Capítulo 4

Banderas de conquista

Tengo hambre —refunfuñó el joven sacerdote Kirkus.

La mujer tendida en el diván frente a él le dedicó una sonrisa que casi escindía en dos sus facciones marchitas y que mostraba una dentadura perfecta que en realidad no era suya.

—De acuerdo —repuso en un arrullo la vieja sacerdotisa, trazándose espirales en su barriga reluciente con una uña pintada, siguiendo los surcos de las estrías y alrededor del anillo de oro prendido del ombligo—. El poder de la carne es fuerte, Kirkus, pero sólo adquiere su auténtica divinidad cuando actúa en concordancia con la voluntad. Rechaza tu hambre. La próxima vez que comas hazlo porque tu voluntad tiene tanto peso en la decisión como tu estómago. Así es como potenciamos al máximo nuestros apetitos para que exijan el poder. Así es como llegamos a Mann.

Kirkus gruñó irritado.

—Empiezas a aburrirme. Lo único que me das son sermones que ya he oído miles de veces.

La risa entre dientes de la sacerdotisa le recordó el rechinamiento de un papel de lija frotado a propósito contra el suelo. Eso sólo consiguió crisparle aún más. Sin dejar de reír, la sacerdotisa incorporó su cuerpo esquelético en el diván y se dio la vuelta para poner al sol la espalda surcada de arrugas. Sus carcajadas se precipitaron por la borda de la gabarra imperial y se zambulleron entre las salpicaduras y los movimientos parsimoniosos de los remos en las aguas marrones del Toin. En la lejana ribera embarrada, un cocodrilo se agitó y, en un abrir y cerrar de ojos, se sumergió en las mansas aguas de la corriente.

De repente, los dientes superiores de la sacerdotisa chocaron con los inferiores y ya no se separaron.

—Me parece que estás perdiendo el control, jovencito, ¿mmm? Todavía estás a medio hacer y ya te crees el nuevo Santo Patriarca. Muy bien, pero entretanto estamos inmersos en tu viaje por el Imperio, y soy yo quien te instruirá hasta que demuestres que eres digno de la fe. Son cosas que debes saber... más que saber, que necesitas interiorizar, sentirlas en las tripas.

—Ya las siento en las tripas —espetó el muchacho—. Ese es el problema, vieja bruja.

La sacerdotisa lo contemplaba con una admiración comedida. Kirkus sabía que era su discípulo predilecto y, a veces, cuando lo miraba de esa manera, le parecía estar frente a una escultura obsesiva que se ha pasado años encerrada en su ático y que observa embobada y con una devoción desmedida su más reciente y estimada creación. Kirkus apartó la mirada de aquellos ojos ávidos, en parte asqueado, y se volvió hacia la esclava apostada detrás de su diván, que lo ventilaba con un abanico de plumas de avestruz. Estaban en la zona reservada, aislada del resto de la cubierta. La esclava era una muchacha nathalesa, delgada, con una cabellera pelirroja que se precipitaba sobre sus pechos pequeños y firmes, con las cuencas oculares vacías escondidas tras un pañuelo de seda color melocotón y las manos enfundadas en unos guantes blancos: una medida de prevención por si de manera fortuita tocaba las pieles divinas de Mann. «Apetitos», pensó perezosamente Kirkus al reparar en la tersura de la piel de la esclava, que se alisaba al ritmo regular de sus movimientos. Por un momento, su imaginación echó a volar y se vio poseyéndola allí mismo, en la cubierta: esa muchacha ciega y sorda sin otros sentidos que el tacto, la experiencia del dolor fusionado con el placer. De pronto, se dio cuenta de la reacción física que la fantasía había provocado en su cuerpo.

—Paciencia —dijo jocosamente la sacerdotisa, posando con descaro la vista en la prueba que delataba el repentino entusiasmo del muchacho—. Desembarcaremos en la próxima ciudad al mediodía. Estoy segura de que has oído hablar de ella. Se llama Skara-Brae.

Kirkus asintió. Aparte de que había leído sobre la ciudad mientras estudiaba la obra titulada Descripción del Imperio, escrita por Valores, quería ahorrarse otra conferencia de la sacerdotisa.

—Podemos buscar más juguetitos para tu ceremonia de iniciación. Y después visitaremos al sumo sacerdote de la ciudad, y ya con él comeremos y beberemos hasta reventar.

—Ojalá sólo fuera comida lo que ansío —señaló en tono melancólico, lanzando otra mirada descarada a la esclava.

—Mi pobre pequeñín debilucho... Al final, todos los sacrificios habrán valido la pena. Ten fe en esta vieja que sólo te desea lo mejor.

La sacerdotisa posó unos instantes la mirada en el río y su gesto se relajó mientras rememoraba algún episodio lejano en el tiempo, quizá su propia iniciación como sacerdotisa. De pronto, sus facciones adquirieron un efímero aire juvenil, como tocadas por el encanto del recuerdo.

—Durante la noche de la Hecatombe Selectiva —dijo sin apartar la mirada del agua—, te sentirás tan colmado que, cuando des rienda suelta a tus apetitos, comprenderás por fin qué significa ser una figura divina. Te lo garantizo, querido mío.

«Otro sermón», se lamentó Kirkus para sus adentros. Sin embargo, se tragó su fastidio y asintió con un gruñido, aunque sólo fuera por que la anciana se callara, y la dejó recrearse en su inútil sabiduría. A fin de cuentas, la anciana sacerdotisa ya lo había perdido todo, empezando por la belleza, y ni siquiera ejercía un poder real en la corte de la madre de Kirkus.

Kirkus intentó pensar en otras cosas. Escudriñó el agua y la lejana ribera, en busca de algo interesante con lo que entretener su mirada errante; pero sólo veía pájaros, insectos zumbando en el aire y algún que otro zel de franjas blanquinegras bebiendo agua en la orilla. Ya estaba hastiado de todo aquello. Llevaba doce días recorriendo aquel río hediondo y aletargado del interior del Imperio, a los que debían sumarse los diez largos meses previos de viajes y visitas a lugares de interés, y en todo ese tiempo nunca se le había concedido un momento de libertad para hacer lo que se le antojara.

Sin embrago, ¿qué podía hacer? Después de todo, la vieja bruja era su abuela.

El Toin era uno de los grandes ríos que desembocaban en el Midéres. Discurría desde las tierras altas de las imponentes montañas de los Aradéres, primero como una red de torrentes impetuosos y luego como afluentes del Lago de las Aves, desde donde ya partía como un único cauce que iba ensanchándose y que en algunos tramos superaba el laq de anchura. El río era un elemento capital en el comercio de Nathal, y a lo largo de su cauce natural se encontraban todas las grandes ciudades de la nación.

Los nathaleses eran un pueblo orgulloso de su patria. Nunca habían sido conquistados por las naciones vecinas —Serta al oeste, Tilana y Pathia al este—. El esplendor cultural de Nathal se había desarrollado ininterrumpidamente durante mil años, con la filosofía, la educación y las artes a la cabeza. Cuando el daoísmo penetró sus fronteras, lo absorbieron como hacían con todas las corrientes de pensamiento novedosas y lo incorporaron a la larguísima lista de religiones que se practicaban y se cultivaban en su territorio.

