Capítulo 30
Ritos de paso
Los ronquidos la despertaron de madrugada. La luz que se colaba por entre las cortinas de la ventanita del dormitorio todavía era de un tono grisáceo. No corría una pizca de aire en la habitación inundada por el hedor a sexo. Reese permaneció en la cama envuelta por la luz penumbrosa, observando a Los mientras éste dormía: las delgadas estrías de su mejilla apretada contra la almohada, el gesto infantil de sus labios abiertos mientras respiraba, sus pestañas rubias. Se planteó la posibilidad de despertarlo posando una mano intrépida en su entrepierna; quizá unos juegos amatorios mitigarían la opresión que sentía en el pecho y la sensación de angustia que le recorría el cuerpo.
Pero permaneció quieta y se dedicó a contemplar las vigas del techo mientras trataba de dar sentido a los sueños que había tenido, en los que aparecía su hijo. Cuando los tonos cálidos del sol empezaron a penetrar en el dormitorio a través de la cortina, se levantó en silencio.
Abrió la puerta trasera y dejó entrar a los gatos en la cocina llevada únicamente por el deseo de que hubiera un poco de vida en la casa, y se fingió fastidiada cuando los animales se arremolinaron alrededor de sus tobillos desnudos mientras se lavaba y se acicalaba para el día que se le presentaba por delante. Ahora que ella se había levantado y se había puesto en marcha, Los había dejado de roncar. Recogió la ropa del día anterior —que apestaba a vino, perfume y humo—, salió al patio y la arrojó al interior de la tina de madera junto a la enorme pila de piedra llena de agua de lluvia que luego emplearía para lavarla.
Las melodías de los pájaros se superponían al cacareo sordo de las gallinas. Por el este, un abanico de luz se desplegaba sobre el cielo azul por encima de los árboles y de los mantos de cañas que permanecían inmóviles por la ausencia de viento. Reese contempló el paisaje con un brazo flexionado y el puño apoyado en la cadera. Intentó no pensar en nada; únicamente anhelaba embeberse de la luminosidad del mundo que despertaba del sueño de la noche, y con esa luminosidad disipar el indescriptible desasosiego que la había acosado en forma de sueños. Estaba tensa, y si se lo hubiera permitido, habría roto a llorar.
De nuevo dentro de la casa, Reese se entretuvo con las faenas cotidianas hasta que llegó a la habitación de Nico. Abrió la puerta destartalada cubierta por pálidos arañazos a la altura de la cintura y paseó los ojos por el suelo del cuarto vacío buscando algo que recoger u ordenar, hasta que detuvo su mirada y de nuevo con un puño apoyado a la cadera se preguntó qué demonios estaba haciendo.
«Me he convertido en la madre de Colé —pensó con fastidio—. Me paso las noches aporreando las paredes con un palo para espantar unos ratones que nadie oye ni atisba.»
Reese no pudo recordar cuándo había entrado por última vez en la habitación de Nico. Nunca había sabido qué hacer con ella cuando el chico huyó a la ciudad, si dejarla intacta y alimentar la esperanza de que algún día regresara, aunque sólo fuera para una breve visita, o aceptar la realidad más dura, que Los afirmaba abiertamente —y al parecer ahora también sus sueños: que su único hijo se había ido para siempre.
En la habitación sólo quedaba la ausencia de las pertenencias de Nico. Nunca había estado tan limpia y ordenada cuando él la habitaba, aunque había que decir en su descargo que siempre había sido un chico ordenado. Quedaban muy pocas cosas de Nico: su reclamo de aves sobre el alféizar de la ventana —que el muchacho había perdido y que ella encontró cuando ya se había marchado— y, junto a él, un puñado de cantos suaves y veteados recogidos del lecho del arroyo; su caña de pescar y los aparejos envueltos en la funda de lona apoyados en un rincón. La cama seguía como Nico la había dejado antes de marcharse hacía ya tanto tiempo, con la almohada envuelta por la sábana y los bordes de ésta metidos bajo el jergón.
