Capítulo 27
Un día de celebración
Bahn advirtió agradecido el aroma a incienso que flotaba en la penumbrosa atmósfera del templo interior. Permanecía de pie bajo el alto techo abovedado y sin vidrieras del edificio, en un silencio impregnado de los tenues murmullos de los monjes daoístas enfrascados en la liturgia. Se tambaleaba ligeramente embutido en la armadura que no se había quitado en las últimas doce horas y que ya empezaba a pesarle, como si llevara un hombre cargado sobre los hombros, con las piezas rígidas y curvas cubiertas por una fina capa grisácea de polvo surcada de sudor. Sentía picores en las zonas en que la parte interior de cuero de la armadura estaba en contacto con su piel, pegajosa por el sudor. Era consciente del hedor que despedía y que debía soportar la gente que lo rodeaba, pero casi que también lo agradecía, pues ayudaba a enmascarar el olor a sexo que todavía pudiera emanar de su cuerpo.
Su esposa parecía contenta por el simple hecho de que se encontrara allí, pese a que la ceremonia del bautizo de su hija había tenido que comenzar sin su presencia. Marlee sabía valorar las ocasiones que Bahn aprovechaba para regresar a casa desde el Escudo, y no en menor medida porque su vuelta implicara una tregua en la lucha.
Parte de la muralla de Kharnost se había derrumbado durante la semana anterior, lo que había desencadenado otra oleada de ofensivas de la infantería manniana para intentar beneficiarse del repentino debilitamiento de las defensas de la ciudad. Por su parte, los khosianos se habían afanado en contener a las tropas invasoras el tiempo necesario para reparar apresuradamente las brechas como habían podido. Bahn no había participado directamente en la batalla en toda la semana que había durado la defensa de la muralla; simplemente había asistido en calidad de asesor del general Creed, con el cometido de observar y mantenerse alejado de la lucha. Cuando los mannianos habían lanzado un nuevo ataque la noche anterior, Bahn no se había separado del alto mando posicionado en la segunda muralla, desde donde había contemplado a través del extenso manto de oscuridad cómo la refriega se acercaba y se alejaba de las inmediaciones de la última brecha y se desarrollaba en el parapeto exterior. Apenas vislumbraba la lucha, que tenía lugar a la luz de las hogueras y del fugaz resplandor de las bengalas que se abatían desde el cielo. La imagen le recordó un sueño que había tenido una vez en el que aparecían hombres deformes envueltos en llamas que caían de las estrellas dando volteretas en el aire.
Bahn no había hecho nada en toda la noche salvo observar en silencio y despachar con regularidad a los mensajeros con informes sobre el desarrollo de la batalla para el Ministerio de la Guerra. De vez en cuando daba su opinión en respuesta a un comentario de alguno de los miembros del alto mando o esbozaba una sonrisa cuando alguien intentaba rebajar la tensión con un chiste de humor negro. Aun así, se trataba del sexto ataque en otras tantas noches, y Bahn estaba exhausto. Al despuntar el alba por encima de las murallas que protegían el flanco oriental del istmo de Lans, a la izquierda de los khosianos, el enemigo se había retirado acarreando los cuerpos de sus heridos y, como una bendición, por fin cesaron las hostilidades.
Un paisaje totalmente nuevo se desplegó entonces sobre el campo de batalla; en esta ocasión desordenado y caótico, salpicado por puntitos en movimiento, aunque en un movimiento irregular y sin vigor que no seguía una dirección general. Bahn observó a sus compatriotas, que regresaban tambaleantes, como borrachos —era probable que la mayoría lo estuvieran—, o se desplomaban sobre las rodillas en el barro o en las rocas resbaladizas cubiertas de sangre del parapeto. Algunos clamaban al cielo del amanecer, otros llamaban a sus compañeros o reían, simplemente reían. Una vez extinguido el fragor de la batalla, Bahn se sintió como si de pronto cesara una ráfaga de viento que hubiera estado azotándole el cuerpo durante todas esas largas horas de oscuridad y vigilia. Escuchó las gaviotas que chillaban en la distancia, quejándose de su permanente apetito. Se volvió a los rostros demacrados de los miembros del alto mando y correspondió sus miradas vacías con la suya.
Helado por fuera y entumecido por dentro, Bahn había ascendido el Monte de la Verdad con el informe para el general Creed. Encontró a su superior despierto y con cara de haber pasado la noche en vela en sus aposentos, todavía con las cortinas corridas y la luz de las lámparas de gas oscilando en los rincones. El parte de bajas que le presentó sumaba sesenta y un soldados; todavía había algunos desaparecidos y el número de heridos era enorme. Ya se habían reemprendido las labores de reconstrucción de la muralla, aunque todavía estaba por ver si podían sellar la brecha de una manera permanente.
