Capítulo 2

Boon

Le patearon de nuevo, esta vez con más insistencia.

—Le pasa algo a tu perro —dijo la voz al otro lado de la tenue manta. Era femenina, y áspera—. Creo que está muerto.

Nico hizo un esfuerzo descomunal para abrir una pizca los ojos y la luz trémula de la mañana se enredó entre sus pestañas. «Demasiada luz», pensó, y volvió a acurrucarse entregado al calor de su cuerpo. Era demasiado temprano.

—Déjame en paz —farfulló.

Tiraron de la manta y Nico quedó expuesto a la luz del sol. Se tapó los ojos con la mano y, entrecerrando los párpados, miró a través de las rendijas que mediaban entre sus dedos. Había una muchacha con los brazos en jarras plantada delante de él. Nico recordó que se llamaba Lena.

—Le pasa algo a tu perro —repitió la joven— Creo que está muerto.

Pasaron unos segundos hasta que aquellas palabras cobraron sentido. Últimamente se había vuelto un dormilón. Las mañanas eran un asunto deprimente y no deseado que odiaba afrontar.

—¿Cómo? —inquirió, incorporándose y mirando a la joven con cara de pocos amigos; también con cara de pocos amigos arrojó una mirada al sol, que llevaba ya un buen rato suspendido en el cielo. Cuando se acostó la noche anterior, Boon se tumbó junto a él. Sin duda, el viejo perro seguía durmiendo, aunque las moscas correteaban por su hocico y por su pellejo rubio—, ¿Cómo? —repitió.

Espantó las moscas con la mano y acarició el lomo de Boon. El perro ni se inmutó.

—Ya estaba así cuando me levanté —la voz de Lena llegó lejana—. Te advierto que nosotros seremos los siguientes como no consigamos comida de verdad.

¿Boon?

A la luz radiante del día se veía al perro terriblemente delgado, con las costillas marcadas en los costados y una protuberante cadena montañosa de hueso como espinazo. Nico esperaba que sacudiera una oreja o que quizá soltara un suspiro repentino provocado por algún tipo de sueño animal. Pero no sucedió nada.

Se tumbó de nuevo en la hierba, se cubrió la cabeza con la manta y posó un brazo sobre el cuerpo de su viejo amigo.

La sequía estival había endurecido la tierra, así que Nico se valió del cuchillo para desmenuzarla un poco antes de seguir cavando la tumba con las manos. Había elegido un lugar bajo un jupe en una pendiente al sur del parque, no muy lejos de donde habían pasado la noche. Su tarea atraía las miradas de rostros demacrados. Durante los últimos meses había tenido que enfrentarse en más de una ocasión con personas que pretendían matar al perro, gente tan desesperada como para desear con ansia la carne del animal. Nico los había espantado mediante gritos y arrojándoles palos, asistido por los gruñidos que profería Boon a su lado. Ahora les devolvía una mirada desafiante, con la cara embarrada surcada de lágrimas. «Mataré a quien lo toque», juró con abatimiento para sus adentros.

Boon no pesaba más que un saco de palos. Nico lo levantó y lo colocó en el fondo poco profundo de la tumba. Permaneció unos instantes arrodillado junto a él, acariciándole el pelaje rubio. Las moscas volvían a revolotear sobre el perro.

Boon apenas era un cachorro cuando el padre de Nico apareció en casa con él. El propio Nico sólo tenía entonces algunos meses de vida. «Será tu compañero y cuidará de ti», le dijo su padre pocos años después. Para entonces Boon ya se había convertido en un sabueso descomunal y él y el pequeño Nico se habían hecho inseparables. Era de una raza criada para la persecución de venados y osos, para la caza en llanuras abiertas y colinas arboladas, y aquel último año malviviendo en la ciudad, tan faltos de comida, no le había hecho ningún bien.

Se le hacía duro echar de nuevo la tierra al hoyo y cubrir con ella al perro.

—Adiós, Boon —farfulló, aplanando la tierra con las manos. Su voz brotó como un suspiro seco, aislado como el cielo.

Se puso en pie y se colocó el sombrero de paja en la cabeza. Le hubiera gustado tener algo más que decir, normalmente las palabras se agolpaban en su boca con facilidad.

Su sombra atravesaba la tumba: una figura firme, con las piernas separadas, los puños apretados y la cabeza abultada por el sombrero. Su presencia teñía de negro la tierra seca y removida.

—Siento haberte traído conmigo a la ciudad. Pero me alegro de que vinieras, Boon. De lo contrario no habría sobrevivido tanto tiempo. Fuiste un buen amigo.