Aun así, ahora que miraba el cuarto con atención veía polvo por todas partes.
Reese salió apresuradamente, llenó un balde con agua y vinagre, regresó a la habitación y se puso a limpiarlo todo. Ya no paró hasta que tuvo la frente empapada en sudor y vio el sol encima de los árboles al otro lado de los cristales desvaídos de la ventana. De vez en cuando le sobrevenían unas ganas irrefrenables de llorar y entonces ponía más empeño en el trabajo hasta que se le pasaban. Le dolían las rodillas de fregar el entarimado del suelo y su espalda protestó cuando se estiró para alcanzar las vigas del techo bajo. Barrer lo dejó para el final, y cuando levantó los escasos objetos de Nico para limpiar debajo tuvo mucho cuidado en volver a ponerlos exactamente igual que habían estado antes.
Una vez hubo terminado, Reese se enderezó y se limpió con el reverso de la mano los chorretones de sudor que se deslizaban por su rostro. Paseó una mirada escudriñadora por la habitación reluciente y comprobó con satisfacción que ahora estaba limpia como era debido.
Frente a ella, la luz del sol se desparramaba por la ventana.
Descorrió el pestillo y la abrió, y retrocedió con las manos entrelazadas como esperando que alguien entrara. Pasaron unos instantes y una brisa repentina se coló en la habitación. Reese respiró hondo, dejándose acariciar la tez por el viento matinal y llenándose los pulmones con el esplendor del mundo que se extendía al otro lado de la ventana.
—Hijo mío —masculló, mientras las lágrimas se deslizaban inexplicablemente por su rostro.
Un cuerpo desnudo yacía sobre el altar de mármol, con los brazos delicadamente cruzados sobre el pecho y con los ojos cerrados.
Los silenciosos y adustos sacerdotes de la Mortatus, la hermética secta de la muerte de la orden de Mann, habían limpiado el cuerpo cumpliendo con el ritual. Durante una hora habían frotado el cadáver con paños blanqueados con la bilis de anguilas de las arenas vivas, la misma sustancia que empleaban para blanquear sus túnicas sacerdotales, sus máscaras rígidas y los estandartes de Mann que colgaban de las paredes a su alrededor.
Rodeados por el silencio del templo, los sacerdotes habían sumergido los paños en un balde con agua a la temperatura de la sangre, y los pétalos que flotaban en la superficie del cubo se habían agitado en los bordes con las ondas del agua. Luego los habían escurrido con sus manos hasta dejarlos prácticamente secos y, acompañados por el susurro de las oraciones del ritual, los habían pasado por la piel del cuerpo sin vida.
Finalizada su labor, los monjes de la Mortatus abandonaron la cámara en una procesión envuelta en el murmullo de cánticos y de roces de túnicas. Del cadáver emanaba un aroma a loto silvestre. Le habían cosido la herida que le cruzaba el cuello y, después de las aplicaciones de ungüentos y polvos, en su lugar apenas se apreciaba una línea oscura. Sin embargo, los monjes nada habían podido hacer para cambiar para la expresión en el rostro del muerto.
Y éste era el aspecto que más costaba digerir a Sasheen.
—¿Cuáles son vuestras instrucciones, matriarca? —inquirió una voz a su espalda.
El sacerdote Heelas, su asistente personal, aguardaba a unos cuatro metros del altar, con la cabeza gacha y los ojos clavados en el suelo de mármol, como si evitara a toda costa mirar a la figura postrada de su matriarca y a su madre, sentada a su lado en un taburete de madera.
En un principio, Sasheen no lo oyó. Sin embargo, su voz siguió resonando en las paredes hasta que al fin el eco apagado penetró el velo de profunda pena que envolvía a la matriarca.
—¿Cómo? —inquirió a media voz.
—Me habéis mandado llamar, matriarca.
