Capítulo 13

Serése

Tras el anuncio de la vendetta por boca de Osho, el monasterio se sumergió en un extraño silencio preñado de una resolución inédita hasta entonces, inspirada por la partida de los tres roshuns. Incluso los más ancianos del lugar, que habían dedicado más tiempo al cultivo de los jardines que a las prácticas, retomaron la puesta a punto de sus habilidades. Los roshuns formaban corrillos y conversaban con circunspección; las risas se hicieron cada vez menos frecuentes.

Los aprendices se mantenían en su mayor parte ajenos a la seriedad que flotaba en el ambiente. Todavía eran demasiado inconscientes para valorar la gravedad de la situación, y el extenuante régimen de los entrenamientos ya era suficiente para mantener sus bisoñas cabezas ocupadas en sus propios contratiempos cotidianos.

Nico nunca había tenido facilidad para hacer nuevos amigos, y tuvo la oportunidad de comprobar que eso no había cambiado durante su estancia en aquel monasterio aislado en las montañas. La compañía continuada de gente solía agotarlo hasta el punto de que se retraía para eludirla. A veces, y Nico lo sabía, eso le hacía parecer una persona distante.

En el pasado esa reserva le había acarreado un buen puñado de problemas, sin embargo, aquí le ocurría justo lo contrario. El resto de los aprendices parecían apreciar a Nico y no tenían inconveniente en bromear y conversar con él. Aun así, también notaban su actitud distante, y cuando lo conocieron un poco mejor, comprendieron que no era un síntoma de arrogancia sino simplemente un deseo franco de soledad. Y ellos respetaban ese deseo, lo que a menudo comportaba que lo excluyeran de los momentos de auténtica camaradería que compartían entre sí, de modo que cuando Nico buscaba de corazón su compañía tenía dificultades para romper el muro que se había levantado entre él y los otros.

Por lo tanto, le resultó irónico descubrir que había otro aprendiz aquejado del mismo mal y que no era otro que Aléas.

También Aléas gozaba de la estima de sus compañeros, pero era el aprendiz de Baracha, por quien todos los aprendices profesaban un desprecio rotundo. Sin embargo, eso no pesaba tanto en su relación con él como el comportamiento del propio Aléas. El muchacho era humilde, por naturaleza, a pesar de que a nadie se le escapaba su brillantez. Eso desconcertaba a sus compañeros. La combinación de tanto talento y modestia había instalado en lo más recóndito de sus cabezas la idea de que Aléas era en cierta manera superior a ellos y eso, por tanto, les obligaba a asumir su inferioridad respecto a él. Estos complejos íntimos no ofrecían una base sólida sobre la que edificar una amistad.

El hecho de que Nico y Aléas compartieran la condición de inadaptados hizo que acabasen por aproximarse. Los chicos parecían poseer una personalidad similar. A veces, ambos rompían a reír por algo que sólo ellos consideraban gracioso, o uno de ellos apoyaba con sus palabras la posición del otro en algún debate acalorado con los demás aprendices. A menudo se encontraban emparejados juntos por falta de alternativas. Aun así, la distancia que los separaba de los demás también existía entre ellos: en cierto modo a Nico le intimidaba la confianza que rezumaba Aléas, mientras que éste se sentía coartado por el deseo de su maestro de que se mantuviera alejado de Nico.

Para Nico, solitario por naturaleza, la vida en el monasterio no se asemejaba en nada a lo que había imaginado, aunque en ningún momento había tenido una noción muy clara de lo que se encontraría a su llegada. No obstante, por muy vagas que fueran las expectativas que había albergado sobre ese extraño lugar en el que se formaban asesinos, no tenían nada que ver con lo que resultó ser.

Todos los días se pasaba horas lanzando tajos al aire en la plaza de armas, apuñalaba y agarrotaba muñecos rellenos de paja, se ocultaba de enemigos imaginarios, disparaba flechas contra lejanas dianas con figuras antropomórficas pintadas. Aun así, estaba tan absorto en intentar hacerlo bien, en mantener su reputación, en superar los desafíos que se le presentaban cada día, que rara era la vez que se detenía a pensar en el vínculo que unía aquellas actividades con la realidad que representaban o en el camino que había emprendido, pues lo entrenaban a conciencia para que fuera capaz de cruzar un umbral sin pensar ni vacilar: se esperaba de él que algún día cometiera un asesinato a sangre fría.

