Capítulo 21

Una ciudad paradisíaca

Eran las tres de la tarde según el reloj instalado en la fachada rosada del templo manniano del barrio. Nico y Ash comieron en un restaurante de una calle lateral, sentados sobre unos taburetes altos junto a un hueco en la pared adonde se acercaba la clientela para hacer su pedido y a través del cual se veía a los cocineros, sudorosos y atrafagados en su diminuta cocina inundada de humo. El aprendiz y su maestro comían en silencio, entregados con entusiasmo a sus noodles con salsa picante y contemplando a los viandantes que pasaban a toda prisa ante ellos bajo la llovizna que descargaba un cielo bajo; las esquinas del toldo de lona que se extendía sobre sus cabezas chorreaban agua incesantemente. Ash permanecía alerta pese a su evidente fatiga. Nico ya lo conocía bien y podía afirmar sin riesgo a equivocarse que su maestro observaba con el rabillo del ojo a la gente a su alrededor, sin lugar a dudas buscando un indicio de si estaban siendo vigilados. También sabía que si descubría algo, no lo compartiría con él.

Le llamaba la atención el templo que se levantaba al otro lado de la calle; no ya el trasiego de gente que entraba y salía, sino su arquitectura, distinta de la de todos los templos que había visto antes. Básicamente se trataba de una aguja de piedra que se alzaba rodeada por los edificios achaparrados del vecindario; en el fondo, era una versión reducida de las altísimas torres repartidas por el resto de la ciudad. Volvió a preguntarse cómo sería posible que una simple combinación de acero y piedra líquida levantara aquellas estructuras, tan altas y delgadas.

—Estoy aquí sentado —musitó entre dientes—, comiendo unos noodles pasados en la mismísima Q'os, y me doy cuenta de que no sé nada de esta gente salvo que, como merciano que soy, son mis enemigos y, por lo tanto, debería temerlos.

Ash acabó de masticar con parsimonia y tragó.

—Son gente corriente —repuso—. Lo único que ocurre es que sus hábitos se han vuelto extremos y con ellos sus corazones, de modo que en cierta manera sólo están enfermos... enfermos del espíritu. —Ash sorbió ruidosamente los noodles mientras lanzaba un vistazo al templo por encima del hombro—. Si conocieras a sus sacerdotes, les tendrías más miedo.

Nico se preguntó si eso sería cierto. Sentado ahora en la esquina de una calle del corazón del Imperio, empezaba a parecer— le que las historias sobre los sacrificios humanos que perpetraban los sacerdotes de Mann y demás depravaciones cometidas por sus seguidores no eran más que mitos y patrañas. Permaneció un rato en silencio, hasta que de nuevo se encontró reflexionando en voz alta:

—Quizá no tendríamos tantas guerras si no hubiera tantas religiones diferentes.

—Quizá —respondió Ash, lamiéndose los dedos—. Pero amplía un poco tus miras. ¿Realmente crees que no nos mataríamos unos a otros si compartiéramos la misma religión? ¿O aunque no existiera ninguna religión? —Ash meneó la cabeza, el gesto rezumaba una extraña tristeza—. La pretensión de que nuestras creencias lo significan todo para nosotros, Nico, es el fundamento de nuestra manera de estar en este mundo. Sin embargo, las guerras rara vez estallan por motivos religiosos. El germen de la guerra se encuentra en la ambición de territorios y botines, en las ansias de prestigio... en la estupidez humana. Se desencadenan porque uno de los bandos desea dominar al otro. Si encima ambas naciones tienen distintas religiones, pues una razón más para desviar la atención de todo lo que tienen en común. Sólo en casos excepcionales la religión juega un papel protagonista, y los mannianos no son una excepción, aunque pueda parecerlo. La dominación es el credo más arraigado entre ellos. En el fondo de sus corazones sólo ansían el poder absoluto sobre todas las cosas.

Al otro lado de la calle, el reloj del templo dio la campanada que señalaba el cambio de hora. Apareció un sacerdote en el balcón que había en lo alto de la torre y se dirigió a la gente congregada debajo a través de un megáfono. Se oían declamaciones similares procedentes de otros rincones de la ciudad. Su voz amortiguada provocó la escena más chocante que Nico había presenciado jamás: todos, absolutamente todos los ciudadanos, interrumpieron sus quehaceres y se arrodillaron en el suelo, con el rostro orientado hacia el Templo de los Suspiros y las manos levantadas con las palmas abiertas.

Nico notó un tirón en el brazo. Era Ash, que lo empujaba al suelo para que se arrodillara junto a él. Miró en derredor y advirtió que no era el único que se había demorado a la hora de postrarse en señal de respeto a Mann ni que parecía hacerlo de mala gana.

—La llamada diaria —le explicó su maestro, con un deje desdeñoso en la voz. Ash levantó las manos desnudas hacia el cielo y las expuso a la lluvia; las bocamangas se le deslizaron hasta los codos.

