Capítulo 5

El vuelo

El camarote apestaba a moho, humedad y vómito. En la estancia todo permanecía inmóvil; sin embargo, podía advertirse el leve vaivén del dirigible en el crujido esporádico de la madera, en el tintineo de la lámpara colgada del techo o en la fugaz sensación de que el estómago subía y bajaba. Nico estaba tumbado en su litera, destrozado y lívido.

Casi desde el mismo momento que la nave despegaba de Bar-Khos y se elevaba por el cielo nublado, Nico había contemplado con los ojos desorbitados la tierra que iba menguando de un modo totalmente antinatural debajo de él y se había agarrado a la barandilla, ligeramente mareado y con las tripas revueltas. Llevaba tres días confinado en su litera, vencido por el pánico y las náuseas, y sólo se incorporaba de vez en cuando para hacer arcadas sobre un balde de madera que mantenía a mano en el suelo. Hablar le producía un dolor horrendo, pues tenía la garganta irritada por la bilis. Comía poco, y sólo ingería agua y sopa, que era lo único que era capaz de mantener en el estómago el tiempo suficiente para digerirlo. En ningún momento, ya estuviera despierto o sumido en un duermevela agitado, podía sacarse de la cabeza los cientos de metros de vacío que se extendían bajo él ni la tensión permanente de las cuerdas y las riostras que sujetaban el casco oscilante a la frágil envoltura llena de gas sobre su cabeza. Cualquier bramido repentino de los miembros de la tripulación en la cubierta, cualquier estrépito de pisadas o cambio brusco de dirección de la nave eran interpretados por Nico como el anuncio de un desastre inminente. Nunca había experimentado una angustia igual.

La mayor parte del tiempo lo pasaba solo. Compartía el minúsculo camarote con Ash, pero al viejo extranjero no debían de parecerle agradables sus arcadas y al final se había hartado, había abandonado el libro de poesía que estaba leyendo y se había marchado a la cubierta hecho una furia y farfullando entre dientes. Era Berl, el grumete de la nave, quien cuidaba de Nico y quien le llevaba comida y agua.

—Tienes que comer —le insistió el muchacho, con un cuenco con caldo en la mano—. Eres todo huesos y pellejo.

Nico torció el gesto y apartó el cuenco.

Berl chasqueó la lengua reprochándole su terquedad.

—Agua, entonces. Tienes que beber un poco de agua, da igual si la vomitas de inmediato.

Nico meneó la cabeza.

—Si no bebes, me veré obligado a ir a buscar a tu maestro. Nico accedió por fin a tomar un poco de agua, aunque sólo fuera por contentar al chico. Le preguntó la hora.

—Ya casi es de noche. Aunque con los postigos siempre cerrados aquí dentro no notarás la diferencia. Necesitas tomar un poco de aire fresco, este lugar apesta. No me sorprende que tu maestro pase tanto tiempo arriba en la cubierta.

—No me gustan las vistas —repuso Nico, y recordó de nuevo la primera mañana a bordo del dirigible, cuando había abierto los postigos y la cabeza le había empezado a dar vueltas ante el panorama que lo recibía. Gruñó y se agarró la barriga maltrecha—, Creo que tengo algo serio.

Berl sonrió.

—La primera vez que me embarqué estuve enfermo toda una semana. Es normal. Unos se ganan las alas antes que otros.

—¿Las alas?

—Sí. No te preocupes, dentro de un par de días ya te habrás recuperado.

—Me siento como si estuviera muñéndome. El chico acercó de nuevo el odre con agua a los labios de Nico. Berl no debía de tener más de catorce años, si bien rezumaba una confianza en sí mismo propia de una persona mucho mayor. Nico escudriñó al muchacho mientras se secaba los restos de agua de la boca. En su rostro enjuto se apreciaban pequeñas cicatrices, concentradas sobre todo alrededor de las cejas y especialmente sobre los ojos, que parecían antiquísimas heridas cicatrizadas.

—Antes trabajaba debajo del Escudo —explicó Berl al percatarse del interés de Nico.

«Ah», exclamó Nico para sus adentros. Su padre le había contado una vez que se utilizaba a niños en los túneles bajo las murallas de Bar-Khos cuando los espacios eran demasiado estrechos para los hombres. Nico le contó esto a Berl, añadiendo que su padre había pertenecido al Cuerpo Especial, tratando de estrechar quizá los vínculos con el muchacho, pero éste se limitó a asentir con la cabeza y depositó el odre con agua en el suelo junto al cubo.

