Capítulo 10

Una sensación de abandono

Nico intentó acostumbrase a su nuevo entorno, aunque al principio no le resultó sencillo.

En el monasterio residían otros nueve aprendices, todos ellos chicos. No era que las mujeres estuvieran vetadas en la orden; según decían los demás aprendices, la cuestión se debía simplemente a que nunca se reclutaban mujeres ni ellas tampoco se ofrecían para ser reclutadas.

Como era de esperar, todos estos jóvenes hablaban en lengua franca, si bien condimentaban sus frases con palabras y expresiones en la lengua —más antigua y en algunos casos todavía materna— de su lugar de procedencia. Nico se complacía de que prácticamente lo primero que había aprendido en el monasterio fueran palabrotas que nunca antes había oído.

Todas las mañanas, los jóvenes se levantaban antes de que despuntara el alba y se aseaban en el baño común junto con el resto de los silenciosos miembros de la orden Roshun. Luego, cuando el sol todavía no se había asomado por las cumbres de las montañas orientales, se sentaban en el comedor alumbrado con velas y desayunaban unas sencillas gachas con frutos secos, acompañadas —esto ya a elección de cada uno— de chee o agua. Los aprendices tenían que aprovechar el desayuno, pues ya no comían nada en todo el día hasta la cena. A veces, las exigencias a las que se veían sometidos agotaban sus energías y se quedaban dormidos de pura hambre. Era como si los roshuns pretendieran promover entre ellos el hurto de comida; una actividad, por cierto, que no estaba condenada por la orden y por la que sólo se amonestaba al aprendiz cuando era tan torpe como para dejarse atrapar con las manos en la masa.

Justo después del desayuno daba comienzo la clase que estuviera programada en primer lugar según el día. La tez de los muchachos se encendía con la luz del amanecer. Para Nico el resto del día transcurría en un embrollo de instrucciones que rápidamente olvidaba y clases cuya utilidad práctica se le escapaba.

La hora de la cena —cuando por fin llegaba— suponía un momento de alivio absoluto. Nico se sentaba atontado por el agotamiento y comía con una sola idea en la cabeza: su cama.

Los aprendices procedían de diversos rincones del Imperio, y era chocante la falta de tensión entre ellos, pese a las numerosas diferencias culturales. Aun así, Nico se preparó para lo peor, pues ya desde pequeño había adolecido de un carácter huraño. De niño había asistido al colegio local, y ya había experimentado el desprecio que producían entre sus compañeros su naturaleza solitaria y el ingenio de sus respuestas cuando le provocaban.

Pero al parecer no podía decir lo mismo de aquel lugar. El par de muchachos que tenían todos los números para convertirse en su pesadilla —el grandullón Sanse, con la fuerza física de su parte, y el pequeño y violento Arados, quien más tenía que demostrar a los demás— no se acercaban a él. En un principio, Nico había creído que se debía a la estricta disciplina del monasterio, pero después de una semana más o menos se dio cuenta de que había otro motivo para ello: se sentían intimidados por Ash. Y Nico —el primer aprendiz que Ash tomaba a su cargo en toda su vida— se contagiaba de parte de ese respeto que profesaban por su maestro.

Las primeras semanas de entrenamiento resultaron ser las más difíciles. En cierta manera, el carisma que parecía envolver a Ash y, por consiguiente, aunque en menor medida, a Nico, se volvió contra él, pues se sentía como si tuviera que conservar una reputación que no se había labrado él y que sólo obedecía a que el resto de los aprendices consideraban que si Ash lo había elegido a él, tenía que ser por fuerza alguien especial. Sin embargo, Nico no se consideraba una persona especial. Ni tampoco sabía siquiera por qué Ash lo había escogido, aunque sospechaba que sus habilidades habían tenido algo que ver.

Nico les hubiera contado de buen grado a sus compañeros esto, toda la verdad, pero siempre que lo intentaba se topaba con una resistencia interior más fuerte que su voluntad que se lo impedía, pues había empezado a disfrutar de su modesta celebridad. Los demás lo trataban con un respeto al que no estaba habituado después de haber malvivido en las calles de Bar-Khos y antes de eso en la granja familiar, con su madre y sus sucesivos amantes. Se había percatado de que andaba con la cabeza bien alta en presencia de los otros, cosa nueva en él, y ahora era capaz de mirarlos a los ojos en vez de desviar rápidamente la mirada cuando se cruzaba con ellos.