A regañadientes, Nico siguió su ejemplo, sin poder evitar sentirse como un idiota.

A las seis tomaron un tranvía, un largo carruaje impulsado por un tiro compuesto por una docena de esforzados zels cuyos pelajes de franjas blanquinegras despedían el vaho de la transpiración. En el letrero instalado sobre la puerta se leía: «CIUDAD PARADISO».

Ash introdujo una moneda de media maravilla en el torniquete situado en la parte trasera para acceder al vehículo. Nico hizo lo mismo. No había asientos libres, de modo que el muchacho siguió el ejemplo de su maestro y se asió a la redecilla portaequipajes que recorría el tranvía de punta a punta y que estaba atestada con sacos de verduras, fardos de ropa e incluso una jaula con pollos vivos que miraban a Nico con sus ojos pequeños y vidriosos. Él y Ash llevaban puestas las capas de lluvia y se balanceaban con los bandazos del tranvía, que avanzaba entre el tráfico congestionado de última hora de la tarde. La apatía era el estado de ánimo general del pasaje, y en el interior del vehículo reinaba un extraño silencio sólo roto por el golpeteo constante de la lluvia contra las ventanas y el techo.

—Nadie habla con nadie —susurró Nico—. Ni siquiera se miran.

El maestro Ash esbozó una sonrisa mínima.

El carruaje se vaciaba a medida que iba bajando la gente en las paradas. Por fin quedaron libres algunos asientos y Ash y Nico se sentaron. Al punto, el anciano cerró los ojos.

Nico se fijó en el gesto de dolor de su maestro, que se apretó la sien con dedos trémulos, como para aligerar una presión repentina. Después sacó una de sus hojas y se la metió en la boca.

—Tiene mala cara —observó Nico.

—Este lugar no me sienta nada bien, Nico —respondió Ash, en un tono fatigado y sin abrir los ojos—. Despiértame cuando lleguemos a la última parada. —Se ciñó la capa empapada al cuerpo y permaneció inmóvil.

En la isla de Q'os había un puerto en cada una de las cuatro ensenadas comprendidas por «los dedos» conocidos como las Cinco Ciudades. La bahía del Primer Puerto se extendía entre un montículo que equivaldría al pulgar y por una lengua de tierra que guardaba cierta semejanza con un dedo índice.

Ciudad Paradiso, también denominada la Primera Ciudad, era el mayor distrito de entretenimiento de Q'os, y ocupaba buena parte del terreno del dedo pulgar de la isla. Su calle principal seguía la costa y ofrecía vistas del Primer Puerto y de los muelles orientales, donde Ash y Nico habían alquilado la habitación. El recorrido por el distrito les permitió contemplar sin estorbos el conjunto de torres puntiagudas que envolvía la vasta estructura del Shay Madi, el mayor y último circo construido en la isla, que emergía como una loma por encima de los barrios que lo rodeaban. Ahí fue donde el tranvía realizó la última parada, a la sombra misma de la monumental mole de la arena.

Nico salió a la lluvia con el resto de los pasajeros que habían permanecido en el vehículo hasta el final del trayecto, boquiabierto ante la profusión de arcos y columnas de la gigantesca construcción. El tranvía partió; los zels parecían cansados, pero rápidamente tomaron velocidad liberados de la carga del pasaje y con el aliciente de la vuelta a la caballeriza. Si el reloj público no fallaba, el viaje les había llevado casi una hora. Nico y Ash se alejaron rápidamente, protegidos del rigor de los elementos bajo la capucha de sus capas.

La gente acudía en manadas al circo. Eso ralentizaba el progreso de Ash y Nico por las calles de Paradiso pues ellos avanzaban en sentido opuesto a la arrebatada multitud. Al cabo se detuvieron en una tranquila calle lateral. Ya había prácticamente oscurecido cuando un hombre apareció ante ellos sobre unos ruidosos zancos, encendiendo una a una las farolas de la calle.

—Farolas de gas —dijo Ash justo cuando Nico abría la boca para preguntar—. La ciudad se asienta sobre una reserva de gas, de modo que lo utilizan en los lugares donde emerge a la superficie.

Nico intentó imaginar qué quería decir exactamente su maestro.

—Piensa en los efluvios que despide el orificio trasero de un cerdo —se adelantó de nuevo el anciano—. Imagínate que pudieras embotellarlos o canalizarlos para utilizarlos como combustible cuando los necesitaras.

—¿Está diciéndome que embotellan los gases que expulsan los cerdos por el culo?

Ash suspiró.

—No, Nico. Era sólo un ejemplo. Pero se basa en el mismo principio.

—Ya me preguntaba yo por qué Q'os huele tan mal.

Ash se volvió para escrutar a su aprendiz, con el labio superior escondido bajo el inferior; poco a poco su boca fue recuperando su gesto habitual.