Sin embargo, ya no tenían motivos para el orgullo. Hacía quince años que su preciada independencia había sucumbido bajo las botas de suelas tachonadas del Sacro Imperio de Mann. Se enzarzaron en una breve guerra de guerrillas contra las fuerzas de ocupación, pero al final incluso esos grupúsculos de la resistencia habían sido aniquilados. Las violentas represalias que habían padecido ciudades enteras de Nathal como pago por su rebeldía habían convencido a sus orgullosos habitantes de que era mejor someterse. Ahora, Nathal era una provincia más del Sacro Imperio y, como el resto de las naciones subyugadas, su administración recaía en la jerarquía sacerdotal de Mann. Se habían ilegalizado sus religiones tradicionales, y todos los preceptos y creencias que chocaban con la fe en la carne divina se habían censurado.

Cuando la inmensa gabarra imperial arribó a los muelles de Skara-Brae, el margen del río era idéntico al del resto de los asentamientos del interior del Imperio. En las fachadas de los edificios, tanto viejos como nuevos, había colgados carteles de dimensiones desproporcionadas donde se representaban mediante dibujos los productos y servicios ofrecidos para quienes desconocían la lengua franca. En el exterior de los almacenes se agolpaban corrillos de desempleados con la esperanza de conseguir un trabajo para aquel día, mientras patricios orondos rodeados por sus guardaespaldas supervisaban la carga y descarga de sus preciados cargamentos. Prostitutas y mendigos aguardaban en las bocacalles de los callejones, muchos de ellos con el aspecto enfermizo de quien no ha conseguido su dosis habitual de droga. Por todas partes se veían las tropas auxiliares desplegadas para el mantenimiento de la paz. La mayoría de los soldados, reclutados entre la población autóctona, iban uniformados con armaduras blancas de piel y lucían la expresión precavida de quienes se saben profundamente despreciados por su propio pueblo.

Por mucho que los nathaleses clamaran al cielo por su independencia, era innegable que la ocupación había tenido un efecto positivo en al menos un aspecto. Hacía quince años aquel puerto no era más que un emplazamiento donde se intercambiaban cuatro productos, aletargado como las aguas del río que lo bañaba. Ahora se había convertido en un hervidero de actividad comercial.

La gabarra se detuvo y se hizo el silencio en la orilla. De repente, sesenta remos se irguieron al unísono en el aire. Un destacamento del cuerpo de acólitos, armados con lanzas y espadas largas —y algún que otro rifle— enfilaron a la cabeza por el muelle. Iban ataviados con pesadas cotas de malla por debajo de las rodillas, una tortura con aquel calor, si bien los hombres y mujeres del cuerpo de sacerdotes guerreros no daban muestra alguna de incomodidad, con los rostros ocultos tras máscaras blancas sin otras facciones que los orificios imprescindibles para ver y respirar. Llevaban la cabeza oculta en la capucha de la túnica blanca propia de la orden, que vestían sobre las cotas. Estas túnicas estaban hechas de una tela vaporosa y tenían diagramas bordados en hilo de seda también blanco, por lo que desprendían sutiles reflejos a la luz del sol. De sus filas emergió raudo un emisario que se adentró en la ciudad con un mensaje para el sumo sacerdote y gobernador, quien aquella noche tendría invitados a cenar, le gustara o no la idea.

El destacamento de acólitos se desplegó entre la multitud con la confianza innata de los fanáticos nacidos y criados para un propósito, apartando a empellones a los ciudadanos para despejar una vasta superficie circular. Una vez logrado su objetivo, obligaron a las personas que tenían más próximas a ponerse de rodillas. Las tropas auxiliares locales siguieron el ejemplo de los acólitos y postraron a la fuerza a niños y ricos mercaderes sin distinción, hasta que sólo quedaron en pie los propios acólitos.

A continuación aparecieron dos sacerdotes recostados sobre un aparatoso palanquín portado por una docena de esclavos encadenados unos a otros con grilletes alrededor del cuello. El cuerpo de acólitos formó en filas. A su alrededor, centenares de rostros tenían la mirada diligentemente clavada en el suelo, o al menos lo intentaban, ya que con el rabillo del ojo echaban un vistazo a aquellos seres que proclamaban su naturaleza divina, si bien no veían mucho: sólo dos figuras recostadas en el palanquín con los rostros ocultos tras unas máscaras de oro y con las cabezas afeitadas y relucientes.

Un bramido puso en marcha la procesión por las calles de la ciudad, más tranquilas que el puerto. El silencio quedó roto por el estrépito de las botas de suelas tachonadas contra el suelo adoquinado y el alarido esporádico del capitán del cuerpo de acólitos para dar una orden. A la cabeza de la comitiva marchaba un joven que portaba el estandarte imperial con la mano roja de Mann estampada. Los soldados saltaban continuamente de la formación, de uno en uno o en parejas, para obligar de mala manera a los concurrentes a postrarse.

—Capitán —dijo con suavidad la anciana, de nombre Kira, dirigiéndose al comandante de la escolta—, déjelos tranquilos de momento. Si están con la panza pegada al suelo, no los vemos.

El capitán asintió y transmitió la orden.

Los sacerdotes recostados en el palanquín iban ataviados con las mismas túnicas blancas que el cuerpo de acólitos, cómodamente arrellanados y picoteando a su antojo frutos secos que se introducían en la boca a través de la estrecha rendija de sus máscaras y que suponían el único alimento que Kirkus estaba autorizado a comer por el momento. Sus miradas irradiaban entusiasmo, pues hacía dos días de su última incursión en una población de Nathal y ambos necesitaban las distracciones que ofrecía la ciudad.

Kirkus fue quien vio primero algo que le llamó la atención: una muchacha descalza y con los pies sucios que vendía los palitos de keesh que llevaba en una cesta.

La vieja sacerdotisa observaba a su joven protegido, advertida de su interés. Mantuvo pacientemente la mirada en él hasta que Kirkus se aclaró la garganta.

—Esa —aseveró, señalando con el dedo a la joven.

El comandante dio una orden y un pelotón de acólitos se escindió de la formación de vanguardia y rodeó rápidamente a la muchacha. Le tiraron la cesta al suelo y la arrastraron a pesar de su violenta oposición hasta la cola de la comitiva. Los ciudadanos que aún estaban de pie gritaron alarmados y algunos incluso hicieron el ademán de socorrer a la joven, sin embargo, varios compatriotas los contuvieron, tanto por su propio bien como por el de todos.

Todo lo que podían hacer se reducía a observar cómo la engrilletaban y la conducían detrás, chillando y lanzando miradas a diestro y siniestro en busca de ayuda. Los ojos de la gente diseminada por la calle adquirieron una descarada expresión de desafío: era la única forma de protesta que les quedaba. Pero ni siquiera esto les duraría demasiado.