Se alejó arrastrando los pies, cargado con la mochila y con el ánimo decaído en dirección al gran estanque. Encontró un hueco entre el grupo de residentes del parque congregado en la orilla. Sumergió las manos en el agua para quitarse la tierra, aunque no consiguió arrancarse el barro incrustado bajo las uñas. Se había rasguñado las yemas de los dedos cavando el hoyo y se quedó contemplando las nubes de sangre que se diluían en el agua oscura del estanque.

Agitó el agua para dispersar la suciedad acumulada en la superficie, sacó el cepillo de dientes de la mochila y se frotó los dientes. Notó el sabor repugnante del agua en la boca —siempre le recordaba al maíz reseco— y puso cuidado en no tragarla. La luz lo cegaba. El reflejo del sol refulgía justo en el centro del estanque y lo contempló durante unos instantes, el tiempo suficiente para que le escocieran los ojos.

Los pensamientos, vagos e imprecisos, fueron retornando poco a poco a su cabeza y empezaron a discurrir con parsimonia. «Simplemente camina —le decían—. Levántate y camina.»

Nico se puso en pie y se echó al hombro la mochila con sus únicas pertenencias. Notó una aceleración del flujo sanguíneo y se tambaleó ligeramente; se sintió débil y con náuseas. En torno a él, el parque estaba abarrotado de refugiados. Hacía tiempo que las pisadas habían arrasado el césped amarillento de las zonas verdes y las habían convertido en terrenos áridos, y que de los árboles no quedaban más que los tocones lastimeros que asomaban aisladamente en el suelo. Dio un paso adelante y dejó que su cuerpo se acomodara al ritmo que imprimían sus pies. Sin prisa y tan siquiera sin rumbo, avanzó entre las cabañas de madera pareadas y las tiendas de campaña remendadas con telas viejas. Pasó junto a corrillos de niños mugrientos y escuálidos como espigas y hombres y mujeres con la mirada vacía, sin fuerzas más que para preocuparse por el presente. Algunos tenían aspecto de khosianos, pero eran muchos más los procedentes del continente meridional, tanto de Pathia como de Nathal, o del norte, de la isla de Lagos y de las Islas Verdes, de donde habían llegado los últimos refugiados. Resultaba extraño el silencio casi absoluto que envolvía aquella cantidad ingente de personas. Los perros ladraban, claro, y los bebés berreaban exigiendo la leche de sus madres. Pero, en conjunto, todos ahorraban energías para algo más importante que hablar.

A Nico le rugieron las tripas al percibir el olor a comida. Llevaba dos semanas sin comer otra cosa que el caldo de los menesterosos, que consistía en chee caliente con trozos de keesh flotando en la superficie. Nadie podía esperar sobrevivir con una dieta así y su cinturón, que ya se había apretado hacía sólo unos días, ya no le sujetaba los bombachos. Según caminaba notaba el roce de sus huesos prominentes en la burda tela de la ropa. Lena tenía razón: si no comía como era debido pronto, un día se acostaría y ya no despertaría, igual que Boon.

«Simplemente camina», le decía tranquilizadoramente una voz en su cabeza.

Nico se abrió paso por la entrada principal del parque Golondrina de Sol y se internó en el distrito de la ciudad que lindaba con el parque. La gente recorría sus calles sin prisa, charlando o enfrascada en sus pensamientos. Las calesas de dos ruedas, tiradas cada una por un hombre, traqueteaban estruendosamente sobre los adoquines, trasladando pasajeros solitarios de lo más variopinto. Nico reparó en los estallidos de los cañones procedentes del sur, a algo más de un laq de distancia.

Enfiló hacia el centro de la ciudad, en la dirección de los cañonazos, con las suelas sueltas de sus zapatos repiqueteando en los adoquines y la vista al frente. Pasadas unas manzanas dobló una esquina y apareció en la avenida de las Mentiras. El bullicio era abrumador, era como salir de las profundidades de una caverna y toparse con un torrente de aguas rápidas. Las conversaciones a gritos eran más frecuentes que las sostenidas en un tono normal. Hordas de artistas callejeros tocaban la pandereta o la flauta por unas monedas, y las campanillas de viento colgadas a lo largo de las calles sonaban mecidas por la brisa. Era como si los habitantes de Bar-Khos se hubieran empeñado en hacer todo el ruido posible para desterrar de su vida cotidiana cualquier alusión al asedio que padecían.

Dos hileras de árboles flanqueaban buena parte de la avenida. En uno de ellos, sobre una rama pelada y retorcida que se combaba hacia el suelo, se había posado una pica blanquinegra que observaba el trasiego de gente a sus pies. Por pura costumbre, Nico sacudió la cabeza en dirección al ave.

Este sencillo gesto le recordó la mañana de un día lejano: el día que había abandonado su hogar para siempre.