—Por ahora es suficiente —dijo Berl—. Pero necesitas beber de vez en cuando, ¿me has oído?

—Lo haré —respondió Nico—, Dime, ¿dónde estamos?

—Sobrevolando Salina. Entramos esta mañana por la costa oriental.

—Creía que ya habríamos puesto rumbo a Cheem.

—En cuanto encontremos viento favorable. Al capitán le gusta ahorrar pólvora blanca siempre que sea posible. Cuando el viento sople a favor, nos dirigiremos al norte y atravesaremos la línea de bloqueo. No te preocupes, los mannianos disponen de tan pocos dirigibles como nosotros, y el Halcón es veloz. La cruzaremos en un santiamén. —Se puso de pie, añadiendo—: Ven luego a la cubierta, si te apetece. El aire fresco te hará bien.

Y se alejó caminando con paso firme por el suelo visiblemente inclinado del dirigible, que remontaba el vuelo en ese momento. Nico oyó cómo se ponían en marcha los sistemas de propulsión del casco quemando su preciado combustible. Antes de salir, Berl se detuvo y se volvió a Nico agarrándose al marco de la puerta.

—¿De verdad te estás entrenando para ser un roshun? —preguntó.

—Se supone que eso es un secreto —respondió Nico.

El chico asintió y escondió el labio superior bajo el inferior mientras reflexionaba por unos instantes. Luego cerró la enclenque puerta a su espalda.

Nico volvió a tumbarse y cerró los ojos. No ver las paredes inclinadas del camarote le ayudaba a aplacar la sensación de mareo. Ya tenía la impresión de que entre él y su anterior vida en Bar-Khos mediaba un terrible e interminable viaje.

A la mañana siguiente se encontraba mejor. Era como si su cuerpo ya se hubiera hartado de sus propios traumas y hubiera decidido relajarse a pesar de sus múltiples aprensiones. Nico suspiró aliviado y se levantó de la litera empapada en sudor.

Su camarote se encontraba en la cola de la nave. Al fondo del habitáculo, bajo la ventana cerrada, había una repisa con un lavabo, y junto a ella, en el rincón, el retrete oculto bajo una tapa. Nico respiró hondo y forcejeó con los postigos hasta que consiguió abrirlos. Bizqueó deslumbrado por el cielo radiante, surcado a la altura de sus ojos por un puñado de nubes. Una suave brisa le acarició el rostro y lo despabiló. Muy a su pesar, se sintió impelido a asomarse por el alféizar. Debajo se extendía un paisaje de tonos verdes y marrones —una isla a decir del contorno curvilíneo de la costa—, con carreteras que conectaban unas cuantas poblaciones envueltas por la bruma antes de converger en una ciudad portuaria amurallada que se había expandido extramuros sin orden ni concierto. Nico se sintió mareado por el cabrilleo fulgurante de los rayos de sol en los ríos; éstos descendían desde las colinas arboladas y confluían en toda clase de lagos antes de continuar hasta su desembocadura en el mar. El muchacho se agarró al marco de la ventana y se obligó a mantener la calma.

Vació el contenido del balde en el retrete para acabar con el hedor que se había instalado en el camarote y se despojó de su ropa mugrienta. Ash le había comprado una mochila con enseres para el viaje antes de partir; sacó de su interior una pastilla de jabón y se frotó con ella el cuerpo de la cabeza a los pies, empapando de agua el suelo de madera. Luego extrajo un cepillo de dientes, le quitó el envoltorio de papel parafinado y se limpió los dientes a conciencia.

Mientras se ponía la ropa limpia —una camiseta interior de algodón, una túnica y unos pantalones de lona resistentes, botas de piel y un cinturón con la hebilla de madera noble—, se dio cuenta de lo famélico que estaba.

