Capítulo 32

El Ministerio

La sede del Ministerio de la Guerra era enorme, tanto que sus corredores y salones, la mayor parte del tiempo desiertos, hacían pensar que el edificio estaba abandonado, pues uno podía recorrerlos sin llegar a cruzarse nunca con un alma. Además reinaba un silencio similar al de un museo o una biblioteca; de vez en cuando podía oírse un murmullo de voces al otro lado de las macizas puertas de tiq y, en los salones, el continuo y pesado tictac de los relojes. Del parque que lo rodeaba llegaban los ladridos de los perros y los gritos de los niños, si bien atenuados por los centenares de ventanas de marcos blancos que inundaban de luz el interior del edificio, y cuyos vidrios vibraban ahora con el distante estallido de los cañones.

En las zonas críticas del ministerio había apostados centinelas que permanecían quietos como estatuas y apenas aportaban su presencia, y que observaban con mirada perdida a los escasos funcionarios que diariamente pasaban por delante de ellos.

Eso mismo hacía la pareja de soldados que veía a un hombre a buen paso a la cámara del general, cuya puerta custodiaban. Ya lo conocían, pues era el asesor jefe de Creed y solía visitar el despacho del general varias veces a lo largo de la jornada. Sin embargo, advirtieron que ese día su rostro estaba más pálido de lo habitual y sus pisadas aporreaban el suelo con el ritmo estrepitoso de un corazón acelerado. Según se aproximaba, también repararon en los trocitos cuadrados y verdes de hoja de graf pegados en el rostro para cubrir los cortes que se había hecho al afeitarse y en que llevaba su negra cabellera despeinada.

El secretario personal del general, el joven Hist, levantó la mirada cuando el hombre pasó como una exhalación junto a su escritorio pulcramente ordenado y abrió la boca para decir algo. Sin embargo, los centinelas apostados en la puerta se le adelantaron.

—¿Asunto, teniente Calvone? —entonó uno de los guardias cuando el hombre se detuvo respirando entrecortadamente frente a ellos.

—No tengo tiempo —espetó Bahn, que se abalanzó sobre la puerta sin dar tiempo a los centinelas a apartarse.

—¡Despacho urgente, general! —anunció Bahn, irrumpiendo en la cámara con un trozo de papel aferrado en la mano.

El general Creed, Señor Protector de Khos, no dijo nada. Estaba sentado con los ojos cerrados en una silla abatible de piel mientras su anciano conserje, Gollanse, se dedicaba a la tarea diaria de recogerle en trenzas su larga cabellera.

—General —insistió Bahn, y como continuó sin obtener respuesta de Creed suspiró y pensó para sí: «No hay forma de alterar a este hombre.»

Gollanse tarareaba de una manera poco melodiosa mientras acababa de arreglar el pelo del general, que a la luz del sol parecía el plumaje de un cuervo, apenas con visos canos a la altura de las sienes. El general se enorgullecía de su melena, y durante la batalla la dejaba suelta, pues sabía que daba un aire juvenil a su rostro ajado.

Creed exhaló un suspiro cuando Gollanse le dio unas palma— ditas en la espalda para indicarle que ya había terminado.

El general se levantó de la silla y miró a Bahn por primera vez desde que su asesor había entrado en el despacho.

—Traigo un informe —dijo Bahn desde el otro lado de la cámara—, Es de Minos, señor. Lo envía uno de sus agentes destinados en Lagos.

—Léemelo.

Bahn se aclaró la garganta.

—«Ministerio de Inteligencia, Al-Minos, Sección Exterior. General Creed, le informamos de que uno de nuestros agentes destinados en la vecina Lagos ha interceptado un mensaje imperial. En este mensaje se felicita al almirante Quernmore por su aportación en la extinción de la reciente revuelta que se produjo en la isla. Además se le revocan las disposiciones previas de regresar inmediatamente con la Tercera Flota a Q'os y se le ordena permanecer en Lagos por tiempo indefinido a la espera de nuevas instrucciones. Creemos que todo esto puede implicar algún tipo de acción contra los Puertos Libres.»

Bahn ya había leído y releído varias veces la nota y, sin embargo, volvieron a temblarle las manos. «Vamos, hombre, tranquilízate. Quizá no signifique nada.»

—Fue enviado con un pájaro mensajero hace cuatro días, señor. Lo recibimos esta mañana.

El general Creed no reveló ninguna muestra de alarma, si bien Bahn ya esperaba esa reacción serena de su superior. Desde el fallecimiento de su esposa, tres años atrás, el general había dejado de alterarse por lo que acontecía en aquella guerra interminable contra los mannianos; era como si nada pudiera ser peor que las noticias que había recibido el día aciago de su fallecimiento.

