Capítulo 25
La bravura de los necios
Del Templo de los Suspiros partió una procesión. Se trataba de una procesión imperial, como evidenciaban sus proporciones, su magnificencia y los estandartes desplegados, los propios de la matriarca, que consistían en un cuervo sobre un fondo blanco. Desde la azotea, Aléas, Baracha y Ash observaron cómo cruzaba el puente que salvaba el foso y giraba para enfilar con lentitud hacia el este, en dirección al Shay Madi, donde iban a celebrarse los juegos.
En las calles se apelotonaban cientos de devotos ataviados de rojo que querían presenciar aquel desfile inesperado de la Santa Matriarca, vitoreándola a pleno pulmón, como si hubieran perdido el juicio. Columnas de acólitos aparecían y desaparecían en la densa niebla como figuras espectrales; varios pelotones se encargaban de contener a los enfervorizados feligreses. Los palanquines portados por docenas de esclavos pasaban uno detrás de otro con sus ocupantes ocultos tras unas pesadas cortinas bordadas. Sacerdotes de menor rango aporreaban tambores, bailaban con un frenesí desbordado o se azotaban las espaldas desnudas con espinosas ramas de arbusto. Aléas observaba con atención y los iba contando según pasaban.
—El hecho de que tanta gente abandone el templo podría ayudarnos —comentó tenso Baracha.
Ash simplemente se encogió de hombros, luego se enderezó y empezó a vaciar el contenido de una bolsa de lona abierta sobre la azotea de cemento. Se vistió para la vendetta, secundado por sus compañeros: botas reforzadas, mallas de piel curtida con almohadillas en las rodillas, un cinturón, una túnica holgada sin mangas y brazales. Ash y Baracha, además, se pusieron encima una pesada túnica blanca que les caía hasta los pies. Los dos maestros se encontraron cara a cara mientras flexionaban brazos y piernas para habituarse al atavío recién puesto.
—Qué tela más dura —gruñó Ash.
—Es como llevar puesto un saco de lona —convino Baracha.
Los roshuns habían depositado todas sus esperanzas en aquellas túnicas sacerdotales, mucho más fáciles de falsificar que el uniforme completo de los acólitos.
Aléas había extraído otra túnica de su bolsa e hizo el ademán de pasar la cabeza por el orificio del cuello para ponérsela.
—No —lo detuvo Baracha—. Todavía no.
El gigantón alhazií sacó unos pesados arneses de cuero y los pasó por los hombros de Aléas, de manera que quedaron ajustados a su torso formando una cruz, y él y Ash empezaron a enganchar a los arneses las herramientas propias de su gremio, o al menos las que habían conseguido reunir durante la noche anterior gracias a los estraperlistas que conocían en la ciudad: un juego de cuchillos arrojadizos con una serie de orificios a lo largo de las hojas para aligerarlos, una pequeña palanca, un garfio plegable y garras de escalada, bolsas con corteza de jupe molida mezclada con semillas de barris, bolsas con pólvora destellante, un hacha con varias piezas para prolongar el mango, flechas para ballesta, dos bolsas de abrojos, un botiquín, un rollo de cuerda delgada, un odre con agua y dos minúsculos barriletes de pólvora cerrados herméticamente con alquitrán —más difíciles de conseguir y más caros que el resto del equipo junto—. El peso total de la carga era inhumano y a Aléas no tardaron en Saquearle las piernas.
—Serás nuestra mula de carga —le explicó su maestro—. Lo que significa que no te separarás de nosotros bajo ningún concepto y cada vez que te pidamos algo nos lo pasarás sin perder un segundo.
Baracha levantó una pequeña ballesta de doble disparo.
—Y cuando no andes ocupado pasándonos las herramientas, más te vale estar disparando a alguien —espetó, arrojando el arma a su discípulo.
Aléas inclinó la cabeza, esforzándose en completar el gesto de asentimiento. La tensión empezaba a desbordarlo.
Ash le ayudó a colocarse la túnica encima de su figura repentinamente hinchada.
—Pareces la esposa preñada de un pescador —observó el anciano roshun, dándole una palmada en la espalda.
Aléas hizo un mohín con el ceño fruncido y dio un par de pasos exagerando los andares de un pato. Por la expresión de los maestros roshuns concluyó que no debía de tener un aspecto demasiado agradable.
La campana del templo dio las ocho en punto.
—Tu ejército se retrasa —observó Baracha.
—Ten fe. Llegará.
Ash regresó al pretil de la azotea, apoyó un pie en la cornisa y descansó los brazos cruzados sobre la rodilla flexionada. La cola de la procesión pasó. Ash levantó la vista hacia la puntiaguda torre y así permaneció un rato, escudriñándola con todo detalle.