Salió del camarote con pasos cortos y medidos y enfiló por el pasillo, siguiendo el aroma a chee, que lo condujo hasta una sala común, amplia y de techo bajo. Había miembros de la tripulación repartidos por las mesas, charlando plácidamente mientras desayunaban. La atmósfera penumbrosa de la primera hora de la mañana ya estaba cargada con el humo de las pipas. Unos cuantos se quedaron mirando con suspicacia a Nico mientras éste se dirigía hacia el otro extremo del salón, donde la ventana que comunicaba con la cocina permanecía abierta. Al otro lado del hueco, el cocinero, un hombre escuálido y calvo, con los bigotes arremolinados tatuados en la cara, servía tazones de chee y fuentes con queso y galletas. También Berl estaba trabajando en la cocina, y andaba atareado echando leña al fuego que ardía en un horno de ladrillo. El chico le saludó con un gesto de la cabeza sin interrumpir su tarea. Nico se llenó una fuente con comida y el cocinero le dejó una taza con chee antes de retomar su faena en la cocina, que parecía consistir en golpear ollas, arrojar trapos húmedos por doquier, sudar y despotricar contra sí mismo. Nico se sentó a una mesa vacía y se puso a comer con cautela, poniendo a prueba el estado de su estómago. Echó un vistazo a los cañones situados junto a las portas repartidas a lo largo de la acogedora sala común, e intentó no hacer caso de las miradas que se cruzaba dirigidas a él con disimulo. Se preguntó si el resto de la tripulación sería siempre tan simpática.

Cuando acabó de comer dio las gracias al cocinero y se dirigió a la escalera que conducía a la cubierta superior. Subió los escalones de uno en uno y muy despacio, agarrado a la barandilla. Justo antes de alcanzar la parte superior de la escalera se detuvo un momento para serenarse.

Emergió en la cubierta superior del dirigible e intentó convencerse de que se encontraban en un vulgar navío, navegando por aguas profundas en vez de flotando en el aire. A fin de cuentas, la cubierta del Halcón no difería demasiado de las de los barcos que había visto en el puerto: en la parte posterior se levantaba un alcázar y en la parte delantera una cubierta de proa. Cerca de él, un puñado de tripulantes conversaban sentados mientras trenzaban tramos de cuerda. Otro grupo en el extremo opuesto de la cubierta se entretenía con un juego de huesos; estaban discutiendo y uno de ellos sujetaba a otro, que parecía dispuesto a empezar una pelea. En general, a Nico le pareció que los miembros de la tripulación eran muy jóvenes y pocos debían llegar a los treinta años. Llamaban la atención la delgadez y la barba y el pelo alborotados que exhibían todos.

Reinaba un silencio extraño sólo roto por las sacudidas de la tela. Nico levantó los ojos y vio la gigantesca bolsa de gas de seda blanca que fluctuaba con el viento, envuelta por una ligera red de cuerdas y riostras de madera. La sombra del voluminoso globo sumía en la penumbra toda la cubierta. Del morro de la envoltura partía una serie de velas desplegadas y tensas entre palos de madera de tiq, dos palas extensísimas del mismo material se desplegaban como alas en sus flancos. Los hombres se movían por allí arriba, trepando por el entramado de las jarcias que determinaban la curvatura de seda. Iban descalzos, y las plantas mugrientas y sonrosadas de sus pies se deslizaban por unas cuerdas que parecían demasiado gastadas como para merecer la confianza que demostraban los tripulantes con sus movimientos. «Están locos —pensó Nico—, Como una maldita cabra.»

A aquella altitud el aire era frío. La ropa que llevaba no lo protegía de la brisa cortante y notó que se le ponía la carne de gallina. Se le pasó por la cabeza regresar al camarote y coger la capa de viaje, pero entonces divisó a Ash sentado con las piernas cruzadas en la cubierta elevada de proa. Iba ataviado con su habitual túnica negra y parecía enfrascado en una profunda meditación.

Nico se convenció de que podría aguantar en la cubierta siempre y cuando no se asomara por la borda y dejara de pensar que estaba a bordo de un barco. Sin apartar los ojos de los aparejos repartidos por la cubierta, llegó hasta la escalera de la cubierta de proa y subió para reunirse con el anciano extranjero.

Los ojos de Ash parecían cerrados, aunque se advertía un atisbo de sus pupilas entre las pestañas. Tenía la mirada entornada clavada en un punto que tanto podría haber estado cerca como lejos, y permanecía inmóvil como una piedra, ni siquiera su pecho se hinchaba y deshinchaba con su respiración.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó Ash sin mover un músculo.

Nico se abrazó el cuerpo tratando de darse un poco de calor.

—Mejor —respondió—, Gracias por su interés, viejo.

Ash soltó una carcajada seca.

—No estoy aquí para cuidarte, muchacho. —Abrió por fin los ojos por completo, levantó la mirada hacia Nico y alargó una mano.

