Capítulo 28
Shay Madi
El encargado del azote disfrutaba con su trabajo. Al menos eso le parecía a Nico mientras el bajo y fornido manniano lo sacaba a rastras del redil de confinamiento situado en las profundidades del circo, escupiendo de vez en cuando la palabra «roshun» por sus labios carnosos y sucios como si fuera el peor de los insultos. Dos veces descargó su azote en la espalda de Nico, si bien éste apenas lo sintió, pues sólo era un dolor más que añadir a la larga lista de los que ya padecía.
—¡Entra ahí! —gruñó el manniano, empujando a Nico al otro lado de una herrumbrosa puerta con barrotes.
Nico entró tambaleándose en una estrecha jaula y vio que era un pasillo de un par de metros que conducía a otra puerta que en ese momento estaban abriendo desde fuera.
Un guardia lo aguijoneaba a través de los barrotes con una vara puntiaguda, que pese a no ser muy afilada hacía daño, para obligar a Nico a adentrarse en la jaula.
Tropezó con un cuerpo tendido boca abajo y dio con sus huesos contra el suelo. Soltó un grito provocado por un dolor renovado en su mano maltrecha.
Le dolía todo el cuerpo y la fiebre no dejaba de subirle. No podía abrir el ojo de la hinchazón; ni siquiera podía afirmar que conservara el globo ocular. Sus labios eran una masa abultada y había perdido o tenía partidos buena parte de los dientes delanteros. Hasta respirar le suponía un suplicio.
Un guardia cerró de un golpetazo la puerta a su espalda. Entretanto, el encargado del azote gritaba en un tono jocoso al resto de los desgraciados confinados en la jaula:
—¡Haced sitio al todopoderoso roshun! ¡Si sois amables con él, quizá os salve!
Nico se encogió y se quedó temblando en el suelo. Distinguía su propio hedor entre el que emanaba de los demás. La jaula estaba atestada de hombres y mujeres que aguardaban para morir. Notó una mano en el hombro, levantó la mirada y con el ojo sano atisbo el rostro de un hombre que lo miraba con gesto preocupado.
—Ten —le dijo con voz queda, ofreciéndole un cazo con agua.
Nico sorbió y al punto se atragantó.
—Despacio —le susurró el hombre.
Nico bebió un poco más. Intentó incorporarse con extremo cuidado, aunque sólo fuera para facilitarse la acción de respirar. Casi inmediatamente sintió un calor abrasador en las costillas y soltó un grito ahogado.
El desconocido lo ayudó y un par de personas se apartaron para que Nico pudiera apoyar la espalda contra los barrotes de la jaula. Se fijó en que el hombre que lo ayudaba tenía la cabeza afeitada y vestía una túnica blanca.
—Sí, soy monje —dijo el hombre, respondiendo a la expresión de sorpresa de Nico.
El joven aprendiz de roshun hizo un sencillo gesto inclinando la cabeza hacia delante. Era la única fórmula de agradecimiento que podía brindarle. Recorrió con la mirada el entorno cerrado que lo acogía y descubrió que todo el mundo tenía los ojos clavados en él. Desvió la mirada al suelo de tierra cubierto de paja.
A través de una puerta maciza que había al final de otro pasillo enrejado llegó amortiguado un rugido atronador procedente de la arena. Una mujer que yacía en el suelo rompió a gimotear con la cara pegada a la tierra.
—Que Dao esté contigo —dijo el monje, dirigiéndose a Nico, dándole otra palmadita en el brazo.
El contacto con su mano resultaba reconfortante. El moje dio media vuelta y se dirigió a la mujer para ofrecerle todo el consuelo, por poco que fuera.
Nico se rodeó el cuerpo con los brazos y trató de concentrarse en su respiración. Cada vez que espiraba se imaginaba que el dolor abandonaba su cuerpo, y cuando inspiraba pensaba en la quietud.
Transcurrido un rato pareció dar sus frutos, o al menos le permitió serenarse. Los pensamientos que lo asaltaban eran agradables y lo transportaban fuera de aquel lugar. De modo que dejó que su mente discurriera con libertad. Vio la soleada Khos, la granja, a su madre. Deseaba que ella pudiera verlo en ese preciso instante más que cualquier otra cosa en el mundo.