Sasheen se enjugó los ojos y por un momento pudo ver con nitidez. Contempló el cuerpo inmóvil de su hijo como si lo viera por primera vez; ya no era más que un caparazón, hueco y obsoleto. Sólo por un instante fue capaz de posar la mirada en su rostro, con el gesto desencajado por el espanto.
Algo se agitó en el interior de la matriarca y pudo apreciarse cómo se le ponía rígida la espalda.
—Que se pare todo —ordenó en un suspiro gélido.
—¿Todo, matriarca?
—He dicho todo —repitió, y en su voz se advirtió un vigor creciente, una fuerza implacable que chocaba con la debilidad que daban a entender sus lágrimas—. Los puentes, los transportes, las fuentes, los templos, los espectáculos de ocio, los comercios... Si un mísero mendigo extiende su brazo para pedir limosna, cortadle las manos. Quiero que se detenga todo, ¿me has entendido?
Sasheen inspiró entrecortadamente el aire impregnado del aroma a loto que flotaba en el aire.
—Ha muerto mi hijo —añadió—, y quiero que todo el mundo le muestre sus respetos.
El asistente personal Heelas se cogió las manos y dejó pasar unos segundos antes de hablar.
—¿Qué hacemos con el Augere, matriarca? —preguntó con cautela.
Sasheen había olvidado por completo la semana de celebraciones que estaba a la vuelta de la esquina.
—El Augere también —respondió con voz apagada—. Todo. Conmemoraremos el Augere en unas fechas más adecuadas.
El asistente personal se quedó mudo de la estupefacción. Sin embargo, no perdió la compostura e hizo una reverencia inclinado su rostro rojo como la grana.
—¿Eso es... todo?
—¿Si eso es todo? ¡Oh, no, Heelas, eso no es todo! Quiero que se ponga patas arriba la ciudad y que se me traiga a esas personas vivas. Déjale claro a Bushrali que si los reguladores no cumplen al pie de la letra mis órdenes, ya puede prepararse para su nuevo destino... como eunuco en alguno de los harenes de Sentiate. ¿He hablado claro?
—Clarísimamente, matriarca.
—Ahora márchate.
El asistente se alejó con una presteza inusitada.
Sasheen reparó en el temblor de sus puños y los apretó con fuerza.
—Cálmate, cariño. Tranquilízate.
La matriarca se volvió a su madre.
—¿Que me calme? ¿Mi hijo acaba de morir y me dices que me calme? Debería hacer que te sacaran a rastras de aquí y te quemaran viva por ello.
La vieja bruja estaba sentada en un sencillo taburete de madera, con sus manos translúcidas entrelazadas.
—Si eso va a hacer que te sientas mejor, mi hija queridísima, entonces que así sea.
Durante una fracción de segundo, Sasheen se planteó seriamente la posibilidad.
Dejó caer la mano sin fuerza en el costado y se volvió de nuevo a su hijo, tumbado sobre el altar a escasos centímetros de ella, su lugar de reposo previo a su inhumación en la adusta cripta del Hipermorum.
Algo en el pecho del muchacho llamó la atención de Sasheen. La matriarca alargó la mano y sus dedos de largas uñas vacilaron un momento en el aire. Con suma delicadeza cogió lo que había visto sobre la piel desnuda del cuerpo llevándose también uno de los pelos ralos del pecho. Examinó lo que sostenía sobre la yema del dedo. Se trataba de una pestaña, que se agitó impelida por la espiración de la matriarca y se perdió fluctuando en el aire.
«Mi hijo está muerto», se repitió Sasheen.
Nunca había experimentado un dolor igual. Era una especie de locura, como la opresión en el estómago cuando uno cae en la cuenta de que ha olvidado algo trascendental demasiado tarde para enmendar el error; con la única diferencia de que ahora sentía esa sensación de una manera prolongada y constante, de modo que la consumía a cada segundo de vigilia y también de sueño; un terror atroz, desgarrador e inhumano que amenazaba con asfixiarla si no encontraba la manera de aliviarlo.
Sintió algo húmedo en las palmas de las manos; había apretado tanto los puños que se había clavado las uñas y ahora le sangraban.