Nico la contempló unos segundos; sus uñas resplandecían en contraste con la oscura piel rosada que las rodeaba. Luego la agarró con firmeza, áspera como la corteza de un árbol, y ayudó al anciano a ponerse en pie.

—Si andas paseándote, significa que estás bien —declaró Ash—, De modo que ha llegado el momento de empezar con tu entrenamiento. Primera lección: eres mi aprendiz. Por lo tanto me llamarás maestro, o maestro Ash, nunca viejo.

Nico notó cómo le subía la sangre a la cabeza. No le gustaba el tono que estaba utilizando.

—Lo que usted mande.

—No me pongas a prueba, muchacho. Te daré una buena zurra como seas insolente.

Hablaba como le había hablado en alguna ocasión su padre después de ingresar en el Cuerpo Especial, o como alguno de los imbéciles que su madre había llevado a casa.

—Entonces deme una zurra —replicó Nico—, Esa lección ya la tengo más que aprendida.

La expresión de Ash se mantenía inalterable, pero Nico vio por el rabillo del ojo que el anciano apretaba el puño derecho y se puso tenso.

Sin embargo, en vez de golpearle, Ash respiró hondo y le dijo:

—Vamos, sentémonos juntos.

Se arrodilló de nuevo sobre la cubierta, esta vez de cara a Nico. Tras unos momentos de vacilación, Nico siguió su ejemplo.

—Respira hondo —le indicó Ash—, Bien. Otra vez.

Nico hizo lo que le pidió y notó cómo se aplacaba su ira.

—Veamos —dijo Ash—. Eres merciano. Tu pueblo sigue los preceptos de Dao o lo que a veces denominan destino. Por lo tanto, debes conocer la liturgia del Gran Necio, ¿verdad?

A Nico la pregunta lo pilló por sorpresa.

—Por supuesto —respondió el joven con cierta cautela. El anciano simplemente hizo un gesto afirmativo con la cabeza: era evidente que sólo era un apunte invitándole a continuar—. He estado en templos varias veces y he escuchado cómo recitaban sus palabras, y todos los días del Gran Necio mi madre solía llevarme con ella cuando iba a realizar sus ruegos.

Ash alzó las cejas, como dando a entender que aquello no le impresionaba.

—Y dime, ¿sabes dónde nació el Gran Necio?

—Me contaron que nació en una de las lunas y que cayó a Eres montado sobre una roca de fuego.

El anciano meneó la cabeza.

—Nació en mi tierra, Honshu, hace seiscientos cuarenta y nueve años. Honshu es la cuna del daoísmo. El Gran Necio nunca puso un pie fuera de las fronteras de Honshu, en contra de lo que se cuenta en vuestras leyendas. Fue su Gran Discípula quien llevó el daoísmo al Midéres, y gracias a ella y a sus propios discípulos se extendió en sus diversas formas por las tierras meridionales, incluida tu patria. Y dime, ¿sueles meditar?

—¿Cómo los monjes?

—Sí, como los monjes.

Nico meneó la cabeza.

—¡Guau! Entonces no sabes nada sobre la religión. No esperaba menos. En mi orden también somos daoístas, pero seguimos las enseñanzas del Gran Necio despojadas de todas las patrañas que han proliferado alrededor de su palabra. Si vas a seguir su camino, como tendrás que hacer si te conviertes en un verdadero roshun, debes olvidar todas esas tonterías y concentrarte en una única cosa. Debes aprender a alcanzar la quietud.

Nico asintió lentamente.

—Entiendo.

—No, no lo entiendes, pero empezarás a hacerlo. Ahora haz lo que te diga. Pon la mano izquierda sobre la derecha. Sí, así. La espalda recta. Un poco más, todavía estás encorvado. Muy bien. Mantén los ojos ligeramente abiertos, elige un punto frente a ti y concéntrate en él. Ahora respira. Relájate.

Nico respiró, perplejo. No veía qué tenía que ver todo aquello con el trabajo de un roshun.

—Presta atención al aire que entra por tus fosas nasales, fluye por tu interior y finalmente sale. Respira hondo, que el aire llegue al vientre. Eso es, muy bien.

—¿Ahora, qué? —Empezaban a dolerle las rodillas.

—Simplemente permanece arrodillado. Deja que el discurrir de tus pensamientos cese, que tu mente se vacíe.

—¿Cuál es el objetivo de todo esto?

Un breve bufido salió expelido de la nariz de Ash, pero su mirada se mantuvo firme.