El tiempo pasó sin que Nico se diera cuenta. Los barrotes de la jaula resonaron en su nuca. Otra vez el encargado del azote.
—¡Tú! ¡Serás la siguiente!—anunció el hombre, señalando a la mujer consolada por el monje—, ¡Y tú, el monje, tú también!
Otro puñado de guardias golpearon a los elegidos con sus varas puntiagudas, si bien se mantenían a cierta distancia de ellos.
—¡Arriba! ¡Arriba! —bramaron.
El monje ayudó a la mujer a ponerse en pie y no se despegó de ella. Una puerta corredera exterior se abrió y el hombre y la mujer se adentraron por un pasillo que desembocaba en la puerta.
—¡Alto! —espetó el jefe de los guardias.
Los guardias se acercaron a la verja del pasillo y metieron sus manos enfundadas en guantes de piel por entre los barrotes; tiraron de la ropa de la mujer hasta que la dejaron desnuda. Tenía la piel cubierta de moratones, también de marcas de mordeduras. Al monje, en cambio, le permitieron conservar su atavío para que el público supiera qué era.
Entregaron al monje una espada y luego un escudo redondo. Él dejó caer ambos en el suelo.
—No lucharé —afirmó con rotundidad.
Los guardas maldijeron y le propinaron otra somanta con sus varas. Aun así, el monje se negó a coger el arma y el escudo. Al otro lado de la puerta, la multitud rugía implacablemente. Los guardias desistieron de persuadirlo y le ataron la espada y el escudo a las muñecas; el monje dejó que las armas colgaran de sus brazos caídos. Le temblaban las manos, pese a que mantenía la compostura.
Se abrió otra puerta y la luz se desparramó por el interior. Nico no veía nada de lo que había fuera, cegado por el repentino resplandor.
Instigaron con las varas al monje y a la mujer para que salieran. La puerta se cerró a sus espaldas y las gradas enloquecieron.
Nico sentía las vibraciones de la algarabía en el estómago y a punto estuvo de orinarse encima. Apretó el vientre hacia dentro para contener el apremio de vaciar la vejiga y, afortunadamente, la sensación desapareció enseguida.
—¿Qué les va a ocurrir? —inquirió un muchacho con la voz debilitada por la turbación. Su pregunta no iba dirigida a nadie en particular, sino que quedó suspendida en el aire.
—Van a morir —respondió un hombre de mediana edad sentado junto a otros tres, todos ellos soldados a juzgar por las cicatrices y tatuajes que exhibían y por la impasibilidad de sus gestos, como si fuera la enésima vez que esperaban juntos el encuentro con la muerte.
Parecían khosianos.
Del Cuerpo Especial, supuso Nico. Sabía, por las historias que le había contado su padre, que a menudo los soldados apostados bajo las murallas eran capturados cuando los túneles se les derrumbaban encima.
No había un atisbo de compasión en los ojos con los que el soldado miraba al muchacho sentado enfrente de él.
—Hombres armados de aceros los matarán como si fueran ganado. O quizá los devoren bestias que han sido privadas de la comida hasta hacerlas enloquecer.
El muchacho desvió la mirada, mordiéndose el labio inferior.
—Siempre hay una oportunidad —añadió una mujer con antiguas cicatrices del hierro de marcar en ambas mejillas—. Si al público le gusta tu forma de luchar, te perdonará la vida.
El soldado resopló. A Nico se le hizo un nudo en la garganta y tragó saliva. Se imaginó a la joven mujer —no debía de tener más de veinte años— ahí fuera, muerta de miedo. Perfectamente podría haber sido Serése o cualquier otra chica de las que había conocido en Bar—Khos. ¿Qué clase de mundo es éste, habitado por gente ávida de divertirse viendo cómo descuartizan a seres humanos?
Un alarido llegó desde el exterior. La mujer. El circo enmudeció.
Los gimoteos de la joven suplicando piedad resonaron en la jaula hasta que cesaron de manera abrupta. Los cautivos, hasta el soldado más aguerrido, mantenían los ojos clavados en el suelo para evitar encontrarse con las miradas de sus compañeros.
El monje estaba gritando algo. Nico no conseguía entenderlo, aunque su voz sonaba furiosa y apasionada. A continuación sonó un ruido, como el de la parada de la carnicería del mercado, que se repitió. Esta vez la multitud no rugió.