Llegó el turno de la abuela Kira, que con un chasquido de sus dedos ordenó al destacamento de acólitos que cargara contra la hostil población. Al punto, la gente se dispersó en todas direcciones, espantada por la repentina acción violenta de los sacerdotes guerreros, que empezaron a extraer a rastras cuerpos de la refriega.

—Fantástico —observó Kirkus con desdén—. Ya has ahuyentado nuestro divertimento.

—La ciudad es grande. Hay muchas calles.

Kira tenía razón, por supuesto. Las calles de los barrios por los que prosiguió la comitiva estaban más tranquilas que las que dejaban en su estela. Seguramente ya había corrido la voz, pues había menos gente de lo que cabía esperar. Aun así se veía personas enfrascadas en sus quehaceres cotidianos, quizá convencidas de que los rumores eran exagerados o simplemente porque no se les pasaba por la cabeza que pudieran ser las elegidas. Para entonces ya nadie miraba directamente a la comitiva.

—¿Ves algo más de tu interés, querido?

Kirkus meneó la cabeza tras la máscara de contornos afilados. Sin embargo, observaba y examinaba con fascinación a todo el mundo, esperando a que algo atrapara su atención.

—A veces me pregunto —reflexionó en voz alta Kira, estudiando de arriba abajo a la muchacha que marchaba engrilletada en la cola de la procesión— si no habremos perdido algo a cambio de ganar un imperio. Por lo menos, a veces tengo esa impresión. Por cada conquista hay una pérdida. Y por cada pérdida una conquista. Hubo un tiempo en el que teníamos que hacer esto con sigilo y valiéndonos de artimañas, centrarnos en borrachos que regresaban tambaleantes a casa desde las tabernas, niños que correteaban de noche por las calles, viajeros incautos en las carreteras... Aunque de eso ya hace mucho tiempo, en mi memoria esos recuerdos perviven en cierta manera como una época dorada.

Kirkus apenas le prestaba atención y seguía ojo avizor, esperando... esperando...

El palanquín se detuvo finalmente en la bulliciosa plaza de un mercado. Kirkus adivinó que se encontraban en el centro de la ciudad porque, ¿en qué otro lugar podía esperar uno toparse con una aguja de acero herrumbroso que se eleva verticalmente treinta metros del suelo pavimentado? Contempló el enorme monumento que dominaba el mercado.

Su abuela se percató de su asombro.

—Fue idea de Mokabi. Cuando la ciudad cayó... —empezó a explicar Kira.

—Ya lo sé —la interrumpió Kirkus.

La población local no parecía prestar demasiada atención al monumento, abstraída en sus propios asuntos. Kirkus se fijó en las coronas de flores amontonadas en la base veteada del monumento cercado por los soldados que vigilaban la muchedumbre.

La ciudad de Skara-Brae había sido el último baluarte de los nathaleses durante la Tercera Conquista. Hano, la joven reina y cerebro militar de Nathal, después de sufrir la derrota definitiva en el campo de batalla, había huido en estampida con sus últimos ejércitos hasta Skara-Brae. El archigeneral Mokabi, comandante en jefe del IV Ejército, salió en su persecución y sitió la ciudad. Advirtió a la reina que si no abría las puertas, toda la gente refugiada en su interior sería asesinada. Se cuenta que al oír aquella amenaza la joven reina quiso entregarse, pero sus soldados y sus súbditos se lo impidieron. Al cabo, todos pagaron el precio de su desafío.

Cuando la ciudad finalmente cayó —a costa de cuantiosas bajas en el IV Ejército—, el general Mokabi decidió brindar a las tropas que habían participado en la conquista una fiesta a la altura de quienes tanto habían sacrificado durante la campaña. En primer lugar convirtió la ciudad en un gigantesco burdel en el que los soldados —cuando no mataban directamente a quienes no les interesaban— terminaban su desfogue asesinando a sus víctimas. Luego, en un momento de inspiración, el general ordenó que se forjara una aguja gigantesca fundiendo las armaduras de todos los hombres de su ejército que habían caído durante el asedio. Fijaron la aguja, de una longitud de treinta metros, a una base de hormigón, y luego la colocaron horizontalmente en la plaza de la ciudad, a la vista de todo el mundo.

Durante la quinta noche tras la caída de la ciudad, en medio de una orgía de excesos y alcohol, los hombres del archigeneral ensartaron uno a uno a los oficiales derrotados y a los miembros del gobierno de la ciudad y los fueron deslizando a lo largo de toda la aguja hasta el fondo; la mayoría moría antes de haber recorrido todo el trayecto. Cuando no quedó un hueco en toda la extensión del descomunal pincho, hincaron en la punta a la mismísima Hano.

El archigeneral hizo una señal y con un grito de saludo a la reina derrotada —al menos así lo narra Valores— trescientos prisioneros nativos de la ciudad irguieron la aguja repleta de cadáveres, que quedó instalada en la plaza como un monumento permanente que conmemoraba la conquista.

Era una historia apasionante, y cuando años después Kirkus conoció por fin a Mokabi, durante las celebraciones del cumpleaños de la Santa Matriarca —madre de Kirkus—, se quedó mudo ante él, incapaz de responder a las preguntas referentes a sus estudios que afablemente le hacía el anciano comandante; la presencia en carne y hueso de aquella leyenda viva del Imperio lo había dejado sin palabras. Sin embargo, ocurrió algo más, otro suceso, algo más sutil le había hecho silenciar su lengua juvenil delante del archigeneral y le había provocado varias noches en vela en su cámara del Templo de los Susurros hasta que por fin llegó a comprenderlo. Cuando el joven Kirkus había estrechado la mano enorme del general, algo de ese contacto con su piel fría y un poco sudorosa lo había espantado. De repente, todas las historias sobre las hazañas del general se habían convertido en algo más que meras palabras en las páginas de un libro. Aquel hombre, su mano poderosa, viva, que palpitaba aferrada a la suya, había liderado matanzas que habían acabado con miles de vidas, no sólo de soldados derrotados, sino también de mujeres y niños, de ancianos y bebés. En ese preciso momento, Kirkus se había sentido repelido por su tacto, como si un simple apretón de manos pudiera infectarlo de algo atroz, algo sucio. A partir de ese momento se le metió en la cabeza que su mano olía a sangre. Daba igual que se la frotara con el cepillo una y otra vez. Cuando por las noches se acostaba con la única compañía de sus pensamientos, todavía le parecía apreciar el tenue olor a sangre, su aroma metálico.

