Capítulo 9
Una mente desatada
—¿Qué ocurre?
—El arbusto.
—Eso ya lo veo. Pero ¿qué tiene de especial?
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, ¿por qué estamos aquí de pie, parados, mirándolo?
Y así estaban: de pie, parados, mirando el pequeño arbusto verde que crecía junto a un turbulento arroyo montañoso. Eran las primeras horas de las mañana y el sol refulgía reflejado en sus ojos. Nico tenía la cabeza a punto de estallar por la resaca de la noche anterior.
—¿Habías visto alguna vez un arbusto como éste, Nico?
—No estoy seguro.
—Entonces fíjate en él. Mira sus bayas.
Nico las miró detenidamente. Eran pequeñas y de un color negro oleoso. Estaban salpicadas por unas curiosas manchitas blancas que recordaban ligeramente a calaveras.
—No, creo que no lo había visto nunca.
—En efecto, nunca lo habías visto. Hay muy pocos arbustos como éste en toda la isla de Cheem. Fueron traídos aquí desde Zanzahar, y allí llegaron desde las Islas del Cielo.
Nico le escuchaba con cierta impaciencia. Tenía el estómago peligrosamente revuelto esa mañana y lo único que quería era tumbarse y pasar hecho un ovillo lo que quedaba de día. Si éstos eran los efectos que tenía beber fuego de Cheem a la mañana siguiente, juraba que nunca más tomaría el repugnante brebaje.
—Son mi memoria, Nico —dijo Ash, arrodillándose delante de la mata. Arrancó dos bayas de una misma rama y las dejó caer en su taza de hojalata. Nico lo miró expectante, el anciano suspiró e interrumpió su labor por un instante.
—Cuando vinimos a Cheem por primera vez para fundar nuestra orden —le explicó Ash—, lo hicimos porque ya había muchas sectas más antiguas instaladas en estas montañas. Órdenes religiosas en lugares remotos adonde acudían las personas interesadas en sus enseñanzas para retirarse del mundo de los hombres. Apenas si la habitaba otro tipo de gente. Al fin y al cabo, esto no deja de ser una jungla y es fácil perderse. Pero eso no bastaba para mantener oculta nuestra orden. Temíamos que si alguna vez un roshun era capturado, revelara la ubicación del monasterio y nos pusiera a todos en peligro. De modo que el recuerdo que teníamos de su localización fue... alterado. Sepultado. El Vidente de Sato conoce las técnicas para lograrlo.
Ash empezó a machacar las bayas con una ramita rota, muy lentamente y con extrema delicadeza, poniendo toda su atención en la tarea.
—Con el jugo de estas bayas desbloquearé los recuerdos que se me han mantenido ocultos y se me mostrará el camino.
Lanzó un escupitajo al interior de la taza de hojalata y alargó el brazo que la sujetaba para que Nico hiciera lo mismo. El muchacho frunció el ceño, se inclinó hacia delante y escupió. Ash siguió removiendo la pasta.
—Si no lo preparo como es debido —confesó sonriente—, podría ser letal.
Hizo un gesto a Nico para que se arrodillara a su lado. Nico vaciló un momento, preguntándose qué nueva sorpresa estaría preparándole el anciano. La punta de la ramita emergió de la taza y Ash la levantó hacia la frente de Nico, que dio un respingo hacia atrás.
—No te muevas, muchacho.
—¿Por qué tengo que ponérmelo yo?
—Porque así no recordarás el camino.
Ash dio unos golpecitos en la frente de Nico con la ramita embadurnada del mejunje mientras musitaba algo entre dientes. Luego se aplicó el mismo ungüento.
—¿Y ahora qué? —preguntó Nico.
El anciano limpiaba la taza. La mancha azul de su frente se había secado y había adquirido un tono rojizo.
—Relájate. Tranquilo. Es un proceso lento.
Así que Nico se relajó. De hecho, se tumbó en el suelo hecho un ovillo y rápidamente cayó dormido.
Los sueños llegaron hasta Nico como un flujo de alquitrán que manara del suelo; lo envolvieron lenta pero irremediablemente, se filtraron por sus poros y se deslizaron hacia su cabeza, hasta que también de su cerebro empezó a manar alquitrán.