Un grupo de mujeres que iba charlando en un dialecto similar a la lengua franca, aunque con una pronunciación como sincopada, entró en los baños públicos que se levantaban delante de donde se habían detenido Nico y Ash. Un letrero colgado un poco más allá, junto a la entrada de los baños, saltó a los ojos de Nico; tenía pintado lo que parecía un sello de la orden Roshun.

Sin embargo, Ash no hizo caso de él y entraron en los baños detrás de las señoras.

Una vez en el interior, el maestro echó unas monedas en una ranura y consiguió dos toallas limpias. Se adentraron en la atmósfera húmeda de los vestuarios, donde en ese momento sólo había un puñado de hombres y mujeres charlando a la luz tenue de las lámparas del techo.

Nico se introdujo en un cubículo vacío siguiendo las instrucciones de su maestro y aguardó allí dentro solo mientras perdía de vista a Ash. Escuchó las conversaciones procedentes del exterior, pero apenas oía las voces y tampoco las comprendía.

Un estrépito repentino encima de él hizo que mirara hacia allí. Era su maestro, que lo observaba con los ojos entornados por el hueco que había abierto retirando una placa grande de madera. Ash alargó una mano y Nico la aferró y se dejó subir al espacio del falso techo, oscuro y polvoriento.

—Estos edificios comparten los altillos —le susurró Ash al oído—. Por aquí podremos llegar hasta nuestra agente sin riesgo de que nos vean entrar directamente en el local. Sin duda estarán vigilando la puerta.

Ash marchó delante. Caminaba con cautela por las vigas en penumbra, evitando las delgadas placas de madera, con un brazo estirado con la espada para mantener el equilibrio. Nico se esforzaba para no estornudar con el polvo y se concentraba en no tropezar. No le costaba nada imaginarse perdiendo el equilibrio, cayendo de la viga y atravesando el techo para aterrizar en el regazo de un pobre bañista.

Ash se detuvo. Retiró otra placa y la depositó a un lado; escudriñó debajo. Después, se deslizó por el hueco del techo seguido con agilidad por Nico.

Aparecieron en una cámara diminuta; sus espaldas húmedas recibían el calor de una chimenea alimentada por carbón, que además era la única fuente de luz en toda la estancia. En un sillón de piel había sentada una mujer con un libro abierto sobre el regazo. Sin embargo, no fue su figura envuelta en sombras ni tampoco el libro lo que llamó la atención de Nico, sino la pistola enorme que empuñaba en una mano y que apuntaba con firmeza el pecho de Ash.

Por un momento, el único movimiento que se atisbaba en toda la cámara era el de las sombras que oscilaban en las paredes y en el sencillo mobiliario de madera. Pero entonces, el fuego crepitó y Nico dio una sacudida sobresaltado. La mujer levantó la mano que tenía libre y se llevó lentamente el dedo índice a los labios. Luego depositó la pistola en una mesita que había junto al sillón, e inmediatamente también el libro. Se puso en pie lentamente, se acercó a la estufa e hizo un gesto a Ash para que se aproximara a ella.

Nico siguió a su maestro y cuando la mujer se agachó, reparó en el sello que exhibía colgado del cuello. Ash apoyó la espada en el suelo y se arrodilló. Escudriñó con atención la llama de la chimenea; asintió, recogió la espada y se levantó cuando lo hizo la mujer, que de nuevo se deslizó con sigilo. Nico echó un vistazo fugaz a la chimenea y los siguió fuera de la cámara.

En un pequeño vestíbulo sin iluminación, la mujer, Ash y Nico dejaron a un lado la zona de la cocina y entraron en el cuarto del retrete. El espacio era reducidísimo y apenas cabían los tres juntos, y cuando la mujer cerró la puerta corredera, quedó sumido en una oscuridad total.

La mujer prendió una cerilla y encendió la mecha que sobresalía de un cuenco con aceite alojado en una hornacina cubierta de hollín. La llama fue creciendo poco a poco, despidiendo un aroma a madreselva que por lo menos ayudaba a combatir el hedor del cuarto.

Cuando ya se veían otra vez los rostros, la mujer abrió un grifo situado en otra hornacina con una pila. El ruido del agua corriente inundó el cuarto.

—Estamos en aprietos —dijo la mujer con una voz áspera y grave, moviéndose en torno a Ash para sentarse en el retrete y dejarles más espacio.

La llama de la lámpara alcanzó su plenitud y el espacio se iluminó. Nico abrió los ojos como platos al contemplar un rostro que había aparecido en sus sueños.

—¡Serése! —exclamó.

La joven se llevó un dedo a los labios.

—Aquí no estáis seguros —musitó—. Mantienen el edificio vigilado.

Ash asintió sin asomo de sorpresa.

—Tienes buen aspecto —observó el maestro roshun.

Nico también consideró que tenía buen aspecto; con el pelo recogido en coletas y el cuerpo esbelto embutido en un traje de cuero marrón.