—Una mente en continuo funcionamiento es una mente enferma. Una mente en quietud fluye con el Dao. Cuando fluyes con el Dao actúas en armonía con todas las cosas. Esto es lo que el Gran Necio nos enseña.

Nico intentó seguir las instrucciones del anciano, pero era como intentar hacer malabares con tres objetos a la vez: prestar atención al recorrido de su respiración, mantener la espalda erguida y concentrarse en una astilla de madera de la barandilla que se extendía delante de él. Al final siempre se le escapa alguna de las tres y la frustración empezaba a apoderarse de él. El tiempo se estiró de tal forma que perdió la noción de él, y no podía decir si llevaba sentado unos segundos u horas.

Tenía la impresión de que cuanto más empeño ponía en calmar su mente, más ansiaba ésta entablar una conversación consigo misma. Le picaba la cara y le dolía la columna erguida, y sentía un dolor punzante en las rodillas. Aquello podría haber pasado perfectamente por ser una técnica de tortura. Después de un rato, dejó de preocuparse por sus pensamientos y le dio vueltas al destino del dirigible y a lo que servirían de cena por la noche... cualquier cosa valía con tal de no pensar en los dolores y la incomodidad.

Parecía que había pasado una eternidad cuando sonó la campana anunciando una nueva hora.

Ash se levantó y el roce de los pliegues de su túnica produjo un leve susurro. Esta vez fue el anciano quien ayudó a Nico a ponerse en pie.

—¿Cómo te sientes?

Nico prefirió no decir lo primero que se le ocurrió.

—Relajado —mintió, asintiendo con la cabeza—. Muy relajado.

Los ojos del viejo extranjero llegado de tierras remotas brillaron con regocijo.

Ese mismo día un poco más tarde, el dirigible descendió varias decenas de metros con la esperanza de encontrar un viento más favorable, y la verdad es que se topó con unas fuertes rachas que soplaban hacia el noroeste. Sobre el alcázar de la cubierta de popa, el capitán, con su grasienta cabellera azabache azotándole un lado del rostro, bramaba órdenes para que se orientaran las alas de cola y se desplegaran las vastas alas principales de la envoltura, y su voz profunda conseguía que los hombres se lanzaran corriendo hacia las jarcias antes incluso de que acabara de pronunciar las instrucciones. El capitán Trench era un hombre de gran estatura, de unos treinta años, con la tez afeitada y delgado en extremo. Sus huesudas manos blancas permanecían escondidas en los bolsillos de un abrigo gris azulado de la Armada sin galones de rango, lo cual podía responder a una especie de afectación o quizá hacer referencia a una carrera anterior en la Armada, pues ahora estaba al mando de una nave mercante, aunque había que admitir que el Halcón no era una de tantas. Con su ojo bueno escudriñó la envoltura de gas que los mantenía en el aire, que fluctuaba por barlovento de una manera incesante; entretanto, posado sobre su hombro, su kemir domesticado le susurraba al oído como si conversara con él y levantaba una pata para mantener el equilibro igual que el capitán levantaba su pierna. Como pez en el agua, el Halcón viró y se escurrió hacia la corriente, con el casco cabeceando, dando bandazos y todavía perdiendo altura.

Nico se aferró al barandal con los dedos lívidos. Escuchaba con inquietud el crujido de las riostras de madera que conectaban la envoltura con el casco. Las vastas alas principales curvilíneas a ambos lados de la envoltura recibían el viento de lleno; junto al timón, un miembro de la tripulación que examinaba un instrumento giratorio informaba a pleno pulmón de la velocidad mientras la nave avanzaba imparable.

Por fin dejaban atrás los Puertos Libres.

Esa noche cenaron con el capitán en su majestuoso camarote, situado bajo el alcázar de popa, una estancia con el techo bajo y la amplitud de la planta de la nave. Las paredes tenían ventanas en toda su longitud, con gruesos vidrios translúcidos divididos en rombos por cruces de plomo. Algunos cristales estaban tintados de verde o amarillo. Al otro lado de las ventanas se divisaba la línea difuminada del horizonte, recorrida por nubes incendiadas por el sol poniente.

La cena consistía en un saludable menú compuesto por sopa de arroz, patatas asadas, verdura, carne de caza ahumada y vino. La comida se servía en una vajilla de fina cerámica de color marfil que tenía aspecto de ser cara. Cada pieza estaba decorada con un halcón en vuelo. Nico supuso que había sido un regalo que alguien habría hecho al capitán.