Esa sensación sólo se mitigó después de su decimocuarto cumpleaños, cuando por fin le permitieron compartir lecho con sus amigos del templo: a veces con Brice y Asam, pero pasado un tiempo sobre todo con Lara. Con las nuevas experiencias embriagadoras que ello conllevaba, la obsesión por ese olor a sangre quedó arrinconada en su mente. Por entonces también se intensificaron sus estudios sobre los rituales de Mann y experimentó su primera purga. Su madre le permitió ser testigo cada vez con mayor asiduidad de las intrigas y las responsabilidades que acarreaba su recientemente fortalecida posición en el trono. Con el tiempo Kirkus fue perdiendo su sensibilidad interior. Aprendió a valorar la necesidad de las acciones despiadadas y a despreciar el egoísmo básico de la compasión. Y en las raras ocasiones en que se sentía superado por una sensación de corrupción, ya fuera al posar la mano en el picaporte grasiento de una puerta o en un vaso de vino compartido con los amigos, incluso al zambullirse en una piscina por la que habían pasado otros cuerpos, se aseguraba de hallarse en la intimidad de sus aposentos antes de sucumbir al impulso de frotarse la mano hasta dejársela en carne viva. Después de todo era un sacerdote iniciado de Mann, y el siguiente en la línea de sucesión al trono. No podía mostrarse débil en público.

—¿Vienes? —le preguntó su abuela, descendiendo del palanquín.

Kirkus apartó la mirada de la aguja gigante y más concretamente de las manchas de óxido que la recubrían y miró fijamente a su abuela unos segundos antes de comprender el significado de sus palabras. Hizo un gesto de negación con la cabeza y se quedó contemplando a la vieja sacerdotisa mientras deambulaba por el mercado acompañada únicamente por sus esclavos personales, probando a su antojo los dulces y los vinos locales. Rechazó la protección de una escolta y confió su vida al poder intimidatorio de su túnica blanca, que a su paso escindía en dos a la multitud.

Kirkus permaneció un rato sentado en el palanquín, saboreando las posibilidades que se le ofrecían y fantaseando con los nativos que le hacían tilín. Cuando por fin tuvo la certeza de a quién deseaba, se puso en pie.

Esta vez con más calma señaló a los individuos que le habían llamado la atención: dos bellas hermanas de melena rubia casi hasta el suelo, un carnicero gordo que aferraba el cuchillo con soltura y que podía plantar cara a cualquiera en una pelea, un muchacho que le recordaba a Asam —su amigo de la infancia— y una vieja pescadera que conservaba un talle espigado, de carnes prietas y sugestivas.

Las tropas de acólitos irrumpieron entre la multitud y capturaron a las personas indicadas antes de que pudieran huir. Los gritos de los apresados se perdían en el fragor general del mercado. Kirkus contemplaba hipnotizado la conmoción desatada, el revuelo y el alboroto que se propagaba por toda la plaza; los amigos y los familiares angustiados de los elegidos se aferraban a ellos para que no se los llevaran de su lado, pedían ayuda a voz en grito a la multitud que los rodeaba. Uno a uno fueron apresados y los alaridos de consternación crecieron en intensidad hasta superar el barullo propio del ajetreo del mercado.

Kirkus pensó entonces que, por larga que fuera su vida, con días como aquél jamás se aburriría.

Kira regresó con una cesta llena de productos deliciosos. A su espalda dejaba un mercado con los tenderetes y las cestas volcadas allí donde hubieran caído mientras los comerciantes huían de la plaza con la intención de dar la alarma a las calles adyacentes. Desde detrás del palanquín emanaba como una fuerza palpable la turbación de los nuevos esclavos que eran encadenados por turnos.

Pasadas varias calles, un hombre con un gastado uniforme de mensajero llegó cabalgando y se detuvo en la cabeza de la columna; su zel rayado se revolvía nervioso a causa de la atmósfera inquietante que rodeaba a la comitiva. El jinete intercambió dos palabras con el capitán y luego le entregó un trozo de papel doblado. A continuación dio media vuelta y se alejó espoleando su montura hasta ponerla al galope.

Kira leyó la nota con un desconcierto cada vez más notorio en los ojos.

—Al parecer nuestra llegada a la ciudad ha provocado algo más que miedo. Escucha lo que dice la nota: «Esta noche, cuando se reúnan con el sumo sacerdote Belias, estudien con detenimiento la conveniencia de su atavío. Debajo sólo encontraréis a un charlatán.»

—¿Está firmado? —inquirió Kirkus, sólo medianamente interesado.

—«Un súbdito fiel de Mann.»

Kirkus se encogió de hombros.

—Siempre ocurre lo mismo allá donde vamos —comentó con desdén—. Es evidente que el sumo sacerdote tiene sus propios enemigos y ahora esperan aprovechar tu presencia para prosperar.

—Tienes un cerebro privilegiado cuando te decides a utilizarlo. Es probable que estés en lo cierto. Sin embargo, estudia con atención al sumo sacerdote. Es una habilidad que has de adquirir; debes aprender a diferenciar a los auténticos creyentes de los farsantes, y luego saber cómo manejarlos si se demuestra su impostura.

—Si eso ocurre, nos deshacemos de ellos, ¿qué más tengo que saber? —respondió, devolviendo la atención a la calle, todavía a la búsqueda de presas.

—A veces tu falta de imaginación me asusta —repuso su abuela con voz cantarina tras la máscara—. Tenemos que trabajar ese defecto. —Chasqueó los dedos para reclamar la presencia del capitán del cuerpo de acólitos—. Creo que iremos ahora a la mansión del sumo sacerdote —ordenó—. Deseo descansar un rato antes de cenar con el hombre que gobierna nuestra ciudad.

—Como deseéis —asintió el capitán, inclinando respetuosamente la cabeza.

El cortejo reemprendió el paso con vigor.

—Me aburro como una ostra —se quejó Kirkus sin dirigirse a nadie en particular.

El joven sacerdote era un mero invitado a la cena, pero lo habían sentado a la cabecera de la mesa, donde había estado bebiendo el peleón vino seratiano a largos sorbos, como si fuera agua.

—No le hagáis caso —recomendó Kira a la familia anfitriona de la velada—. Sólo está bebido.

Belias, el sumo sacerdote de la ciudad, y, por tanto, su gobernador, expresó su comprensión con una sonrisa ligeramente nerviosa, secándose con un pañuelo el sudor que se le acumulaba en la calva. Esa noche se sentía, por extraño que pudiera parecer, fuera de lugar, pese a que la cena tenía lugar en el salón de banquetes de su propia mansión, en la que acogía a aquellos dos visitantes procedentes de la remota Q'os, sede del Sacro Imperio de Mann. Quizá se debía a la manera en la que la vieja sacerdotisa lo miraba continuamente; había algo oculto en su mirada.

Volvió a rezar por que acabaran de comer de una vez y se retiraran temprano a sus aposentos para descansar. Belias necesitaba hablar con su equipo de gobierno y averiguar si la población de la ciudad había hecho caso del toque de queda decretado apresuradamente. Llevaba dos horas con sus invitados sin moverse de la mesa, fingiendo interés en la cháchara de la vieja y asombrándose de la velocidad con la que ambos devoraban su comida y se bebían su vino. No perdía la esperanza de que una simple oración contribuyera a que acabaran de una vez. Era obvio que no tardarían en saciarse.