De todos modos, ese día todavía quedaba lejos y entretanto el entrenamiento acabaría por anular cualquier emoción ante esa perspectiva, y el duro esfuerzo difuminaría el fin último al que estaba encauzado todo. Transcurrido un tiempo, Nico dejaría de darle vueltas en la cabeza.

Le sorprendió agradablemente percatarse de la ilusión con la que esperaba las dos sesiones de una hora de meditación diarias. Algunos aprendices asistían rezongando a ellas, la mayoría todavía abrazaban credos distintos del daoísmo, lo cual resultaba chocante para Nico, pues todo lo que se exigía a los aprendices era su compromiso con las prácticas daoístas de la quietud.

Nico tampoco es que fuera un creyente ferviente; rara vez había conectado con las ceremonias —celebradas por monjes de voces monótonas en templos abarrotados de humo— que su madre le había obligado a soportar cuando había tenido la mala suerte de ser arrastrado hasta ellas. Sin embargo, ahora empezaba a esperar con ilusión esas sesiones de una hora que tenían lugar en los tranquilos confines del suave entarimado de la sala de chachen, o en el patio cuando la meteorología lo permitía. A Nico le parecía que apenas había en ellas un ingrediente religioso; los roshuns no prestaban demasiada atención a las doctrinas y lo único que hacían era sentarse de rodillas con las manos en el regazo y concentrarse en su respiración hasta que una campanada anunciaba el final de la sesión.

Con el tiempo, Nico aprendió a relajarse manteniendo su concentración, lo que hacía más sencillo alcanzar la quietud. Después del ejercicio se sentía fresco y sereno, y también más cómodo con su cuerpo.

Pasaron semanas hasta que recordó que tenía que escribir a casa, y hasta cierto punto se sintió culpable por haber olvidado tan rápido a su madre. Con su letra terrible le informó de que se encontraba bien, y llenó el resto de la página con una descripción de los aspectos rutinarios de su nueva vida, con mucho cuidado de no añadir nada que pudiera sugerir la desesperación que le habían causado algunas situaciones.

Kosh, el viejo amigo de Ash, se ofreció solícitamente a encargarse del envío de la carta y la llevó a Puerto Cheem en compañía de un grupo de roshuns que se dirigían a la ciudad para comprar provisiones. Una vez allí, la misiva pasó a manos de un contrabandista que se ganaba la vida pasando a un lado y otro del bloqueo manniano de los Puertos Libres. Nico tenía la esperanza de que finalmente llegara hasta su madre. Sin embargo, después de entregar la carta apenas volvió a pensar en ella.

Los aprendices tenían libre el día del Necio y podían pasarlo como se les antojara. Mientras sus compañeros aprendices se juntaban en pandillas de dos o tres chicos y se distraían con sus bromas y sus pequeñas complicidades, Nico emprendía una excursión por las montañas que se elevaban en torno al valle y pasaba agradablemente las horas solo, disfrutando del esplendor límpido de las cumbres. Nico necesitaba como el comer esos momentos de recogimiento y reflexión, y esos días libres en particular, tras una caminata larguísima, suponían el equivalente a sus incursiones vespertinas de niño acompañado de Boon por las estribaciones cercanas a la granja familiar; momentos de paz y sosiego.

A fuerza de repetirlas, esas excursiones habían adquirido sus propias particularidades, y durante unas horas Nico no miraba al pasado ni al futuro.

Una mañana, antes del desayuno, Nico vio a una muchacha que atravesaba el patio interior, y su sorpresa fue tal que dejó caer al suelo el balde con agua. El motivo de su sobresalto y de que el corazón se le pusiera a cien no fue únicamente el hecho de que se tratara de una chica. Tampoco su apariencia: vestida con una sencilla túnica negra a conjunto con la larga melena que se precipitaba por su espalda y que enmarcaba un rostro bañado por el sol, de facciones afiladas y grandes ojos. Lo que lo cautivó, después de haber pasado demasiado tiempo ávido de un espectáculo como aquél, fueron sus andares, sus largas piernas y la confianza que rezumaba, el grácil contoneo de sus caderas, inconfundible bajo su túnica. Nico se olvidó de su cubo y la siguió con la mirada hasta que la vio entrar por la puerta que conducía al ala norte. Rápidamente ideó una excusa para seguirla y averiguar quién era. Cruzó precipitadamente la misma puerta y miró a izquierda y derecha, pero la muchacha había desaparecido. Por un momento se planteó si no habría sido fruto de su imaginación.