La conversación decayó cuando los comensales se lanzaron sobre sus platos humeantes. Ash y el capitán comían con la concentración de quien quiere disfrutar al máximo cada momento mientras la placidez de la travesía se lo permita. Dalas, el segundo de a bordo del capitán, era un coriciano grandote y con rastas en el pelo. Vestía una chaqueta sin mangas de piel, que llevaba desabrochada, y un cuerno de caza enroscado colgaba de su cuello. Al parecer, era mudo de nacimiento. Incluso el kemir amaestrado del capitán, inquieto al principio con la aparición de los dos invitados, permanecía ahora tranquilamente en la mesa, enfrente del plato de su amo, haciendo suaves ruiditos con el pico y babeando mientras observaba con atención cómo comía el capitán. El animal despertó en Nico el recuerdo de Boon, cuando en la granja familiar se sentaba a comer lo que fuera que de mala gana su madre hubiera cocinado y le pasaba comida por debajo de la mesa. Nunca antes había visto un kemir, aunque había oído hablar de ellos en las representaciones callejeras de Los relatos del pez, que recogía historias de mercaderes que se habían aventurado por los bosques oasis de la llanura desértica y habían encontrado la locura y la muerte. Los relatos siempre describían el kemir como una criatura despiadada pese a su reducido tamaño. Ahora que estaba sentado delante de uno —con su dura piel multicolor que evocaba la imagen de una vegetación exuberante envuelta en sombras, sus movimientos furtivos y sus saltos repentinos de depredador—, Nico se hacía una idea del porqué. Nunca habría imaginado que fuera posible domesticarlos.

El vino tinto procedía de una bodega cerrada con llave a la que se accedía por un escotillón en el suelo, y Ash, Dalas y el capitán ya iban por la segunda botella, mientras que Nico todavía daba sorbitos a su primera copa. Sospechaba que sus compañeros de mesa ya estaban un poco achispados.

—Me alegro de verte en pie por fin —comentó el capitán con voz queda, limpiándose los labios pálidos con una servilleta y regalando a Nico una mirada con la esfera blanca de su ojo tuerto, como si a través de él viera mejor. Incluso bañada por los tonos crepusculares que inundaban el camarote, su piel no perdía su tono lívido, como el gris centelleante de la lluvia.

Ash replicó con un gruñido a la observación del capitán y Nico se volvió al anciano, si bien éste no se molestó en devolverle la mirada.

—Tiene su complicación acostumbrarse a los cielos —continuó Trench, con su acento dulce y pausado, que sugería una educación exquisita—. Es peor que el mar, en opinión de muchos. Así que no te avergüences por tu reacción. Créeme, yo mismo lo paso peor cuando piso tierra firme. Tengo que pasar en la cama... ¿Cuánto...? ¡Todo un día con una furcia hasta que mi organismo se recompone! —Dirigió una sonrisa bondadosa a Nico, con una ceja enarcada, aunque rápidamente desvió de nuevo la mirada, como avergonzado por haber hablado demasiado.

Nico forzó una sonrisa, pues era imposible no sentir simpatía por aquel hombre. Esa noche se afianzaba su creencia de que el capitán necesitaba sentirse apreciado por las personas que lo rodeaban, lo cual le resultaba sorprendente teniendo en cuenta lo que había presenciado horas antes, cuando lo había visto abroncando a un miembro de la tripulación por enredar las jarcias. En esos momentos, gritos incoherentes salían de manera torrencial de su boca, acompañados de saliva, y Nico había llegado a dudar de la salud mental del capitán. Al final había tenido que intervenir Dalas, que se había llevado a rastras a Trench hasta su camarote, fuera de la vista de la tripulación; aunque se le había seguido oyendo.

Ahora, durante la cena, el capitán parecía tranquilo. Sonreía con facilidad y su ojo sano, enrojecido, parecía traslucir una especie de disculpa: era evidente que cualesquiera que fueran los demonios que lo acosaban habitualmente, ahora mismo se hallaban apaciguados por su temperamento tranquilo y que ése parecía ser su estado natural, así que Nico se sentía cómodo en su presencia, pese al arrebato en cubierta.

Desde el otro lado de la mesa, Dalas observaba descaradamente a Nico mientras engullía la comida que se llevaba a la boca con el tenedor. El enorme coriciano levantó la mano que tenía libre e hizo un gesto en el lenguaje de signos, tan rápido que costaba seguirlo: un puño inclinado que fue de un lado a otro, un movimiento oscilante, un golpe plano y la palma de la mano que se elevaba en el aire.