De esa manera, durante sus primeros días en el monasterio, se esforzó por causar una buena impresión, y por culpa de ese mismo empeño todos sus intentos sólo ponían de manifiesto su ineptitud.

Se mostraba torpe en sus clases de cali, el estilo de lucha con la espada practicado por los roshuns y diseñado para enfrentarse a varios oponentes sin dejar de avanzar y no retrocediendo jamás. En mitad del feroz ejercicio, Nico se detenía en seco, respirando con dificultad, y vomitaba de puro agotamiento. En una ocasión se rompió dos dedos durante un combate sin armas y comenzó a gritar cuando los vio dislocados y colgándole de la mano. También perdía los nervios, frustrado, durante el oni—oni, una prueba de reflejos en la cual el contrincante intentaba asestar un bofetón al adversario cada vez que se tañía el gong. Incluso se cayó montando un zel, y no una vez sino dos, y a punto estuvo de partirse el cuello.

No obstante, Nico destacaba en otras actividades, por lo menos lo suficiente para conservar su reputación entre sus compañeros. Demostraba un talento innato durante las clases de acrobacia, cuando tenía que dar volteretas, saltar y trepar; además, se le daban especialmente bien las clases de arte dramático, que exigían el uso del subterfugio y el disimulo; aprendió rápidamente los fundamentos de la infiltración —en otras palabras, de colarse en lugares vedados—; y era capaz de mantenerse escondido durante horas en las pruebas que medían las aptitudes para la ocultación y el camuflaje. Sobresalía al tiro con arco, una actividad en la que de hecho era todo un maestro, pues, además de su agudeza visual innata, había acumulado mucha experiencia cazando aves para su madre cuando vivía en la granja. Pero sobre todo se mostraba muy ducho en el ali, las artes multidisciplinares de la evasión —en otro tiempo conocido como la huida—, para el que Nico demostró una aptitud especial.

En otras circunstancias, a Nico no le hubiera extrañado sentir nostalgia y añorar las calles familiares de Bar-Khos o incluso la granja de su madre. Pero a un aprendiz de roshun, con tanto que asimilar y practicar, no le quedaba tiempo para distraerse en esas cosas. Sólo por las noches un sentimiento de soledad podía ensombrecer el ánimo de los aprendices, pero ni siquiera entonces ese abatimiento les duraba demasiado, ya que normalmente llegaban tan exhaustos a la cama que se dormían en pocos minutos.

Apenas vio a Ash durante esa etapa inicial; al parecer no participaba en el entrenamiento de los discípulos. Tampoco ofrecía ningún consejo personal a su aprendiz. Quizá tenía la intención de entrenar a Nico sólo en el transcurso de las misiones reales, donde se decía que terminaba el aprendizaje y se empezaban a adquirir los conocimientos.

En general, Ash se mantenía al margen y rara era la vez que buscaba a su protegido. Incluso parecía que se había desentendido de Nico a la primera oportunidad que se le había presentado, y Nico estaba más dolido de lo que habría reconocido jamás por el aparente abandono de su anciano maestro.

—¡Afilad los cuchillos! —bramó Holt por encima de la cabeza de la decena de aprendices congregados en el patio un soleado día barrido por el viento. Los aprendices inmediatamente inclinaron la cabeza y acometieron la tarea.

Nico ni se inmutó y se quedó observando a sus compañeros, prestando especial atención a Aléas, pues se había dado cuenta de que el muchacho cazaba las cosas a la primera. Al cabo de un rato, con un cuchillo de madera para las prácticas en una mano y un cuchillo trinchante de acero en la otra, empezó a cepillar el filo del trozo curvado de madera desafilado de la última vez que se había utilizado. Llamaban a este cuchillo para las prácticas guppy, quizá porque se parecía al pez del mismo nombre; no tenía punta y estaba hecho de un trozo de madera de parra de invierno, un peculiar árbol de madera noble que normalmente crecía en las paredes de los acantilados más expuestos al viento y que, por alguna razón, sólo florecía en lo más crudo del invierno.

De pronto, Ash apareció al lado de Nico con una taza recubierta de piel con chee y estuvo contemplando a su aprendiz mientras éste trabajaba, ojeroso y con los párpados entornados a causa de la fuerte brisa, que le ceñía la tela de la túnica a los tobillos.