«De acuerdo», le había respondido la voz fatigada de Creed, sentado de espaldas a Bahn en su envolvente sillón de piel.
Bahn sabía que se le hacía tarde, de modo que sólo permaneció en el ministerio el tiempo imprescindible para lavarse la cara y las manos cubiertas de mugre. También había suplicado en la cocina un mendrugo de pan y queso y se los había ido comiendo durante su apresurado descenso de la colina en dirección al barrio de los Barberos. Las calles bullían de actividad a la luz del amanecer; un ánimo casi festivo palpitaba en el ambiente, como era costumbre que ocurriera tras un ataque como el sufrido la noche anterior.
El templo que frecuentaba su familia —por la rama de Bahn— se encontraba en ese barrio, donde él había nacido y se había criado. Pasada la noche, las prostitutas seguían en la calle Quince, con la esperanza de hacer negocios con los soldados que seguían llegando de las murallas, a quienes el alivio por seguir vivos y el derramamiento de sangre habían disparado la libido.
Según pasaba por delante de las meretrices, algunas —las más viejas, que lo conocían desde que era un niño— lo llamaban por su nombre. El las saludaba sin detenerse, inclinando ligeramente la cabeza y con una sonrisa tensa. En la esquina de la Quince con Abbot distinguió a una muchacha en particular y se le hizo un nudo en el estómago. Ella arqueó la espalda para realzar su discreto busto, lo observó con sus ojos de gruesas pestañas y también lo reconoció; y en su caso no era porque lo tuviera visto de toda la vida, sino porque se habían conocido sólo unos días atrás.
«Es tan joven», dijo Bahn para sus adentros, con un sentimiento rayano en la desesperación. Se había prometido que sería la primera y última vez, que no lo repetiría.
Bahn siguió caminando con paso brioso, con la intención de pasar de largo junto a la muchacha, y sólo se volvió para saludarla con un gesto de cabeza, pero justo entonces los labios de la joven se abrieron para hablar y Bahn no pudo evitar reparar en el pálido tono rojizo que los coloreaba. Se detuvo.
Si uno se fijaba en su rostro, podía advertir el enrojecimiento de la piel, irritada alrededor de sus orificios nasales debido a la inhalación de escoria y sus ojos hundidos de drogadicta. Parecía más delgada que la última vez.
—¿Cómo te va? —se interesó Bahn. Las palabras conservaban el tono afable pese a que su voz sonó tensa a causa de que el corazón le aporreaba el pecho.
—Bien —respondió la joven. Su mirada famélica se fundió con la de Bahn y despertó en el interior de él un apetito aletargado.
Los ojos de Bahn erraron por los hombros pálidos y la piel tersa del pecho de la joven bajo el minivestido. Por un momento, se imaginó saboreando esos pequeños senos.
Bahn se la llevó a un callejón detrás de los edificios de la calle lateral; de repente perdió la noción del tiempo, que se fragmentó en una serie de imágenes tan vibrantes y desconectadas entre sí como las que conservaba de la batalla. Lo consumía la necesidad acuciante de volcar en el interior de la muchacha su arrebato lujurioso junto con una incipiente sensación de repugnancia hacia sí mismo —que sin duda aumentaría después—. Lo empujaba todo lo que había visto y oído y los olores que lo habían envuelto durante toda la atroz y maldita noche anterior y las precedentes; y también el sentimiento de culpa —de vergüenza incluso— por el papel que desempeñaba él en la guerra, por su instinto de supervivencia, que se le hacía evidente cuando miraba a los hombres —a sus camaradas— un día tras otro, y ellos iban muriendo y él no hacía nada más que observar.
Se había liberado de todo eso en esos preciados momentos de dispersión, y después, vencido por un agotamiento vacuo, había apretado la bolsa que contenía todo el dinero que llevaba encima en la mano abierta de la muchacha. Bahn quiso decirle algo más y ella le regaló una sonrisa fugaz, conocedora del mecanismo que rige a los hombres. Por un instante, Bahn había vuelto a sentirse un jovenzuelo.