—Sí, ya, pues no puedo decir lo mismo de ti —repuso la mu— chacha—. ¿Qué has estado haciendo? Tienes un aspecto terrible.

—Te agradezco la observación. Pero dime, ¿cuánto tiempo llevan con lo de las escuchas?

Serése se encogió de hombros.

—Di con el dispositivo de la chimenea cuando regresé a la ciudad. Había limpiado a conciencia antes de marcharme y a mi vuelta encontré la huella de un dedo manchado de hollín en un lugar en el que no tenía por qué estar. —Meneó la cabeza—. Por favor, escuchadme. Ahora mismo ése no es el problema. Mi padre hizo una batida por los alrededores anoche, ya sabes lo meticuloso que es, y hay reguladores vigilando nuestra sede por sus cuatro costados.

—Entonces, ¿Baracha ya ha llegado a la ciudad?

—Sí, pero sigues sin escucharme. En vez de venir a verme en persona mi padre me envió una nota en la que me advertía que debía abandonar Q'os de inmediato. Sin embargo, me pareció conveniente esperaros. Mi padre cree también que los reguladores vigilan los baños. No me preguntes cómo lo han averiguado, pero al parecer están al tanto del acceso a nuestras dependencias por el techo de los baños. Os habrán visto entrando en ellos.

Nico lanzó una mirada fulgurante al anciano. «Por la dulce Eres —dijo para sus adentros—, Ya deben saber que estamos aquí.»

Ash meditó un instante la información recibida, acariciando la funda de la espada con el dedo pulgar.

Serése se volvió en silencio hacia Nico y forzó una sonrisa efímera. Nico se dio cuenta de que estaba asustada y se alegró de descubrir que él no era el único. Por un instante, mirándola, recordó su breve encuentro en la lavandería de Sato y su cabello empapado por el vapor. Le costaba trabajo encontrar un vínculo entre aquella muchacha y la mujer que ahora tenía delante.

—¿Mencionaba tu padre algo sobre nuestra cita en su nota? —inquirió Ash.

—Sí, decía que se reuniría contigo según lo planeado.

—Perfecto. Entonces nos marchamos.

—Sí, claro —repuso Nico—. Simplemente salimos por la puerta como si nada y ellos se apartarán para dejarnos pasar, ¿no? No se me ocurre ningún pero a ese plan, la verdad. Ni uno solo.

—Saldremos por los baños. Esperaremos a que salga gente y nos mezclaremos con ella, eso los despistará. Es nuestra mejor opción.

Serése se mostró de acuerdo. Se puso en pie y se abrió paso entre ellos hasta el vestíbulo; por un momento su espalda ceñida al traje de cuero se apretó contra Nico. Éste y Ash la siguieron. Serése se envolvió en una oscura capa roja y agarró una mochila de lona que ya tenía preparada.

De nuevo en la diminuta cámara, Ash echó una miradita por una rendija en los postigos de la ventana. Nico tomó la iniciativa, empujó el sillón de piel hasta situarlo debajo del hueco y se encaramó al techo. Estiró una mano para ayudar a Serése, pero ésta la ignoró; en cambió, le arrojó la mochila y trepó por su cuenta. Ash subió en último lugar y volvió a colocar cuidadosamente la placa de madera.

El vestuario estaba en silencio cuando descendieron a un cubículo vacío. Permanecieron sentados y aguardando durante algunos minutos, apretujados en el banco de madera. Nico sentía el calor de la pierna de Serése apretada contra la suya e hizo todo lo posible por ignorarlo.

Ash se llevó una mano a la frente y empezó a masajearla.

—¿Tienes algún medio de conseguir información del templo? —preguntó el maestro, como intentando desterrar el dolor de su mente.

—Estuve vigilando los alrededores durante algunos días —musitó Serése—. Informé a Baso y a los demás de lo que vi. La verdad es que es imposible colarse en él.

—Baso lo hizo.

—Sí —dijo en un susurro—, ¿Y hasta dónde llegó?

Ash no respondió.

—Ni siquiera sabemos si Kirkus sigue dentro.

—El Vidente nos lo confirmó antes de nuestra partida de Sato. Así que sólo podemos suponer que sigue allí.

Guardaron silencio cuando un bañista entró en el vestuario, silbando a todo pulmón y al parecer solo. Enseguida entró más gente detrás de él, discutiendo sobre a qué burdel dirigirse al salir de allí. Ash se agachó para escudriñar por debajo de la puerta del cubículo.

—Escuchadme —dijo cuando se enderezó de nuevo en el banco—. Saldremos con ellos. Si nos abordan fuera, huid mientras yo intento entretenerlos. Nico sabe adónde ir.

—¿Ah, sí?

—Id a la pensión, Nico. Dirigíos a los muelles orientales y una vez allí cualquiera sabrá indicaros.