Era el día de los simulacros, es decir, se preparaban situaciones que intentaban reproducir las posibles circunstancias de una misión real. La presencia de los maestros era obligatoria en estas sesiones quincenales, de modo que los aprendices se sentían más tensos que de costumbre.

Nico llevaba seis días sin hablar con Ash. Para él el anciano se había convertido en poco menos que un espectro al que sólo vislumbraba a través de alguna ventana o de vez en cuando durmiendo. Incluso el resto de los aprendices se habían percatado de esa falta de interés que mostraba Ash hacia su discípulo y habían empezado a murmurar sobre el tema, fascinados por el comportamiento del roshun más célebre, de modo que cada vez eran más frecuentes las miradas extrañas que dedicaban a Nico cuando se cruzaban con él.

—¡Vamos, rápido! ¡No tenemos toda la semana! —Holt los miraba con intensidad, con el mentón alzado.

Nico probó el filo de su hoja de madera en el dedo pulgar y le brotó la sangre. Mientras esperaba, se chupaba el dedo sin mirar en ningún momento a Ash.

Holt se paseó a trancos entre los aprendices, comprobando las hojas y recogiendo los cuchillos de acero.

—Muy bien, mis jóvenes escuderos —anunció el rubio pathiano—. Hoy realizaremos el simulacro del gato y el ratón. Sí, Pantush, ya sé que te encanta. Ahora elegid un compañero para que podamos empezar de una vez.

«¿Un compañero?», musitó Nico, y miró a su alrededor desesperanzado mientras los demás se emparejaban rápidamente con sus amigos. En cuestión de segundos el tumulto fue dividiéndose en parejas y frente a Nico, a unos metros sobre el suelo polvoriento, apareció Aléas solo, pues su enorme destreza lo convertía en un rival nada deseable en jornadas como aquélla.

A Nico se le cayó el alma a los pies al ver la sonrisita de Aléas. Detrás de éste sobresalía la figura descomunal de Baracha, que arrojó una mirada inquisitiva a Ash.

—Gato, ratón, ala oeste, primer piso... —dijo Holt, dando un cachete en la cabeza a uno de los chicos y luego otro a su pareja—. Gato, ratón, ala oeste, segundo piso...

Llegó hasta Nico y Aléas y sonrió. Todo el mundo sonreía excepto los dos muchachos plantados cara a cara.

—Gato —dijo con énfasis, posando la palma de la mano en la cabeza de Nico—. Ratón —indicó a Aléas. Y dirigiéndose a los maestros de ambos añadió—: Ala oeste, desván. Pero vayan con cuidado y no rompan nada, caballeros.

Holt dio una palmada y se alejó.

—Tienen hasta el próximo toque de campana —gritó de nuevo—, Uno se esconde y el otro debe encontrarlo. El primero que hiriera al otro gana. El que se mantenga oculto hasta el toque de campana también gana. Eso es todo. ¡Los ratones pueden salir!

Aléas partió al trote en dirección a la puerta del ala oeste. Corría como un velocista sobre una pista de atletismo, con una confianza absoluta en su físico.

«El primero que hiriera al otro», repitió Nico para sus adentros, todavía con las manos sudorosas alrededor de la empuñadura del cuchillo de madera. Tenía la boca seca. ¿Qué tipo de herida podría infligir aquella arma? ¿Cuál era el límite permitido en el uso de la hoja? Era típico de los roshuns dar unas instrucciones mínimas y arrojar a los aprendices de cabeza a los ejercicios.

Baracha continuaba allí, con los brazos cruzados y la mirada desdeñosa, confiado en una victoria sencilla.

—Es una pena que tu chico no sea el ratón, ¿eh? He oído que se le da bien eso de esconderse.

Ash se enderezó al oír las palabras de Baracha, como si ya estuviera harto de morderse la lengua para no decir lo que dijo por fin:

—Quizá si tú fueras un poco hábil a la hora de esconderte, nos habríamos ahorrado muchos problemas en el pasado.

Un grito ahogado restalló entre los roshuns que se encontraban lo suficientemente cerca como para oír el comentario de Ash. Baracha carraspeó estridentemente y escupió al suelo polvoriento.