También entonces había visto una pica, que se había reído de él desde el tejado de casa cuando Nico había salido a la luz tenue del amanecer, con la mochila a la espalda y la cabeza llena de ilusiones candorosas. Aborrecía aquel pájaro del mismo modo que aborrecía cualquier tipo de superstición irracional, aunque lo había saludado con un gesto con la cabeza —como siempre hacía su madre— antes de enfilar por el sendero que lo conduciría hasta la carretera de la costa, desde donde había cuatro horas de marcha hasta la ciudad. No había querido tentar al destino variando sus costumbres.

Esa misma mañana se había dado cuenta de que marcharse de casa no era ni por asomo el momento jubiloso que siempre había soñado. Con cada paso que daba crecía en su interior un sentimiento de culpa que le oprimía el pecho. Sabía que su madre quedaría destrozada cuando descubriera que se había ido de aquel modo. Y Boon... Boon lo lloraría a su manera canina.

Antes de emprender el viaje había acariciado delicadamente al perro mientras dormía, ajeno a lo que ocurría, en su manta vieja y harapienta, extendida detrás de la cama de Nico. Boon era demasiado viejo, ya entonces, para madrugar. Había gimoteado en sueños, como un cachorro, y se había tirado un pedo silencioso. «No puedo llevarte conmigo —le susurró—. No te gustaría la ciudad.»

Luego había partido apresuradamente, sin dejarse tiempo para cambiar de opinión.

Los remordimientos no lo detuvieron y siguió avanzando por el sendero. Sin embargo, se le impuso con una fuerza la idea de que frente a él se desplegaba algo más que un camino serpenteante y un bosquecillo de cañas y hierbas rojizas peinadas por el viento. Delante de él se extendía el vasto reino de lo desconocido, un futuro ilimitado y de proporciones sobrecogedoras. Ese pensamiento habría sido suficiente para frenarlo en seco y hacerle dar media vuelta... en el caso de que hubiera tenido un plan alternativo. Pero no era así, mejor huir que permanecer en la atmósfera opresiva de la granja con Los, el amante de turno de su madre —y un sinvergüenza, en opinión de Nico—; un hombre al que despreciaba profundamente.

Aquel día, Nico cumplía dieciséis años. Al torcer un recodo en el camino perdió de vista la granja y el hogar que habían sido el escenario de su infancia. Nunca antes había experimentado tanto miedo y tanta soledad. Ni se había sentido tan abatido.

Al oír las pisadas de Boon a su espalda había sonreído para sus adentros muy a su pesar.

Boon se detuvo a su lado, meneando la cola con entusiasmo. «Vuelve a casa», le susurró Nico sin demasiada convicción. Boon resollaba despreocupadamente, no tenía ninguna intención de ir donde Nico no estuviera. El chico trató de ahuyentar al perro, aunque sin poner todo su corazón en ello, y finalmente le frotó el pelaje del cuello y le dijo: «Pues entonces, vamos.»

Juntos habían continuado la larga caminata hacia la ciudad bajo un sol cada vez más radiante.

Ahora, Nico se sonreía rememorándolo. Le parecía mentira que sólo hiciera un año de aquello; tenía la sensación de que había pasado toda una vida. Empezaba a comprender que los cambios eran la verdadera medida del tiempo. Los cambios y las pérdidas.

Siguió hacia el sur, en la misma dirección que la mayor parte del tráfico que circulaba entre el bazar y el puerto. Todavía no se había decidido por qué rumbo seguir, ni siquiera se lo había planteado. A ambos lados se levantaban edificios de tres o cuatro plantas con las azoteas pobladas de una vegetación exuberante. La mirada de Nico se sintió atraída por ellas. Muy por encima de las chimeneas se divisaban suspendidos en el aire los globos de los mercaderes, amarrados con cuerdas. Y colgadas de los globos, las cestas de mimbre. En una de ellas, Nico descubrió el rostro enjuto de un muchacho que se protegía los ojos del sol deslumbrante y oteaba la costa, buscando en las lejanas plataformas señales de dirigibles mercantes aproximándose. Detrás del chico, la luz cegadora del sol blanqueaba el azul estriado del cielo salpicado de gaviotas, meros puntos negros a aquella altura.

Giró instintivamente a la derecha, se introdujo en la vía del Gato y salió en el bazar. Se sorprendió de aparecer allí y de la elección de su subconsciente. El bazar no tenía ningún atractivo para alguien hambriento y sin medios. Sin embargo, también era el lugar al que había acudido con su madre una vez al mes en su destartalado carro para vender poitín casero y sacar con ello un poco de dinero. Cuando era pequeño, para Nico aquellos viajes habían significado el momento más esperado del mes; los había vivido con entusiasmo y la seguridad tranquilizadora que le proporcionaba la presencia permanente de su madre.