En estos sueños a veces tenía la sensación estar completamente despierto. Atardecía y su maestro marchaba ante él. Avanzaban muy despacio y con pesadez a lomos de las mulas por las selvas plateadas, donde ni siquiera la brisa era capaz de provocar un sonido o un movimiento. El cielo tenía un tono grisáceo y apagado sobre sus cabezas; parecía más bajo de lo normal y daba la impresión de que iba a aplastarlos de un momento a otro. Las nubes se deslizaban raudas, matizadas de azul por las lunas hermanas que oscilaban en el cielo, mucho más altas y con movimientos más rápidos de lo acostumbrado. Nico las contempló por un momento, escondidas tras las nubes, una blanca y la otra azul, mientras en su interior latía algo así como una noción del tiempo, infinito, eterno y circular. Y antes de que se diera cuenta, las nubes y las lunas habían desaparecido y volvía a ser de día, aunque un día con una luz tenue y velada en el que todavía rondaba la noche. Conducían las mulas por un valle escarpado y rocoso. Ash cantaba a pleno pulmón y en una lengua extraña una canción sencilla; el eco volvía a ellos rebotado en las paredes de esquisto del valle, produciendo una armonía distinta a todas las que Nico hubiera oído antes.
Por algún motivo, Nico estaba llorando. Estaban acurrucados alrededor de una minúscula hoguera que ardía con ramitas raquíticas, en el interior de una cueva que olía a excrementos de murciélago y algas. Ash también estaba llorando, y hablaba entre sollozos sobre la familia que había perdido muchos años atrás, sobre su amada esposa y su hijito; y al tomar conciencia de la escena, Nico no pudo contenerse y sus sollozos se convirtieron de repente en carcajadas, y Ash estaba cada vez más furioso con él y le gritaba otra vez en esa lengua extraña lo que parecían más gruñidos que palabras. Sin embargo, la reacción de su maestro tuvo el efecto contrario en Nico, que señalaba al anciano extranjero encolerizado y le gritaba: «¡Estamos perdidos! ¡Estamos perdidos!» Ash lo agarró, pero el anciano se precipitó hacia delante y cayó rodando en el fuego, de modo que las llamas se ahogaron definitivamente.
Pero no, no era así, pues estaba lloviendo e iban a pie tirando de las mulas por las riendas. Resbalaban en el barro mientras ascendían por una ladera surcada de arroyos de aguas heladas, y las nubes estaban tan bajas y eran tan negras que resultaba imposible adivinar qué momento del día era. Delante de ellos tronaba una formidable cascada envuelta en bruma, y ellos estaban calados hasta los huesos por las diminutas gotas de agua pulverizada que les alcanzaban. El terrible sendero que discurría por el borde del barranco de trescientos metros de altura los acercaba a la estrepitosa cascada. Atravesaron directamente la cortina de agua y aparecieron en un túnel con una extraña e inquietante luz verde y con las paredes forradas de liquen. El anciano le gritó algo para tranquilizarlo; su voz se elevó por encima del fragor del agua y Nico lo oyó. El estruendo constante de la cascada le revolvía el estómago, y también la cabeza.
Y entonces no hubo ninguna duda de que estaba soñando, pues ya no se encontraba en las montañas de Cheem, sino en unas llanuras verdes que parecían no tener fin, bajo un sol pálido que trazaba una parábola abierta sobre su cabeza. Un pájaro solitario dibujaba círculos en el cielo y nubes de moscas revoloteaban encima de la hierba; sin embargo, en el suelo no se veía animales ni llegaba ruido alguno de vida. En un abrir y cerrar de ojos cayó la noche. Las lunas gemelas refulgían de nuevo en lo alto. Nico estaba mirando a un hombre encogido bajo un árbol achaparrado y envuelto en pieles de animales; parecía dormido. El hombre no estaba solo. Unas figuras avanzaban silenciosamente hacia él. Por lo poco que Nico vislumbraba eran unos seres monstruosos, pues parecían insectos, arañas u hormigas quizá, aunque de un tamaño descomunal. Cada una era tan grande como una mula y galopaba más que corría.
Nico sabía que era un sueño, aunque muy distinto de cualquiera que hubiera tenido antes. Sin embargo, él no parecía estar dentro de ese sueño, más bien asistía a él transmutado en una forma incorpórea, como si presenciara la pesadilla de otra persona. Pero eso no era lo único extraño de la experiencia, pues tenía la impresión de que conocía a aquel hombre, a pesar de que en la penumbra apenas si distinguía las facciones de su rostro.