En cierta manera, Nico se sintió alentado al ver que el anciano salía en su defensa. Pero entonces comprendió que había algo más; existía una rivalidad entre ambos... o al menos de Baracha parecía emanar un sentimiento de rivalidad.

—No olvides que Aléas no se esconderá como un ratón —susurró Ash suavemente al oído de su aprendiz con una voz apenas distinguible de la brisa—. Buscará una posición para emboscarte, como haría un depredador. Ándate con ojo, muchacho.

—¡Los gatos pueden salir!

Los aprendices que quedaban salieron disparados hacia las diferentes puertas del monasterio. Nico vaciló y su mirada se encontró con la de su anciano maestro. Lo que vio lo dejó estupefacto.

«¡Está convencido de que voy a perder!»

Con un gesto apenas perceptible de la cabeza su maestro le indicó que se pusiera en marcha.

Nico enfiló hacia la última puerta del ala norte. De repente estaba absolutamente concentrado en su objetivo, azuzado por unas ganas casi incontrolables de demostrar a todos que se equivocaban.

Al menos era agradable haberse librado del viento.

El silencio en el interior del monasterio era mayor de lo habitual, pues aquella tarde sus moradores habían evacuado buena parte del edificio para los simulacros. El ala oeste albergaba la biblioteca y las salas de estudio, además de la vasta sala de chachen para la meditación en el interior del recinto. Estas salas estaban profusamente iluminadas por la luz que entraba de los ventanales y olían a madera pulida y polvo acumulado.

Una ráfaga de aire se coló en el monasterio cuando Baracha entró en el vestíbulo seguido de Ash, quien todavía llevaba en la mano la taza de chee. Ambos portaban brazaletes blancos y debían seguir a una distancia mínima a Nico únicamente en calidad de supervisores, pues no les estaba permitido dar instrucciones a sus discípulos durante la prueba. El objetivo de estos ejercicios era aprender actuando, y, por lo tanto, alimentar la fe en los instintos propios de cada uno.

Holt había dicho el desván, así que Nico buscó la escalera y subió al trote por ella hasta el primer piso. Un joven roshun pasó como una exhalación junto a él, como si Nico no existiera.

La escalera de madera que llevaba al desván se hallaba al final de un pasillo en el que se encontraban las puertas de las cámaras individuales. Desde una ventana del otro lado se veía el valle escarpado y un oscuro afloramiento rocoso. Una masa nubosa que se deslizaba por el cielo se deshilachó al impactar con una lejana cumbre. Nico se detuvo y examinó la trampilla abierta al final de la escalera. Arriba estaba oscuro. Quizá debía buscar primero una linterna.

Sin embargo, decidió que no, que ésa era una idea estúpida y que con la linterna sólo conseguiría convertirse en un blanco aún más fácil.

Ash y Baracha esperaban detrás de él, en el otro extremo del pasillo, desde donde observaron cómo se despojaba de las sandalias y las depositaba cuidadosamente a un lado.

Nico respiró hondo y subió tan despacio como pudo, manteniéndose a un lado de los peldaños, donde la madera haría menos ruido bajo su peso. Cuando llegó al hueco, se agachó. Era un lugar tan bueno como cualquier otro para que Aléas le tendiera una emboscada: justo cuando Nico asomara la cabeza, cegado momentáneamente por la oscuridad.

Tras unos segundos cavilando no se le ocurrió ninguna idea, así que sólo quedaba una opción.

Se irguió, se lanzó de un salto por el hueco y aterrizó dando una voltereta en el suelo del desván, que crujió bajo su cuerpo. Permaneció tendido boca arriba con el cuchillo apuntando hacia el techo, a la espera del ataque.

No obstante, no ocurrió nada. Aun así, Nico no se movió y trató de dominar su respiración. Ya había armado suficiente jaleo con su irrupción. Aguantó en la misma postura hasta que sus ojos se acostumbraron a la falta de luz y poco a poco fue distinguiendo a su alrededor las sombras de los objetos.

Se levantó sin hacer ruido y se alejó lentamente de la débil luz que entraba proyectada desde el hueco de la escalera. Hacía calor en el desván y era más amplio de lo que esperaba; se extendía tres metros o más en todas direcciones antes de quedar sumido en la penumbra, pero podía hacerse una idea de las dimensiones del lugar por las leves corrientes de aire. Había objetos almacenados por todas partes: cajones y cajas, montones de ropa, muebles viejos, incluso equipos completos de armamento. Para hallar un buen escondrijo allí arriba bastaba con elegir el lugar —cualquiera valía— y estarse quieto.