Un hombre que tiraba de una calesa de dos ruedas viró y pasó junto a Nico cuando éste se zambullía en el barullo del bazar. El mercado era un crisol con una vida frenética. La gran plaza era tan extensa que los límites opuestos quedaban velados por el humo y la bruma; tenía un lado abierto al mar y a los brazos de piedra gris del puerto —donde los mástiles de los barcos se balanceaban como un espeso bosque— y otros tres lados flanqueados por los pórticos penumbrosos que alojaban casas de chee, tabernas y templos consagrados al Gran Necio. En la plaza se desplegaba un laberinto de tenderetes en los que millares de personas se abrían paso a empellones, hacían trueques o examinaban los productos en venta. Nico sintió el impulso repentino de perderse entre el tumulto y se dejó arrastrar por el gentío.

En todos los rincones del atestado bazar refulgían los colores empapados de sol. Nico se espantaba las moscas del rostro y aspiraba el hedor húmedo a sudor, a especias repugnantes, a heces de animales, a perfumes y a fruta. Se le revolvió el estómago, que a cada paso se devoraba a sí mismo y al resto de su cuerpo escuálido. Se sentía mareado, como fuera del mundo. Sólo tenía ojos para la comida que se exhibía a su alrededor, en puestos que ya habían vendido buena parte de sus productos. Le acosó la idea de agarrar una manzana o un palito de cangrejo ahumado, pero luchó contra aquellos pensamientos, pues sabía que no tenía las fuerzas necesarias para salir corriendo en el caso de que lo pillaran y se viera abocado a huir.

Se detuvo por un momento al abrigo de un tenderete con la única intención de aplacar aquellas tentaciones apremiantes y escuchó a los vendedores callejeros cantando con entusiasmo por encima de las cabezas de los concurrentes. Sus melodías eran agradables para el oído pese a que la profundidad de sus letras no iba más allá de los productos que ofrecían y sus precios. En un arrebato, Nico preguntó a varios de ellos si le darían comida a cambio de trabajo, pero le respondían meneando la cabeza: no tenían tiempo para él. Y por la expresión de sus rostros parecían decirle que ellos mismos a duras penas sobrevivían con lo que ganaban. Una mujer mayor que vendía en un tenderete vistosas sábanas de encaje junto con cestas de patatas medio podridas reaccionó a su pregunta riendo entre dientes, como si le hubiera contado un chiste, aunque interrumpió la risa bruscamente cuando reparó en la mirada crispada y el aspecto demacrado de Nico.

—Regresa dentro de unos días —le dijo—. No te prometo nada, te lo advierto, aunque quizá necesite que alguien me eche una mano. Ven a verme, ¿de acuerdo?

Nico se lo agradeció, aunque de poco le servía aquello. Quizá dentro de unos días ya estuviera muerto. Derrotado por el desánimo, pensó que quizá ya había llegado el momento de regresar a casa. Después de todo, ¿qué lo ataba a la ciudad? La Guardia Roja no lo aceptaría; ya ni se acordaba de las veces que había intentado alistarse siguiendo los pasos de su padre, pero aparentaba la edad que tenía y no pasaba por alguien mayor, y tampoco abundaban los trabajos eventuales en Bar-Khos. Con un poco de suerte en todo el último año había conseguido unas jornadas de trabajo aquí y allá, sobre todo en los muelles, en los que se había dejado la piel transportando cargas inhumanas por una miseria. Entre trabajo y trabajo sólo le había acompañado la desesperación diaria. La explicación era muy sencilla: había demasiada gente disponible para muy pocos puestos de trabajo. Esto, sumado a la creciente escasez de provisiones causada por el asedio, convertía la supervivencia en la ciudad en algo cada vez más difícil.

Sin duda, la ciertamente imprecisa confederación de islas conocida como Mercia todavía era un territorio libre, pero a efectos prácticos el bloqueo marítimo de los mannianos se equiparaba al asedio que padecía Bar-Khos a manos del IV Ejército Imperial. No había forma de entrar o salir de las islas. Todas las naciones del Midéres habían sucumbido salvo el territorio desértico del Califato, al este. La flota imperial patrullaba las aguas. Sólo permanecía abierta una ruta comercial de Mercia con el extranjero: la que conectaba con Zanzahar. Pero reunía todos los peligros imaginables para un convoy: las luchas cruentas eran diarias y los buques sufrían el acoso tenaz del enemigo.

El bloqueo estaba asfixiando lentamente a los Puertos Libres, lo que había provocado que la mayoría de sus habitantes sobreviviera únicamente a base del keesh que distribuían gratuitamente los ayuntamientos o de lo que cultivaban en las azoteas o en pequeños huertos, o bien gracias a lo que conseguían recurriendo al crimen y la prostitución o haciéndose pasar por monjes de Dao, los únicos que conservaban la licencia que les permitía mendigar en la calle. El resto se moría de hambre, exactamente igual que Nico.