Esperaron unos segundos, hasta que Ash les hizo una señal y los tres se cubrieron la cabeza con la capucha y se deslizaron fuera del vestidor, en la estela de los hombres que se dirigían hacia la calle. La noche ya se había instalado, pero al menos había cesado la lluvia. Casi de inmediato giraron y echaron a andar con aparente normalidad en el sentido opuesto al que tomaba el grupo que habían seguido.

Nico notaba los ojos que los observaban desde sus escondrijos; si bien no podía afirmar que la sensación realmente fuera fruto de su intuición. Serése empezó a hablar, ya fuera por puro nerviosismo o intencionadamente para corroborar su imagen de gente corriente. Sus palabras sonaban de un modo extraño en aquella calle tenebrosa apenas iluminada por las farolas de gas.

—Te llamabas Nico, ¿verdad?

—Sí. ¡Vaya, te acuerdas!

—Significa «astuto» en la lengua antigua, ¿no?

Nico tragó saliva; se le había secado la garganta mientras escrutaba una puerta penumbrosa que dejaban a su izquierda. Musitó que sí.

—¿Y lo eres?

—¿Si soy qué? —Habría jurado que acababa de ver cómo se movía una sombra.

—Astuto. ¿Eres capaz de desentrañar lo que esconde la gente?

—Eso me hizo creer mi madre. —Nico seguía examinando los alrededores con la cabeza oculta en la capucha, pugnando por no volverse atrás.

Ash pareció advertir su zozobra.

—No mires atrás —masculló entre dientes—. Continúa parloteando.

Nico hizo lo que pudo para retomar la conversación.

Les llegó el ruido de unas pisadas que cruzaban un charco a su espalda justo cuando Serése separaba los labios para hablar.

—Nos siguen —susurró la muchacha, cambiando sobre la marcha la frase que estaba a punto de salir de su boca.

Mientras Nico luchaba contra su impulso de echar a correr, Serése empezó a tararear entre dientes. Parecía una antigua canción para niños que Nico había oído de pequeño.

—Agárrame del brazo —le ordenó Ash a su lado.

—¿Por qué? —preguntó Nico.

—Porque apenas veo.

Ash no esperó una respuesta, cogió la mano de Nico y se la puso en el brazo. Los ojos del anciano bizqueaban como si estuviera esforzándose por ver lo que había más allá de una luz deslumbrante.

Un tranvía tirado por zels pasó traqueteando por su derecha, arrojando una débil luz amarilla a la calle. El carruaje iba prácticamente vacío, aunque alguna que otra ventana enmarcaba el rostro inexpresivo y con la mirada perdida en la oscuridad de la calle de un pasajero absorto... El tranvía siguió su camino y detrás de él aparecieron dos figuras envueltas en capas que se dirigieron directamente hacia ellos para cortarles el paso.

—¿Qué pasa? —espetó Ash al sentir el apretón de Nico en el brazo.

—Dos tipos, delante de nosotros.

—Entonces vayamos por otro lado —gruñó el anciano.

Nico lo guió por una calle lateral. Serése guardaba silencio. Ash se aflojó la capa y deslizó la espada en su funda para tenerla más a mano. Nico hizo lo mismo, y se maravilló de su propia acción. Le temblaba todo el cuerpo y se le ocurrió concentrarse en su respiración.

La calle lateral recorría la parte trasera de un vasto edificio de mármol, cuya fachada estaba decorada con gárgolas de rostros grotescos. Desde las ventanas iluminadas llegaba música; una especie de ópera no muy distinta de la que Nico podría haber oído en Khos. Por encima de la música, apenas perceptible, se oía el estrépito de unas pisadas metálicas a su espalda. Nico echó un vistazo por encima del hombro y vio cinco individuos que avanzaban con brío detrás de ellos.

—Maestro... —musitó cuando apareció otro grupo caminando de frente directamente hacia ellos a no más de diez pasos. Sin duda reguladores.

Restalló el murmullo de aceros que cortaban el aire nocturno y las hojas destellaron.

—¡Alto!—ordenó una voz—. Estáis detenidos.

—Seguid caminando —dijo Ash, echándose la capa por encima de los hombros. Avanzaron en dirección a los reguladores que se acercaban de frente, los que llegaban por detrás acortaban rápidamente la distancia que los separaba—. Vais a tener que luchar. Prestad atención a vuestra respiración y cuando veáis un hueco, aprovechadlo, ¿entendido?

En opinión de Nico, eso para nada era un plan. Apretó los dedos alrededor de la empuñadura de piel de su espada como si eso le procurara cierta tranquilidad, listo para desenfundarla como le habían enseñado.

Uno de los reguladores los apuntó con una pistola. ¡Una pistola!

—¡Alto! —repitió el oficial.

—¿A qué distancia están? —preguntó Ash.

—A seis pasos.

Nico dio un respingo sobresaltado por algo que explotó junto a su cabeza. Delante de ellos el regulador de la pistola soltó un alarido y se tambaleó antes de derrumbarse de espaldas sobre el suelo.

