumbra vespertina para impactar contra los muros del edificio, que saltaban por los aires en una lluvia de fuego y escombros; también había francotiradores disparando sus rifles de cañón largo apostados sobre elevados riscos al oeste.
Las llamas se extendían rápidamente. Recortadas contra el fuego se atisbaban las figuras de los comandos, que se adentraban repartidos en secciones por el bosque de malis. Una campana repicaba.
El estómago vacío de Ché rugió estimulado por el recuerdo de sus días en el monasterio: la misma campana que ahora sonaba era la que convocaba a los roshuns para la cena.
Las nubes se deslizaban por las cimas de las montañas, ocultando una a una las estrellas.
Ché se detuvo en el filo del bosque de malis y observó el panorama que se desplegaba frente a él.
Bajo la sombra de los árboles se había desatado una lucha encarnizada. Las llamas rielaban en los aceros. Una figura envuelta en una túnica negra se abría paso a machetazos por una línea de comandos cuyo teniente bramaba que se agruparan y que acabaran con él. A la izquierda de Ché, en dirección a donde creía él que se encontraba la puerta principal, oyó el fragor de una escaramuza. El estruendo metálico del choque de aceros se superponía al chasquido más perturbador de los disparos de los rifles. Los hombres chillaban.
Se produjo una explosión descomunal que destelló en la media luz crepuscular. Ché se estremeció y levantó la vista justo cuando la parte superior de la torre —donde sabía que se encontraban los aposentos de Osho— se desintegró en una nube de polvo. Se oyó un grito en la distancia, aunque Ché no pudo discernir si era un alarido de dolor o ira. Se alejó del borde del bosque; sus ojos se negaban a seguir contemplando aquella devastación y se fijaron en el suelo que se extendía bajo sus pies, adonde a veces llegaba la luz necesaria para hacer visible la hierba estriada de sombras. Rodeó el contorno del bosque y enfiló de nuevo hacia el arroyo.
Cuando llegó a él, lo siguió curso arriba, dejando el monasterio a su espalda.
No tardó en divisarla: ahí estaba la choza del Vidente.
—Hola, Ché —le saludó el ermitaño en lengua franca, sentado en cuclillas delante de la vivienda.
Ché se alegró de que en medio de todas las mentiras que habían rodeado su estancia allí, al menos se le hubiera permitido conservar su nombre real.
Se detuvo. Escudriñó al anciano en busca de armas y luego rastreó la presencia de roshuns en el interior de la choza.
—¿Cómo estás? —le preguntó en tono afable el Vidente.
El estruendo de una nueva descarga de artillería llegó desde abajo y el suelo tembló bajo sus pies. Eso lo agitó y respondió al anciano con un simple gesto con los hombros. No sabía cómo estaba exactamente.
El anciano le hizo una indicación con la cabeza y dio unas palmadas en la hierba a su lado. Ché vaciló, como si temiera que la hierba ocultara algún agente peligroso, pero al cabo se sentó junto al Vidente y juntos contemplaron la batalla que se libraba abajo.
—Nos preguntábamos dónde te habrías metido —comentó el anciano con su voz débil—. Ahora ya lo sabemos.
Ché sintió una opresión en el pecho.
—No fue elección mía —repuso el joven.
—Ya lo sé. Si hubieras sido una persona inclinada a la traición, lo habría visto en tu interior.
Ché bajó la mirada.
—No te juzgo —continuó el Vidente, dándole unas palmaditas en la mano—. Hacemos lo que tenemos que hacer. Pero, cuéntame, por favor... ¿cómo te ha ido en todo el tiempo que ha pasado desde que tú y yo hablamos así por última vez?
Ché se rascó el cuello. Meditó la respuesta para el hombre que tan bien había conocido en otra vida. Se preguntó por un momento qué estaba haciendo allí, charlando con él con ese desenfado, como un par de amigos. Entonces reparó en el chasquido de los disparos procedentes del monasterio y recordó por qué había subido a la choza en vez de permanecer allí abajo.