Se hallaban en la posición elevada más segura que habían encontrado: la azotea del edificio de un casino que se levantaba en una calle que se extendía en paralelo al perímetro del foso. El establecimiento debía de seguir abierto a pesar de la temprana hora de la mañana a juzgar por las luces y el bullicio que escapaban por un puñado de ventanas abiertas.
Aléas se movía alternando el pie de apoyo de todo su peso; temía que si se sentaba, no podría volver a levantarse por sí solo. Se unió a Ash junto al pretil, echó un vistazo a la torre pero enseguida paseó la mirada por la ciudad, de la que no se atisbaba más que un contorno difuso apenas distinguible por culpa de la niebla.
«Quizá muera hoy», repetía una voz en su cabeza, como con desapego.
El estómago le ardía.
Oyó a su maestro a su espalda recitando la oración matinal. No necesitaba volverse para saber que Baracha estaba de rodillas, con los brazos cruzados en el pecho y el rostro orientado hacia el tenue resplandor que se intuía que debía ser el sol. Hoy demandaría valor en su plegaria y la bendición del verdadero profeta Zabrihm.
Ash también se arrodilló sobre el suelo de la azotea y adoptó una postura de meditación.
—Ven —dijo, dirigiéndose a Aléas—, Únete a mí. «Por qué no», se dijo Aléas, y tuvo que lidiar con la carga que llevaba encima hasta que consiguió ponerse de rodillas. Respiró hondo, buscando la quietud. Sin embargo, no le resultaría fácil alcanzarla, pues estaba agitado y tenso. En ocasiones como ésta era cuando anhelaba creer ciegamente en el poder de la oración. Sin embargo, recurrió a su propia letanía: su particular manera de implorar un sentido a sus actos.
«Hago esto por mi amigo —afirmó—. Porque merece mi lealtad y porque yo nací de Mann y tengo mucho que redimir del comportamiento de mi pueblo. Si muero, que sea siguiendo el buen camino. Si muero, yo...»
Se oyeron pisadas que recorrían la azotea.
—Tu ejército —anunció Baracha con sequedad, poniéndose en pie.
Aléas se volvió y de la niebla emergió un hombre que se dirigía hacia ellos y que puso los ojos como platos en cuanto reparó en el atuendo de los roshuns.
—Así que, puñado de locos, estáis decididos a seguir adelante, ¿eh?
—Llegas tarde —le recriminó Baracha.
El recién llegado se quitó la chistera andrajosa de la cabeza.
—Mis disculpas —dijo, haciendo una reverencia tan honda que el sombrero que aferraba en las manos casi rozó el suelo de cemento—, Las señas que me dio tu chica eran algo confusas. Pero ya estoy aquí y he traído lo que necesitáis.
Los roshuns se congregaron alrededor del hombre. El hedor que despedía el recién llegado asaltó la nariz de Aléas a pesar de que los separaban un par de metros. Su escaso cabello salpicado de caspa se precipitaba en finos mechones lacios desde su cogote, y su cuerpo esquelético se encorvaba de una manera muy poco atractiva enfundado en un gastado abrigo de amplios faldones. El tipo se rascó y Aléas reparó en la mugre incrustada bajo sus uñas; y cuando sonrió, sus dientes semejaban un pegote marrón.
El recién llegado exhalaba vaho mientras sacaba algo de un bolsillo sepultado en el interior de su abrigo. Se trataba de una rata, que se revolvió violentamente suspendida en el aire mientras el hombre le agarraba por la cola. Era completamente blanca y tenía los ojos de color rosa.
De otro bolsillo extrajo un sobrecito de papel doblado. Lo abrió con una mano y apareció una pequeñísima cantidad de Polvo blanco que el hombre sopló hacia el rostro de la rata. La criatura se retorció y dejó escapar un sonido que bien podría haber sido un estornudo.
Fascinado, Aléas observó al hombre mientras hacía oscilar la rata adelante y atrás. El animal bregaba por zafarse de su mano. En un momento dado, el hombre amplió el ángulo del movimiento, la rata se elevó en el cielo, dio una vuelta completa y acabó en la boca abierta del recién llegado, que rápidamente cerró la boca, todavía con la cola sonrosada y flácida sobresaliendo entre sus labios.