Si regresaba a casa, por lo menos tendría un plato de comida y un techo. Además, conociéndola, su madre ya habría abierto los ojos y echado a Los de la granja; o, en todo caso, Los se habría largado, llevándose sin duda todos los objetos de valor de su madre. De todas formas, hubiera ocurrido lo uno o lo otro, habría un tipo nuevo ocupando el lugar de su padre.

Aun así le exasperada la idea de regresar a casa de su madre como un fracasado y teniendo que admitir que era incapaz de valerse por sí solo.

«Pero eres un fracasado. Ni siquiera pudiste cuidar de Boon. Lo dejaste morir.»

No estaba preparado para aceptar este reproche, así que se lo tragó y pestañeó con insistencia.

Ya casi era mediodía y el asago había empezado a hinchar los doseles de los tenderetes con su aliento tórrido. Siempre se presentaba en aquella época del año y sobre todo a esas horas. Muy pronto el calor sofocante empujaría a mucha gente hacia la atmósfera fresca de las casas de chee de los alrededores, donde podrían sentarse a echar una cabezadita con una paz y una comodidad relativas, hacer negocios o dedicarse a los juegos de ylang mientras daban sorbos a unos minúsculos cuencos de espeso chee. Nico apenas notaba el calor, pues se había apartado del gentío cada vez más escaso y continuaba sin que nada se lo impidiera hacia el vértice suroeste de la vasta plaza, donde éste se abría, como si exhalara un suspiro de alivio, a la amplísima explanada del puerto.

Allí encontró a los artistas callejeros dispuestos para su jornada de trabajo, ya fuera de pie o sentados en cualquier recoveco que hallaban entre la marea constante de estibadores que enfilaban hacia el bazar. La mayoría de los operarios del muelle se replegaba para echarse una siesta, si bien los más resistentes —y quizá también los más necesitados— optaban por continuar trabajando a pesar del calor. Nico examinó a los juglares, los adivinos que leían las lenguas y los monjes mendigos sentados detrás de sus platillos —su madre siempre había considerado a aquellos monjes unos impostores—, hasta que su mirada se posó en un grupo de actores apenas visible a causa de la multitud que había congregada a su alrededor. Se acercó abriéndose paso entre la gente para verlos mejor. La compañía estaba formada por dos hombres y una mujer a quienes nunca había visto antes. Sin pensárselo dos veces, se deslizó entre el tumulto y se plantó en la primera fila.

La trama de la obra era bien sencilla: la historia de un criador de algas marinas que se enamora de una hermosa bruja de los mares. Formaba— parte de Los relatos del pez, y la narración corría a cargo del actor más joven —que no debía de ser mayor que Nico— en el estilo de prosa sencillo que estaba ganando popularidad en detrimento de las interminables sagas ancestrales.

Con voz trémula y chillona, el muchacho relataba la historia, mientras que la mujer y el actor mayor representaban los personajes con mímica. Era evidente dónde radicaba su poder de convocatoria. La mujer, alta y ágil y con un lustroso bronceado, daba vida a la bruja de los mares con el vestuario apropiado, es decir, estaba completamente desnuda salvo por la lacia melena dorada y las tiras de algas que le envolvían un puñado de partes bien seleccionadas de su anatomía. Los efímeros atisbos de sus muslos y pezones atrapaban la mirada de Nico que, sin embargo, pugnaba por concentrarse en el conjunto de la representación.

A Nico le gustaba detenerse a ver los montajes teatrales siempre que se topaba con alguno, y le pareció que aquella mujer tenía talento. Su interpretación llena de sutilezas contrastaba notablemente con las aptitudes más discretas de su pareja, que no eran muchas. El actor daba vida a su personaje de un modo excesivamente histriónico y ampuloso, y pocos miembros del público —más interesado en comerse con los ojos el cuerpo desnudo de la actriz, como él mismo— parecían prestarle atención.

Nico seguía mirando embelesado cuando una salva de aplausos celebró el trágico final de la historia: el criador de algas había muerto ahogado en el mar intentando llegar a nado hasta su amada. El benjamín de la compañía paseó el gorro vacío entre la multitud congregada, recogiendo los donativos. Nico se dio cuenta de que se había quedado con la boca abierta y la cerró de golpe. Entretanto, la actriz se cubrió con una túnica vaporosa, se quitó las algas del cuerpo y las echó en una caja de madera; recorrió con la mirada al público mientras se atusaba la cabellera y se detuvo cuando sus ojos se cruzaron con los de Nico.