—Cuando vivía aquí, todas las noches soñaba que era una persona diferente. Ahora soy esa otra persona y todas las noches sueño que soy quien era antes. Estoy partido en dos por mi pasado y no puedo escapar de él por mucho que me empeñe.
—Te equivocas en el planteamiento, Ché —repuso el Vidente—. Nadie puede escapar de su pasado. —El anciano se inclinó para acercarse al muchacho y a Ché le llegó su aliento pestilente—. Lo único que puedes hacer es permanecer sentado hasta alcanzar la quietud y esperar a que el pasado te abandone.
—Ya lo intento —suspiró Ché—. Suelo meditar como me enseñaron a hacerlo aquí, pero sigo dividido en dos.
—¿Qué me dices de tu Chan?—le interrogó el anciano, como si fuera una cuestión relevante—, ¿Sigue tan fuerte como lo recuerdo?
—¿Mi Chan?—la voz de Ché brotó cargada de indignación—. Si alguna vez tuve algo así, hace tiempo que lo destruí con mis propias manos. No soy quien tú crees que soy.
—Sé quién eres —aseveró el Vidente con rotundidad.
—Entonces, dímelo —replicó Ché.
—En el fondo eres risa.
—Esta noche no tengo tiempo para acertijos.
Las comisuras de los labios del Vidente se fruncieron. Paseó la mirada por el monasterio envuelto en llamas y apretó los labios.
—Cuando te trajeron aquí por primera vez, tu llegada me pasó desapercibida. Yo entonces no prestaba atención a esas cosas, pues los jóvenes sois como las mariposas en primavera, vais y venís continuamente. Pero había días, cuando el aire estaba quieto o el viento soplaba en la dirección adecuada, que hasta mí llegaban unas risas entrecortadas procedentes del monasterio. Verás, la mayoría de las risas que me llegan desde allí son contenidas o intencionadas. Sin embargo, la tuya era distinta y siempre me detenía a escucharla. Era... ¿cómo lo decís en vuestra lengua?... Tan natural, tan absolutamente espontánea. Como la de un niño alegre.
El Vidente asintió con la cabeza, como dando a entender que estaba de acuerdo consigo mismo.
—Entonces me pregunté... me pregunté quién sería esa persona cuya risa destacaba entre todas. Y pasé lista mentalmente de todos los roshuns y toda gente que conocía, y no encontré una respuesta. Así que esperé. Las respuestas siempre llegan si les concedes tiempo, ¿te habías dado cuenta? Y al cabo, la respuesta llegó. Un día tu maestro te trajo a mí para que mirara en el fondo de tu corazón y le dijera lo que veía. Inmediatamente supe que tú eras el responsable de esas risas. Tenías una alegría en tu interior, Ché, que ridiculizaba tus demonios.
Las llamas prendieron ahora en el tejado del ala norte del edificio. El fuego estaba calcinando el monasterio y Ché pensó en la infinidad de veces que había comido allí, charlando con sus compañeros.
—¿Cómo está mi maestro? —preguntó en un hilo de voz.
—¿Shebec? Murió.
Ché se puso rígido y notó el cuerpo entumecido por el frío.
El fuego se propagaba con celeridad y las llamas chisporroteaban salvajemente. El puñado de malis que crecía en el centro del patio interior empezó a arder. Desde la choza, Ché y el Vidente podían ver las ramas más altas de los árboles envueltas por el humo; los troncos se balanceaban impelidos por la fuerza del fuego.
—¿Ganarán los tuyos?—inquirió el Vidente—, Apenas veo con estos ojos cansados.
—Tú eres el vidente aquí.
Una leve sonrisa se dibujó en los labios del ermitaño de piel negra.
—Los roshuns no se lo están poniendo fácil —añadió Ché.
—Eso está bien.
—¿No vas a sumarte a ellos?