—Ya me extrañaba a mí que estuvieran tan tranquilos últimamente —masculló el general Creed desde el otro lado de la habitación. Se había dado la vuelta con las manos cogidas a la espalda para asomarse a la ventana, desde donde se dominaba el Escudo.

Pese al significado implícito de sus palabras, el tono tranquilo del general de algún modo calmó a Bahn, que una vez más se dio cuenta de la confianza ciega que tenía en la capacidad de liderazgo de ese anciano.

«Se ha convertido en un padre para mí —discurrió Bahn—, y yo soy como su hijo adolescente.»

Bahn tiró de una de las dos sillas de madera que había frente al escritorio y se dejó caer en ella. Él estaba hecho de una pasta muy distinta a la del general. Esa mañana, poco antes del amanecer, Hanlow —del servicio de inteligencia khosiano— lo había arrancado de la larga noche en vela que había pasado dándole vueltas a la cabeza. Lo había ido a visitar de buena mañana y en el recibidor de su casa le había entregado el despacho, el original con la versión ya descifrada garabateada en el margen. Hanlow le había dicho que el general todavía debía de estar durmiendo y que no quería dejarlo sin más encima del escritorio. Cuando hubo leído la nota, Bahn levantó los ojos para encontrarse con los de Hanlow y carraspeó. «De acuerdo», le dijo. Él se encargaría de entregarlo personalmente a Creed.

Cuando el mensajero se fue, convirtió la simple tarea de encontrar la bota del pie izquierdo en una discusión con su esposa. La paciencia de Marlee sólo había conseguido aumentar su repentino mal humor, y había recorrido la casa hecho una furia, arrojando por los aires todo lo que caía en sus manos durante la búsqueda de la bota perdida, con una ira frenética creciendo en su interior, un sentimiento nuevo para él y totalmente ajeno a su naturaleza.

Se había vuelto para encarar a Marlee y le había gritado en un arrebato tan insólito como si le hubiera pegado. Su hijo había huido de la habitación y Ariele había roto a llorar en el dormitorio del piso superior.

Marlee lo perseguía habiéndole con voz queda, sin dejarle espacio para respirar. Entonces, de pronto, se vio a sí mismo como a un extraño que se había apoderado de su cuerpo. Tomó conciencia de su voz, que retumbaba en todas las habitaciones de la casa —que empezaban a recibir la luz del sol—, atónito por las cosas que oía decir a su mujer y a sí misma por culpa de la cólera que lo corroía sin ningún motivo.

Finalmente, Marlee lo había agarrado con fuerza del brazo.

—¿Qué ocurre? —le preguntó con un hilo de voz.

Bahn se obligó a mirarla a los ojos y pareció volver en sí.

«Pero ¿qué estoy haciendo?», se había preguntado, recuperando su habitual carácter.

Exhaló un largo suspiro y acarició el brazo de su esposa como disculpándose.

—Puede que nada —respondió suavemente.

Y tiró de Marlee para acercársela y sepultó el rostro en su cabellera impregnada del aroma de bayas, agarrando a su esposa por su talle esbelto para apretarla contra sí. Y durante ese abrazo sintió cómo toda la fatiga acumulada durante la guerra caía sobre él, como si de pronto un anciano se quitara de encima todos sus años de vejez y se los endilgara a un muchacho sin culpa alguna. Y pensó de nuevo, temblando: «¿Qué estoy haciendo?» Pues la respuesta a esa pregunta parecía contener todo lo que había amado o se había propuesto en su vida.

Marlee sujetaba en una mano la bota perdida, que acababa de encontrar. Ambos apoyaban la frente en la del otro y sus ojos relumbraban. Bahn besó el rostro de su esposa, todavía con el papel del despacho apretado en la mano.

—¿Cuál es su opinión, señor?—preguntó ahora Bahn, humedeciéndose los labios resecos con la lengua—. A mi juicio, planean una invasión.

El veterano guerrero estaba lo suficientemente cerca del cristal de la ventana como para empañarlo con su aliento. Limpió el vaho del vidrio de una pasada con la manga.

—Sí, ¿verdad?

—¿De Khos?

El general meditó unos instantes antes de responder.

—Tal vez... no me sorprendería.

Ese puñado de palabras bastó para dejar lívido a Bahn.

—Por lo más sagrado, rezo por que el destino no nos tenga preparado algo así.

Creed permaneció un momento en silencio, entornando los párpados mientras contemplaba el Escudo, que se extendía debajo.

—También yo —masculló—. Debemos informar al gabinete.

Bahn observó detenidamente el perfil del general, vagamente recortado contra la luz que entraba por la ventana. Por un momento que apenas si duró un segundo, o a lo sumo dos, la mandíbula de Creed tembló.