Durante los días siguientes volvió a verla varias veces, aunque siempre de refilón y cuando estaba ocupado en el entrenamiento o de camino a las clases y no podía entretenerse. Resultaba frustrante, y no tardó en percatarse de que había adquirido la costumbre de mover constantemente los ojos de un lado a otro buscándola.

—¿Quién es la chica? —le preguntó a Aléas una noche, durante la cena.

—¿Qué chica? —inquirió Aléas, delatándose con el tono fingido de inocencia de su voz.

—¡Ya sabes a quién me refiero! La chica que veo constantemente por el monasterio.

Aléas le dirigió una sonrisa lasciva.

—No es una simple chica, Nico. Es la hija de mi maestro, y será mejor que mantengas tus ojos lejos de ella. De tus manos ya ni te hablo. Mi maestro es extremadamente protector con ella.

—¿La hija de Baracha? —Nico se quedó anonadado.

—Nico, que te guste o te disguste una persona no afecta demasiado a su capacidad para procrear.

—Vale, pero ¿cómo se llama?

—Serése.

Serése era un nombre merciano, y así se lo hizo saber a Aléas.

—Ya. Su madre era merciana. ¿A qué vienen todas estas preguntas?

—¿Qué preguntas? —disimuló Nico, desviando la mirada. Pero volvió a la carga—: ¿Cuánto tiempo se quedará?

Aléas suspiró.

—Mira que eres pillo. Permíteme que te repita, aun a riesgo de aburrirte, que es la hija de Baracha. Ha venido a pasar unas semanas con su padre. Después volverá a Q'os, pues trabaja allí para nosotros. Si durante su estancia aquí alguien la importuna o la acosa, y por importunar me refiero a que se le dirija la palabra o se la mire, aunque sea mientras jugueteas con tu cuerpo bajo las sábanas... Si algo de eso ocurre entre tú y ella, entonces puedes tener la seguridad de que mi maestro cogerá un cuchillo y te cortará los huevos. Míralo. Ahora mismo está vigilándonos. Después tendrá una charla conmigo por haber hablado contigo.

Nico apoyó cautamente la espalda contra el respaldo de su silla. No dudaba un ápice de la veracidad de la advertencia de Aléas.

Aun así, cuando Aléas devolvió la atención a su plato de caldo, Nico recorrió con la vista el comedor para verla otra vez, y cayó presa de la decepción cuando no la atisbo por ningún lado.

A la mañana siguiente, sus caminos por fin se cruzaron y Nico supo de inmediato que estaban predestinados a conocerse. Él creía en esas cosas.

Era un día del Necio, por lo tanto día libre, y se había dirigido a la lavandería para lavar algunas prendas antes de emprender su acostumbrada excursión por el valle.

Allí estaba ella, envuelta en la atmósfera brumosa de la amplia y penumbrosa sala, escurriendo las últimas prendas de su colada. Nico se detuvo en el vano de la puerta, dudando si entrar o marcharse.

—Hola —dijo distraídamente la muchacha después de echar un vistazo por encima del hombro.

El tono de su saludo lo convenció para entrar. Cerró la puerta a su espalda y se adentró en la sala, descargó su ropa sucia junto a la tina metálica con agua hirviendo colocada sobre el fuego, hizo un gesto con la cabeza hacia la muchacha a modo de saludo y sonrió.

Ella terminó de doblar una túnica húmeda y la puso sobre el montón de ropa que ya había en la cesta. Iba arremangada y con el pelo recogido a la espalda, y tenía la tez sonrosada por el calor y el esfuerzo. Nico calculó que debían de tener la misma edad.

—¿Qué? —inquirió la muchacha, regalándole una sonrisa fugaz, advertida de la mirada escrutadora de Nico.

