Capítulo 8

Cheem

El Corazón del Mundo estaba tranquilo aquella mañana, y tan azul y desierto como el cielo que se combaba sobre él como una gigantesca bóveda de zafiro. La mirada podía perderse en el horizonte por todos lados salvo en el oeste, donde se distinguía la recortada silueta de las montañas. El sol bañaba de luz la superficie quieta del mar, y sus rayos regresaban a él en reverberaciones cálidas. Los pájaros revoloteaban como espectros refulgentes y una suave brisa procedente del sur barría la superficie del agua y rizaba alguna que otra cresta blanca del lánguido oleaje.

La tripulación del Halcón lo llamaba chohpra: un día perfecto.

El Halcón sobrevolaba a baja altura las pacíficas aguas del Midéres, como un ave marina a ras de las olas, aunque quizá también como un ave que ha pasado mucho tiempo a merced de los elementos y se alegra de alcanzar el final de su viaje. A pesar del deterioro que revelaba su apariencia, el dirigible había realizado la travesía a buena velocidad; si bien ahora reducía la marcha a medida que se aproximaba a su isla de destino y a Puerto Cheem.

Las gaviotas los seguían y cazaban al vuelo los trozos de keesh que el hombre de piel oscura arrojaba al aire desde la proa de la nave. Ash había atraído la atención de un puñado de tripulantes con los cuerpos vendados que reposaban en la cubierta superior y que sacudían la cabeza y se mofaban de él en susurros. Ellos consideraban que las gaviotas eran las ratas del mar, así que no entendían por qué las alimentaba aquel viejo loco.

Aquel viejo loco parecía no percatarse de sus burlas. Tampoco Nico, que le hacía compañía y que tenía un ojo puesto en la expresión reconcentrada de Ash, entretenido con los pájaros que se abatían en picado, y el otro en el cercano puerto y los numerosos barcos fondeados en sus aguas. Más allá se desplegaba la ciudad sobre las estribaciones de las montañas, que resultaban ridículas comparadas con las montañas de cumbres nevadas que se extendían hasta donde llegaba la vista.

Puerto Cheem era la única ciudad y el único fondeadero con aguas profundas de toda la isla montañosa de Cheem. El puerto era grande, aunque no alcanzaba las dimensiones del de Bar-Khos. También era un lugar de infamia, y por una vez esa reputación era fundada.

Como todos los niños mercianos, Nico había crecido escuchando historias sobre los bandidos de Cheem. Entre los padres de los Puertos Libres era una práctica extendida amenazar a los niños que se portaban mal con que los bandidos los raptarían y los convertirían en sus esclavos. Los padres los pintaban como monstruos y tejían intrincadas historias en las que los bandidos dejaban un barquito de madera junto a la cama del niño malo que tenían planeado raptar. Si esa advertencia no bastaba para enderezar el comportamiento del niño, esa noche aparecía un barquito de juguete junto a su cama para atemorizarlo cuando despertara. Sólo los niños más traviesos no escarmentaban al descubrir el funesto augurio.

Esos miedos empeoraban cuando el niño alcanzaba la edad adulta y descubría que los bandidos no se limitaban a capturar niños para convertirlos en esclavos, sino también hombres y mujeres.

Por este motivo, el alivio de Nico al superar sano y salvo el bloqueo se diluyó y cedió su lugar a un nuevo temor. De hecho, hubiera preferido aterrizar en cualquier otro lugar.

Esa mañana la brisa era cálida, cargada con todas las fragancias penetrantes del mar, y cuando amainaba un poco, se instalaba el aroma acre a alquitrán fundido que emanaba de las cubiertas de la nave. A pesar de que el viento soplaba a favor, los sistemas de propulsión seguían quemando combustible según se acercaban al puerto. Sobrevolaron la muralla exterior del puerto y vieron el estrecho canal de entrada: una lengua de mar flanqueada por muros de piedra viscosos que sostenían fuertes achaparrados y redondeados levantados de acuerdo con las nuevas tendencias de la ingeniería. Nico se fijó en los cañones que sobresalían de los fuertes, en cuyas azoteas había posicionada una balista de formas antiguas rodeada de soldados de capas pálidas que observaban, apoyados en sus lanzas, el dirigible que sobrevolaba sus cabezas con las banderas verdes que indicaban su neutralidad desplegadas en la cola.