Serése tiró la pistola y desenfundó un largo cuchillo de caza sin aminorar el paso. Nico se detuvo, contemplando hechizado a la muchacha... y entonces también Ash entró en acción.

En un único movimiento ejecutado a la perfección el anciano desenvainó el acero, se agachó con una pierna flexionada delante y la otra estirada hacia atrás y rebanó el estómago de uno de los reguladores; y aún en la continuación de ese mismo movimiento detuvo la acometida de la hoja de otro regulador con la suya, la apartó y hundió la espada en su oponente.

Nico se perdió lo que ocurrió después, pues para entonces ya estaba metido de lleno en la escaramuza. Hizo un quiebro para eludir un tajo tal como había practicado miles de veces y sintió la ráfaga fría del aire cortado por el acero junto a su rostro. «Esto es real —le dijo una voz en su interior—. Estos hombres quieren matarme.»

Su cuerpo tomó el mando. Blandió la hoja y la descargó hacia delante, acompañando la acometida con un paso. Notó una resistencia inicial que rápidamente cedió y un rostro se desencajó a escasos centímetros de su cara. Era un hombre, un ser humano, empalado por su hoja. El regulador forcejeaba y Nico percibía sus movimientos desesperados en la vibración de su empuñadura. Lo habría soltado por puro asco si no hubiera sentido una repentina ligereza en la mano que aferraba la espada cuando su contrincante se liberó de la hoja, jadeando con alivio y se sentó en el suelo.

Nico retrocedió para alejarse de su víctima. Pero entonces, unos brazos le rodearon el cuello y tiraron hacia atrás de él con la intención de mandarlo al suelo. Se le escurrió la espada y dio con sus huesos en los adoquines, aplastado por el peso de un hombre que le echaba el aliento pestilente en la cara y de otro que le sujetaba las piernas. Al punto, Serése también cayó inmovilizada a su lado, maldiciendo y bregando.

Nico consiguió liberar la cabeza de las garras de sus captores y la alzó lo justo para atisbar a Ash.

Su maestro seguía en pie y, espada en mano ejecutaba una danza entre los hombres envueltos en capas que lo asediaban. Nico lo contempló con el mismo sobrecogimiento que los reguladores que lo mantenían apresado. Por un momento dio la impresión de que el anciano era imparable, sus movimientos eran tan rápidos que no había forma de contrarrestarlos y sus propias acciones parecían anticiparse a todo lo que ocurría en torno a él.

Pero el número de reguladores era excesivo y Ash estaba casi ciego. Falló una acometida y sufrió un corte en el brazo izquierdo, un repentino tajo que le habría amputado la extremidad si él no hubiera presentido quién sabe cómo que debía echarse a un lado. Reaccionó a la herida sufrida con un gruñido y un golpe defensivo con la espada. Un rocío negro empezó a gotear de la rasgadura de su manga a la luz tenue de la calle.

—¡Corred! —gritó el maestro, ignorando que sus compañeros habían sido capturados.

La parte ancha de la hoja de otra espada impactó en la cabeza de Ash, que se tambaleó y rebotó contra la pared, soltó otro gruñido y lanzó una acometida con su acero, pero los reguladores dieron un salto atrás y esquivaron el golpe.

Uno de ellos sacó una pistola y apuntó escrupulosamente a Ash en la rodilla.

—¡Maestro Ash! —le alertó Nico, forcejeando para librarse de los reguladores que lo aprisionaban justo cuando el tipo de la pistola cerraba un ojo y apretaba el gatillo.

La pólvora de la carga tardó en prender una fracción de segundo... Pero entonces ocurrió algo completamente inesperado.

Un hombre de un tamaño descomunal irrumpió en la escena y de un solo golpe cercenó la coronilla del hombre que empuñaba la pistola; el trozo de carne le quedó colgando, prendido de un hilo de piel que actuaba como una bisagra en carne viva, y dando bandazos contra su mejilla. El disparo estalló cuando el regulador ya caía al suelo y la bala se perdió en el cielo. El gigantón recién llegado arremetió contra los hombres que inmovilizaban a Nico y a Serése.

Se trataba de Baracha, seguido por un Aléas con los ojos desorbitados. Igual que si estuviera cortando leña, Baracha descargaba y levantaba su hoja enorme mientras Aléas le cubría las espaldas, lanzando tajos a diestro y siniestro. Ash se unió a la refriega.

Nico, todavía aturdido por la impresión, vio a su espalda a los tres roshuns que repartían golpes entre sus adversarios en un silencio de resuelta indiferencia. En cuestión de segundos, todos los reguladores habían caído.

En el interior del teatro de la ópera se oía una salva de aplausos. La representación había llegado a su fin.