Sentada en silencio a su lado estaba su esposa, rellenita, ataviada con las sedas más delicadas importadas de tierras remotas y con unas ostentosas joyas que no desmerecerían en una reina, o por lo menos en una reina de segunda, provinciana. La mujer lanzó otra mirada recatada al guapo y joven sacerdote sentado como un rey a la cabecera de la mesa. Kirkus seguía ignorando sus atenciones. También Belias hacía como que no se daba cuenta. Ya no le sorprendían los flirteos de su esposa, que siempre se había sentido atraída por el poder; a fin de cuentas por eso se había casado con él.

El sumo sacerdote dirigió la mirada hacia su hija Rianna. Siempre se volvía hacia ella cuando necesitaba ayuda o buscaba apoyo. La joven estaba susurrando algo al oído de su prometido, un hombre diez años mayor que ella. Éste era un joven emprendedor perteneciente a una familia patricia, hacía rato que había terminado de comer y observaba a los tres sacerdotes sentados a la mesa con una desconfianza apenas disimulada.

No se podía negar que formaban un grupo divertido, cenando en silencio en el salón de banquetes barrido por las corrientes de aire, sin más ruidos que la lluvia aporreando las ventanas de vidrios tintados, las bocas masticando, la cubertería tintineando y algún que otro comentario cortés. Eso y los chillidos de los esclavos, postrados bajo el chaparrón en el camino de gravilla de la entrada.

Belias había sido informado por su canciller de los incidentes acaecidos en las calles de Skara-Brae durante el día. En parte ése era el motivo de su copiosa transpiración y de que fingiera interés por los restos fríos de comida en su plato. A decir de todos, los ciudadanos estaban muy alterados y exigían que se les devolviera a sus seres queridos; si no lo conseguían, querrían sangre. La demostración pública de la ira de sus conciudadanos lo inquietaba enormemente, pues conocía demasiado bien el alma de los nathaleses y lo sencillo que resultaría movilizarlos para desatar una revuelta. Después de todo él era nathalés.

—¿Os encontráis bien, sumo sacerdote? —preguntó Kira con afabilidad, aunque Belias sabía que cuando aquella mujer daba muestras de amabilidad era como cuando un gato jugueteaba con un ratón.

El sumo sacerdote intentó recuperar la compostura. No, no se encontraba bien. Esa vieja bruja era la madre de la Santa Matriarca, y ese patán apoltronado en su silla a la cabecera de su mesa era ni más ni menos que el único hijo de la matriarca, probablemente el siguiente en la línea sucesoria del trono. Eso bastaba para distraer a un sencillo sacerdote de provincias.

—Estoy bien —se oyó respondiendo a la vieja sacerdotisa—. Estaba preguntándome... Veréis... ¿Para qué necesitáis adquirir tantos esclavos hoy?

La anciana tomó con delicadeza un sorbo de la copa de vino, con la mirada por encima del borde de cristal clavada en el sacerdote y se relamió.

—El zoquete de mi nieto, que ahí veis, celebrará muy pronto su ceremonia de iniciación —explicó con una voz que recordaba al crujido de una vieja escalera de madera—. Estamos recorriendo el río recopilando los elementos necesarios para el ritual, deteniéndonos en las ciudades llevados por el capricho. Estoy segura de que como sumo sacerdote que sois ya habréis cumplido con el precepto de la peregrinación. —Sostuvo la copa de cristal en el aire y la examinó unos segundos, como buscando alguna imperfección. Belias advirtió que fijaba los ojos en él a través del vidrio.

El sumo sacerdote asintió, sonriendo como un idiota, sin ofrecer una respuesta precisa. No, nunca había realizado el gran viaje, aunque no tenía ninguna intención de compartir esa información con ella. Era un viaje largo y terriblemente caro si pretendía hacerse con cierta comodidad; además, implicaba la participación en todo tipo de orgías y rituales en los que se rompían una serie de tabúes que probablemente acabarían definitivamente con su débil corazón. En cierta manera, simplemente nunca había encontrado el momento idóneo para realizar el viaje.

—Entiendo —repuso Kira. La sonrisa se esfumó de los labios de Belias, que no sabía qué entendía la anciana, y su corazón empezó a latir un poco más rápido. Se metió con desgana una rodaja de raíz dulce en la boca: un simple acto de aparente normalidad. Aunque el intento se le echó a perder cuando quiso tragarla sin masticarla lo suficiente y se le atoró en la garganta.

Su hija, con la frente cada vez más arrugada por la preocupación, le dio una copa con agua. El sumo sacerdote la vació de un trago y sonrió agradecido a Rianna. Aquella noche su hija llevaba un vestido de algodón de color verde pálido que contrastaba con su cabellera pelirroja, con el escote lo suficientemente alto como para ocultar el sello que, obedeciendo la insistencia paterna, nunca se quitaba del cuello. Belias la había regañado aquel mismo día, unas horas antes y en privado, por no llevar el sello a la vista, pues siempre lo ocultaba cuando estaba en compañía, y le había intentado explicar que no servía de nada si lo escondía, que perdía todo su valor como objeto disuasorio si la gente no lo veía. Pero Rianna nunca había acabado de comprender los riesgos que podría acarrear ser la hija del sumo sacerdote de la ciudad. En cierta manera, Belias esperaba que nunca tuviera que hacerlo.

Ahora, viendo la sonrisa que le devolvía su hija, el sumo sacerdote se arrepentía de haberle hablado entonces con tanta dureza, pese a que sabía que ya lo había perdonado. Siempre lo perdonaba.

Al menos se alegraba de que esa noche sus invitados sacerdotes no hubieran encauzado la conversación hacia temas doctrinales y referentes a los rituales. Siempre había procurado mantener a Rianna protegida de los tenebrosos entresijos de aquella religión, de sus secretos y sus rituales íntimos. Se congratulaba de la inocencia de su hija: era el único rayo de luz que iluminaba su prosaica existencia.

—¡Pero miradlo! —La vieja sacerdotisa clavó un dedo en su nieto. Aunque medio en broma, a su anfitrión Belias también le dolió—. Saciado de vino y con la barriga a punto de reventar y encima se queja de que se aburre. ¿Me creeríais si os dijera que ha visto desfilar ante sus ojos todo un imperio durante las últimas doce lunas, espectáculo que sólo un puñado de privilegiados están predestinados a ver? No, se limita a lloriquear exigiendo más, como el niñato malcriado que es.

Kirkus soltó un eructo atronador.

«No hay más señor que uno mismo», recitó Belias para sus adentros, como si de pronto se hubiera convertido en un fiel devoto de Mann, mientras contemplaba disimuladamente el estado de ebriedad del joven sacerdote repantigado en la silla. ¿De verdad podía ser ése el próximo líder político y religioso de un imperio que se extendía por dos continentes con súbditos de por lo menos cuarenta razas?

A diferencia de muchos compatriotas que preferirían morir en la lucha por la independencia, Belias se tenía por un hombre realista. Era éste un rasgo que consideraba infinitamente superior a todos los demás que pudiera atesorar y del que, lamentablemente, carecían sus paisanos nathaleses, con la excepción, quizá, de la clase mercantil, que era capaz de reconocer al instante la oportunidad de negocio en cuanto les tiraban la puerta abajo de una patada.