Nico se cubrió la cabeza con un brazo y se encogió. Cada latido de su corazón le provocaba una punzada de dolor en las heridas. De nuevo buscó algo con lo que entretener la mente. Pensó en Ash y en que su maestro no había aparecido para rescatarlo. O quizá sí lo había hecho, se dijo Nico, y había muerto en el intento.
Pero se negaba a creer eso. En realidad consideraba a su viejo maestro un ser invencible, una fuerza de la naturaleza... y no se puede matar a una fuerza de la naturaleza; sólo cabe esperar a que fallezca de viejo. «Entonces, ¿dónde está, maestro Ash?», lo interrogó mentalmente.
Tal vez ni siquiera había tratado de salvarlo. A lo mejor había una regla en el código roshun que le impedía acometer una operación de rescate. El código prohibía las acciones de venganza personal, de modo que, quizá, también prohibía acciones de rescate personal, sobre todo cuando las exigencias de una vendetta en marcha eran más acuciantes.
«Debería haberlo abandonado cuando todavía podía, maestro Ash —se lamentó ahora Nico—, Debería haber aprovechado la ocasión y regresar a Khos con mi madre.»
Por un instante maldijo el día que Ash se había cruzado en su vida. Aunque en el fondo sólo era una rabieta superficial y enseguida se le pasó. Ahora que se hallaba tan cerca del final no quería amargarse con ese tipo de cosas. Ash había sido un acontecimiento positivo en su vida, y sólo debía culparse a sí mismo por haber permitido que las cosas hubieran llegado tan lejos.
Le vino a la cabeza el recuerdo de Serése. Nunca la habría conocido de no ser por su maestro. Pero otra vez se le enturbiaron los pensamientos y se imaginó a su amigo Aléas seduciéndola, y a ella cayendo rendida a sus pies ahora que Nico ya no estaba. Se imaginó cómo recordarían al pobre Nico: un amigo que habían tenido hacía mucho tiempo, un chico raro, pero de buen corazón; y cómo aún entonces se estremecerían al recordar la forma tan terrible en que había muerto. «Deberíamos haber hecho algo más para rescatarlo», se los imaginaba comentándose en el futuro antes de meterse en su confortable cama y eliminar sus remordimientos con el sudor.
Más amargura, se reprochó Nico. Él no era así; o al menos eso había pensado siempre. Sin embargo, su madre sí que podía llegar a ser así a veces. Quizá era cierto lo que se decía y los hijos siempre acababan siendo como los padres.
En la arena, una voz femenina, poderosa y solemne, se dirigía a la gradas. Al parecer pertenecía a la matriarca y estaba diciendo algo sobre la orden Roshun. Nico comprendió que estaba hablándoles de él.
¡Por la dulce Eres, todavía no estaba preparado! Aunque se preguntó si alguna vez llegaría a estarlo. Un guardia se acercó a él y lo aguijoneó en sus doloridas costillas. El pinchazo le produjo un estremecimiento; seguía encogido con el brazo alrededor de la cabeza. Otro guardia le clavó la vara en la espalda.
—¡Vale! —espetó Nico, poniéndose en pie renqueante.
Lo empujaron por el pasillo y una túnica negra aterrizó a sus pies. Lo obligaron a ponérsela y el esfuerzo de enfundarse la prenda casi le hizo perder el conocimiento.
A continuación le entregaron una espada corta y un escudo. Un guardia le abrochó el escudo al antebrazo de la mano que tenía inutilizable. Los hombres trabajaban con profesionalidad y en silencio, como arrieros jubilosos por la proximidad del final de la jornada. Nico se percató de que no lo miraban a los ojos.
—No opongas demasiada resistencia en la lucha —le aconsejó en el oído uno de los guardias—. Déjalos que acaben rápido.
La puerta se abrió ante él y la entrada se sumergió en la luz fulgurante del sol. Nico se protegió los ojos deslumbrados. La incertidumbre lo paralizó y sintió cómo se apoderaba del él un miedo atroz. Los guardias lo empujaron hacia la luz con sus varas.