De repente, Nico se encontraba gritando a aquel extraño hombre que despertara, que cogiera sus armas y se defendiera; pero era inútil, ya que no salía ningún sonido de su boca. Gritó más alto aún, desgañitándose, mientras las sombras convergían en la figura dormida. Pero lo único que consiguió con el aire que brotaba de su boca fue que una suave brisa sacudiera un puñado de hojas del árbol bajo el que dormía el hombre. Una vaina de semillas se desprendió de una rama pelada. Posiblemente eran las últimas semillas del árbol. Impulsada por el aire, la vaina cayó girando lentamente y aterrizó en la mejilla del hombre dormido.
En el acto el hombre estaba en pie, luchando por su vida.
—¡Muchacho!
Nico despertó sobresaltado, jadeando.
Ash estaba sacudiéndolo suavemente, con una taza humeante de chee en la mano. Lo miró con los párpados entornados, en silencio. Tardó aún algunos segundos en poder moverse; luego, con un esfuerzo descomunal, se incorporó.
Ya sentado, paseó la mirada en derredor, tratando de averiguar dónde se encontraban, y al parecer estaban en otro valle montañoso.
—Tranquilo, muchacho —dijo el anciano, apretando la mano de Nico alrededor de la taza. Su mirada tenía algo de salvaje aquella mañana.
—¿Ya hemos llegado? —preguntó Nico.
—Casi. ¿Cómo te sientes?
Nico le respondió con un gruñido. Se sentía especialmente débil y tenía un dolor leve pero persistente en los ojos. Su ropa también estaba hecha un guiñapo, raída y llena de tierra y hojas. Ash no tenía mejor aspecto, con la túnica hecha jirones y la cara sucia y cubierta por el rastrojo incipiente de su barba gris.
—¿Cuánto tiempo...? —empezó a decir Nico, no muy seguro de cómo terminar la pregunta.
—Cinco días, creo... quizá más. Lo has hecho muy bien. Has aguantado firme.
Nico dio un sorbo al chee caliente y apenas apreció su sabor. Necesitaba urgentemente lavarse los dientes. Ya con una mirada completamente liberada de la rémora del sueño, examinó con mayor detenimiento el paisaje que se desplegaba en torno a él. Las aguas tranquilas de un arroyo ancho y tortuoso discurrían por el fondo del valle, partiéndolo en dos, detrás de las mulas que pastaban a unos metros del lugar donde habían acampado. Nico siguió con la mirada el cauce del arroyo y la llevó más allá de los juncales que poblaban las riberas de sus meandros, hacia la pradera amarillenta que se extendía por todo el fondo del valle, con la hierba mecida por la brisa matinal que arrastraba el olor a chee caliente y ajo frito y el rumor esporádico de risas lejanas. En el borde mismo del valle se asentaba un enorme edificio de ladrillo rojo con una torre que partía de una de sus esquinas, rodeado por un bosquecillo de árboles bajos y dorados.
Se tomaron aquella mañana con calma y no se apresuraron a levantar el campamento. Nico permanecía sentado tranquilamente y dejaba que el chee le aliviara el estómago vacío mientras contemplaba despreocupadamente el paisaje; su diminuta hoguera mantenía alejadas las moscas. Ash se afeitaba y se lavaba desnudo en el arroyo, sumergido hasta la cintura, y de vez en cuando se le escapaba un alarido provocado por el contacto de su cuerpo con el agua gélida. Nico intentaba unir las piezas de lo poco que recordaba de los últimos cinco días: meros fragmentos de recuerdos, escenas vividas enmarcadas en la nada y, aún más enigmático, el extraño sueño de un hombre que de algún modo había reconocido... Nada tenía sentido.
Al final decidió que él también necesitaba un baño y lavarse los dientes, así que dejó a un lado su vano intento de recordar junto con su ropa, sacó una pastilla de jabón y un pequeño cepillo de dientes de la mochila y se reunió con Ash en las pacíficas y heladas aguas del arroyo montañoso. En algunos tramos tenía la profundidad suficiente para nadar y así pasó Nico buena parte de la mañana, nadando y flotando boca arriba; los rayos del sol rebotaban en su cuerpo y alguna que otra tímida trucha arco iris se deslizaba entre sus pies. Sus músculos entumecidos y agarrotados fueron relajándose poco a poco, y sus numerosos cortes y arañazos daban la bienvenida con un escozor renovado al agua fresca y vigorizante.
Mientras se secaba con su túnica, tiritando por la brisa fresca, fijó la mirada distraída en un pequeño arbusto que crecía junto al arroyo. Era de la misma especie que el que los había embarcado en el extraño viaje por las montañas durante los últimos cuatro o cinco días, con sus bayas negras y oleosas con puntos blancos. Nico llamó la atención de Ash sobre su descubrimiento.