—No le hagas caso —le aconsejó Trench, sacudiendo la mano con desdén hacia su segundo.

Pero Nico siguió con la mirada fija en la mano del coriciano, que ahora reposaba sobre el mantel, frotándose sin parar el dedo pulgar con el índice.

—¿Por qué?—preguntó Nico—, ¿Qué ha dicho?

Trench se llevó un pañuelo fruncido a los labios y masculló con la boca camuflada tras él:

—Dice, mi joven amigo, que duda de que alguna vez hayas navegado por el mar, así que ya ni hablar de volar.

El coriciano había dejado de masticar y esperaba la respuesta de Nico con las mejillas hinchadas por la comida que le atiborraba la boca.

—Pues tiene razón —admitió Nico.

—Quizá, pero no te has percatado de la manera como lo ha dicho. Ese gesto que hace ahora, dejando la muñeca muerta, quiere decir que pretendía insultarte. —Trench sacudió la cabeza en dirección a Dalas en señal de reproche y éste le respondió frunciendo el ceño—. Dalas nació en un barco y lleva toda la vida subido a uno u otro tipo de cubierta. Suele ser displicente con la gente que nunca se ha echado al mar. En cierta manera, considera que tienen unas prioridades completamente erróneas.

Nico dirigió a ambos una sonrisa incómoda.

—Una vez, nadando en el mar cuando tenía diez años, encontré un tronco y lo utilicé de barco.

Trench apartó ligeramente el pañuelo de la boca.

—¿Has dicho un tronco?

—Un tronco enorme.

Trench reprimió una carcajada que acabó convertida en una carraspera que sofocó con el pañuelo. Incluso el rostro de Dalas se relajó y el corciano tragó la comida que almacenaba en la boca.

—No estás bebiendo apenas —observó el capitán, recuperando la compostura—. Berl, llénale la copa, por favor.

Berl se levantó obediente, rodeó la mesa y vertió diligentemente vino en la copa de Nico, aunque ésta ya estaba casi a rebosar.

Nico contempló la copa frente a él.

—Veo que todavía no le has tomado el gusto al vino —señaló Trench, dirigiéndole una mirada por encima de su propia copa—. Ya llegará, créeme. Para los que llevan vidas como las nuestras ese momento llega enseguida. Fíjate en tu maestro. La última vez que estuvo a bordo de esta nave tuve que guardar bajo llave todas las reservas de vino, su sed era insaciable.

—Tonterías —replicó Ash, apurando el vino que le quedaba en la copa y sosteniéndola en el aire para que se la rellenaran.

Nico se hundió en la silla con la esperanza de que la conversación continuara por otros derroteros y se olvidaran de él. Agarró la copa sólo por mantener las manos ocupadas. A su alrededor la madera crujía con un ritmo desacompasado. Ese ruido le recordaba las arboladas colinas de su hogar, cuando se adentraba solo en los bosques y los pinos se balanceaban y susurraban mecidos por la brisa del mediodía. Probó a tomar otro sorbo de vino. Dejaba un regusto dulce, muy distinto del resabio amargo del vino barato que bebía su madre a veces. Pensó que no le costaría acostumbrarse a él en el caso de que algún día su bolsillo pudiera costeárselo.

Entonces le asaltó una imagen de su padre: colérico debido al alcohol, bufando por la nariz, con la lengua trabada con el labio inferior. Inconscientemente, Nico volvió a dejar la copa en la mesa.

Trench dejó caer la espalda contra el respaldo e inclinó la silla apoyada sobre las patas traseras. Su suspiro sólo acentuó la impresión de fatiga que reflejaba su rostro.

—Te he interrumpido tu permiso en tierra —dijo Ash como disculpándose.

—Y el del resto de la tripulación también —musitó Trench, enderezando la silla y dibujando una sonrisa con sus delgados labios mientras recorría la mesa con los ojos entornados sin fijarse en nada concreto—. Ahora están un tanto disgustados con su capitán, y no les culpo. La última vez que cubrimos la ruta regresamos vivos por los pelos. Ya viste las condiciones paupérrimas en las que estábamos, y eso que dedicamos una semana entera a las reparaciones. Y ahora tienen que volver a atravesar el bloqueo después de poco más de una semana en tierra firme para distraerse. Para ellos es duro... para todos nosotros es duro. —De nuevo se dio unos golpecitos en el rostro con el pañuelo.