Ahora que Ash se había quedado sin keesh las gaviotas chillaban en señal de protesta. La nave viró y la tripulación se apresuró a reajustar las alas. El dirigible enfiló hacia una playa que se extendía al sur del puerto, donde ondeaba una manga de viento prendida a una alta torre asentada en las rocas. A lo largo de la orilla se levantaban postes de amarre. En la arena se pudría un dirigible desprovisto de su envoltura.

—No te apartes de mi lado —le advirtió Ash—. Sólo nos detendremos en la ciudad un par de horas, pero las historias que hayas podido oír sobre este lugar no carecen de verdad. Puerto Cheem es una perrera. De día estaremos seguros. Aun así, no te separes de mí.

—Y después, ¿cuánto tiempo nos llevará el viaje por las montañas?

—Mucho, pero es un buen lugar si se conoce el camino. Y también pacífico. Apenas vive gente en el interior, sólo las órdenes religiosas en sus ermitas.

—Y las escuelas de asesinos, ¿no?

Ash se puso tenso.

—No sólo somos asesinos, muchacho.

Unas bocanadas de humo gris salieron despedidas del costado derecho de la nave. Se dejaron caer las anclas, que se arrastraron por el fondo marino y emergieron en la playa, cubiertas con montones de algas. Llegó el turno de las amarras y los hombres apostados en la playa las agarraron con fuerza y las anudaron a los postes. Mecido por la brisa antojadiza, el Halcón descendió lentamente.

Trench se acercó con el kemir agarrado a su cuello a los hombres de su tripulación, que habían saltado por la borda para asegurar las cuerdas. El capitán todavía caminaba con la cojera ganada en la batalla.

—Te he traído a casa —dijo, dirigiéndose a Ash.

—Sí. Te lo agradezco.

Se dieron la mano y luego Trench estrechó la de Nico. El kemir parloteó sobre su hombro su particular saludo de despedida. No pudo despedirse de Berl, ya que por desgracia seguía confinado en su litera, con fiebre. Había perdido un pie en la contienda.

Nico dio una sacudida cuando el casco de fondo plano del dirigible se posó en la arena y se echó la mochila al hombro. Era una sensación extraña: ahora que el Halcón descansaba en tierra firme casi le daba pena abandonarlo.

—Vamos —le espetó Ash, enfilando por la pasarela oscilante.

Al final, y después de todas las advertencias recibidas, Puerto Cheem le resultó algo decepcionante.

Ash caminaba con tanto brío y resolución que Nico apenas tenía tiempo para fijarse en la ciudad. Sólo permanecieron el tiempo necesario para abastecerse de provisiones ligeras y dos mulas que los transportaran en su viaje al sur de la isla.

Lo primero que le horrorizó fue el hedor que impregnaba el lugar. La ciudad estaba cubierta de barro tras las recientes lluvias y el agua corría sin obstáculos por las zanjas pestilentes que se habían formado en los costados o en el centro de las calles; el olor se hacía más insoportable aún por los cadáveres de perros y gatos, e incluso, por el de una joven desnuda, cuyo cuerpo yacía ignorado por los transeúntes.

En el exterior de una tienda, Nico estuvo ayudando a asegurar las provisiones recién adquiridas a ambos lados de las mulas. Justo cuando finalizaba la tarea tuvo que saltar a un lado para apartarse del camino de un grupo de guardias de la ciudad, una brigada de mercenarios alhaziís de tez morena y con armaduras arlequinadas que se deslizaban raudos por la calle, entonando una canción desconocida y aterradora. Poco después, Nico y Ash se cruzaron con los mismos guardias, cuando éstos intentaban disolver una pelea de taberna: fuera los hombres gritaban tendidos en el barro, mientras que de dentro llegaba el sonido del choque de los aceros entre el barullo de una multitud voces.