Nico no dejaba de temblar y se le revolvía el estómago contemplando los cadáveres que se desangraban sobre los adoquines, incapaz de reprimir las arcadas que le producía el hedor metálico. Sabía que su hombre estaba allí, el que había matado con su espada. Pero le resultó imposible identificarlo.

Oyó unas arcadas y cuando se volvió, vio a Serése vomitando arrimada a la pared. Esa imagen lo sorprendió.

Ash limpiaba su hoja en la capa de uno de los reguladores. Baracha simplemente estaba allí, respirando con pesadez y contemplando a su hija con un alivio evidente. Alrededor de ellos, sobre el húmedo suelo adoquinado, los hombres tosían, resollaban y pugnaban por moverse.

—Menudo estropicio —gruñó el Alhazií, dirigiéndose a Ash—, Menos mal que también nos decidimos nosotros a vigilar el edificio de nuestra sede. Temía que esto pudiera ocurrir cuando llegarais. No tomaste las precauciones adecuadas, abuelo. Ash enfundó la espada con un movimiento firme. —Yo también me alegro de verte, Baracha. Desde la lejanía llegó un pitido estridente. —Quizá deberíamos dejar la cháchara para luego —observó Aléas.

Nico alargó la mano para recoger su hoja del suelo y la empuñadura se le resbaló varias veces entre los dedos hasta que reparó en la sangre que le embadurnaba la mano. Se limpió las palmas en la túnica, sin demasiado éxito, e intentó envainar la espada, pero no parecía que fuera capaz de hacerlo. Ash le posó una mano en el hombro. —Simplemente respira —le aconsejó el anciano. —Sí, maestro —respondió Nico, y deslizó la hoja en el interior de la funda.

—Entonces ¿mañana? —inquirió Ash, dirigiéndose a Baracha.

—Ajá, mañana... Y esta vez asegúrate de tomar las precauciones pertinentes.

Ash indicó en un susurro a su aprendiz que fuera delante y lo guiara.

La herida de Ash continuó sangrando en abundancia durante el camino de regreso a la pensión. Entre él y Nico intentaron cortar la hemorragia, pero la sangre seguía deslizándose por su mano y goteando desde las puntas brillantes de sus dedos. Ash se negó a tomar un tranvía, pues consideraba que la herida era demasiado llamativa. Se ató una tira de tela arrancada de su túnica alrededor del tajo que ya no se quitó en todo el tiempo que duró la caminata, que realizó sin quejarse ni una sola vez. Nico quiso detenerse un par de veces junto a charcos grandes e intentó con empeño limpiarse la sangre reseca de las manos.

—¿Todavía sigue ciego? —preguntó Nico, sacudiendo las manos para secárselas.

—Ya voy recuperando la vista.

—No lo entiendo. ¿Qué le pasa exactamente?

—No me pasa absolutamente nada. Ya te lo dije, sufro jaquecas. Cuando son muy severas, mi vista se resiente.

Nico prefirió no insistir, pues era evidente que su maestro seguía acuciado por el dolor.

Cuando por fin llegaron a la pensión, casi una hora después, estaban más que exhaustos. Pasaron junto al recepcionista somnoliento del turno de noche sin problema y subieron los cuatro tramos de escalera sin otra idea en la cabeza que dejarse caer sobre la cama.

Cerraron con llave la puerta de su lúgubre cuartucho echando una moneda de cuarto que cogieron del montón de calderilla que Ash había dejado en el lavabo para tenerla a mano. Luego echaron otra moneda de cuarto en la ranura situada en la parte inferior de la lámpara de gas y aún otra más para bajar la cama de Nico.

Antes de ponerse a dormir, no obstante, debían ocuparse de la herida de Ash. Nico utilizó otro cuarto de maravilla para abrir el grifo y llenar de agua el lavabo, todavía con las monedas restantes hundidas en la pila. Entretanto, Ash sacó el botiquín y hurgó en él buscando vendas esterilizadas, el frasco de alcohol puro y aguja e hilo.

Vertió alcohol en la herida, resoplando entre dientes. El corte, que le recorría toda la parte superior del brazo, no era demasiado profundo, pero estaba abierto y sonrosado, y la carne de los bordes se había amoratado. Empapó las vendas en alcohol. Utilizó una cerilla para calentar la punta de la aguja hasta que se puso al rojo vivo y la enhebró con precisión pese a que le temblaban los dedos y la sangre se deslizaba libremente por su brazo. Luego alargó la mano con la aguja hacia Nico.

—Cóseme, muchacho.

Nico se estremeció y se lo quedó mirando con un gesto de  sorpresa, pues ni siquiera era capaz de mantener los ojos abiertos. Su cuerpo sufría convulsiones por el agotamiento y estaba a un paso de caer desplomado. Sin embargo, no tenía alternativa, así que cogió la aguja y se sentó junto al anciano. Intentó fingir y aparentar que sabía lo que hacía; se convenció de que había prestado atención en las clases sobre cirugía de campaña en el monasterio y que no había estado haciendo el ganso con Aléas.