Ahora, en el templo interior, mientras los monjes continuaban salmodiando sus plegarias y todavía con el recuerdo fresco del cuerpo de la chica apretado contra el suyo, Bahn se dio cuenta de que había empezado a temblar. Quizá su cuerpo revivía los estremecimientos experimentados la noche anterior, o tal vez se debiera a una reacción a acontecimientos más recientes. Estaba temblando acuciado por una sensación parecida al pánico, envuelto por el aire cargado del templo junto a su esposa, su hijo y el resto de los miembros de la familia que asistían a la ceremonia en la que se concedería un nombre a su hija. «Gran Necio misericordioso, ¿en qué estaba pensando?»
Había ocurrido a plena luz del día, en una zona donde era conocido por los vecinos. Cualquiera podía haberlo visto marchándose con la chica, cualquiera que también conociera a Marlee. ¿Qué haría si la chica le había contagiado una enfermedad? ¿Qué explicación daría?
«Estoy en las garras del mal», se lamentó Bahn para sus adentros. Paseó la vista a su alrededor, como sobresaltado por ese pensamiento, y atisbo al otro lado de la sala, en una hornacina en sombras de la pared opuesta, una estatua de oro del Gran Necio meditando arrodillado, con su figura enjuta y calva y de hermosas facciones mirándolo con una sonrisa de oreja a oreja.
Bahn aspiró una bocanada del aire acre de la atmósfera; su temblor tardaba en aplacarse. «Nunca más», se juró, y la intención franca que puso en esa resolución atemperó su pulso.
«Es la guerra —se dijo—. Corrompe mi espíritu del mismo modo que corrompe todo lo que toca.»
Como en cumplimiento de un acuerdo tácito, los cañones del Escudo abrieron fuego en ese preciso instante provocando una sucesión de lejanas sacudidas. Un puñado de niños volvieron la vista atrás con interés, el resto de la gente congregada permaneció inmóvil. Tal vez los cañones anunciaban otro ataque manniano tras un breve respiro. O quizá sólo significaba la reanudación de la rutina diaria en el Escudo. Bahn no tenía ganas de preocuparse de ello en ese momento. No era probable que su presencia fuera imprescindible en las murallas.
Enfrente de su familia, tres monjes se habían situado en el borde de un hoyo perforado en el suelo de piedra en cuyo interior ardía un fuego. Era una hoguera pequeña, con un puñado de piezas de carbón y unos vientres blandos de color rojizo que apenas despedía humo. Sobre el carbón se había depositado un montón de hojas de mymar, amarillas y con los bordes dentados doblados hacia dentro. El humo que desprendían tenía un tono azul y ascendía en volutas alrededor de la figura arrebujada de su hija. Los monjes la sostenían encima del fuego, cantando y trazando círculos en el aire con el cuerpo de la pequeña, envuelta en un manto de lino. «No llora», observó Bahn, y su hija tosió produciendo apenas con un ruidito, y miró con ojos curiosos al más anciano de los monjes —el viejo Jerv, que llevaba allí desde que Bahn era un crío—, examinándole los mechones blancos de la barba que le poblaba el mentón.
La niña ya había superado el primer año y gozaba de buena salud. Para los mercianos era un motivo de celebración y el momento en que al fin se le concedía un nombre. Su hija, que desde que había empezado a gatear se escurría por todas partes con una velocidad endiablada, recibiría el nombre de Ariale en honor al legendario caballo con cascos alados. La idea había sido de Marlee, que sostenía que el nombre le iba que ni pintado, pero Marlee era una de esas personas que piensan que en la vida todo lo que rezuma buen humor es acertado y conveniente. Sin embargo, a él le había llevado algún tiempo aceptar la idea de que su hija llevara el nombre de un caballo.
Ariale Calvone. Sonaba bien, concluyó Bahn ahora, sonriendo, y esa sonrisa contenía una conciencia de sí mismo más intensa de la que había tenido en mucho tiempo.
Los invitados eran en su mayoría familia de Marlee; su madre, sus tías y tíos, casi todos tenderos y militares. Algunos de ellos, gente a la que Bahn apenas conocía y a la que no había vuelto a ver desde que él y Marlee se comprometieron. En conjunto exhibían un aspecto elegante, ataviados con sus trajes de exquisita confección, con sus portes dignos y con la espalda erguida; también Marlee.
En comparación con ellos los parientes de Bahn parecían pocos, y sus desgastados trajes para el templo desentonaban con la imagen pulcra de la familia de su esposa. Su madre no había acudido; sin duda todavía debía andar atareada remendando zapatos y demás artículos de piel en un pequeño taller vivienda de la calle Adobe, de hecho no muy lejos del templo. Su ausencia no le sorprendió. Ella no había tenido nada que ver en el hecho de que hubieran elegido celebrar la ceremonia en el templo que su familia había frecuentado cuando él era niño, pues el único motivo por el que se encontraban allí era que su templo en el norte de la ciudad, tenía una larga lista de espera.