Ash y Nico se alejaron rápidamente del lugar y continuaron atravesando la ciudad hacia el sur. Ash gritó en lengua franca a la chusma callejera, que se dispersó y les dejó vía libre con la ayuda de un puñado de monedas que Ash les arrojó. Los niños tiraban de las mangas a Nico y le pedían comida, monedas, hojas de grindelia o escoria. Había prostitutas por todas partes, desnudas y pintadas de dorado de pies a cabeza, que bamboleaban provocativamente sus pechos al paso de Nico, quien forzaba la vista para acertar con sus brillantes pezones, las únicas zonas de sus cuerpos limpias de pintura.

Los mercados de esclavos eran de una atrocidad insoportable. Al otro lado de las cancelas de madera, Nico entreveía a hombres, mujeres y niños harapientos y hacinados que eran subastados como ganado.

—¡Abrazad la carne! —gritaba un predicador callejero, cerca de una de esas subastas—, ¡Abrazad la carne o seréis esclavizados como los débiles!

—¿Qué predica? —preguntó Nico.

Ash escupió a los pies del orador cuando pasaron junto a él a lomos de sus mulas.

—La fe de Mann —respondió al cabo.

A diferencia de Bar-Khos, Puerto Cheem no alardeaba de sus murallas, y Nico se sorprendió al comprobar que las viviendas a ambos lados de la calle empezaban a ser simples chozas de la periferia hasta que llegó un momento en el que ya no hubo nada y se hallaron fuera de la ciudad. Nico se mecía cadenciosamente sobre la mula y notaba que su tensión se mitigaba.

La carretera se extendía tortuosamente por las estribaciones de las montañas que flanqueaban la costa, siempre con el mar y las naves que daban bordadas sobre su superficie a la vista. Cheem era una isla básicamente montañosa y la mayor parte de sus tierras de cultivo se encontraba en la costa o en los numerosos y angostos valles que ascendían hacia las exuberantes cumbres.

Siguieron por la misma carretera casi todo el día, dejando atrás un puñado de aldeas y granjas aisladas, cuyos moradores se quedaban mirándolos con suspicacia y no les brindaban saludo alguno. A última hora de la tarde torcieron hacia el oeste y se adentraron en uno de los característicos valles de la isla; ascendieron por unas tierras de labranza apenas cultivadas hasta unas praderas de hierba y brezo sólo adecuadas para el pastoreo de ovejas de montaña. En las laderas a ambos lados del camino, los árboles empezaban a agruparse en bosques silenciosos de pinos negros.

Ash experimentó un cambio mientras se internaban a lomos de sus mulas en las tierras altas, su carácter se suavizó hasta unas cotas que iban más allá de la habitual serenidad que reflejaba su semblante. Su mirada se relajó y sus labios se fruncieron en un gesto de satisfacción mientras respiraba el aire fresco y quieto.

—Parece que el regreso le hace feliz —observó Nico.

Un gruñido fue lo único que el muchacho consiguió en pago por su interés, y el anciano continuó cabalgando en silencio. Nico pensó que su comentario ya había caído en el olvido cuando diez o quince minutos después —con el sol poniente de cara dando intensidad a los colores postreros del día y el aroma a resina flotando por todas partes— su maestro habló:

—Estas montañas... son ahora mi hogar.

Acamparon en un claro rodeado de jupes ancestrales cuyas hojas plateadas titilaban rojas y doradas bajo el sol crepuscular. Nico tenía la espalda entumecida y el culo amoratado tras la cabalgada. Observó a Ash, que cogía una de las hojas verdes que siempre llevaba consigo guardadas en una bolsa y se la llevaba a la boca: de nuevo su dolor de cabeza. El anciano se puso manos a la obra y extendió unas mantas y sacó algo de comida para pasar la noche. Luego frotó el pelaje de las mulas con manojos de hierba mientras ellas comían bayas de un arbusto. Nico arrancó la corteza resinosa de un cicado para encender el fuego y recogió leña para alimentar la hoguera.

Por fin, Ash se sentó con una expresión evidente de alivio y estuvo contemplando el cielo vespertino y dando sorbos a una vasija de calabaza mientras Nico encendía el fuego. El muchacho se valió de su pedernal y de un trozo de acero para producir chispas en la corteza que ya había molido y a continuación sopló suavemente hasta que las llamas prendieron. Por el aire se elevaron las columnas de humo blanco de la madera húmeda, que contrastaban marcadamente con los picos oscurecidos de las montañas que los rodeaban.