—Tranquilízate, cariño —repitió la voz de la vieja bruja a su lado—. Eres la matriarca. Eres el símbolo de la excelencia de Mann. No puedes permitir que te vean en este estado.
Sasheen sacudió el hombro para quitarse de encima la mano mustia que Kira había apoyado en él.
—Era mi hijo. Mi único hijo.
—Era débil.
Esas palabras la hirieron profundamente.
—Hija —dijo quedamente la anciana. El tono de su voz podría haberse interpretado erróneamente como de quien se disculpa—. Vamos, siéntate conmigo un momento.
Sasheen paseó la vista por la cámara. No había nadie salvo los centinelas acólitos apostados en la lejana entrada, todos ellos de espaldas al altar.
Sasheen se dio la vuelta arrastrando los pies y se sentó frente a su madre.
—Yo también lo amaba —dijo Kira—, Era mi nieto, sangre de mi sangre. Pero no es por Kirkus por quien lloras, Sasheen. Él tuvo una muerte rápida y ya no sufre. Estás llorando por ti misma.
Sasheen tenía la mirada clavada en sus puños apretados; no conseguía aflojar los dedos.
Kira frunció el ceño.
—Debes aceptar su pérdida. Hasta los animales salvajes lloran la muerte de sus crías. Pero igual que ellos, tú debes aceptarlo y seguir adelante con tu vida. Todavía puedes tener otro hijo. Ten la certeza de que esta pena que te embarga ahora sólo es un acceso de debilidad pasajera. Debes aferrarte a la persona que eres en realidad.
—Mi hijo no era débil.
—Lo era, Sasheen. Lo era. Si no, ¿cómo explicas que se dejara matar sin oponer resistencia? Lo mimamos demasiado, tú y yo. Todos estos años pensábamos que estábamos enseñándole a ser fuerte cuando en realidad lo único que aprendía era a ocultarnos sus carencias. Si no hubiéramos estado tan cegadas por el amor que le profesábamos, nos habríamos dado cuenta y tal vez habríamos podido corregirlo. —Levantó la mano antes de que la matriarca pudiera protestar—. Debemos aprender de esta lección. A nuestro modo, ambas nos hemos convertido en unas consentidas, hija. Después de todo, tenemos el mundo en nuestras manos. Sin embargo, por nuestro propio bien, debemos considerar esto una advertencia. Estamos rodeadas de enemigos continuamente, y caeremos a manos de ellos del mismo modo, con un tajo en el cuello o envenenadas, si descubren un resquicio en nuestra fortaleza. ¿Acaso quieres morir como tu hijo, eh?
Un silencio inundó la cámara. Sasheen tenía los ojos clavados en el suelo.
—No. Ya lo imaginaba. Por lo tanto, permíteme una sugerencia: pediremos a Cinimon que realice los preparativos de una purga, para nosotras, para toda la orden. Nos limpiaremos todas las impurezas y al mismo tiempo nos libraremos de los sujetos que no merecen seguir la llamada de Mann. Tal vez esto, de alguna manera, te ayudará a superar la pérdida.
Sasheen pestañeó. Tenía los ojos empañados y apenas veía.
—Quizá —respondió en un hilo de voz. Y en cierta manera le supuso un ligero alivio someter su voluntad a la de su madre, aunque sólo fuera de manera temporal—. Quizá —suspiró de nuevo. Se encogió sobre las frías losas del suelo y rompió a llorar.
La anciana se levantó. Se quitó una pesada capa que llevaba encima de la túnica y con sus miembros entumecidos se arrodilló junto a su hija como con la intención de consolarla. Sin embargo, lo único que hizo fue cubrirle la cabeza y el cuerpo con la capa, de modo que Sasheen semejaba un montículo que se agitaba sobre el suelo.
Kira frunció el ceño.