Nico sacudió la cabeza.

—Nada. Soy Nico, soy el aprendiz del maestro Ash.

Nico se dio cuenta inmediatamente del repentino cambio que produjo en la muchacha esa información y la reevaluación que acometió de su interlocutor. Los ojos oscuros de ella estudiaron sus facciones durante lo que empezaba a parecerle una eternidad. Era la clase de mirada que siempre le obligaba a bajar los ojos ruborizado y que por dentro lo transformaba en un idiota tembloroso.

Nico no abrió la boca por miedo a que lo que saliera de ella fuera un tartamudeo o una estupidez o, peor aún, ambas cosas a la vez.

—Yo soy Serése —dijo la muchacha, con una voz cavernosa y ronca. A Nico le entró un tembleque en las piernas.

—Lo sé —respondió, y al punto se arrepintió.

A ella pareció divertirla... que fuera el hecho de que supiera su nombre o su repentino ataque de vergüenza era algo que Nico no sabía.

—Entonces debes de ser merciana —dijo, intentando recuperar la compostura—. Por lo de Serése. Significa «afilada» en la lengua antigua.

—Ah, sí. Ya me había parecido distinguir tu acento.

—Sí. Soy de Bar-Khos.

—Ah. —De nuevo parecía impresionada.

Fuera sonó la campana anunciando el cambio de hora.

—Bueno, toda tuya —dijo, haciendo un gesto hacia el agua burbujeante mientras ella doblaba su última prenda.

—Espera —le espetó, pese a que tenía muy presente la severa advertencia de Aléas. Sin embargo, se le había acelerado el pulso con la idea repentina de pedirle que pasara el día libre con él. Se imaginó que paseaban juntos por el valle, charlando y riendo, conociéndose—. Tengo el día libre —explicó—. Voy a salir de excursión cuando acabe esto. ¿Por qué no te vienes?

Ella pareció considerar su propuesta, al menos durante unos segundos. Pero meneó la cabeza.

—Me temo que mi padre está esperándome.

—Oh —balbuceó Nico, derrotado, aunque hubo una parte de él que respiró aliviado.

—Quizá en otra ocasión —repuso animada.

Cuando se inclinó para coger la cesta, Nico no pudo evitar admirar su figura de espaldas.

—Espera —espetó de repente—. Déjame ayudarte.

—No hace falta. Ya puedo yo.

Nico hizo como que no la oía y levantó la cesta. Pesaba más de lo que había esperado y a duras penas consiguió reprimir un gruñido.

Serése lo siguió fuera. Sus rostros salpicados de sudor brillaron a la luz más intensa del corredor, a ambos les caía el cabello en finas coletas apelmazadas por el vapor.

Se detuvieron y se miraron. A Nico el corazón todavía le aporreaba el pecho. Deseaba tocarla.

—¿Serése? —Baracha estaba en la puerta que daba paso al patio interior.

La muchacha puso los ojos en blanco.

—Adiós —musitó, esbozando una sonrisa a modo de disculpa, y salió en dirección a su padre. Volvió la vista atrás una vez.

Baracha fulminó a Nico con la mirada, con el gesto ceñudo.

El tiempo parecía no pasar la tarde del día siguiente, y Nico y los demás aprendices realizaban sus habituales ejercicios de cali empapados en sudor. La plaza de armas estaba atestada de roshuns que se ejercitaban y el campo de entrenamiento apenas tenía las dimensiones justas para acogerlos a todos. Mientras tanto, Osho los observaba desde la ventana de la torre, desde donde se dominaba todo el patio.

Los aprendices trabajaban confinados en un rincón. Respiraban trabajosamente, agotados tras la práctica de las técnicas más complejas con la espada, y ahora simplemente ejercitaban combinaciones de golpes hacia dentro y hacia fuera siguiendo las instrucciones que les bramaba Baracha.

El maestro alhazií exhibía el mal genio de siempre, ni mejor ni peor que otros días, y no eran pocos los que habían recibido un manotazo por moverse con demasiada lentitud para su gusto. En un momento dado empezó a abroncar a Aléas por no prestar atención a lo que hacía. En definitiva, nada que se saliera de lo habitual, pues siempre apretaba a su aprendiz un poco más que al resto, cosa que molestaba a Nico y al resto de sus compañeros, ya que todos sabían que Aléas era el mejor y que no merecía ese trato.