—Empieza a hacer frío —comentó Nico, frotándose las manos y alargándolas hacia las llamas que acababa de encender. Aunque había ganado algo de peso desde su partida de Bar-Khos, su cuerpo escuálido le hacía padecer con intensidad el frío.

El anciano soltó una risotada.

—Algún día te contaré yo algo sobre lo que es el frío.

—¿Se refiere a la vendetta que le llevó a los hielos meridionales?

Ash hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, pero no dijo más.

Había asentido de una forma idéntica la última vez que el tema había salido a colación, antes de abandonar Bar-Khos, cuando Nico lo había acribillado a preguntas sobre su última vendetta y únicamente había recibido respuestas escuetas. Entonces, Nico había apretado los dientes con frustración, y lo mismo hizo ahora, ansioso por saber más sobre esas legendarias tierras remotas de las que sólo había oído hablar en cuentos y canciones.

—¿Es verdad que se comen unos a otros? —inquirió Nico, intentándolo de nuevo.

—No, sólo se comen a sus enemigos. Dejan que se congelen durante la noche y luego arrancan la carne de los cadáveres.

Por extraño que pudiera parecer, esta imagen espantosa provocó el rugido de sus tripas. Se moría de hambre tras la larga jornada de viaje. Arrojó otro palo a la hoguera, y otro más.

—Nunca me ha contado cómo consiguió regresar a la costa. Dijo que para entonces ya había perdido a sus perros.

El aire salió silbando entre los dientes apretados de Ash.

—En otro momento, muchacho. Ahora quedémonos aquí sentados y disfrutemos un rato del silencio.

Nico suspiró y giró sin perder su postura en cuclillas. No miraba al anciano.

—Ten —dijo Ash, ofreciéndole la vasija de calabaza.

Nico ignoró la invitación y siguió con la mirada fija en las llamas, que se agitaron azuzadas por una ráfaga de aire.

—La bebida no es para mí —repuso al cabo.

Ash meditó unos segundos.

—Tu padre... ¿era un borracho?

Ahora fue Nico quien decidió evitar las preguntas. Volvió a frotarse las manos y les echó el aliento. Con el rabillo del ojo veía que Ash seguía observándolo.

—Y lo que temías de tu padre es lo que ahora más temes de ti.

—La bebida lo convertía en una bestia —admitió Nico—. No quiero seguir su camino.

—Lo entiendo. Pero tú no eres tu padre, muchacho. Del mismo modo que él no era tú. Toma. Pruébalo. Hay que tomar de todo con moderación, incluida la propia moderación. Además, te hará entrar en calor.

Nico suspiró de nuevo y cogió la vasija que le tendía el anciano, se sentó y la contempló unos segundos.

—Con cuidado. Es un brebaje potente.

Nico se llevó el recipiente a los labios y dio un sorbo; reprimió la arcada que le produjo la quemazón salobre en la garganta y tosió.

—¿Qué demonios es esto? —preguntó con la voz rasposa, devolviéndole la vasija.

—Básicamente agua... aderezada con unas gotas de sudor del salvaje Ibos. Lo llaman fuego de Cheem.

A Nico no le gustó cómo sonaba aquello. Sintió el flujo de calor recorriéndole el estómago; sin embargo, no era tan tonto como para dejarse engañar por la sensación de un calor que sabía irreal. Su padre le había explicado en una ocasión que quedarse dormido borracho a bajas temperaturas podía ser letal.

—¿Le parece conveniente emborracharse esta noche?

El anciano le soltó una palmada como si Nico fuera una mosca.

—Hay que soltarse la melena, muchacho. Además, una resaca nos será útil para lo que tenemos que hacer mañana.

Aquellas palabras, por supuesto, no tenían de momento ningún sentido para Nico, si bien guardó silencio.

Cenaron jamón curado y un pedazo de keesh que compartieron, acompañados de dos tazas de chee preparado con agua de un arroyo cercano. Siguieron bebiendo fuego de Cheem y se fueron achispando a medida que la luz se atenuaba y las estrellas se concentraban en el cielo. El fuego crepitaba y refulgía en la oscuridad, aún más impenetrable por la acción de la luz de las llamas. Se quitaron las botas y se calentaron los pies en la hoguera.