De esa guisa, el hombre miró uno a uno a los roshuns y las expresiones de estupefacción que mostraban; todos salvo Ash, que sabía de antemano lo que iba a hacer. A continuación se puso a cuatro patas, con la barbilla a ras de suelo, tiró de la cola para sacarse la rata de la boca y la depositó sobre la superficie de cemento; parecía muerta. Entonces le sopló en la cara y la rata se agitó y movió los bigotes, y sus ojos se abrieron en dos rendijas. Giró sobre sí y se quedó mirando al hombre como hipnotizada. El tipo andrajoso la cogió con las dos manos y se levantó con sumo cuidado. Se acercó por turnos a los roshuns apretando cada vez el cuerpecito del animal para que expulsara un chorrito de orina en sus ropas. El hedor invadió las fosas nasales de Aléas.
Luego extrajo una bolsa de lona de otro bolsillo, dejó caer la rata en su interior y con extrema delicadeza se arrancó un pelo de la cabeza con el que la ató para cerrarla. La rata empezó a agitarse dentro y no parecía que la bolsa fuera a aguantar.
—Ten —dijo, ofreciendo la bolsa a Ash.
Ash lo miró con gesto de sorpresa, señaló a Baracha y el hombre ofreció la bolsa al Alhazií.
Baracha se mostró más reacio aún a aceptarla.
—El chico se ocupará —declaró.
De modo que Aléas se encontró con otro elemento que añadir a todas las cosas que ya acarreaba: una bolsa con una rata revoltosa en su interior.
—Para las ratas es su rey —explicó el hombre, dirigiéndose a Aléas—, Cuando él las llame, acudirán en su ayuda.
—¿Y eso cuándo ocurrirá?
—Pues... ahora.
Aléas miró en derredor y no vio nada, por supuesto tampoco ninguna rata.
—Te estamos inmensamente agradecidos —dijo Ash con aspereza, alargando una bolsa llena de monedas.
El hombre hizo otra reverencia, esta vez menos afectada, y se dio un toquecito en la copa de la chistera una vez que se la hubo encasquetado.
—Os desearía buena suerte, pero parece que eso sea un lujo en los tiempos que corren. Y de todos modos, no vale la pena desperdiciarla en unos majaretas como vosotros. Así que adiós, Ash. Espero que tengas un final glorioso.
Con esta bendición final, el hombre se marchó cojeando.
—Cuando dije que necesitábamos un ejército hablaba en el sentido literal de la palabra —masculló Baracha mientras cruzaban la calle en dirección al puente—. Ya sabes, hombres y ese tipo de cosas... hombres armados, armaduras, disciplina...
La visión periférica del trío captaba figuras que emergían y se dispersaban en la densa niebla. Las ratas ya estaban allí.
—Este ejército es mejor —repuso Ash.
Los roshuns se detuvieron ante la garita achaparrada de los centinelas que les bloqueaba el acceso al puente. Un acólito enmascarado salió de la caseta con la mano apoyada sobre la empuñadura de su espada. Empezó a hablar, pero su voz se apagó abruptamente cuando Ash le hundió un cuchillo que giró violentamente en su vientre empujándolo hacia arriba para perforarle el pulmón.
El anciano retiró el acero y el aire salió despedido de la herida con un silbido. El acólito se desplomó de costado, jadeando detrás de la máscara como un pez fuera del agua.
Baracha pasó por encima de él y se introdujo en la garita. Se oyó el fragor de una breve refriega y el Alhazií emergió de la caseta con el semblante adusto. El trío de roshuns enfiló por el puente.
Aléas todavía llevaba la bolsa de lona en la mano, aunque ya no le daba tirones, pues el rey rata había dejado de revolverse. Echó un vistazo por encima del hombro y atisbo una masa informe siguiéndolos. La torre se erguía delante de ellos; entre sus muros, ojos furtivos observaban su aproximación. Los tramos bajos del templo estaban recorridos por aspilleras que sobresalían de su fachada vertical para que los arqueros pudieran disparar hacia abajo. Aléas se las veía y se las deseaba para caminar con normalidad cargado como iba bajo la túnica.
Se detuvieron al pie de la torre, frente a la enorme puerta de hierro. Se abrió una ventanita a la altura de la cintura por la que sólo se veía oscuridad.
Aléas procedió según las instrucciones: abrió la bolsa rompiendo el pelo que la mantenía cerrada y arrojó el bicho por el agujero.
Casi de inmediato las ratas emergieron de la niebla y se precipitaron hacia la puerta. Los roshuns se echaron a un lado, apartándose a golpes del torrente de ratas que les trepaban por las piernas. Los animales fueron hacinándose contra la puerta como un montón de hojarasca hasta que consiguieron deslizarse por la ventanita abierta.
—¡Humo! —pidió Ash, agitando una mano abierta.