Juntó con sumo cuidado los bordes de la herida y empezó a dar puntadas mientras Ash observaba impasible la labor. En cierto modo, su agotamiento era una bendición, pues tenía la cabeza demasiado aturdida como para acordarse de sentir aprensión por lo que veía.

Al cabo, Ash hizo un gesto inclinando la cabeza.

—Así bastará —suspiró.

Nico cortó el hilo con un cuchillo y fijó el vendaje lo mejor que pudo alrededor del brazo. Luego quitó las botas a su maestro, le ayudó a subir los pies a la cama y se preocupó de que su cabeza reposara correctamente sobre la almohada.

Ash cerró los ojos. Su respiración era superficial.

Nico rememoró la danza de aquel anciano medio ciego entre los reguladores armados, blandiendo su espada con ligereza, y de pronto todo el encanto y el mito que lo envolvían confirmaron su veracidad.

—Creo que esta noche he matado a un hombre —comentó Nico en un hilo de voz, plantado junto al cuerpo inmóvil de su maestro.

Ash alzó una pizca la cabeza para mirarlo a los ojos.

—¿Y cómo te sientes? —suspiró el anciano.

—Como un criminal. Como si me hubiera llevado algo que no tenía ningún derecho a llevarme. Como si me hubiera convertido en otra persona, en alguien reprobable.

—Eso está bien, ojalá siempre sea así. Sólo has de preocuparte cuando mates a alguien y no se te acelere el corazón ni sientas nada en absoluto.

Sin embargo, eso era precisamente lo que Nico ansiaba por encima de cualquier cosa: no sentir nada. ¿Cómo podría volver a casa junto a su madre y mirarla a los ojos consciente de su crimen?

—A lo mejor tenía hijos... —repuso Nico—, Un hijo como yo.

Ash cerró los ojos y dejó que la cabeza se le hundiera en la almohada.

—Lo has hecho muy bien, Nico —masculló el anciano.

La aquiescencia de su maestro apenas si caló en Nico. El aprendiz de roshun se dejó las botas puestas y emprendió la escalada más dura de su vida, que tenía como objetivo la cama superior de la litera. Fue tenderse sobre el delgado colchón y su cuerpo se apagó, y se sumió en un profundo sueño.

Maestro y aprendiz yacían olvidados para el mundo, con sus cuerpos recubiertos de una fina y brillante capa de sudor y sangre seca, ajenos al alboroto de una pelea que se desarrollaba en el piso superior y al repiqueteo de las monedas en sus viajes interminables por los conductos de los cuartos adyacentes.

Entrada la noche, el silencio reinaba en las calles que rodeaban el teatro de la ópera. El propio edificio del teatro estaba sumergido en el silencio. Las representaciones de aquella noche habían llegado a su fin y hacía tiempo que los asistentes se habían marchado a casa o habían acudido a otros compromisos.

El carro dio una sacudida al recibir otro cadáver. La cuadrilla de limpieza trabajaba en un silencio sólo roto por algún gruñido esporádico, emitido bajo los pañuelos con que se tapaban la boca, o alguna imprecación suscitada por las evacuaciones nauseabundas de los cadáveres cuando recibían un pisotón. Dos figuras se mantenían aparte: un hombre y una mujer. Él daba caladas a un cigarrillo de hazii y ella permanecía inclinada contra un muro, con la capa ceñida al cuerpo.

—Por fin llega —dijo el hombre.

Otro carro tirado por un zel entró traqueteando en la calle lateral: un cajón macizo de madera con ruedas. El conductor dirigió un chasquido con la lengua al zel intentando hacer el menor ruido posible y tiró de las riendas cuando llegó a la altura de la pareja.

—Te lo has tomado con calma, ¿eh? —le reprochó la mujer, enderezándose.

El conductor se encogió de hombros.

—¿Cuánto hace? —preguntó justo antes de bajar del carro.

—Una hora... como mucho.

El conductor chasqueó la lengua y enfiló a trancos hacia la parte trasera del vehículo. Abrió las puertas y un par de sabuesos enjaulados le clavaron la mirada, meneando con furia la cola.

—Abajo, amorcitos míos. Es hora de que os ganéis la cena.

Abrió la jaula y antes de dejarlos bajar les enganchó unas gruesas correas a los collares. Los sabuesos tiraron con fuerza de él, ansiosos por iniciar la cacería. Bien adiestrados, el único ruido que escapaba de sus bocas era el de los resuellos.

—El rastro de sangre sigue por ahí —le indicó la mujer, con voluntad de ayudar y la mano estirada.

Pero los perros ya habían emprendido la marcha en esa dirección, siguiendo el olor y arrastrando a su amo, que a duras penas conseguía refrenarlos.

—Iremos rápido —les advirtió por encima del hombro, sin esperar a ver si lo seguían.

La pareja de reguladores intercambió una mirada rápida y salió tras ellos.