El sol resplandecía en el cielo, atenuado por un delgado celaje. La niebla que había vislumbrado de camino al Shay Madi se había disipado, si bien la arena seguía húmeda bajo sus pies descalzos. En el aire flotaba pesado un olor a carnicería que se le pegó a la lengua y a la parte posterior de la garganta. Reparó en los regueros de sangre que estriaban la arena en dirección a las distintas entradas que jalonaban las paredes.
Nico paseó la mirada en derredor, por los millares de rostros que lo contemplaban con expectación desde las gradas. Por un momento que lo dejó sin aliento, se sintió devorado por los ojos de esas caras. Sonó una risa que fue propagándose entre los espectadores y acabó convertida en un horrible coro de aullidos, como una espantosa pesadilla hecha realidad. La vergüenza sepultó el terror que lo había atenazado.
—¡Has venido aquí para matarnos, roshun canijo! —bramó una voz. Nico se volvió hacia ella y se topó con que era la mismísima matriarca quien le hablaba, de pie en el palco imperial, flanqueada por una miríada de acólitos y sacerdotes—, ¡Ahora pagarás las consecuencias de tu fracaso!
El silencio se extendió por el vasto graderío del circo. Unas sombras atravesaron la superficie de la palestra: unos pájaros —cuervos negrísimos— sobrevolaban en círculo la arena.
Enfrente de Nico, una puerta empezó a abrirse muy lentamente. Se oyó la explosión de petardos y unos destellos iluminaron el interior penumbroso que había permanecido sepultado tras la puerta.
Una manada de lobos emergió precipitadamente a la arena.
Nico dio un paso atrás de manera inconsciente.
Había soldados apostados a lo largo de las paredes —demasiado altas como para saltarlas— que delimitaban la palestra. Y la puerta de la que habían salido los lobos volvía a estar cerrada a cal y canto.
Nico contó seis animales. Salieron confundidos, pero enseguida repararon en él y empezaron a deambular por la parte externa de la arena, aunque acortando las distancias que los separaban de Nico. Éste apretó la mano alrededor de la empuñadura de la espada corta y sopesó la hoja para comprobar su equilibrio. Era un arma para cortar, pues el peso recaía en la punta. Baracha les había hecho entrenar alguna vez con ese tipo de armas vulgares.
Advirtió un movimiento con el rabillo del ojo y cuando se volvió, atisbo un lobo que corría directo hacia él, levantando arena con sus pezuñas y con la lengua colgándole fuera de la boca.
No había ningún lugar adonde huir, de modo que Nico separó las piernas para adoptar una posición equilibrada y levantó el escudo. Tuvo que hacer acopio de todo su valor para mantenerse firme y plantar cara al lobo que lo embestía; muy posiblemente, en toda su vida no había acometido una acción con tanta determinación.
Descargó la hoja y a punto estuvo de desequilibrarse por la fuerza del movimiento. El lobo entrechocó los dientes y se alejó como una flecha dejando una estela de su tufo animal.
Otra bestia se lanzó hacia él por su derecha. De nuevo a la desesperada, Nico lanzó un tajo, pero el lobo se apartó fuera del alcance de la espada.
Tres lobos se dirigían ahora lentamente hacia él de frente. Nico empezaba a sudar a mares, como si alguien le hubiera vaciado encima un balde lleno de agua tibia. Apoyó la espalda contra la puerta cerrada. La multitud empezó a rugir entusiasmada por lo que intuía que iba a ocurrir.
En un rincón de la mente de Nico brotó de repente de un lugar plácido, un refugio donde distanciarse de la realidad en el que se cobijó sin vacilar. Respiró mentalmente y eso le procuró la serenidad necesaria para que pudiera plantearse la cuestión de qué ganaba toda aquella gente con una carnicería como ésa.
El eco de las risas del público seguía instalado en su mente. Evocó los recuerdos amargos de sus días de infancia en la escuela, cuando los niños se reían de las desgracias de sus compañeros con una risa cruel, hiriente, inmisericorde; él también había participado en esas burlas en alguna ocasión.
Pensó también en el monje que sólo unos minutos antes había gritado con furia a aquella multitud. Tantos miles de personas y ese hombre había sido el único en su sano juicio entre todas ellas.
Así era, y según iba convenciéndose de ello el bochorno que le hacían sentir las burlas de los espectadores se transformaba en vergüenza ajena; de modo que comenzó a sentir vergüenza del deseo de aquella multitud de presenciar otro asesinato y deleitarse con él.