Aléas se hurgó en la túnica buscando una de las bolsitas con corteza de jupe y semillas de barris y la tiró hacia el maestro roshun.
Los gritos se propagaron por el interior de la torre. Se oyeron voces de alarma y sonó una campana tañida con ímpetu.
El anciano se agachó y prendió la mecha de la bolsita con una cerilla. La dejó caer en el suelo y de ella empezaron a emanar nubes de humo blanco que se sumaron al amparo natural que ya les proporcionaba la niebla. Una flecha se hizo añicos a los pies de Aléas, que sin pensárselo dos veces levantó su ballesta de doble disparo, apuntó a una aspillera a unos seis metros de altura y apretó el gatillo. Desde otra aspillera un rifle escupió una nube de humo y una bala de plomo; ésta cortó el aire a toda velocidad y nadie tuvo noticia de ella hasta que repararon en la ruta sangrienta que había seguido a través de la oreja izquierda de Baracha.
—¡Aléas! —se desgañitó su maestro. Aléas se dio la vuelta y volvió a disparar.
Mientras él se hallaba ocupado en la tarea de responder a los disparos, Ash y Baracha se afanaban en sacarle uno de los dos minúsculos barriletes de pólvora que llevaba colgados bajo la túnica, Baracha ignorando la oreja destrozada que le colgaba en jirones sangrantes del costado de la cabeza.
—Eres como mi madre haciendo nudos —gruñó el Alhazií a Ash mientras ambos trataban de desatar con grandes dificultades el minúsculo barrilete del cuerpo de Aléas.
Los disparos no cesaban. El ruido era ensordecedor y saltaban astillas en torno a sus pies. Al fin se desprendió el barrilete.
Aléas recargó su ballesta y se acurrucó a un lado de la puerta, consciente de que en cualquier momento los alcanzarían con sus rifles, ya los envolviera el humo o no. No obstante, reparó en los gritos procedentes de las aspilleras y en los soldados que chillaban espantados: las ratas ya habían llegado hasta ellos.
—¡Necesitamos más! ¡Hay que usar los dos barriletes! —La voz áspera de su maestro se oyó por encima del estrépito de los disparos.
Sin embargo, Ash no le hizo caso y depositó el barrilete de madera pegado a la puerta, mojó la mecha con agua y se escabulló.
—¡Alejaos! —bramó Baracha, y el trío se arrojó desde el puente a los cimientos de hormigón que lo sostenían.
La mecha era corta, pero pareció pasar una eternidad mientras esperaban que el agua actuara. El barrilete de pólvora estaba hecho de una pieza de madera hueca con un orificio del diámetro de un dedo en la parte superior, sellado con un denso pegote de brea semisólida. La mecha asomaba por ese orificio y cuando succionara el agua que la empapaba y llegara al contenido del barrilete, éste detonaría al contacto repentino con el líquido.
De pronto, la explosión. Con un estruendo disonante se levantó un remolino de aire que estalló sobre sus cabezas, seguido por una nube de humo negro y pestilente y un breve chaparrón de astillas y ratas que se precipitaron sobre el agua del foso. Sin dejar de toser, los roshuns levantaron la cabeza. La puerta seguía intacta.
Baracha saltó al puente con un grito de desesperación y sacudió los brazos en dirección a la puerta. Una bala pasó rozándole la cabeza; sin embargo, el Alhazií no se amilanó, sino que se enderezó y levantó la vista con gesto ceñudo.
Ash también se encaramó de un brinco al puente y ayudó a Aléas a subir a lo que quedaba de la estructura de madera. El estallido todavía retiñía en sus oídos. Pero no había tiempo para pensar. A través del humo vio que los tablones del puente habían volado por los aires y apenas si quedaban los cimientos de hormigón, a la vista y fuliginosos; también la puerta estaba ennegrecida y con unas abolladuras tremendas, pero, por lo demás, seguía igual. Ash se adelantó, acariciando la funda de su espada, a Baracha y Aléas. Lanzó una mirada con las cejas enarcadas al aprendiz. Aléas se encorvó para recargar su ballesta.
Llegaron más disparos y una bala raspó el hombro del Alhazií antes de rebotar en el hormigón y pasar rozando la rodilla derecha de Aléas.
—¡Por lo más sagrado!—rugió Baracha con una ira desbordada—, ¿Es que no podéis apuntar a otro por una vez?
Arrebató la ballesta a Aléas y apuntó a una aspillera de la que todavía emanaba una nube de humo. Disparó dos flechas, se oyó un alarido de dolor y arrojó de vuelta el arma a su discípulo.
—¿Ahora qué?—inquirió Baracha, volviéndose a Ash—. Te dije que teníamos que usar los dos barriletes.