Baracha estaba soltando su diatriba cuando se hizo un repentino silencio en la plaza de armas. El maestro interrumpió su invectiva y buscó con los ojos chispeantes de ira el origen de esa nueva distracción.

Ash se había adentrado a grandes zancadas en el patio polvoriento, empuñando una espada envainada. Por una vez había decidido abandonar su entrenamiento en solitario y ejercitarse junto con los demás.

Los roshuns veteranos rápidamente retomaron sus quehaceres. Los aprendices, sin embargo, vieron mermada su concentración, y muchos observaban de soslayo al anciano maestro enfundado en su túnica negra y practicando confundido con el resto. Su hoja brillaba y despedía destellos alcanzada por los rayos del sol en una sucesión de movimientos tan rápidos que a la mayoría les costaba seguirlos con los ojos. La distracción sólo consiguió empeorar el humor de Baracha, que tuvo que repartir unos cuantos cachetes para llamarlos al orden hasta que por fin recuperaron la seriedad exigida para la ejecución de los ejercicios.

Minutos después les concedió un descanso para que bebieran agua y recuperaran el aliento.

—Así que hoy el abuelo ha decidido jugar con nosotros —gritó, dirigiéndose a Ash, lo suficientemente alto como para que pudieran oírlo las personas que andaban por allí.

Ash lo miró fugazmente a los ojos y continuó con sus ejercicios. En lo sucesivo ignoró al grandullón alhazií, y Nico se percató de que ese desaire hería profundamente el orgullo del hombretón.

Durante el descanso, varios aprendices rodearon a Nico y le preguntaron acerca del comportamiento de su maestro en las situaciones de acción. Nico esperó a que el tono ansioso del interrogatorio derivara en un silencio de expectación y entonces respondió en un hilo de voz:

—Es como el centro inmóvil de una tormenta.

Los muchachos asintieron, fantaseando con esa imagen de Ash. Aléas reía entre dientes.

A la mañana siguiente, Nico se cruzó de nuevo con Baracha de camino a las clases de tiro con arco. El alhazií salía de la armería y se frenó en seco cuando vio a Nico caminando hacia él.

—¡Tú! —bramó.

—¿Yo?

—Sí, tú. Sígueme.

—Tengo que ir a clase. Llegaré tarde.

—¡Te he dicho que me sigas! —espetó Baracha con impaciencia.

El alhazií se alejó a trancos por el corredor y Nico tragó saliva. Por un momento se le pasó por la cabeza huir de allí a toda mecha, pero le pareció que eso era estúpido e infantil, de modo que salió disparado a su zaga.

Atravesaron la zona de la cocina, envuelta en una nube de vaho sofocante. Los dos cocineros apenas les prestaron atención, enfrascados en un tira y afloja sobre el uso de una olla vacía. Cerca del fondo de la cocina, Baracha se agachó y abrió una trampilla en el suelo.

Nico observó los escalones de piedra y la enorme figura de Baracha engullida por la penumbra. Se preguntó de qué iría todo aquello. Pero entonces cayó en la cuenta: «Un padre sobreprotector furioso.»

—¡Baja! —El eco de la voz de Baracha tiró de él para que pusiera el pie en el primer escalón. Siguió descendiendo por los demás como en un sueño.

Era una despensa, con el revestimiento de piedra y fría. La única luz provenía de la escalera a su espalda. Nico distinguió en la oscuridad unas figuras colgadas de unos ganchos de hierro incrustados en el techo de madera: piezas de carne de caza, ahumadas y en salazón. También había sacos de harina, especias y verdura deshidratada. Justo a la derecha de Nico algo oscilaba colgado de un gancho: un ave desplumada y destripada.

El aprendiz se movió hacia allí, detuvo el balanceo del ave cuando pasó junto a ella y sintió su tacto frío y carnoso en los dedos.

Delante de él se movió una figura confundida con la oscuridad. Nico advirtió un repentino destello blanco: los dientes de Baracha.