—¿Está muy lejos? —balbuceó Nico, tras un rato absorto en sus pensamientos, contemplando las llamas que chisporroteaban y danzaban con alegría.

—¿El qué?

—El monasterio. ¿Está muy lejos?

El anciano se encogió de hombros. Había cogido una piedra y la lanzaba al aire y la recogía distraídamente con una mano una y otra vez.

—¿Por qué se encoge de hombros?

—Porque no lo sé.

«Debe de estar borracho», pensó Nico.

—Pero si usted vive allí —insistió—. ¿Cómo es posible que no sepa cuánto nos queda para llegar?

—Nico, confía en mí, ¿de acuerdo? Por la mañana todo tendrá sentido. Hasta entonces, bebe y disfruta. Después de esta noche, cuando por fin lleguemos a Sato, tendrás mucho trabajo que hacer y un duro entrenamiento por delante.

Nico aceptó de nuevo la vasija a regañadientes. Tomó otro trago largo y se la devolvió. Luego se tumbó boca arriba y contempló las estrellas, con un brazo flexionado bajo la nuca. Cada vez hacía más frío.

Con el rabillo del ojo vio a Ash con la piedra aferrada en la mano y examinando el sello que llevaba colgado del cuello. Nico se volvió para observar al anciano, que tenía una sombría expresión de concentración en el rostro.

«Debía habérmelo imaginado —pensó Nico—. No es más que un borracho sensiblero; igualito que mi padre.»

Ash levantó la mirada del sello y vio que Nico tenía los ojos clavados en él. Soltó un gruñido y sepultó el sello bajo la túnica.

—¿Qué?

—Nada, Ash... maestro Ash. Tengo una pregunta.

El anciano dejó escapar un suspiro.

—Entonces hazla.

—Usted me dijo que ese sello que lleva ahora está muerto, pero que una vez perteneció a un patrocinado.

—Así es.

—Si los sellos se emplean como elemento disuasorio, ¿por qué los roshuns no llevan sus propios sellos? ¿Por qué no se protegen ellos mismos con la amenaza de una vendetta?

La dentadura de Ash refulgió a la luz de la hoguera.

—Por fin una cuestión que vale la pena discutir. —Y volvió a lanzar la piedra, que giró en el aire antes de que la atrapara de nuevo.

El anciano se inclinó hacia Nico como si fuera a hacerle una confidencia.

—Voy a decirte algo, Nico, y no debes olvidarlo jamás. —Su aliento abrasaba—. La venganza, muchacho... la venganza es un ciclo que nunca acaba. Nace de la violencia y no engendra más que violencia. En medio sólo hay dolor. Por eso los roshuns nunca llevamos sellos para protegernos. Nos gustaría que nuestro cometido no fuera más allá de entregar un elemento disuasorio a la gente, pues sabemos mejor que nadie que la venganza no aporta nada valioso a este mundo. Simplemente es la profesión a la que nos han conducido los caminos que hemos seguido en la vida.

—Por cómo lo dice da la impresión de que lo que hacen está mal.

—Nosotros no lo consideramos en términos de bien y mal. Nuestro trabajo es moralmente neutro, esto es algo que debes entender, pues es uno de los principios fundamentales del credo roshun. Para que lo comprendas: es como si fuésemos rocas repartidas por la ladera de una montaña que se mueven impelidas por otras rocas en movimiento. Simplemente seguimos el curso natural de los acontecimientos. —Hizo una pausa para reflexionar un instante—. Pero nunca debemos convertir nuestro trabajo en un asunto personal. De lo contrario, nos convertimos en algo más que una simple fuerza en movimiento: nos convertimos en parte del ciclo. Si yo muriera en una vendetta, otro roshun ocuparía mi lugar, y si ése muriera, otro, y otro, hasta que se cumpliera el compromiso de vendetta contraído con nuestro patrocinado. Y ahí acabaría todo. No llevamos sellos ni queremos que se vengue nuestra muerte. De ese modo rompemos el ciclo.

El anciano puso fin a su declaración con un largo trago a la vasija. Se limpió los labios.

—¿Lo has entendido? —interrogó a Nico, dándole un codazo.