Un año atrás, Nico habría bajado la mirada ruborizado y clavado los ojos en sus pies. Sin embargo, durante el último año viviendo en la ciudad había ganado experiencia a la hora de afrontar aquel juego de miradas, pues no era la primera vez que se veía en una situación así. Ignoraba el motivo. No se consideraba especialmente guapo, y ni siquiera cuando comía como era debido, conseguía engordar. En cuanto a su rostro, cuando se había mirado en el espejo desazogado del tocador de su madre, le había parecido cuanto menos peculiar, con la nariz ligeramente respingona, los labios demasiado gruesos y carnosos y la tez salpicada de pecas como la de una niña; además, si se acercaba al reflejo y se miraba con detenimiento, en su entrecejo aparecían no una sino dos cicatrices de cuando había tenido la viruela.

Realmente no sabía por qué los ojos de largas pestañas de la actriz permanecían clavados en los suyos tanto rato. Por lo menos era capaz de sostenerle la mirada sosegada mientras lo examinaba durante un tiempo que podía medirse en segundos, hasta que finalmente ella la desvió y él, desanimado, se volvió hacia otro lado.

—Estás poniéndote rojo —le dijo una voz próxima.

Era Lena, mezclada con la multitud justo detrás de él y con los ojos entornados a causa de la excesiva luz. Ese gesto la favorecía, sin el habitual ceño fruncido que endurecía sus facciones pathianas.

—Hace calor —replicó Nico. Las comisuras de los finos labios de Lena se arquearon. Y añadió en un tono suspicaz—: No te había visto.

—Estaba siguiéndote —confesó Lena con total naturalidad—. Quería asegurarme de que... ya sabes... estabas bien.

Nico no la creyó. Hasta entonces Lena nunca había demostrado demasiada preocupación por el bienestar de los demás. Tenía curiosidad por averiguar qué se traía entre manos.

—Escucha —continuó la muchacha—. Siento lo de tu perro. De verdad. Pero tenemos que hacer algo, Nico. Tenemos que comer ya.

Nico se encogió de hombros.

—No repartirán más keesh hasta mañana. De todas formas he estado pensando que quizá ya ha llegado el momento de regresar a casa.

—Pero tú no quieres volver, ¿no?

—Para nada.

—Bien, porque entonces se me ha ocurrido una idea mucho mejor... en el caso de que te interese. He pensado en una manera de conseguir un poco de dinero.

«¡Ah!—pensó Nico—, Conque era eso.»

Lena se había acercado tanto que le rozaba el pecho con su busto. Eso lo alteró, físicamente, sobre todo porque sospechaba que no ocurría por accidente. Nico la examinó con los ojos hundidos bajo el ala del sombrero y se preguntó —y no era la primera vez— qué sentiría él si la besaba.

—¿Por qué presiento que no va a gustarme tu idea? —inquirió con brusquedad.

Lena se apartó un mechón moreno del rostro.

—Porque no va a gustarte —le susurró con dulzura, en un tono de complicidad íntima—. Pero nos estamos quedando sin opciones, ¿no crees?

El asago, cargado con la fina arena que arrastraba desde el desierto de Alhazii —a seiscientos laqs al este—, barría los tejados de Bar— Khos. Nico entornó los ojos, le había entrado polvo y le escocían. Torció el gesto. No veía el momento de bajar de allí. No le gustaban las alturas.

Desde su posición elevada en el tejado divisaba el Escudo y el Monte de la Verdad coronado por el parque, en cuyo centro se erigía la alta mole moteada de multitud de ventanas del Ministerio de la Guerra. Durante unos breves instantes que le supieron a gloria, el viento cesó y dio la sensación de que se cerraba la puerta de un horno. Desde la distancia le llegaba el estruendo regular de los cañones; cada descarga seguida inmediatamente de un grito apenas audible.

—Esto es una locura. ¿Qué pasará si nos pillan?

—Mira —espetó Lena a su espalda—, o lo hacemos o me voy a los muelles y me levanto la falda para el que quiera pagarme. ¿Prefieres eso?

—Ni siquiera tienes una falda.

—Quizá después de unos cuantos trabajos manuales pueda permitirme una. Tú podrías ser mi chulo. Empiezo a pensar que eso te gustaría... así, observando desde la distancia, sin hacer nada.

Nico suspiró y reanudó la marcha. Se había quitado los zapatos y los llevaba en las manos, tal como Lena le había sugerido para caminar mejor por las tejas. Y funcionaba, cierto, pero las tejas le estaban abrasando las plantas de los pies. Prácticamente iba bailando sobre ellas.

—Me queman los pies —se quejó.

—¿Quieres caerte y romperte la crisma?

—Lo que quiero es bajarme de este tejado, Lena. Eso es lo que quiero.

La muchacha no le respondió.