Ash se llevó un dedo a los labios para hacer callar al gigantón roshun. Luego atravesó la nube de humo que empezaba a disiparse, apoyó una mano contra el portillo combado y entreabierto de la puerta principal y empujó con todo el peso de su cuerpo.
La puerta se derrumbó hacia dentro y cayó desplomada sobre el suelo con un ruido seco.
Los maestros roshuns se deslizaron al interior con Aléas tras ellos, que caminaba renqueando por culpa de la carga. Dentro sólo encontraron humo y oscuridad. Un acólito se retorcía tirado en el suelo, sumergido en un mar de ratas. Los roshuns lo bordearon sin mirarlo.
Los viles orificios de las aspilleras recorrían las paredes del amplio vestíbulo. Al fondo había otra puerta, pero ésta estaba abierta y daba a una gran cámara profusamente iluminada con lámparas de gas en la que encontraron varios zels con las riendas atadas a unos postes. Junto a ellos había un puñado de carros vacíos. Dos de las paredes estaban recorridas por sendos abrevaderos y, a juzgar por el olor, la caballeriza no debía de andar lejos. De la cámara partían varios pasillos y los roshuns eligieron el que tenían justo enfrente. Ash marchaba en cabeza y Aléas en la cola.
El pasillo desembocaba en el santuario inferior del Templo de los Suspiros, la zona abierta más extensa que había en toda la torre. Las paredes eran de color carne; un altar para sacrificios hecho de piedra blanca se atisbaba al fondo de la sala, sumido en un círculo de luz de lámparas de gas atenuadas. Dos hileras de columnas de mármol rosa recorrían el santuario en toda su longitud; las columnas se elevaban hasta el penumbroso y alto techo abovedado con frisos que representaban escenas de Mann: imágenes que reflejaban buena parte del caos que en ese preciso momento reinaba debajo.
Un caos causado por el pánico y la desesperación por escapar del torrente de bichos enloquecidos que se apelotonaban sobre cualquier cosa que se moviera. Los acólitos, cubiertos de ratas, corrían por el santuario como envueltos en llamas. Algunos se tiraban rodando por el suelo intentando aplastar a sus agresores. Los roshuns, por su parte, observaban en medio del tumulto sin que nadie los molestara.
—No esperaba que fuera tan fácil —bromeó Baracha, algo que sólo a un alhazií se le ocurriría decir con una oreja desprendida de la cabeza.
Las ratas les despejaron un camino en medio del desconcierto. En cada rincón del templo había encajada una escalera de caracol: tres de ellas llevaban a pisos superiores. Sin embargo, la que tenían más próxima, a su derecha, conducía a un piso inferior. Los roshuns se movieron alrededor de ella, indecisos, escudriñando la penumbra de debajo.
—Los aposentos de los esclavos —dijo Ash.
—¿Cómo lo sabes?
—Por el mal olor.
Los roshuns se reunieron en el fondo del santuario, en el borde de un estanque poco profundo que aislaba el altar del resto del templo. Se tomaron un momento para debatir la situación.
—¿Crees que Kirkus sigue en la Cámara de las Tormentas? —inquirió Baracha, justo cuando un acólito pasaba histérico por delante de él y se zambullía en el estanque. Los roshuns no le prestaron ninguna atención.
—No tenemos más remedio que confiar en ello.
—Debe haber un ascensor en algún lado —observó Baracha—, Todas estas torres tienen uno. ¿Lo veis?
—¡Allí! —exclamó Aléas, haciendo un gesto hacia una puerta que sólo se intuía en la pared que se levantaba detrás del altar.
—Entonces probaremos con el ascensor —repuso Baracha—. Si tenemos que abrirnos paso con las armas planta a planta, nunca llegaremos arriba.
—De acuerdo.
Ash enfiló por la pasarela que se desplegaba por encima del agua; todavía no había necesitado desenfundar la espada. A Baracha no le importó mojarse los pies y se metió directamente en el estanque. Aléas también eligió el puente.
La puerta de doble hoja del ascensor era pequeña, de hierro fundido, y permanecía firmemente cerrada. No se veía ningún orificio para una llave ni cualquier otro mecanismo de apertura. —Palanca —dijo Baracha, chasqueando los dedos con la mano extendida.
Aléas se puso a hurgar debajo de su túnica hasta que Baracha perdió la paciencia y le desgarró la prenda dejando al descubierto los arneses; arrancó la palanca de las correas y se dispuso a forzar la puerta.
Sin embargo, seguía sin abrirse.
—Hay que volarla —gruñó el Alhazií, devolviendo la palanca a su pupilo.
