Capítulo 18

Las hermanas de la pérdida y la añoranza

Las lunas gemelas brillaban en un cielo oscuro y salpicado de estrellas. Su luz de plenilunio —la de una, de un blanco matizado de gris, la de la otra, azul— obligaba a entornar los párpados. Surcaban el cielo siguiendo un curso que atravesaba parcialmente la Gran Rueda, el núcleo visible del universo, atenuando el brillo del vasto manto de luz de las estrellas. Sólo una vez al año las dos lunas se alzaban juntas en su fase de luna llena, anunciando el inicio del otoño. Quizá ése era el motivo del nombre que recibían: Hermanas de la Pérdida y la Añoranza.

Las dos figuras que ascendían la colina aparecían minúsculas e insignificantes bajo aquella bóveda celeste. La noche era lo suficientemente clara como para ver el terreno que se extendía delante de los caminantes, que andaban con la cabeza gacha, con la vista fija en sus pisadas y absortos en sus pensamientos. Por ello, casi supuso una sorpresa cuando se detuvieron ante la diminuta choza, que de repente emergió recortada contra la luz penumbrosa; el murmullo de la corriente del agua de fondo recordaba las crepitaciones de una hoguera lejana. Esa noche no había ningún fuego encendido en la pequeña cabaña salvo la llama de la lámpara que les daba la bienvenida y cuya lengua de luz amarillenta sobresalía del vano de la puerta. Sin vacilar, los visitantes se introdujeron en el interior de la choza.

El Vidente estaba sentado con las piernas cruzadas en una esterilla extendida en el suelo, con un libro abierto sobre el regazo que leía con los ojos entrecerrados tras unas gafas de gruesos cristales, mientras se rascaba distraídamente los picores causados por los piojos.

Pasaron unos minutos sin que diera muestras de haberse percatado de la presencia de los recién llegados. Nico empezaba a exasperarse, ansioso por que Ash se aclarara de una vez la garganta y reclamara la atención del anciano ermitaño.

El Vidente levantó al cabo la mirada en dirección a ellos, les sonrió y depositó cuidadosamente el libro sobre una pila de libros que se levantaba a su lado.

Ash hablaba y el anciano lo escuchaba atentamente y asentía, formulando de vez en cuando alguna pregunta. El Vidente hablaba con voz queda, respetuoso con el silencio de la noche que los envolvía. No parecía molesto por aquella intromisión a altas horas de la noche, más bien al contrario, parecía recibir con agrado la compañía. Era como si llevara toda la noche esperando la visita de un roshun.

Cuando la conversación entre él y Ash concluyó, el Vidente recogió de un rincón de la choza una caja hecha de astiles de plumas y la puso en el suelo frente a sí. Con sus dedos trémulos fue extrayendo objetos de la caja que Nico escrutaba según los colocaba sobre la esterilla.

Dispuestos en el suelo quedaron una plancha de pizarra, un trozo de tiza y un haz de lo que parecían tallos de carrizo seco de la longitud de un pie. Los objetos permanecieron intactos sobre la esterilla unos minutos mientras el Vidente realizaba una serie de respiraciones con una concentración extrema. Después, comenzó a mover las manos con una velocidad sorprendente para alguien de su edad. Arrojó el haz de carrizo contra la esterilla y rápidamente dividió en dos la montañita de tallos que se había formado. Recogió el montón de la derecha y, con unos movimientos que escapaban a los ojos, se pasó uno a uno los tallos de carrizo de una mano a otra, deteniéndose cada vez que se quedaba con cuatro tallos o menos en la mano derecha; entonces sujetaba esos tallos entre dos dedos y reiniciaba el proceso ya sin el carrizo que había separado del manojo inicial.

Una vez que tuvo tallos de carrizo entre los cinco dedos de la mano derecha se paró a contar cuántos sumaban. El número resultante parecía entrañar algún tipo de significado. Hizo una marca con la tiza en la pizarra —una simple raya— y dejó caer el carrizo sobre la esterilla para empezar de nuevo.

El proceso era largo y tedioso, de vez en cuando el Vidente dibujaba rayas de tiza en la pizarra, en unas ocasiones gruesas y en otras pequeños guiones, que, una detrás de otra, iban componiendo varias series. Nico perdió la noción del tiempo y ya se le cerraban los párpados cuando el Vidente pareció llegar al final de su tarea; en la pizarra había dibujadas seis líneas.

El anciano estudió los resultados, musitando algo para sus adentros.

Ken-yoma no-shido —dijo, dirigiéndose a Ash.