—¿Yo? Soy demasiado viejo para luchar.
Guardaron silencio. Ché contempló con ojos vidriosos el reflejo de las llamas en el vientre de las nubes bajas. «Este fue en otro tiempo mi hogar —pensó—, y creo que ha sido el único hogar verdadero que he conocido jamás.»
—Te matarán si te quedas —advirtió al anciano.
—Lo sé.
Parte del tejado se derrumbó y las llamas se avivaron.
—Y si ganan los míos, te matarán a ti —añadió el anciano.
—No sería una sorpresa —repuso Ché.
El anciano Vidente dio un chasquido seco con la lengua.
—Entonces quédate un rato más sentado aquí conmigo —dijo, dándole otra vez unas palmaditas en la mano—, y veamos qué sucede.
Llegaba demasiado tarde y lo sabía.
Ash siguió escalando, alejándose de la última hilera de asientos abarrotados, la que estaba en la posición más elevada y más alejada de la arena. Subía por una escalera de hierro oxidado fijada con pernos al muro exterior del circo y que atravesaba gárgolas cubiertas de cagarrutas de aves y estatuas de personajes célebres del Imperio. Hasta hacía unos segundos había habido soldados apostados allí abajo, pero habían tenido que sumarse a las fuerzas que trataban de controlar a las masas más enardecidas, que habían empezado a arrojar objetos y a exigir que se cumpliera a sus demandas de clemencia.
Debilitado por los mareos y sacando fuerzas de flaqueza, Ash siguió trepando, empujado por su terrible sentido del deber. Sólo había una cosa que podía hacer por el muchacho, y esa certidumbre le pesaba como una losa en las entrañas.
Nico había peleado con garra. Ash había llegado justo a tiempo para presenciar la lucha con los lobos. Al mismo tiempo había examinado el circo en busca de un elemento que le azuzara el ingenio y le revelara la manera de rescatar a su joven aprendiz. Sin embargo, no se le había ocurrido nada.
La esperanza había aflorado cuando Nico, en contra de todas las expectativas, se había ganado el favor del público tras luchar con los lobos. Pero de nuevo la situación había dado un vuelco y se había tornado desesperada. Era evidente que la matriarca ya se había enterado del asesinato de su hijo y quería descargar su venganza en el muchacho ante los ojos de todo el mundo. Ésa era su manera de llorarlo, las consecuencias de la violencia. Ash se culpaba de ello; él había arrojado al muchacho a ese destino.
Debajo, en la arena del circo, se había instalado un poste sobre la pira y ahora estaban atando a Nico a él. El chico tenía la cabeza levantada hacia el cielo y parecía ajeno a lo que hacían con él. Se habían enroscado tres largas cadenas por un extremo a la parte superior del poste, mientras que el otro extremo lo sujetaban unos acólitos con las manos envueltas en trapos de tela. Entretanto, otro grupo de soldados rociaba de aceite la pira.
Ash sabía cómo se las gastaban los mannianos en estos temas. La cantidad de aceite que habían vertido provocaría que el fuego prendiera rápidamente y no concediera ninguna oportunidad a la víctima de morir por la inhalación del humo. Lo freirían vivo y lo sacarían en cuanto dejara de gritar. Si acertaban con el momento preciso de sacarlo de las llamas —y esto se consideraba una forma de arte en Q'os, tal era la naturaleza de ese lugar—, la víctima seguiría con vida y con su cuerpo en carne viva. A continuación lo empalarían para exponerlo públicamente y abandonarlo a una muerte terriblemente dolorosa.
Ash no podía permitir que eso sucediera.
Aparecieron más acólitos alrededor de la pira, portando hierros de marcar fríos, y los pusieron a calentar mientras los soldados emplazados alrededor de los muros se afanaban en contener a la multitud enfervorizada.