Ash asintió. Colocaron el segundo barrilete de pólvora apoyado contra la puerta y empaparon la mecha.
—¡Alejaos! —bramó Baracha.
Los roshuns se escabulleron en busca de cobijo, y esta vez tuvieron la sensatez de taparse los oídos.
Cuando el humo se disipó, la puerta destrozada dejó a la vista un hueco que se prolongaba hacia arriba sumido en penumbra. En un costado, un cable metálico tenso subía y se perdía en la oscuridad y junto a él una escalera vertical de hierro que ascendía por la pared del hueco.
—Esperaba subir en el ascensor —se lamentó Aléas con sequedad.
—Treparemos —repuso Baracha con su voz retumbante.
Aléas iba el último, apretando los dientes por el esfuerzo que le exigía pasar una mano de un peldaño de hierro al siguiente con todo el peso que llevaba encima. La luz que penetraba desde abajo por el vano de la puerta sólo iluminaba el tramo inicial del hueco del ascensor, de modo que el resto quedaba oculto por la oscuridad, y el aprendiz, que lastrado por la carga avanzaba más despacio que los maestros, ya había perdido de vista a Ash, que encabezaba la partida seguido a cierta distancia por Baracha. El hueco apestaba a grasa y estaba lleno de polvo, así que Aléas tenía que detenerse continuamente para estornudar.
Al cabo de un rato tuvo que parar para recuperar el aliento. El aire le irritaba la garganta y los pulmones le ardían. Se limpió la nariz con la manga, pasó un brazo alrededor de un peldaño y se cogió las manos para mantenerse sujeto. Aléas era fuerte y estaba en forma, pero dudaba de sus posibilidades para culminar aquella ascensión. Ash y Baracha ya estaban demasiado lejos para que les alcanzara la luz que entraba por el hueco de la puerta que habían hecho volar por los aires. Sin embargo, sus ojos ya se habían habituado a la oscuridad y vislumbraba la figura menguante de su maestro sobre su cabeza.
No tenía otra opción que continuar, así que reemprendió la escalada.
Antes de alcanzar a su maestro tuvo que detenerse cuatro veces más para descansar, con un gran desgaste de fuerzas entremedias. Baracha se había detenido y lo esperaba suspendido de la escalera en medio de la oscuridad.
—¿Por qué vas tan lento? —siseó el maestro.
—Me he entretenido contemplando las vistas —respondió Aléas—, Y luego, por placer, me he puesto a charlar con una chica de Exanse, ¿o me dijo que era de Palo-Valetta? Bueno, ya sabe cómo son estas cosas, no lo recuerdo.
—Dame la palanca —espetó entre dientes el Alhazaií.
Aléas le entregó la palanca, lo que no fue una maniobra sencilla para ninguno de los dos, colgados peligrosamente de la escalera, y luego observó cómo su maestro la pasaba a Ash, que tenía el paso bloqueado por un objeto sólido que ocupaba toda la amplitud del hueco del ascensor. Enseguida empezó a caer una lluvia de astillas.
Un fragmento aterrizó en un ojo de Aléas, y éste maldijo mientras parpadeaba con insistencia para sacárselo. Por un momento, sus piernas se agitaron en el vacío.
—¡Aléas! —farfulló su maestro.
Un tablón se desprendió del obstáculo y cayó dando vueltas sin llegar a tocarles, rebotó en la pared y desapareció bajo sus pies. Otras dos tablas siguieron a la primera y a continuación Ash trepó por el agujero que había abierto con Baracha pegado a sus talones. Aléas, medio ciego, ascendió fatigosamente el último tramo de peldaños y se agarró al borde irregular del agujero que Ash había hecho en el suelo de la cabina del ascensor. Se frotó los ojos irritados, aunque eso sólo empeoró el escozor. Notaba la mugre incrustada en sus fosas nasales al respirar y el sudor que le corría por la piel.
La cabina tenía una puerta doble de hierro entre cuyas hojas no se atisbaba ni un resquicio, con unos tiradores curvados a cada lado que sin duda debían servir para deslizar las puertas. Al otro lado se oyeron amortiguados el tintineo de campanillas y una voz que bramaba órdenes.
La palanca volvió a fracasar en el intento de abrir la puerta.
—Está atrancada —jadeó Baracha.
Ash estaba examinando una palanca metálica que sobresalía de un lado del cubículo y se decidió a empujarla. El ascensor dio una sacudida que lo elevó un par de centímetros antes de frenarse con un golpetazo seco y recuperar su posición previa.
—Todavía no estamos en el último piso. El ascensor llega más arriba.