—En efecto, volvemos a utilizar las bayas cuando partimos —explicó el anciano—. No te preocupes —añadió, percatándose de la evidente zozobra que se apoderaba de Nico—, pasarán muchas lunas antes de que nos vayamos de aquí.
Nico presentía que los observaban mientras ascendían a lomos de sus mulas desde el fondo del valle. Ash se dio cuenta de la mirada nerviosa con la que su pupilo examinaba los afloramientos rocosos de los alrededores.
—Pierdes el tiempo —fue todo lo que Ash tenía que decir, y espoleó su mula.
El ascenso hasta el monasterio les llevó más tiempo del que Nico había previsto. El humo se elevaba perezosamente desde las numerosas chimeneas del edificio y los postigos de las ventanas sin cristales permanecían abiertos al día. A medida que se acercaban al bosquecillo que rodeaba el monasterio, fueron pasando por jardines cercados que labraban unas figuras con túnicas negras: hombres de diversas razas que sudaban al sol cálido de las cumbres. Algunos trabajaban entre risas; otros, solos, lo hacían concentrados únicamente en sus tareas.
Muchos saludaron a Ash levantando un puño a su paso; otros le dedicaban una reverencia con las palmas de las manos pegadas, un gesto tradicional de la orden, el sami, con una tenue sonrisa dibujada en los labios.
—¡Ash! —bramó, mostrando su sonrisa desdentada un anciano, oriundo de las mismas tierras remotas de su maestro, que iba brincando hacia ellos descalzo y agarrándose el dobladillo roñoso de su túnica. De una edad similar a la de Ash, también compartía sus peculiares facciones, si bien era más bajito y fornido y llevaba la entrecana cabellera negra recogida en un moño—. ¡Por Dao, ya te creía muerto y sepultado en el hielo! —exclamó entre jadeos.
—¿Cómo estás, viejo amigo? —le preguntó Ash.
—Mejor ahora que has regresado sano y salvo con nosotros. Y por lo que veo, no lo haces solo.
—Mi aprendiz —repuso Ash, señalando a Nico con el pulgar por encima del hombro—. Nico, saluda a este viejo loco que se hace llamar Kosh.
Los ojos del hombre se abrieron aún más cuando Nico le ofreció una tímida sonrisa.
—Un muchacho tranquilo —observó Kosh con regocijo.
—Para nada. Lo que pasa es que sólo habla en los momentos más inoportunos.
—Bueno —dijo Kosh—, dejaré que os instaléis. Pero esta noche tomaremos algo juntos y me contarás tu viaje.
Kosh palmeó en la grupa a la mula de Ash para que reemprendiera la marcha. Nico siguió a su maestro, girado sobre la silla, observando al roshun que se erguía y hacía una reverencia respetuosa ya a la espalda de Ash.
—Estos árboles... —empezó a decir Nico acompañado por el crujido de las pezuñas de las mulas en la grava de un sendero que atravesaba el bosquecillo.
Los árboles eran bajos, recubiertos por una corteza de un marrón dorado, con el follaje de color cobre y flores rojizas con forma de estrella. Nunca había visto nada parecido.
—Son malis. También proceden de las islas. Con ellos fabricamos los sellos.
—¿Con sus semillas?
—Sí.
—¿Las semillas dan sellos?
Ash suspiró.
—Las semillas ya son los sellos, Nico. Aunque precisamente todos estos árboles que ves a tu alrededor son... estériles, y no dan frutos. —Se dio unos golpecitos en el sello que todavía llevaba colgado del cuello—. Buscaré un lugar apropiado en los límites del bosque y lo enterraré. Transcurrido un tiempo, mucho menos del que creerías, crecerá como cualquiera de estos árboles, pero, también como ellos, no producirá otros nuevos, pues proviene de un sello que ya no respira.
—Entonces este bosque... todos estos árboles... —Nico contemplaba boquiabierto el bosque que lo envolvía y que se sumió en el silencio por un arrullo momentáneo del viento—, ¿Todos estos árboles han crecido de los sellos de la gente que ha muerto?
—Sí... Absolutamente todos.
Delante del monasterio había un grupo de hombres practicando con el arco, en una vasta alfombra de hierba que un puñado de cabras de las colinas que deambulaban por allí —y que parecían imperturbables a las flechas que cortaban el aire justo por encima de sus cabezas— se encargaban de no dejar crecer en exceso.