El anciano llegó por fin al borde superior del muro y se tomó un respiro. Se sentía como si tuviera la cabeza atrapada en un torno y sentía náuseas. Se le había reabierto la herida de la pierna y notaba cómo se le escapaban por ella las fuerzas, que se deslizaban hasta su pie, se filtraban por la bota de piel y se esfumaban. Hurgó en su bolsillo y sacó una bolsita. Extrajo algunas hojas de stevia, se las metió en la boca y apoyó la cabeza contra la pared de piedra. Esperó inmóvil a que se le pasaran las náuseas.
Desde que tenía memoria, Ash llevaba oyendo a la gente quejarse de que la vida era demasiado corta; siempre le había llamado la atención, porque hacía años que tenía la sensación de que su vida se estaba alargando demasiado. Tal vez se debía simplemente a que él había experimentado más encarnaciones que la mayoría de la gente —según las creencias que algunos monjes daoístas querían inculcar en las personas—, y él ya había perdido lustre en ese juego que era la vida, de modo que ahora le resultaba sencillo ver lo que había más allá. Quizá ya había llegado el momento de abandonar —hablando en los términos de esos mismos monjes daoístas— de la rueda de la vida para siempre.
El espíritu crítico de Ash le ponía en un serio aprieto a la hora de creer en todo eso. ¿Cómo podía nadie saber si era cierto?
Sin embargo, él sabía, y ahora más que nunca, que mucho tiempo atrás debería haberse retirado de la orden y huido a una montaña remota, donde habría construido una cabaña para vivir en ella el resto de su vida, apartado y con sencillez. Eso no le habría procurado la felicidad —a fin de cuentas la felicidad formaba parte del juego de la vida—, pero, tal vez, el hecho de abandonarlo todo habría acabado por proporcionarle paz.
Ash tenía los ojos cerrados y la mejilla pegada al cemento frío. Todavía estaba a tiempo de olvidarse de todo y no afrontar lo que se le exigiría de un momento a otro.
«El muchacho ha luchado como un guerrero.»
Se ayudó de la espada envainada para levantarse. Se tambaleó y parpadeó un poco para desempañarse los ojos. Se volvió hacia la palestra, tan lejana desde allí arriba que no parecía real.
Ya se elevaban volutas de humo de la base de la pira, rodeada por acólitos que la atizaban con sus hierros de marcar al rojo vivo. El muchacho empezaba a revolverse apresado por las cadenas.
Ash levantó la ballesta que le había dejado Aléas y, con sumo cuidado, encajó en los canales el par de flechas que llevaba. Se trataba de un arma para distancias cortas, pero los proyectiles eran pesados y desde aquella altura podría servir.
Echó otro vistazo a Nico, levantó el arma y apuntó. Respiró hondo, concentrándose en el recorrido del flujo de aire por sus pulmones. Poco a poco fue relajándose.
Llegó el momento. Después de tantos años todavía recibía con extrañeza ese instante en el que sentía que él ya no era quien respiraba sino lo que era respirado. Soltó el aire muy despacio y notó la presión del dedo contra el gatillo.
El proyectil salió disparado a una velocidad imposible de seguir con la vista. Ash permaneció en la misma postura mientras sus ojos buscaban la flecha oscura, que trazaba un arco en el cielo durante su viaje a la arena.
El proyectil impactó contra el poste justo encima de la cabeza de Nico. Ash parpadeó para enjugarse el sudor de los ojos; su transpiración manaba de su cuero cabelludo como la sangre de una herida abierta y se deslizaba por su rostro arrastrando las lágrimas.
Las llamas oscilaban a los pies de su aprendiz y las columnas de humo se elevaban a su alrededor. Estaba ahogándose y forcejeaba para zafarse de las cadenas.
Ash tomó aire y bajó una pizca el ángulo de inclinación de la ballesta. Soltó el aire.
Disparó.