—Entonces, ¿por qué no se mueve?
Ash pasó la mano por una placa de latón instalada justo debajo de la palanca. Los tres la examinaron con atención y descubrieron que tenía cuatro clavijas también de latón, cada una con una serie de dígitos grabados, que giraban como diminutas ruedas en un eje, dejando a la vista números diferentes cada vez que las movían.
—He oído hablar de estas cosas —gorjeó Aléas—. Es una cerradura numérica. Hay que combinar correctamente los números de las cuatro ruedas.
Ash les pasó el dedo por encima y sacudió la mano con desdén.
—Sería un milagro dar con la combinación correcta. Me temo que nos hemos metido en un callejón sin salida.
No había acabado de decir esto cuando las puertas se deslizaron y se abrieron.
Una docena de acólitos se quedaron petrificados y con las miradas atónitas clavadas en los roshuns, quienes a su vez les devolvían la mirada con el mismo grado de sorpresa.
Baracha soltó un gruñido, agarró al acólito que le quedaba más cerca y lo metió en el ascensor. Eso rompió el hechizo.
Ash y Aléas se abalanzaron sobre los tiradores y corrieron las puertas mientras el tumulto de acólitos bregaba para colarse por el espacio cada vez más estrecho entre las hojas de la puerta. Sobre la cabeza de Aléas se precipitaban puñetazos y manos que lo asían del cabello.
El aprendiz empujaba el tirador al tiempo que rechazaba a un acólito; los golpes llovían sobre su cabeza y vislumbraba dientes apretados y ojos desorbitados por la ira, con el telón de fondo de cabezas que se sacudían y aceros que buscaban una oportunidad para lanzar un tajo. La puerta ya casi estaba cerrada y únicamente la bloqueaban los hombros y las piernas de un acólito, que resoplaba por la nariz del esfuerzo, si bien no se daba por vencido.
—¡Sacad las armas! —espetó Ash, echando la cabeza hacia atrás y luego hacia delante para esquivar un puñetazo. El anciano desenvainó su espada al tiempo que ladeaba la cabeza para eludir la punta de una hoja y descargó la suya. Un chorro de sangre —irreal, espantosa, resplandeciente— regó el cubículo del ascensor.
Aléas había perdido algo de visión en su ojo izquierdo; sin duda la astilla que le había entrado le rozaba cada vez que parpadeaba, sin embargo, forcejeó con su acero hasta que consiguió desenfundarlo y arremetió con él contra nadie en particular.
—¡Dime los números! —gritaba Baracha a su prisionero detrás de él.
—¡Aprieta! —animó Ash al joven aprendiz, enfrascado en la refriega. Las hojas de la puerta se juntaron un poco más.
Aparecieron más manos que se aferraron a los bordes de las puertas. El acólito que las bloqueaba estaba muerto o acaso inconsciente, y los soldados a su espalda lo utilizaban como escudo y como palanca. Entretanto, Ash estaba causando estragos con su acero. La sangre se esparcía por el suelo y formaba charcos; Aléas resbaló en ella y a duras penas consiguió mantener aferrado el tirador, aunque eso le costó la pérdida de su espada, que se le escurrió de la mano grasienta. Sintió un dolor abrasador en la mejilla y rápidamente ladeó la cabeza; notó algo húmedo en la cara. Apretó la mano alrededor del tirador y por puro instinto esquivó una hoja que ni siquiera había visto.
—¡Maestro! —gritó, volviéndose al Alhazií.
Baracha tenía agarrado al hombre que estaba interrogando y jadeaba trabajosamente a un milímetro de su rostro. El tipo no era un acólito, sino un anciano sacerdote completamente calvo que respiraba con dificultad y por cuyos orificios nasales asomaba un puñado de pelos blancos.
—¡No conseguirás nada de mí! ¡No te diré nada!
—¿Ah, no?—replicó Baracha, remangando la túnica del sacerdote y palpándole la entrepierna.
Ash se alejó tambaleante de la puerta.
Aléas soltó un alarido y lanzó la mano hacia el tirador que de repente había soltado Ash. Las puertas volvieron a abrirse y se apiñaron más hombros y brazos para hacer palanca. Aléas rugió reuniendo todas las fuerzas que le quedaban y las empleó para evitar que creciera la brecha que habían abierto los acólitos. «Es el fin —pensó, esperando que en cualquier momento se hundiera un cuchillo entre sus costillas—. Nunca tuvimos una oportunidad real.»
El sacerdote chocó con su espalda en su forcejeo con Baracha.
—¡Para, por favor! —gritaba el anciano calvo con un acento sincopado.