Avanzaban por el tejado inclinado de una taberna de tres plantas. La taberna comprendía dos edificios, uno más alto que el otro. Frente a ellos se elevaba la pared de los dos pisos que sobresalían del primero y cuya fachada encalada a punto de desmoronarse estaba salpicada por un puñado de ventanas; algunas estaban completamente cerradas, pero de las abiertas asomaban delicadas cortinas de encaje.

En torno a los pies de Nico, despatarradas sobre las tejas ardientes, las lagartijas los observaban con sus centelleantes miradas prehistóricas y torvas. Lena tomó la delantera, también su mirada saltaba de un lado a otro con nerviosismo. Se asomó a una de las ventanas abiertas y se agachó al oír voces dentro. Enfiló sigilosamente en cuclillas hacia otra ventana, examinó el interior y también la descartó; luego se dirigió a una tercera.

Nico daba saltitos alternando los pies. El dolor era insoportable. Volvió a calzarse y se preguntó, por el amor de Eres, qué hacía allí con aquella muchacha, y también si Lena no habría hecho aquello otras veces. Se arriesgaban a ser azotados públicamente si los atrapaban.

—Esta —susurró Lena. Nico se acercó a la ventana que había escogido—. Entra y hurga en la mochila a ver si encuentras el monedero.

—¿Yo? —replicó, articulando para que le leyera los labios.

—Sí, tú. Hasta ahora lo único que has hecho ha sido quejarte

—Lena, hablo en serio, larguémonos antes de que sea demasiado tarde.

A la muchacha se le frunció aún más el ceño.

—¿Quieres comer hoy o no?

—No, si eso implica seguir adelante con este asunto. Tú haz lo que quieras. Yo me voy.

Lena lo agarró cuando Nico daba media vuelta.

—No te miento —musitó la muchacha—. Si no lo hacemos, me voy directa a los muelles. Me da igual el precio que tenga que pagar. No voy a morirme de hambre como tu perro.

Las palabras y el agarrón de Lena parecieron tener en Nico el efecto repentino de un hechizo. Le rugieron las tripas, azuzándole a continuar. El joven asintió embobado.

Lena lo soltó y le ofreció un apoyo para el pie. Nico apenas era consciente de sus actos, apretó los dientes y se encaramó a la ventana.

Atravesó con torpeza las cortinas de encaje desplegadas, tratando de hacer el menor ruido posible. Le temblaba todo el cuerpo y notaba el calor abrasador del alféizar encalado en las palmas de las manos. Una vez en el interior estiró los pies hacia el suelo y sus plantas se posaron sigilosamente. Se enderezó y... entonces se quedó petrificado.

En la cama yacía un hombre envuelto en una túnica oscura.

La garganta de Nico hizo un intento plausible de no tragar. Tenía la impresión de que su corazón estaba armando tal jaleo que quienquiera que estuviera un poco cerca lo oiría. No obstante, la figura dormía, y su pecho se inflaba y se desinflaba con la cadencia de una respiración superficial.

La piel del sujeto era negra como la noche. «Un extranjero de tierras remotas», concluyó Nico... un anciano extranjero de tierras remotas, pelón y con el rostro curtido y enjuto surcado de arrugas. Pero había algo más: en sus mejillas había algo que brillaba al ser alcanzado por un rayo de sol que se colaba por entre el encaje de la cortina ondulante. Nico se dio cuenta de que estaba llorando en sueños.

Lena lo observaba desde la ventana. No había forma de zafarse de su vigilancia. Nico tuvo que tragarse sus temores y un repentino sentimiento de culpa que iba en aumento. Apretó los puños sudorosos y cruzó a hurtadillas la habitación, en dirección a una silla tallada de madera retuerta recuperada de la deriva en el mar. Sobre el asiento había una mochila de piel. Nico la alcanzó sin hacer ruido mientras Lena le hacía señas con la mano para que se diera prisa, con la boca entreabierta en una mueca de angustia.

Las manos de Nico rebuscaban con torpeza en la mochila de piel y los ojos le escocían empapados en sudor. Por un momento oyó voces fuera de la habitación y el crujido de los listones de madera del suelo bajo las pisadas de alguien que pasaba junto a la puerta. Eso lo apresuró en su tarea hasta que por fin dio con un monedero, abultado y pesado por las monedas.

Lena volvió a sacudir las manos apremiándole. El viejo seguía dormido.

Nico ya se disponía a marcharse cuando reparó en otro objeto colgado de la misma silla. Era una especie de collar, aunque no una de esas bonitas joyas de plata o con incrustaciones de piedras preciosas. Este era feo de verdad; parecía una enorme nuez de cuero y estaba recubierto de algo que parecía sangre seca. «Un sello —adivinó Nico—. El viejo lleva un sello.»