Sin embargo, su tía Vicha —con su alborotada melena negra apenas domesticada para la ocasión— sí se encontraba presente, y también sus dos hijas, Alexa y Maureen, ambas de un rubio tan intenso como azabache era la cabellera de su madre. Oficialmente las tres seguían de luto por la muerte de Hecelos, marido, padre y maestro carpintero, desaparecido en el mar cuando el convoy que escoltaba el buque cargado de cereales —el mismo que los astilleros de Al-Khos se afanaban en reemplazar— se había hundido durante la travesía de regreso desde Zanzahar, cinco meses atrás. Bahn siempre lo había considerado un buen hombre.
También Reese asistía a la ceremonia, arrebatadoramente hermosa con su cabellera pelirroja, si bien exhibía unos cercos oscuros alrededor de los ojos que delataban que no debía de haber dormido muy bien. Gracias a Eres, Los no la había acompañado.
Un monje joven emergió de las sombras y se paseó arrastrando los pies entre los miembros de la familia con un cepillo en la mano; dejaba que la aldaba se abriera y luego, con un giro de muñeca, hacía que las dos tablitas se cerraran como unas mandíbulas; y esa operación la repetía una y otra vez con una cadencia lenta y perturbadora. En la otra mano llevaba un sencillo platillo de limosnas con el que recolectaba dádivas en agradecimiento al servicio que estaban celebrando. Con el semblante adusto, los asistentes iban soltando monedas en el platillo según se les acercaba.
Cuando el monje llegó junto a Bahn, éste se dio cuenta de que había entregado todo su dinero a la prostituta y se había quedado sin monedas, de modo que se vio obligado a mascullar una disculpa al muchacho con la cabeza afeitada. Aun así le fastidió esa interrupción innecesaria de la ceremonia. Cuando él era joven, uno tenía la libertad de dejar lo que considerara oportuno a la salida una vez finalizado el servicio. Al parecer, también para el templo los tiempos habían cambiado.
Marlee sacó una moneda de su monedero y la echó en el platillo, y miró a su marido como preguntándole si se encontraba bien, pues percibía la tensión que lo atenazaba. Él le hizo un gesto tranquilizador con la cabeza, le posó la palma de la mano en la espalda y la acercó a sí.
Los mojes levantaron en el aire a la hija de la pareja. Recitaban sus oraciones en khosiano antiguo y sus voces brotaban de sus bocas con la suavidad y la fluidez del agua que se desliza por las rocas. Repitieron el nombre que sus padres le habían dado y rezaron por que recibiera las Nueve Liberaciones a lo largo de una vida larga y fructífera de buenas obras. La pequeña Ariale rompió a reír y a patalear envuelta en su manto de lino cuando volvieron a bajarla. El anciano monje Jerv le correspondió con una sonrisa.
En otra vida, Bahn podría haber realizado aquella misma ceremonia para la hija de otro. Como el menor de tres hermanos, su madre siempre había anhelado que se hiciera monje. El mayor, Teech, había seguido la tradición del oficio de zapatero, y el mediano, Colé, se había alistado aún joven en el ejército en contra de la voluntad de la madre.
Tal vez habría llegado a ser un buen monje, pues era bueno de corazón; a causa de un exceso de mimos, como solía decir su padre con su particular manera pausada de hablar. No obstante, el amor por Marlee lo había apartado de ese camino.
Durante los años posteriores, su hermano mayor había fallecido por causas desconocidas: de repente había caído desplomado sin vida mientras cenaba. «Una anomalía cardiaca», había barruntado el curandero local. Poco después su otro hermano, Colé, el marido de Reese, había desertado y abandonado simultáneamente a su familia y la causa de Bar—Khos. Con dos hijos desaparecidos demasiado pronto, la tristeza había ido consumiendo a su padre hasta acabar con él transcurrido menos de un año. A su madre le había costado mucho trabajo reponerse de las adversidades; el resentimiento hacia Bahn —el único hijo que le quedaba vivo—, que había arraigado silenciosamente en su interior, fue tornándose con el paso de los meses en una animadversión palmaria. A menudo lo hostigaba con comentarios que buscaban intencionadamente provocarle un sentimiento de culpa y lo comparaba con sus hijos desaparecidos. Daba la impresión de que en cierta manera lo consideraba responsable de las desgracias de sus hermanos, y de haber atraído hacia su familia las injusticias del destino con su negativa a tomar el hábito.