Muchos años atrás, cuando el ejército imperial se desplegó hasta las fronteras de Nathal y, casi inmediatamente, las cruzó, Belias había valorado la futura ocupación imperial en su justa medida: como un hecho inevitable. Así pues, tras la última batalla de la reina Hano y su ejército, justo allí, en su infortunada ciudad, de la que había tenido la suerte de estar muy lejos entonces —pues se hallaba en la finca familiar con su mujer y su hija—, y dado que era un joven político ambicioso, Belias había cambiado de bando, según los vientos que soplaban. Se convirtió ni más ni menos que en sacerdote de Mann, consciente de que ése era el único camino para progresar en la vida política del nuevo orden establecido. Había sido muy sencillo. Únicamente había tenido que invertir tres años estudiando en el recién inaugurado complejo de templos en Serat —adonde todo tipo de pueblerinos acudía con el propósito común de tomar el hábito de la orden— y después superar la Hecatombe Selectiva, un misterioso ritual que ponía el punto final a su período de iniciación en el credo de Mann.

No le había ido mal al cambiar de bando... y le gustaba recordárselo en las noches aciagas en que sufría el acoso de su conciencia. A fin de cuentas, ahora era el gobernador de su ciudad.

No obstante, y pese a todo este pragmatismo —o quizá precisamente gracias a él—, Belias conocía perfectamente el alma menos sofisticada de sus compatriotas. Un episodio como el vivido ese mismo día, una violenta cacería de esclavos pública por toda la ciudad, podía suponer la mecha que hiciera explotar una revuelta, a pesar de que a nadie se le escapaban las brutales represalias que acarrearía. Si ese levantamiento se producía, el sumo sacerdote Belias sería irremediablemente hombre muerto. Sería el primero en caer ajusticiado por su pueblo, que lo veía como una mera figura decorativa renegada. Y aunque milagrosamente consiguiera escapar del linchamiento público, el mismo estamento sacerdotal se desharía de él por haber permitido que se desencadenara la revuelta. Lo acusarían de débil y de no ser un verdadero sacerdote de Mann y lo despojarían de su túnica mediante el método más popular para despojar de la túnica a un miembro de la orden: empalándolo sobre una pira.

Y todo eso gracias a los fanáticos de Q'os sentados a su mesa, en su propia casa, en su ciudad, dándose un atracón a su costa, mientras sus apestosos esclavos permanecían hacinados en el camino de entrada a su mansión. Si los ciudadanos se sublevaban, la culpa sería de sus invitados, y puede que sus propios cuellos acompañaran al suyo en la horca. Pero eso no era ningún consuelo. Después de todo, la muerte es la muerte.

«Mann», concluyó el sumo sacerdote con amargura. La carne divina. Belias había puesto mucho interés en aprenderlo todo sobre la devastadora religión que había abrazado, y creía haber comprendido su verdadera esencia.

La santa orden de Mann no siempre había sido tan santa. En un tiempo muy remoto no había sido más que una oscura secta urbana, un rumor que se propagaba por las ciudades—estado de Lanstrada y que las madres utilizaban para asustar a sus hijos cuando las desobedecían. Eso había sido antes de que esa misma secta clandestina consiguiera la supremacía en la próspera ciudad—estado de Q'os —con una población subyugada por el miedo y la superstición tras años de epidemias y cosechas arruinadas—, donde el culto se hizo inesperadamente con el poder en una jornada conocida como «La noche más larga».

Espoleada por la victoria cosechada y por su ambición por consolidar el poder con la máxima celeridad, cuando tuvo la ciudad bajo su control, la secta invirtió las copiosas reservas de dinero de la ciudad en reformar el ejército y convertirlo en una maquinaría engrasada para las campañas de conquista. Su sueño: expandir el credo de Mann por todo el orbe. Las empresas militares iniciales se saldaron con fracasos; pero finalmente, dotadas con cañones de novedoso diseño —más certeros, menos propensos a explotar de manera inesperada y con un consumo menor de pólvora—, su suerte en el campo de batalla dio un giro de ciento ochenta grados. Este avance dio paso a una época de invasiones y conquistas que fue testigo de la forja atroz de un imperio en menos de medio siglo, tiempo en que cambió radicalmente la manera de hacer la guerra.

Durante esas cinco décadas de poder, la secta se había preocupado con toda la intención del mundo de dotarse de una esencia divina. En un relativamente breve período de tiempo había prosperado hasta asentarse como religión, y muchas de sus costumbres primigenias se habían afianzado como elementos tradicionales de la liturgia. La Hecatombe Selectiva era un ejemplo de esa transformación. Para los sacerdotes neófitos era un ritual de iniciación durante el cual perdían las puntas de los meñiques y debían sacrificar a un inocente con sus propias manos. Este acto de ruptura de los tabúes se realizaba con la intención de extraer de una manera definitiva la esencia primigenia del iniciado.

O ésa era la creencia, si bien al acabar el día de su iniciación Belias juzgó que no era más que una pifia. Él sólo había sentido náuseas durante la larga noche de su ceremonia. Los sacerdotes más devotos la repetían en numerosas ocasiones a lo largo de sus vidas, supuestamente para alcanzar un grado mayor de divinidad de la carne. Sin embargo, Belias nunca había repetido la experiencia, e intentaba con todas sus fuerzas no pensar demasiado en su única participación en la ceremonia. Nunca en la vida había contado a su familia lo que había hecho para conseguir la túnica blanca que indicaba su posición.

Hasta entonces no le había parecido importante no creer las tonterías fundamentales de Mann. Era un ambicioso sacerdote renegado de una religión que no loaba el desinterés ni el sacrificio, sino el poder y la divinidad autoproclamada. Por tanto, Belias, un hombre de una egolatría suprema en sus años mozos, nunca se había sentido un impostor.

No obstante, era curioso que, sentado a su mesa con esos dos indiscutibles fanáticos llegados de Q'os —auténticos sacerdotes en toda la extensión de la palabra, con sus cabezas cuidadosamente afeitadas y la tez perforada por abundantes ornamentos—, se sintiera por primera vez el charlatán que en realidad era. Esa idea le rondaba la cabeza mientras observaba la escena que se desarrollaba delante de él, con un mal presentimiento cada vez más intenso. Se preguntó de qué serían capaces sus invitados si alguna vez llegaban a sospechar de él.

Kirkus estaba irritado. El vino era pasable y la comida por lo menos llenaba. Sin embargo, las conversaciones más nimias eran tan forzadas y discurrían con tanta formalidad que se sentía como si hubiera pasado las últimas horas cenando con un puñado de cadáveres. No era la primera vez en los últimos seis meses que ansiaba estar de regreso en el Templo de los Suspiros, en compañía de sus amigos.

Un grito estridente procedente del exterior le hizo perder el hilo de sus furibundos pensamientos. Probablemente estaban persuadiendo de que se callara a uno de sus nuevos esclavos a base de azotes.