«En el fondo todos somos unos chiquillos crueles», concluyó.
Se le encendieron las mejillas. Apretó las mandíbulas y sus dientes destrozados le causaron punzadas de dolor. Entonces le asaltó la idea de que afrontar aterrorizado aquella situación, dejarse subyugar por ella, no era más que una forma de regalarle la victoria. Era mejor desafiarla con ira. Plantarle cara.
Los seis lobos emprendieron la carga.
Nico vaciló un momento, pero ocurrió algo en su interior: las habilidades que había adquirido mediante el entrenamiento se aliaron con su desesperación.
Tomó impulso y, con un gruñido, se apartó de la puerta y avanzó tambaleante al encuentro de los animales que corrían hacia él, tal como habría hecho Ash.
Uno de los animales se acercaba hacia él por su izquierda, tan rápido que bajo sus pisadas la arena salía despedida trazando arcos en el aire. Nico le estampó el escudo contra el hocico y hombre y lobo salieron rebotados por el impacto. Nico sacó fuerzas del dolor que le abrasaba la mano rota. Jadeante, descargó la espada contra otra bestia que se abalanzaba sobre él por la derecha y le rebanó el cogote.
Según se aproximaba al trío de lobos, alargó la zancada, soltó una patada al suelo hundiendo el pie en la arena y levantó una nube arenosa que chocó contra los ojos de los animales. Cegados, los lobos vacilaron unos instantes, sacudiendo las cabezas, y en un abrir y cerrar de ojos Nico ya estaba entre ellos, lanzando tajos, hundiendo su hoja y aplastándolos con el escudo; gracias a Dao, él no sentía los mordiscos y los zarpazos que le propinaban sus contrincantes.
Sumido en un frenesí exacerbado, Nico apenas se enteró de lo que ocurrió a partir de entonces. Sí fue consciente de que detenía en seco la carrera de un lobo con un aullido salvaje; de que trinchaba con su hoja a otro; de que recibía un mordisco profundo en el muslo y de que él mismo hincaba los dientes en su agresor con la misma furia, sin dejar de apuñalarle con la espada corta.
Entonces, Nico se encontró arrodillado en la arena, resollando penosamente, exhausto y con las fuerzas agotadas.
Esparcidos a su alrededor yacían los cuerpos sin vida o agonizantes de los lobos.
No se oía una mosca en todo el circo salvo los jadeos de Nico y los de un animal tirado junto a él. Una imagen de la muerte cruzó fugazmente la cabeza del joven aprendiz.
Dando la impresión de que no se había apercibido de sus heridas, levantó la vista y se topó con la mirada de la matriarca clavada en él. A pesar de la distancia que los separaba advirtió su expresión de estupefacción.
Un cántico brotó de las gradas. Nico no tenía ni idea de lo que significaba.
Atisbo a un acólito que se abría paso entre la multitud en dirección al palco de la matriarca. El soldado le gritó algo al oído y la matriarca lanzó una mirada fulminante a Nico; sacó un cuchillo con la hoja curva del cinturón y ante los ojos de Nico lo hundió hasta el fondo en el vientre del mensajero, y con una parsimonia lóbrega se volvió para encarar la arena.
—¡Quemadlo! —bramó—. ¡Quemadlo vivo!
Una estruendosa oleada de protestas se extendió por el graderío. La matriarca aguantó firme el abucheo.
De las distintas puertas que jalonaban las paredes que circundaban la arena emergieron tropas de acólitos que convergieron en Nico, con las espadas caladas hacia él para disuadirlo de que se moviera.
La verdad era que no habría podido moverse aunque hubiera querido. Dejó caer su espada corta y se tambaleó sobre la arena. Apoyó el rostro contra las rodillas y resolló. No podía pensar en otra cosa que no fuera respirar.
Cuando volvió a levantar la cabeza, había un grupo de hombres atrafagados en el montaje de una pira en el centro de la vasta arena. Guardias y soldados se turnaban para descargar montones de tablas y maderos. El público seguía expresando a pleno pulmón su disconformidad con la decisión de la matriarca y se apelotonaba alrededor del cordón de seguridad que protegía el palco imperial; algunos espectadores incluso arrojaban objetos a los soldados que lo componían.
La hoguera seguía tomando forma.