En ese momento llegaba el turno del mayor de los arqueros, el único oriundo de las lejanas tierras de Ash entre ellos, y Nico lo observó. El roshun podría haber estado sonriendo, pero era difícil afirmarlo sin riesgo a equivocarse, pues su tez estaba tan arrugada y tenía la espalda tan encorvada que su cabeza parecía colgar de su cuello como si estuviera a punto de precipitarse al suelo. Los hombres que lo acompañaban guardaron silencio mientras asestaba su arco. Sin levantar la mirada, inspiró hondo y mantuvo el aire en los pulmones, y mientras espiraba enderezó la espalda; tensó la cuerda y disparó el proyectil en un único movimiento fluido, y ya no varió su postura hasta que la flecha descendió del cielo y se hundió en el centro de la lejana diana.
—¡Ajá! —exclamó Ash en un tono elogioso.
Las mulas no se habían detenido y enfilaron con pesadez por una estrecha entrada lateral que los condujo hasta una plaza con un polvoriento suelo de tierra y flanqueada por los cuatro costados por el edificio del monasterio. En el centro del patio interior había otro grupo de malis —siete árboles en total— cercado por una valla pintada de blanco. En el reducido espacio del patio reinaba un extraño silencio que giraba en torno a la docena de figuras con túnicas sentadas en el suelo, con las piernas cruzadas y la espalda apoyada contra los árboles. Permanecían enfrascados en profundas meditaciones y no prestaron ninguna atención a los recién llegados salvo uno, un hombretón alhazií con barba y ataviado con una túnica sin mangas que bostezó en cuanto reparó en los recién llegados; se levantó y se dirigió hacia ellos con paso enérgico, bañado por la luz matinal.
—Has vuelto —dijo el grandullón.
Ash y Nico desmontaban de las mulas.
—Baracha —repuso Ash a modo de saludo, y el alhazií inclinó ligeramente la cabeza.
—Tienes buen aspecto para ser un hombre que se suponía muerto.
La mula tiraba con impaciencia de las riendas que sujetaba Ash.
—He estado cerca de la muerte —admitió, tranquilizando a su inquieta montura—. ¿Alguna novedad por aquí desde mi partida?
—Nada interesante. —Baracha encogió sus descomunales hombros—. Todos hemos rezado por tu regreso, por supuesto. —Posó una mano en el hocico de la mula de Ash mientras hablaba y la miró fijamente a los ojos hasta que el animal se calmó y se quedó quieto—, ¿Y quién es él? —preguntó, atrayendo la atención de Nico, que se había quedado mirando a los roshuns sumidos en sus meditaciones en el centro del patio.
La distancia que los separaba permitía a Nico distinguir con nitidez el sinfín de tatuajes garabateados en la piel oscura de Baracha. Los diminutos y fluidos caracteres alhaziís le cubrían casi todo el cuerpo, incluida la cara barbada. Versículos, sin duda, tal como había oído contar sobre los gustos de aquellos hombres del desierto. Los oscuros ojos del alhazií se deslizaron lentamente por Nico antes de regresar a Ash.
—Mi aprendiz —respondió Ash.
Nico se percató del sutil cambio que experimentó la expresión de Baracha, cuyos músculos faciales se tensaron fugazmente por la sorpresa. Baracha sonrió y de nuevo posó la mirada en Nico.
—Entonces tiene el listón muy alto.
A Nico le pareció que esa sonrisa no era franca, y llegó a la conclusión de que estaba burlándose de él. Sintió crecer la cólera en ebullición en su interior y deseó demostrar su valía de algún modo. Nico apuntó al conjunto de malis en el centro del patio.
—¿Por qué están esos árboles separados de los demás?
—¿Separados? —inquirió Baracha, volviéndose.
—El maestro Ash me ha explicado que se plantan los sellos muertos en el bosque que hay fuera. Me preguntaba por qué están aquí estos siete árboles.
—¿No te lo imaginas? —le retó el alhazií.
Pero Nico ya se había aventurado a conjeturar una respuesta; de ahí que se hubiera animado a preguntar.
—Imagino que estos árboles han crecido de sellos que todavía... respiran. Eso significaría que todavía producen semillas.
Baracha ladeó la cabeza.
—No soy capaz de identificar tu acento, muchacho. ¿De dónde eres?
—De Bar-Khos —respondió Nico, sorprendido por el tono de orgullo que advirtió en su voz.
—Merciano, ¿eh? Debí haberlo supuesto al verte tan canijo y desnutrido. —El alhazií volvió a sonreír como mofándose de él.
—Los mercianos nos las hemos arreglado para mantener a los mannianos a raya durante diez años —replicó Nico.