Nico dio un paso para comprobar los crujidos de sus pisadas en los listones de madera; dio otro paso... El viento que soplaba fuera golpeaba las tejas de madera del tejado, que se extendía justo sobre su cabeza. Algunas se habían soltado lo suficiente para repiquetear, y ahora proporcionaban un inquietante coro de acompañamiento a los lamentos del viento.

Se detuvo en el borde de la zona iluminada por la luz que entraba desde la trampilla. Ése también era un buen lugar para una emboscada; Nico todavía era una figura visible, mientras que el asaltante permanecía resguardado en la penumbra.

Aléas estaba cerca, lo presentía.

Entrecerró los ojos y escudriñó la oscuridad que se desplegaba ante él. A su derecha, colgada del techo abuhardillado, había una telaraña de un fantasmagórico brillo blanco. Debajo de ella se amontonaba una serie de figuras que apenas distinguió. A su izquierda la oscuridad era aún más densa; un objeto grande impedía pasar la luz. Nico retrocedió un paso. Se inclinó escasos centímetros a un lado flexionando una rodilla sin dejar de mirar a derecha e izquierda, abrió la boca para oír mejor y esperó casi sin respirar.

De repente se dio cuenta de lo absurdo de la situación. Estaban jugando como niños al escondite con cuchillos de madera. Pero entonces pensó en el cuchillo que debía aferrar Aléas, seguramente muy cerca de él, tan afilado como el suyo e igual de efectivo a la hora de causar una herida en su oponente. Empezó a notar cómo le latía el pulso en los oídos.

La luz se atenuó fugazmente a su espalda y todo el desván quedó sumido en una oscuridad impenetrable. Se volvió y distinguió las siluetas de Ash y Baracha emergiendo del hueco de la trampilla. Ellos tampoco hicieron ningún ruido.

Nico les hizo una señal para que se apartaran. Los maestros se agacharon cada uno a un lado del hueco y la exigua luz retornó al desván.

«Venga —se apremió—, ¡Piensa!»

La telaraña se agitó y Nico sólo tuvo tiempo para arquear la espalda bruscamente cuando una figura difusa se dejó caer a su derecha. Notó la caricia del aire en la cara; detectó un movimiento impreciso y arremetió con el cuchillo por delante. Pero sólo rajó un espacio vacío. Entonces sintió una punzada de dolor en la mejilla izquierda, y otra en la derecha.

Estaba lo suficientemente aturdido como para dejarse caer de culo. Encogido, se llevó la mano al rostro y la sangre se deslizó entre sus dedos.

—¡Aaay! —gimió.

Aléas apareció frente a él, iluminado por la débil luz. El muchacho se había cubierto de mugre la cara, de modo que sólo seguía blanca la franja de piel inmediatamente debajo de donde le nacía el cabello. Alguien chasqueó la lengua en otra parte del desván; Baracha había dado media vuelta y salía estrepitosamente escaleras abajo, como si llevara zuecos en los pies.

Ash esperó a que Nico se levantara. El muchacho lo encaró y no consiguió descifrar la expresión del rostro de su maestro.

El anciano tomó un sorbo de chee y se relamió.

—Sigue trabajando —masculló—. Cuando me acompañes en una misión, debes estar preparado.

Su túnica se arremolinó a su espalda cuando se dio la vuelta y desapareció por el hueco de la escalera del desván.

Aléas sacudió la cabeza en dirección a las heridas en la cara de Nico.

—Cúbrelas con cera de abeja —le aconsejó—. Así reducirás el tamaño de las cicatrices. Vamos, te ayudaré.

Por un momento, Nico sintió lo que era la soledad en la oscuridad bochornosa del desván. La sangre goteaba lentamente de sus dedos. Su mano derecha, temblorosa, buscó el apoyo firme y fresco de los listones de madera. Se arrastró por el suelo y sus piernas quedaron colgando del borde del hueco de la trampilla. Soltó una larga bocanada de aire y esperó a que el corazón dejara de aporrearle el pecho.