—Ya era hora —comentó el joven sacerdote, rellenando torpemente su copa por enésima vez. La arrogancia que exhibía se debía en parte a sus ganas de diversión. Kirkus no era de ningún modo el patán malcriado que quería aparentar, simplemente se entretenía dando esa impresión en ocasiones como aquélla.

Nadie respondió a su observación, en la mesa sólo seguía oyéndose el tintineo de la cubertería y las bocas masticando.

Kirkus enderezó las piezas de cubertería delante de él y las colocó de nuevo con sumo cuidado en su disposición inicial. Le rechinaron los dientes. Si no hacía algo pronto para paliar su aburrimiento, iba a enloquecer.

Kira y el sumo sacerdote habían entablado una conversación en voz queda, algo sobre el río y la distancia que debía de haber hasta el Lago de las Aves. Belias había empezado a sudar abundantemente, más aún que antes.

—¡Me aburro! —espetó Kirkus de nuevo, esta vez más alto, aunque todavía no tanto como para desterrar por completo de la mesa la conversación que mantenían en tono cortés el sumo sacerdote y su abuela.

Sin embargo, sí atrajo la atención de la hija, que desvió la mirada del salmón fresco de su plato, se volvió hacia él y lo fulminó con una mirada enardecida y cargada de indignación. Era la primera vez que sus ojos se cruzaban desde que se habían sentado a la mesa a cenar. Kirkus a su vez la miró con lascivia, exagerando la expresión de su cara, y luego dirigió la misma mirada a su prometido, ese especulador charlatán que levantó brevemente la mirada hacia él. Al unísono, la pareja devolvió la vista a sus platos. Kirkus siguió observándolos mientras ellos intercambiaban miradas fugaces. Esos dos compartían algo, había una conexión íntima entre ellos.

«Probablemente se monte a horcajadas sobre él cuando los padres no están», pensó de manera perturbadora Kirkus. Y, sin venir a cuento, le asaltó un recuerdo: Lara y la última vez que se había montado a horcajadas encima de él. La viciosa avidez de sexo de la muchacha bajo los efectos de él hasta entonces.

El recuerdo cayó como una esfera de plomo en su estómago y sacó a la superficie otros episodios, como, por ejemplo, la noche que su abuela lo llevó a su cámara privada, una estancia fría y penumbrosa, y el rechinamiento constante de los dientes de la anciana mientras le hablaba de cosas que él ni siquiera se había planteado en una época en la que sólo pensaba en revolcarse con Lara. Lo único que le importaba era la fragancia de su piel, suave y fina, cuando la acariciaba o la mordía; el sonido de su risa, claro y melódico, provocada por algo que Kirkus sólo podía imaginar; su rostro de facciones perfectas, ardiente debajo de él o sobre él; su don para la espontaneidad y la alegría.

«La pequeña Lara nunca podrá ser tu glammari, Kirkus», le había dicho su abuela sin rodeos, tras una hora explicándole una y otra vez que sólo las mujeres de Mann transmitían el poder y la riqueza de sus familias, pues sólo ellas podían garantizar la antigüedad de su sangre.

«Debes tener presente este tipo de cosas y no únicamente lo que da placer a tu polla —le había reprendido—. Recuerda, la familia de Lara ya es nuestra aliada. Así que, querido mío, debes escoger una consorte conveniente a tu posición, de una familia poderosa cuyo apoyo nos convenga. Para ti, Lara no puede significar más que lo que ya es, y debes conformarte con eso, ambos debéis conformaros.»

Kirkus había imprecado a la anciana y le había dicho que se ocupara de sus asuntos. No contó nada de la conversación a Lara —tampoco hubiera sabido cómo hacerlo—. Aun así, de alguna manera había llegado hasta sus oídos.

Lara se comportó de un modo antojadizo la noche que resultó ser la última que pasaban juntos, aunque entonces sólo ella sabía que no volverían a repetir sus encuentros. Después de horas de juegos amatorios se habían enzarzado en una discusión sobre una menudencia, un ligero malentendido que ahora ni siquiera recordaba. Lara se había marchado furiosa, gritando que no quería volver a verlo, y él se había reído de su dramatismo, pues no pensó que fuera más que una de sus habituales riñas. No sabía que la había perdido.

Unos días después, durante el Baile da Pierce, Lara apareció con un nuevo amante, el imbécil de Da-Ran, quien se pavoneaba enfundado en su uniforme con galones y su última cicatriz en la mejilla, y que acababa de regresar esa misma semana de aplastar unas cuantas tribus del norte.

Aquella noche, Lara no le dirigió ni una mirada. Ni una.

La chica sentada a la mesa, Rianna, tenía una manera de mirar a su prometido que incomodaba a Kirkus; si hubiera tenido una mínima inclinación por el autoanálisis habría concluido que la causa era la envidia. Sin embargo, se limitó a seguir observando con sus lúgubres ojos, cada vez más sulfurado.

Se fijó en que Rianna comía con una mano oculta bajo la mesa. Kirkus observó con mayor detenimiento y reparó en que el brazo de esa mano se movía a un ritmo constante, si bien tan suave que prácticamente era imperceptible. Kirkus soltó un resoplido y, con la sutileza desproporcionada de un borracho, dejó caer al suelo su servilleta, que hasta entonces no había utilizado; se agachó y echó un vistazo por debajo de la mesa. Ahí estaba ella: acariciando la entrepierna de su prometido con las yemas de los dedos de su delicada mano pálida enfundada en un guante de encaje.

Kirkus recuperó la servilleta y se puso derecho en la silla. Se le había dibujado una sonrisita en los labios. Se volvió de nuevo a la muchacha y le pareció que de repente estaba mirando a otra persona. Su atención se entretuvo en su cuerpo estilizado embutido en el vestido verde, en sus turgentes pechos juveniles y en su largo cuello de cisne que se arqueaba para desembocar en un rostro de tez tersa y gesto orgulloso, blanqueado y coloreado por el maquillaje y enmarcado en una tumultuosa cabellera pelirroja.

—La quiero a ella —declaró Kirkus, y su petición formulada en voz queda y firme atrajo la atención de los comensales.

—¿Cómo dices, querido? —inquirió su abuela desde el otro extremo de la mesa, haciéndose la sorda.

Kirkus señaló a Rianna.

—La quiero a ella —repitió.

La madre rellenita de la muchacha por fin rompió su silencio y rió tontamente, ocultando la boca tras un puño, como si de pronto se diera cuenta de que estaba rodeada de un puñado de enfermos mentales. El resto de los presentes, sin embargo, tenía una expresión opuesta a la jocosidad; todos continuaban hechizados por sus palabras, boquiabiertos, como si el tiempo se hubiera detenido.

—¿Hablas en serio? —preguntó su abuela, en un tono que invitaba a que reflexionara concienzudamente su respuesta antes de hablar.