—Cierto —reconoció Baracha, posando la mano en el cuello de la mula de Nico. El animal se estremeció—, Pero deberías evitar hablar de esa manera durante tu estancia aquí. Quizá tu maestro ha olvidado explicártelo, pero acogemos gente procedente de todos los rincones del Midéres. Aquí no se habla de política.
—Entonces te sugiero que no provoques tú esas conversaciones —repuso Ash con suavidad.
El alhazií clavó los ojos en el viejo maestro. Ash le aguantó la mirada.
Baracha soltó un resoplido, dio media vuelta y, sin añadir nada más, se alejó a trancos.
—Un hombre duro —musitó Nico, observando a Baracha mientras éste se alejaba.
—El desierto curte a los hombres —replicó Ash—. Y su inmenso vacío los dota de una gran imaginación. Te recomiendo que evites provocar a nadie durante tu estancia aquí, Nico, sobre todo a él. Ahora vamos. Tenemos mucho que hacer antes de comer.
Comieron keesh y estofado que había sobrado del mediodía, ya que se les había pasado la hora de la comida almohazando las mulas y procurándose ropa limpia. Después de comer Ash mostró a Nico la puerta del cuarto que compartiría con el resto de los aprendices y dejó que se instalara.
El anciano se marchó rápidamente y Nico experimentó un repentino sentimiento de soledad cuando se vio solo en el pasillo, frente a la puerta. La nueva túnica negra todavía rígida y pesada sobre sus hombros desprendía un leve aroma a pino. Antes de abrir la puerta se tomó un momento para centrarse, tal como le había enseñado su maestro.
La sala era amplia, con el suelo enlosado y vigas de madera barnizada en el techo. A un lado se extendía una hilera de ventanas que daban al patio, y en el opuesto, las camas. En ese momento en toda la estancia únicamente había otros dos aprendices en sus catres. Uno andaba atareado remendando un roto en su túnica, con el gesto reconcentrado; no parecía tener más de quince años, y la prenda interior blanca le caía con holgura sobre el cuerpo enclenque. El otro aprendiz, de una edad similar a la de Nico, estaba tumbado leyendo un libro, y su larga cabellera refulgía como la paja bañada por la luz que se desparramaba desde las ventanas. Ambos levantaron la mirada cuando Nico se adentró sigilosamente en la habitación.
Nico inclinó la cabeza hacia ellos a modo de saludo, buscó con la mirada una cama disponible y se detuvo frente a un catre a cuyo pie había un baúl vacío.
—Hola —le saludó el muchacho con el cabello pajizo, que dejó el libro, se levantó y cruzó con toda tranquilidad la estancia.
Cuando le ofreció la mano, Nico se quedó mirándola unos segundos antes de estrecharla.
—Tú debes de ser el aprendiz del maestro Ash —dijo, arrastrando las palabras, y añadió cuando se percató del gesto de desconcierto de Nico—: Aquí las noticias vuelan. Tu llegada fue el tema de conversación durante la comida.
—Entiendo —dijo Nico.
—Me llamo Aléas, y ése de ahí es Florés. No es que sea un maleducado, es que no tiene lengua.
El joven Florés abrió completamente la boca para mostrarles la cavidad vacía. Nico esbozó una sonrisa incómoda y apartó la mirada quizá demasiado pronto.
—Yo soy Nico —dijo a ambos mientras pasaba sus escasas pertenencias de la mochila al baúl.
—Lo sabemos —repuso Aléas—, Mi maestro ya me ha advertido que me mantenga alejado de ti.
—¿Tu maestro? —Nico levantó bruscamente la mirada.
—Sí, Baracha. Supongo que ya lo has conocido.
—Al parecer tu maestro enseguida se forma un juicio de la gente.
—Cree que acabaríamos peleándonos, ya que tu eres merciano y yo del Imperio —repuso Aléas, observándolo con ojos perezosos e inteligentes y pensando: «¿Del Imperio? Es extraño. Estoy cara a cara con el enemigo y no parece un tipo tan terrible»—. ¿Y bien? ¿Qué se siente?
—¿Perdona?
—¿Cómo te sientes charlando con un vil manniano?
Nico meditó su respuesta.
—Me siento bien —contestó finalmente—. Aunque la verdad es que ahora mismo tengo un poco de resaca, así que si me sintiera incómodo, tampoco creo que fuera capaz de apreciarlo.
Aléas sonrió con franqueza.
—Entonces, ¡dichosos los ojos!