Cuanto más se esforzaba por respirar, más le ardían los pulmones. Nico tosió y se revolvió para romper las cadenas que lo ataban al poste. Empezaba a sentirse mareado por el humo y los pies se le encogían al contacto con las llamas. Por un momento se retrotrajo a Bar—Khos y a las tejas abrasadoras del tejado de la taberna, con Lena a su espalda, engatusándolo. Era como si toda su vida girara alrededor de ese error. Si le hubieran concedido otra oportunidad, lo habría hecho todo de otro modo.
Ahora estaba a punto de morir. Le parecía extraña la intensidad con que percibía la vida ahora que se acercaba su final. Los colores se mostraban con unas tonalidades que nunca había advertido; incluso el ocre de la arena era una variación infinita de luz y oscuridad que le cautivaba los ojos. Olía aromas que estaban más allá de lo agradable o lo repugnante. Distinguía las voces que emitía cada una de las personas que conformaban la bulliciosa multitud, incluso sus palabras y su tono. ¿Por qué no había sido siempre así, tan rico y vibrante? Podría haberse pasado días enteros sentado deleitándose con todo ese caudal sensitivo. Quizá, dijo para sus adentros, así es como percibimos el mundo cuando nacemos.
Qué lástima perderse toda esa riqueza que ofrece la vida hasta el momento previo a morir. Ahora comprendía que aquello era de lo que siempre hablaban los daoístas. Su maestro también le había hablado de ello: el mundo se sume en la quietud cuando uno alcanza la quietud, de modo que al cabo puedes verlo, sentirlo, capturarlo en su plenitud, real y fluido hasta el infinito.
Oyó que algo golpeaba el poste de madera encima de su cabeza. Nico no le prestó atención y bajó la mirada hacia sus pies. Las llamas crecían a su alrededor. Una sensación abrasadora le recorrió el cuerpo, como si hubieran vertido sobre él un cubo de agua hirviendo. Iba a morir carbonizado. Las llamas lo engullirían vivo.
Nico había oído una vez una historia ocurrida durante la invasión por parte de los maníanos de las tierras de Nathal. Un monje de la ciudad de Maroot se había sentado en la calle, frente a la casa solariega del sumo sacerdote, se había rociado de aceite y se había prendido fuego. Se había dejado matar por las llamas sin mover un músculo como protesta por los crímenes que los mannianos estaban perpetrando contra sus compatriotas.
Nico se preguntó cómo había sido capaz de hacer algo así. ¿Cómo habría alcanzado tal grado de quietud?
El calor abrasador estaba acabando con él. Entornó los párpados tratando de ver algo. Aquello era demasiado real. Había una parte de él que se negaba a creer que fuera cierto. Si bien no era ésa la parte que importaba... no era la parte que se retorcía con las llamas ni la que se ahogaba con el humo y el olor a carne chamuscada, ni la que rompía a gritar y a revolverse con un pánico atroz.
Puso los ojos en blanco, buscando desesperadamente en su mente un pensamiento al que aferrarse. Los acólitos lo observaban con sus hierros de marcar, con los ojos entrecerrados tras sus máscaras sin facciones por culpa del humo que se arremolinaba alrededor de la hoguera.
El dolor que se extendía rápidamente por su cuerpo desde los pies era tan espantoso que dudaba que pudiera soportarlo. El humo lo ocultaba todo en torno a él.
Inclinó la cabeza hacia atrás para tratar de coger aire. El cielo estaba azul, las nubes se deslavazaban en el este, arañadas por la luz del sol. Recortado contra ellas y entre los resquicios de las columnas de humo, atisbo de repente un objeto oscuro que surcaba el aire. Algo caía del cielo directo hacia él.
Se quedó mirándolo, fascinado por su vuelo y su movimiento rotatorio.
Un impacto súbito lo sobresaltó y a sus dificultades para respirar se sumó un intenso sabor a sangre en la boca. Se le nubló la vista, fija en la figura borrosa del sol o de algo igual de brillante, hasta que llegó un momento en que también ese resplandor desapareció y ya no vio nada.