Eran las cuatro de la madrugada según la campana del templo manniano situado en el lado sur de la vasta plaza. Como era previsible, una patrulla del cuerpo de guardia de la ciudad se adentró en la plaza portando faroles y largas porras tachonadas. El capitán de la patrulla examinó la plaza atento a cualquier indicio de disturbio, pero tan avanzada la hora del toque de queda la plaza de los Castigos estaba desierta. Sólo el ladrido lejano de un perro rompía el silencio que reinaba en la explanada.
Una sombra retrocedió para regresar a la penumbra del callejón y aguardó a que la patrulla se marchara. Se produjo un leve movimiento: la mano de la sombra hacía señas a alguien que tenía detrás para que se acercara. Las dos figuras abandonaron juntas la oscuridad y enfilaron sigilosamente por la plaza.
Descalzos, se deslizaron raudos por las losas de mármol del suelo, sin apenas hacer ruido. Se detuvieron en el centro mismo de la plaza y levantaron la mirada para contemplar la escena atroz: un cuerpo calcinado clavado a un cadalso. Tenía una tabla alrededor del cuello con una inscripción; sólo una palabra, aunque estaba demasiado oscuro como para distinguir las letras. Sin embargo, sabían lo que ponía: «Roshun.»
Sin perder un segundo, una de las figuras ayudó a la otra a encaramarse al cadalso y rápidamente ésta se puso manos a la obra con su cuchillo. El cuerpo descendió un par de centímetros; otra maniobra con el acero y el cadáver se soltó y se estrelló contra el suelo de la plaza.
—¡Maldita sea!—siseó Aléas, todavía balanceándose para mantener el equilibrio y no caer del cadalso—. ¿Es que no podías cogerlo?
Serése levantó la mirada del cadáver con el gesto torcido.
—Esto me resulta un poco difícil, ¿vale?
—Ya —repuso Aléas, saltando del cadalso—, Y para mí es lo más sencillo del mundo.
El aprendiz se agachó, retiró la tabla del cuello y envolvió el cuerpo en un trozo de gruesa arpillera. Con un gruñido se lo echó a la espalda y ambos huyeron a toda velocidad de la plaza.
Había patrullas por todas partes. Se había declarado el toque de queda y no se podía poner un pie en la calle a partir de la medianoche. Un poco antes habían oído que se habían cerrado los puertos. Nadie podía salir de la ciudad.
Les llevó una hora cruzar Q'os hasta la zona industrial de la costa sureste, donde debían reunirse con Ash y Baracha. Aquel lugar era prácticamente un páramo. Enormes almacenes yacían semiderruidos bajo la débil luz de las estrellas y su aspecto siniestro les recordó las tenebrosas entradas de las cavernas. Aléas y Serése evitaron la zona de almacenes y atravesaron una franja de marismas, a veces hundidos hasta las rodillas en el agua gélida. Más adelante tuvieron que ascender por una duna cubierta de hollín.
El mar nocturno destellaba ante ellos. La brisa fresca y salada les golpeaba de cara. Aléas resollaba; el cuerpo de Nico se había convertido en una carga pesadísima que ya apenas tenía fuerzas para acarrear. Serése no se ofreció a ayudarlo en ningún momento.
Descendieron por la vertiente opuesta de la duna y continuaron por una cala recóndita. En ella encontraron a Baracha junto a una pequeña hoguera, mascando hojas de grindelia y examinándose el muñón vendado de su brazo izquierdo. Con la otra mano agarró la espada cuando vio acercarse a su hija y a su discípulo.
—Venimos solos —anunció Aléas, y Baracha se relajó y volvió a depositar la espada sobre el regazo.
Una oscura figura recostada al otro lado del fuego se movió para saludarlos. Era Ash, que se había tumbado en la arena con la cabeza apoyada sobre la mochila. El anciano roshun se incorporó trabajosamente con un gruñido.