«No he hecho nada malo —se dijo Nico para sus adentros—. Sólo charlamos un momento.»

Pero eso no lo tranquilizaba, y las cuentas de sudor empezaron a brotar en su frente.

—Acércate, muchacho.

Nico tragó saliva, nervioso. En un absurdo delirio fantasioso se lamentó por no llevar un arma encima.

En la despensa reinaba un silencio sepulcral. Baracha aguardaba con los brazos cruzados y la espalda apoyada contra algún sitio. Cuando Nico se aproximó, vio que era el brocal de piedra de un pozo de algo menos de dos metros de diámetro y con la boca cubierta por una rejilla herrumbrosa. Se oía el eco del agua que fluía turbulentamente en sus profundidades.

Sin abrir la boca, Baracha dio media vuelta, puso las manos sobre la rejilla y la levantó acompañado por el ruido de bisagras y un gruñido de esfuerzo.

Nico escudriñó el fondo oscuro. El agua corría estruendosamente, de una manera aterradora a pesar de que no se veía. Una ráfaga de aire impregnada de su frescor le acarició el rostro. Era un canal subterráneo que se extendía por debajo del monasterio.

Instintivamente, Nico dio un paso atrás.

—¿Qué quiere de mí? —inquirió.

Baracha se agachó para coger algo del suelo. Era un balde, verde de las algas adheridas y atado a una cuerda podrida. El otro extremo de la cuerda estaba anudado a la rejilla.

El alhazií bajó el balde al abismo tenebroso del pozo.

—Es posible que a mi hija se le cayera algo ayer —explicó—. Quiero que bajes a buscarlo.

Nico retrocedió otro paso alejándose del pozo.

—Creo que mejor no lo haré.

A punto estuvo la cuerda de escaparse de la mano de Baracha, impelida repentinamente por la corriente. El maestro la asió con más fuerza. Nico oía el balde dando sacudidas contra la piedra y el rumor del agua, que corría con más fuerza cuando superaba el obstáculo del cubo.

—Lo harás —dijo Baracha—. Por las buenas o por las malas, bajarás.

Nico se quedó mirando atónito el semblante adusto del alhazií. No lograba discernir si estaba hablando en serio.

«Si lo que pretende es asustarme, ¡vaya si lo está consiguiendo!»

Nico quería echar a correr, pero era como si sus pies hubieran echado raíces en el suelo enlosado. Baracha dio un paso hacia él, arrastrando la cuerda consigo. Ni aun así Nico fue capaz de moverse.

El joven aprendiz abrió la boca —para pedir ayuda, para proclamar su inocencia—, cuando de pronto una mano descomunal aterrizó en su hombro. Baracha cerró el puño alrededor de la túnica de Nico y la tela le oprimió la garganta. Sin un esfuerzo aparente, el grandullón alhazií tiró de él y lo arrimó al pozo.

—¡Suélteme! —gritó Nico, arrastrando los pies por el suelo. Forcejeó tratando de liberarse de las garras del alhazií—, ¡No! —chilló enfurecido cuando la boca del pozo apareció frente a él.

Intentó levantar una mano hacia el rostro del maestro y sus dedos buscaron a tientas los ojos de Baracha, que inclinó la cabeza fuera del alcance de Nico. El alhazií exhibió una fuerza asombrosa volcando la cabeza de Nico en el pozo y luego intentando meterle el resto del cuerpo. Nico sacudía las manos buscando un lugar donde aferrarse en las paredes viscosas mientras las aguas gélidas fluían con estrépito en las tinieblas debajo de él.

Pero entonces, gracias a Dios, Baracha aflojó la mano y en una de sus sacudidas Nico quedó libre. El muchacho se alejó renqueante de su torturador reparando en su semblante jocoso.

—¡Cabrón! —espetó Nico, retirándose rápidamente, apartando a manotazos los obstáculos colgados del techo que se cruzaban a su paso mientras las carcajadas preñadas de mofa de Baracha retumbaban a su espalda.

Nico no se detuvo hasta que salió del edificio y pudo respirar una bocanada de aire fresco, con los ojos entornados, deslumbrado por el sol y maldiciéndose por su estupidez.

Serése, Nico se enteró después, había recibido la orden de partir ese mismo día.