El roshun asintió con el semblante serio.

El Vidente explicó sucintamente sus vaticinios. Cuando se interrumpió para examinar de nuevo la pizarra, Nico pidió en un susurro a su maestro que le tradujera las palabras del anciano.

Ash se sintió fastidiado por la demanda de Nico, pero un vistazo a los ojos exhaustos del muchacho bastó para ablandarlo un poco, al menos lo suficiente para ofrecerle un breve resumen.

—Le he preguntado cómo saldremos parados de esta vendetta. Me ha hablado de truenos y de un contratiempo, de cómo un suceso inesperado nos obligará a tomar una decisión trascendental. Ahora cállate; viene la parte crucial.

—Después de ese contratiempo se presentarán ante vosotros dos caminos —declaró el Vidente en una inesperada y perfecta lengua franca, mirando fijamente a Nico antes de depositar de nuevo sus ojos intensos en Ash—, Si seguís uno de ellos, fracasaréis en vuestro cometido, aunque con el honor intacto y todavía con un futuro por delante lleno de oportunidades... Si tomáis el otro, saldréis victoriosos, pero invadidos por la abyección y con un futuro aciago.

Ash meditó durante unos segundos los augurios expresados por el Vidente. Se aclaró la garganta.

—¿Eso es todo?

El ermitaño esbozó una sonrisa afable, pero no dijo nada.

Poco después, Nico y Ash hicieron una reverencia y enfilaron hacia la puerta de la choza. Nico ya le daba la espalda cuando oyó al anciano:

—¡Muchacho!

Nico se volvió. El Vidente se pasó la lengua por las encías y lo miró con los párpados entornados y trémulos.

—Tú no me has pedido ningún vaticinio. Esta noche tienes derecho a hacerlo.

—No sabría qué preguntarle.

El viejo ermitaño ladeó la cabeza.

—Tú no quieres embarcarte en esta aventura desquiciada.

Nico echó un vistazo buscando a Ash para comprobar si estaba escuchando, pero su maestro ya había abandonado la cabaña. Devolvió la mirada al Vidente, con la boca abierta pero sin decir nada.

—Temes no estar preparado para acompañar a tu maestro en esta vendetta. Sospechas que todavía eres demasiado inexperto.

Era cierto. Nico había pasado todo el día pugnando consigo mismo para conseguir enfrentarse a la idea de que a la mañana siguiente abandonaría aquel refugio recóndito que había empezado a sentir como un hogar. ¿Y para qué? Para atravesar el mar hasta la ciudad de Q'os, el corazón del Imperio, ni más ni menos que con el propósito de matar al hijo de la Santa Matriarca, cuando apenas era capaz de blandir una espada. ¡Por la dulce Eres! Sólo pensarlo le aceleraba el corazón.

—Así pues, ¿quieres escuchar mi consejo? —le preguntó el Vidente.

Nico se aclaró la garganta.

—Lo cierto es que no estoy muy seguro de creer en todas estas cosas de videntes y demás... Emplear sus dotes conmigo sería, por así decirlo, como malgastarlas.

—Has de saber una cosa, joven amigo mío: el germen de las cosas ya nos dice qué frutos podemos esperar de él.

Nico asintió, más por educación que por otra cosa.

—Cuando llegue el momento de que te separes de él, deberás seguir los dictados de tu corazón.

—¿Cómo?

El anciano sonrió y empezó a recoger la parafernalia diseminada sobre la esterilla delante de él.

Nico retrocedió lentamente hasta la puerta y salió de la choza. En el exterior reinaba la quietud de la noche, e incluso el rumor de la corriente del arroyo llegaba apagado hasta sus oídos. Ash permanecía junto al riachuelo, contemplando en silencio el agua que se estancaba y discurría entre las rocas.

Emprendieron juntos el camino de regreso al monasterio por la penumbra clareada.

—Un tipo extraño —comentó Nico.

Ash se volvió bruscamente a su aprendiz.

—Ese hombre merece todo tu respeto —le reprendió.

Inmediatamente pareció arrepentirse de su arrebato e intentó añadir algo, una disculpa quizá. Sin embargo, no dio con las palabras adecuadas, de modo que devolvió la vista al frente y siguió caminando.

Ambos descendieron con parsimonia y enfrascados en sus pensamientos la ladera alumbrada por las Hermanas de la Pérdida y la Añoranza. Más abajo, las luces cálidas y acogedoras que despedían las ventanas del monasterio destacaban en medio del bosque de hojas plateadas.