Habían pasado todo el día —al menos Aléas y Serése, pues los dos maestros apenas podían moverse— recuperando maderas del mar y apilándolas en la diminuta playa. Ahora, con sumo cuidado, Aléas colocó el cuerpo de Nico encima de los tablones alisados por el agua; el montón se tambaleó bajo el peso del cadáver y se desprendieron algunos maderos. Ash se acercó con paso vacilante y se puso a desenvolver con manos torpes el cadáver.
—Tal vez sea mejor dejarlo así —sugirió Aléas, posando una mano en el hombro de Ash.
El maestro sacudió el hombro para liberarse de la mano del aprendiz y sólo paró cuando dejó al descubierto el cadáver de su aprendiz y pudo contemplarlo a la luz de la hoguera. Inspiró con brusquedad y se tambaleó ligeramente, lo suficiente para que Aléas juzgara conveniente sujetarlo.
Los dedos de Ash acariciaron delicadamente la carne chamuscada, tropezaron con el extremo del astil de la flecha de ballesta hundida en el pecho. El anciano permaneció unos minutos inmóvil junto al cadáver.
Baracha se acercó renqueando con un leño llameante y sin solemnidad alguna lo encajó en las entrañas de la montaña de maderos y lo soltó como si alimentara un fuego ya encendido. La pira empezó a despedir humo. Los roshuns retrocedieron y unos instantes después atisbaron la primera llama.
El grandullón alhazií cogió un puñado de arena y lo arrojó a las llamas incipientes recitando una plegaria entre dientes. Aléas consoló a Serése y ambos lloraron, dando rienda suelta a su llanto por primera vez en todo el día. Las llamas crepitaron en su escalada oscilante hacia el cielo, retorciéndose al atravesar el entramado de madera que sostenía el cuerpo en la parte superior de la pira y exhibiendo una extensa paleta de colores: intensos azules, amarillos y verdes de los minerales marinos que impregnaban la madera. La hoguera escupía grasa y el hedor a carne quemada se propagaba en las ráfagas de brisa.
La pira sólo tardó unos minutos en derrumbarse y engullir a Nico.
En la distancia, muy lejos de la costa, el primer rayo de sol despuntaba en el cielo previo al alba, y las sombras de nubes todavía invisibles se deslizaban por el horizonte.
Ash recitó unas palabras en su lengua de Honshu que luego repitió en la lengua franca, quizá en un gesto hacia su joven aprendiz. Sus ojos, aunque sumidos en la oscuridad, brillaban con el reflejo de las llamas.
—Aun si este mundo fuera algo más que una gota de rocío... aun si... aun si... —entonó.
Ash les había pedido que buscaran un tarro de arcilla revestido de piel para guardar las cenizas. Con movimientos lentos y concienzudos fue barriendo la ceniza y acumulándola en un montoncito plano sobre la arena tiznada. Se quedó unos instantes mirando las partículas de polvo revoloteando alrededor de los rescoldos.
«Para su madre», pensó mientras recogía las cenizas ayudándose de un palo y las echaba en el interior del tarro. Entre el polvillo gris todavía quedaban algunos fragmentos de hueso, y sólo metió en el bote los más pequeños. Cuando el tarro estuvo lleno, lo cerró y lo guardó en su mochila de lona.
Ash tenía además otro tarro más pequeño —en realidad era un vial de arcilla de la longitud y la anchura de un dedo pulgar— con una cinta de cuero. También lo llenó con cenizas, le puso el tapón de madera y se lo colgó del cuello, de modo que le quedó suspendido como un sello a la altura del pecho; notaba en la piel el calor que todavía desprendía.
Cuando se irguió, una punzada de dolor le atravesó la cabeza y titubeó. Alguien le hablaba, pero él no veía de quién era la voz. Dio unos pasos tambaleándose hacia atrás y se desplomó.
Quedó tendido en el suelo, despatarrado, casi sin poder respirar. Unas manos lo agarraron y tiraron de él y la voz le preguntó si se encontraba bien y si podía oír. De nuevo un dolor pungente, esta vez más intenso que nunca: Ash apretó los dientes y chilló en la áspera lengua de Honshu justo antes de desvanecerse.