A Nico le daba vueltas la cabeza, y no sólo por el alcohol. Estaba hecho un lío. Los khosianos entendían lo de la vendetta; era algo que presentían, y sabían de su poder como un pez sabe nadar. Sus sagas estaban llenas de venganzas y asesinatos sangrientos, y los personajes que reclamaban un desagravio siempre eran los héroes de las historias.

Asintió, aunque todavía tenía muchas dudas.

—Muy bien. Entonces ya has aprendido la lección más importante de todas.

Una brasa candente escapó del fuego y el ruido sobresaltó a Nico, que se levantó dando un respingo. Se quedó mirando el ascua brillante en la hierba, entre sus pies descalzos, que fue apagándose lentamente hasta adquirir un color grisáceo. Aceptó otro trago de la vasija. Real o no, era agradable sentir el calor interior que proporcionaba. Sospechaba que ya estaba un poco borracho y llegó a la conclusión de que, después de todo, tampoco era algo tan terrible. Se tumbó de nuevo para contemplar el cielo.

El resplandor de las estrellas era intenso allí arriba, en las montañas; las más brillantes parecían palpitar. Si Nico movía la cabeza de izquierda a derecha todo lo que le permitía el cuello, podía seguir la estela blanquecina de la Gran Rueda girando por los cielos. Si bajaba un poco la mirada desde la Gran Rueda, a la derecha de la hoguera, veía sus constelaciones favoritas tachonando la negrura del firmamento: la Dama, con las estrellas componiendo su mano, que sujetaba los astros que daban forma a su espejo roto; y junto a ella, encima, el Gran Necio —el Sabio del Mundo— posaba con su fiel suricata a sus pies —cuatro pequeños destellos formando una línea curva—, su único compañero cuando le llegó el final, cuando abandonó su trono celestial para errar por el mundo propagando las enseñanzas de Dao.

Un meteorito surcó el cielo seguido casi de inmediato por otro. Al este, un cometa y el dedo de luz de su estela estriaban la bóveda celeste. Nico respiró hondo, se sentía en paz.

Sin embargo, fue una paz que se vio interrumpida por las suaves risas entre dientes de Ash a la luz de la hoguera. Nico lo ignoró, convencido de que el alcohol le había nublado el juicio, pero el anciano continuaba riéndose solo.

—¿Qué es tan divertido? —inquirió finalmente Nico, arrastrando las palabras.

Ash se balanceaba adelante y atrás, intentando contenerse, pero un vistazo a Nico y la expresión de su rostro sólo lo empeoró. Señaló hacia su aprendiz con la vasija en la mano e intentó decir algo en medio de su alborozo, pero le resultó imposible y tuvo que intentarlo una segunda vez.

—¡Estamos perdidos! —espetó, imitando en tono jocoso la voz púber de Nico.

Nico arrugó el rostro y se le encendieron las mejillas. Lo último que deseaba era que le recordaran la batalla a bordo del dirigible y el momento en el que había estado a punto de tener un ataque de nervios. Ese episodio bochornoso era algo que necesitaba mantener enterrado.

Abrió la boca para mandar callar al anciano con unas cuantas palabras de su propia cosecha, pero en ese momento el anciano le apuntó con el dedo, como si supiera lo que iba a decir y eso le hiciera reír todavía más.

Quizá fuera por culpa del fuego de Cheem, o quizá por el brillo en los ojos del anciano, sin rastro de malicia ni condescendencia, pero Nico se encontró de pronto contagiado por el buen humor de su maestro y fue capaz de ver el lado divertido y no vergonzoso del suceso, y antes de darse cuenta siquiera ya reía y se balanceaba adelante y atrás como el viejo extranjero procedente de tierras remotas; ambos riendo a mandíbula batiente, como unos chiflados, con las lágrimas saltándoseles de los ojos.

—¡Estamos perdidos! —vociferó Ash de nuevo.

Los dos reían estruendosamente, fuera de sí y sujetándose la barriga, mientras las llamas iluminaban u oscurecían sus rostros desencajados y las estrellas titilaban sobre sus cabezas, al alcance de sus manos.

—¡Estamos perdidos! —gritaron a coro hacia el cielo nocturno.