—¡Maestro! —repitió Aléas.
Un rostro lo insultó a tan escasa distancia del suyo que el aprendiz advirtió el olor a ajo del aliento. Encima de aquella cabeza atisbo un madero que se abría paso entre las puertas y que alguien utilizó a continuación como palanca para abrirlas.
Baracha ignoró a su discípulo.
—¡La combinación o te los arranco de cuajo!
Ash yacía en el suelo, seguía consciente, pero titubeaba como un borracho.
—¡No! —gritó el sacerdote en un tono que rayaba la histeria, dejando escapar inmediatamente un alarido atronador.
—¡La combinación! —gruñó Baracha.
—¡Cuatro, nueve, cuatro, uno! ¡Cuatro, nueve, cuatro, uno! —Los chillidos atroces del sacerdote retumbaron en el reducido espacio de la cabina y de pronto cesaron.
Aléas notó que el viejo se derrumbaba contra sus piernas. Baracha tiró algo informe y ensangrentado al suelo. La bilis se agolpó en la garganta del joven aprendiz que, sin embargo, no tenía tiempo para esas preocupaciones, pues un cuchillo ya revoloteaba en cerca de su estómago, intentando encontrar un camino hasta su cuerpo entre todas las herramientas que llevaba colgadas.
Baracha se inclinó sobre la placa de latón y giró las ruedas para introducir la combinación.
—¡Rápido! —balbuceó Aléas.
—¡No funciona! ¡El imbécil me ha mentido!
—¡Tire de la palanca! ¡Tiene que tirar de la palanca!
La cabina dio una sacudida y empezó a elevarse. Los gritos agónicos acompañaron la precipitada retirada de brazos del suelo del cubículo; las extremidades no subieron arrastradas por la cabina, sino que fueron desapareciendo por la brecha entre las hojas de la puerta a medida que ésta ascendía.
Aléas se dejó caer contra la pared. Estaba empapado en sudor. Respiró hondo tres veces antes de incorporarse y arrodillarse junto a Ash.
—¿Qué le pasa? —preguntó Baracha.
Aléas reparó en el cuchillo que sobresalía del muslo del anciano roshun y examinó el corte.
—Sólo es una herida superficial —respondió el aprendiz, que extrajo la hoja con sumo cuidado.
Ash dio un grito ahogado.
El Alhazií olfateó el acero.
—Veneno. Rápido, muchacho, el antídoto.
Aléas trató de serenarse, no era el momento de venirse abajo.
Se sacó el botiquín que llevaba colgado de la cadera.
—¿Cuál es?
—Usa todos.
Aléas extrajo los cuatro viales con antídotos y vertió unas gotas de cada uno de ellos entre los labios de Ash.
La cabina se detuvo con un traqueteo. Baracha se abalanzó sobre la puerta doble del piso en el que habían parado y asió los tiradores para mantenerla cerrada. Sin embargo, esta vez nadie intentó abrirlas.
Aléas se frotó el ojo inflamado. Echó mano del frasco con agua que llevaba encima e inclinó la cabeza hacia atrás para lavárselo. Parpadeó un par de veces y repitió la operación. Pareció funcionar. Luego bebió un trago largo de agua.
—Aceite de junco —farfulló Ash desde el suelo.
Aléas volvió junto a él. Sacó un pequeño tarro de arcilla del botiquín, le quitó la tapa de papel, se impregnó un dedo con la crema cerosa y la untó en los labios de Ash.
Los ojos del anciano roshun recuperaron rápidamente el brillo.
—Ayúdame a levantarme —le ordenó.
—Despacio —dijo Aléas, ayudándolo a ponerse en pie—. Lo acaban de envenenar.
—Lo sé, todavía lo noto.
Baracha tenía la oreja pegada a la puerta.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó con voz calma, volviéndose hacia él.
Ash le respondió con un breve gesto de asentimiento.
—Creo que era semilla sagrada machacada —dijo Aléas, que se había acercado el acero ensangrentado a la nariz.
—Extraño —observó Ash.
—Y difícil de anular. Tendremos que realizarte una purga cuando salgamos de aquí.
—¿Estáis preparados? —inquirió Baracha.
Ash recogió su espada del suelo. Se despojó de la pesada túnica y limpió con ella la empuñadura y la hoja de acero curva. Parecía un granjero limpiando su guadaña.
Una punzada de dolor se ensañó con el anciano en cuanto terminó de limpiar la espada. Encorvó la espalda, se agarró un costado y aspiró una gran bocanada de aire. Era evidente que le costaba horrores enderezarse. Al cabo hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
Baracha corrió las puertas para abrirlas.