Kirkus sabía el alcance de la petición que hacía a su abuela. En Q'os no habría tenido problema en negárselo: lo había hecho con Lara cuando le había pedido a la muchacha tras el baile, temerosa de alterar el delicado equilibrio de poderes que su madre había tejido, como siempre, para conservar su posición. ¿Pero aquí? ¿Con ese sumo sacerdote provinciano e idiota? La información que habían recibido aquel día era correcta; era evidente que Belias estaba representando el papel de siervo de Mann, no viviéndolo.

—Sabes tan bien como yo qué es esta gente en realidad. Sí, abuela. La quiero... para mi Hecatombe Selectiva.

La joven pelirroja se llevó una mano a la garganta y se volvió hacia su padre en busca de un gesto tranquilizador. El prometido posó una mano en el brazo de su amada y se puso en pie como expresión de protesta, si bien no dijo nada. La esposa del sumo sacerdote seguía riendo estúpidamente.

La vieja Kira suspiró. Ninguno de los comensales, ni siquiera Kirkus, podía adivinar lo que pasaba por su mente mientras miraba con dureza a su nieto —quien le sostenía la mirada desde la otra punta de la mesa—, hasta que el silencio se transmutó en un ente con vida propia suspendido en el aire.

Kira se volvió a Belias y lo escudriñó detenidamente. El rostro del sumo sacerdote de repente se puso rígido y palideció del espanto; parecía instigarla a que tomara una decisión. La sonrisa de la sacerdotisa, cuando por fin se dibujó en sus labios, parecía un mero gesto de cortesía.

—Sumo sacerdote Belias —dijo pausadamente, depositando los cubiertos en la mesa, a ambos lados del plato—. Voy a haceros una pregunta.

Belias se aclaró la garganta:

—¿Señora?

—¿Cuál diríais que es la mayor amenaza para nuestra orden?

El sumo sacerdote abrió y cerró la boca varias veces antes de que su voz pronunciara las palabras:

—Yo... no sé. Somos los amos de parte del mundo conocido. Nuestro poder llega a todas partes. Yo... no veo ninguna amenaza para nuestra orden.

Kira mantuvo los ojos cerrados unos segundos, como si le pesaran los párpados.

—La mayor amenaza —repuso— siempre procederá de dentro. Debemos mantener vigiladas nuestras propias debilidades, no podemos volvernos blandos ni permitir que nuestra orden dé cobijo a aquellos que no son auténticos fieles. Ésa es la causa de que las religiones acaben siendo instituciones vacuas y carentes de sentido. Estoy segura de que convendréis en esto conmigo.

—Señora, yo...

Kira abrió los ojos y el sumo sacerdote enmudeció, le temblaban las manos apoyadas en el mantel.

—Os agradezco la hospitalidad que nos habéis dispensado esta noche —añadió la sacerdotisa, limpiándose delicadamente la boca con la servilleta antes de dejarla sobre la mesa.

Levantó la mano esquelética en el aire, chasqueó los dedos una vez, produciendo un ruido similar al de un hueso que se parte, y los cuatro miembros del cuerpo de acólitos posicionados en los flancos de la sala se pusieron en movimiento al unísono.

La muchacha chilló cuando los soldados se abalanzaron sobre ella.

Su prometido levantó un puño y su desesperación y su nerviosismo le bastaron para atreverse a descargarlo en la mandíbula de un acólito.

Un instante después, otro acólito desenfundó la espada y la alzó para arremeter contra el prometido, quien instintivamente levantó el brazo para repeler el golpe. El acólito, con la naturalidad mecánica de un carnicero, le seccionó la mano de un tajo, levantó de nuevo la espada y le atravesó la clavícula. La mano del prometido ya se hallaba en el suelo cuando el brazo aterrizó pesado y sin elegancia alguna junto a ella, rodó unos centímetros y se detuvo encajado en la palma abierta de la mano. El prometido cayó desplomado y gritando mientras la sangre le salía a borbotones.

La madre de la joven se levantó y vomitó sobre el mantel bordado las gambas que aún no había tenido tiempo de digerir.

El sumo sacerdote pronunciaba entre dientes palabras incoherentes mientras rodeaba la mesa en dirección a su hija, alzando cada vez más la voz. Pero resbaló en el charco de sangre que se expandía por el suelo y, mientras trataba de levantarse, se agarró el pecho y se le desencajó el rostro.

Las puertas del lado opuesto de la sala se abrieron violentamente y los miembros de la guardia de la mansión entraron en tropel empuñando las hojas que habían desenfundado previamente, presintiendo que algo marchaba mal. Estudiaron la escena: su señor tambaleándose como si estuviera borracho al otro lado de la sala, un hombre embadurnado con sangre y gritando tirado en el suelo, la hija forcejeando apresada en los brazos de los acólitos y, sentados tranquilamente a las cabeceras de la mesa, dando pequeños sorbos a sus copas de vino, los dos invitados de túnicas blancas llegados de Q'os.

Los guardias retrocedieron lentamente, abandonaron la sala y cerraron con suavidad las puertas tras ellos.

El sumo sacerdote soltó un gruñido y se derrumbó sobre las rodillas. La figura erguida de Kira se cernió sobre él.

—Por favor —masculló con dificultad, agarrándose el pecho. Una pequeña hoja de acero apareció en la mano de la sacerdotisa y con un levísimo movimiento rebanó la garganta de Belias.

—Coged también a la madre —ordenó Kira, de pie junto al cuerpo agonizante del sumo sacerdote.

Los acólitos apresaron a la mujer rellenita y la sacaron a rastras de la sala junto a su hija. Kira contempló largamente a Belias, con la mirada fija en los ojos en blanco de su víctima.

—No nos guardéis rencor —le dijo, aunque era poco probable que la oyera—. Nos hicisteis un buen servicio... mientras duró.

Kira pasó por encima del sumo sacerdote en vez de rodearlo y se alejó dejando un rastro de tenues huellas de sangre.

Kirkus apuró de un trago su copa de vino y se puso en pie.

En el gran salón de la vivienda aguardaban los guardias de la mansión con una expresión mal disimulada de pavor en los rostros. A la cabeza, Egan, el canciller del sumo sacerdote, con las manos ocultas en las bocamangas de su túnica blanca. Su cabellera cana contrastaba marcadamente con su tez roja como la grana. Kirkus supuso que estaba colérico, hasta que reparó en el brillo interesado de sus ojos, cuya mirada seguía a la esposa y a la hija del sumo sacerdote mientras las sacaban a la fuerza a la noche lluviosa, y se preguntó si no habría sido él quien había enviado la misteriosa nota.

—Necesitamos un nuevo sumo sacerdote, canciller Egan —declaró Kira.

—Por supuesto —repuso en un arrullo el canciller.

—Espero que demostréis una dedicación más sincera a la fe que vuestro predecesor.

Egan inclinó respetuosamente la cabeza.

—Él era débil, señora. Yo no lo soy.

Kira se demoró en el escrutinio de su interlocutor. Profirió un sonido de afirmación con los labios pegados, dio media vuelta y cruzó la puerta principal.

Kirkus siguió diligentemente a su abuela al exterior.