«¿Y qué soy ahora?—se preguntó Bahn—. Un soldado, sí, pero no un guerrero.»
Sólo la familia que formaba con su esposa y sus hijos le brindaba la sensación de haber logrado algo en el camino que había elegido seguir junto a Marlee. Se esforzaba en ser un buen marido y un buen padre, de modo que le dolía más cuando fallaba a su familia de lo que nunca le habían herido los reproches de su madre.
«Bueno, basta —se dijo—. Mantendré unida esta familia cueste lo que cueste.»
La ceremonia llegó a su fin y la niña regresó a los brazos de sus padres con las mejillas arreboladas de la agitación y su fino cabello todavía impregnado del olor del humo. La familia se congregó en una pequeña plaza en el exterior del templo, bajo la luz radiante del sol que casi habían olvidado durante el tiempo que habían pasado en el interior. Desde allí se dirigieron a la casa de su tía, de la que sólo distaban un par de calles, donde se celebraría una recepción con comida aportada por todos los parientes, cada uno en la medida de sus posibilidades.
Reese caminaba junto a Bahn y su familia. Hizo carantoñas a Ariale y Juno con idéntica jovialidad y charló con Marlee sobre la ceremonia y otros asuntos intrascendentes, con el ruido de fondo de los cañones, que rugían al sur. La constancia y regularidad de su sonido permitió a Bahn colegir que sólo era el rutinario fuego cruzado. «Tal vez los mannianos se han dado por vencidos esta vez», pensó Bahn, y deseó con todas sus fuerzas que así fuera.
Marlee y él caminaban cogidos del brazo mientras que Reese llevaba a la niña. Juno los seguía. Marlee miró a su marido como diciéndole: «Bueno, venga, pregúntale.» Bahn le hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—¿Todavía no has recibido noticias de Nico? —preguntó a su cuñada.
Ésta dio un empujón hacia arriba a la pequeña Ariale para afirmarla sobre su cadera antes de responder:
—La semana pasada llegó una carta que, a juzgar por su aspecto, debió darse un chapuzón en el mar. No entendí nada de lo que decía, pero sí, era de Nico. Eso es todo lo que pude descifrar de su letra terrible.
—Por fin buenas noticias —repuso Marlee—. Aunque no hayas podido leerla. Estoy segura de que las cosas le irán muy bien... dondequiera que esté. —Marlee dejó que sus palabras quedaran suspendidas en el aire con la esperanza de que Reese las recogiera y les contara algo más sobre el paradero del chico, pero ésta no lo hizo.
Según abandonaban la plaza vieron a un monje menesteroso de mediana edad sentado en el suelo con un platillo frente a sí. En cuanto el monje reparó en que el grupo se acercaba, se levantó y se abalanzó sobre ellos ofreciéndoles bendiciones y agitando su platillo. Salvo por la túnica mugrienta no tenía ningún aspecto de monje. Una cicatriz amoratada le recorría el rostro desde la frente hasta la barbilla y no se había afeitado la cabeza en días.
Bahn se dio cuenta enseguida de que no era más que un impostor. Desde que el ayuntamiento había prohibido la mendicidad salvo a los religiosos, habían proliferado los hombres que se ponían encima una túnica y se afeitaban la cabeza para hacerse pasar por monjes.
«Menudo farsante», se dijo Bahn, a punto de estallar de ira.
—Dios os bendiga —dijo el hombre de la túnica negra con extrema amabilidad cuando un par de monedas repiquetearon en su platillo.
Para quitárselo de en medio, Bahn le dio un empujón, pero lo hizo con más fuerza de la que era su intención. El farsante dio un grito de sorpresa, su platillo se estrelló contra el suelo y las monedas resplandecientes salieron rodando en todas direcciones.
Todos los familiares se detuvieron y fulminaron a Bahn con la mirada. Incluso su hijo Juno lo observó con perplejidad.
«Lo siento —se imaginó disculpándose ante todos ellos—. Anoche contemplé cómo morían nuestros hombres mientras vosotros dormíais plácidamente gracias a ellos. Y luego, esta mañana, me he tirado a una puta que seguramente estaba plagada de infecciones, condenada a esa vida mísera por culpa de la pobreza y de las necesidades retorcidas de maridos caprichosos como yo.»
Sin embargo, no dijo nada. En cambio, esbozó la sonrisa de disculpa del buen marido y del buen padre, cogió a su hijo de la mano y siguió caminando.