Casi con voluntad propia su mano se estiró hacia el colgante. Detrás de Nico, el viejo soltó un gemido repentino desde la cama y el muchacho se detuvo a tiempo y encogió el brazo. ¿En qué estaría pensando?

Dio media vuelta para huir y estuvo a punto de dejar caer el monedero del susto. El viejo extranjero se había incorporado en la cama y lo miraba con los ojos entornados, de una manera extraña.

A Nico se le aflojaron las tripas. Se había quedado paralizado. Su mirada saltó de la puerta a la ventana. Se humedeció los labios resecos.

El anciano se volvió y recorrió de un extremo al otro la habitación con la mirada. Daba la impresión de que apenas veía.

—¿Quién anda ahí? —bramó.

Nico no aguantaba más. Cruzó la habitación con seis veloces zancadas y escapó trepando por la ventana.

—¡Se ha despertado! —musitó mientras se escabullían rápidamente por la pendiente del tejado, observados por las lagartijas.

—Y al parecer estaba medio ciego —replicó Lena sin detenerse.

Nico la seguía, aunque había aminorado el paso para concentrarse en las tejas que pisaba por miedo a resbalar.

Llegaron al borde del tejado del edificio, que se elevaba un par de metros por encima del de un edificio adyacente.

—Dámelo —dijo Lena, volviéndose a Nico—, ¡Dámelo! —repitió, con la mirada clavada en el monedero que Nico apresaba en la mano. Él lo levantó levemente y se lo pegó al pecho.

Nico no quería aquel dinero. Sin embargo, por alguna razón, tampoco quería que Lena se lo quedara.

La muchacha intentó arrebatárselo, pero Nico retrocedió. Entonces su pie izquierdo resbaló por las tejas y Nico cayó de costado. Aún tuvo tiempo para ver de refilón a Lena estirando los brazos desesperadamente para agarrarlo —al monedero, no a él, por supuesto—, antes de chocar contra las tejas soltando un alarido y espantando a las lagartijas. Rodó sin freno hasta el borde del tejado. Sus piernas se quedaron colgando sobre la calle adoquinada, un alarido ahogado emergió de su garganta y los dedos de sus manos buscaron a tientas un lugar donde asirse que nunca hallaron.

Se precipitó al vacío.

Gritó con todas las fuerzas que le quedaban. Su espalda rebotó en el cartel de la taberna y su cuerpo dio una vuelta de campana antes de estrellarse de bruces contra el toldo de lona. Nico siguió gritando mientras lo atravesaba y mientras veía la dura calle adoquinada más cerca de él. Se protegió la cara con los brazos y aterrizó haciendo añicos una de las mesas dispuesta en el exterior de la taberna.

Nico yacía sin aliento entre los restos del toldo y de la mesa mientras los cascajos de madera, pintura y tela caían flotando a su alrededor como copos de nieve. Al cabo de unos segundos, una señora vieja y gorda se acercó para ayudarlo; otras personas se habían quedado petrificadas en sus sillas, con las tazas de chee suspendidas en el aire a medio camino de sus bocas. Nico estaba aturdido y ni siquiera podía respirar. Su sombrero de paja descansaba frente a él. Le costaba creer que siguiera vivo.

El monedero lleno de dinero debía de habérsele escapado de las manos mientras se deslizaba por el tejado y desde entonces habría realizado su propio viaje, más lento y accidentado que el suyo pero con el mismo final: caer por el borde del tejado. La mujer se agachaba para socorrerlo cuando el monedero se estrelló contra los adoquines justo delante de la cara de Nico, y las monedas de plata y oro se desparramaron por la calle en un festival de sonidos metálicos y centelleos dorados. La mujer se tapó la boca con la mano. Los transeúntes se volvieron para contemplar la escena. Las miradas se dirigieron al muchacho... la fortuna rodando por el suelo... la caída desde el tejado de la taberna... Fue cuestión de segundos que comenzaran a gritar.

—¡Ladrón! —vocearon antes de que Nico fuera capaz de tomar aire para moverse siquiera.

—¡Ladrón! —bramaron a coro, mientras Nico se daba media vuelta y, tumbado boca arriba, miraba detenidamente el tejado del que acababa de caer. Lena había desaparecido y únicamente el sol permanecía allí arriba como testigo de su aciago destino.

En aquel estado de aturdimiento, Nico se aferró a la esperanza de que todo fuera un sueño, una pesadilla de la que muy pronto despertaría. Pero rápidamente un par de manos rudas lo sacudieron y lo arrancaron de esa ilusión. Y mientras tiraban de él para levantarlo el choque con la realidad fue aún más violento que el golpetazo contra el suelo. «Oh, dulce Eres... —gritó una voz en su interior—, es real... ¡Está sucediendo de verdad!»

Y entonces perdió el conocimiento.