Ash se limpió los restos de vino de los labios.

—Por lo menos esta vez el viaje será corto.

—Sí —convino el capitán—. Aunque también de poco provecho. Únicamente el grano que podamos conseguir a cambio de la tela; al menos mantendrá contentos a mis inversores. Y por supuesto está lo de mi deuda contigo. Doy por sentado que estamos en paz.

—Para empezar no me debías nada.

—¿Has oído?—espetó de repente Trench, dirigiéndose a su kemir, que abortó la maniobra de aproximación de su garra escamosa a los restos de comida del plato del capitán—. ¡Y sigue burlándose de mí!

El capitán cogió distraídamente un pedazo de raíz dulce mordisqueado y la mascota abrió el pico para recibir el bocado que le ofreció su amo.

—Prométeme una cosa —ahora se dirigía a Ash, e hizo una pausa cuando Nico se apartó de la mesa alarmado. Trench bajó la mirada hacia la criatura posada entre ambos, que blandía su lengua en dirección al muchacho: una cosa larga, tiesa y hueca que hacía un ruido parecido al de un sonajero y que obviamente pretendía ser amenazador. Trench le arrojó un trozo de comida en la boca para que se callara y continuó—: La próxima vez que un lobo de mar se abalance sobre mí por la espalda en una taberna, hazme el favor de dejarle acabar conmigo. La amistad es una cosa, pero prefiero tener el hígado perforado a volver a estar en deuda contigo.

Ash asintió con la cabeza.

Nico observaba cómo comía la criatura, sujetando el pedazo de raíz entre las garras mientras arrancaba tiritas con rápidos picotazos. De una manera totalmente inconsciente, Nico sostenía delante de sí los cubiertos en posición de defensa.

Un fulgor cegador impregnó el camarote. El sol ya se ponía y arrojaba sus postreros rayos de luz a través de las ventanas tintadas del fondo de la estancia, proyectando diamantes cromados en las vigas de madera no muy por encima de sus cabezas, en los tablones de las paredes y en la larga mesa poblada de cartas de navegación que se mantenían extendidas pisadas por cantos. Nico paseó la vista por los mapas. Estaba lo suficientemente cerca como para distinguir algunos detalles de refilón: masas continentales sepultadas bajo símbolos, anotaciones y haces de flechas onduladas. Parecían más mapas eólicos que de la superficie terrestre.

Esta impresión le llevó a dirigir la mirada más allá del escritorio. A través de la parte inferior de las ventanas traseras se divisaba un mar uniforme y monótono a causa de la altitud.

—Si me permiten la pregunta —se atrevió a inquirir, desviando la mirada del abismo marino—, ¿cuánto tiempo tardaremos en atravesar el bloqueo?

El rostro del capitán se ensombreció fugazmente. Trench se inclinó hacia delante e hizo un gesto a Nico con la copa en la mano. Se derramó vino sobre el mantel y Berl frunció la frente mientras las manchas carmesíes se esparcían por el lino inmaculado.

—Depende —respondió el capitán, en un tono más sobrio que el empleado anteriormente—. Esta noche nos acercaremos a la zona del bloqueo marítimo imperial. Puede que el viento no cambie de dirección. Puede que no tengan nada en el aire.

—¿En el aire?—soltó Nico—. ¿Se refiere a dirigibles mannianos?

—Por estas latitudes siempre existe esa posibilidad.

Nico se volvió de nuevo a Ash, pero el anciano fingía estar muy interesado en el fondo de su copa.

Trench se percató de su desasosiego.

—Aunque es improbable. La mayor parte del tiempo sus pájaros de guerra están en el este, acechando la ruta de Zanzahar. Allí es donde tiene lugar toda la acción, no aquí. Créeme, lo sé. La de Zanzahar es la única ruta que nos queda para el comercio de largas distancias, así que la mayoría de los mercaderes que se dedican a ello se ven obligados a utilizarla, incluido el Halcón. Cuando las flotas marítimas no consiguen cubrirla o sufren pérdidas severas, los mercaderes aprovechan la oportunidad. Llevamos recorriendo la ruta de Zanzahar casi cuatro años. —Hizo una pausa para inclinar su copa, y apuró hasta la última gota de vino—. Seguro que has oído historias.

Por supuesto que Nico había oído historias. Se contaba que los dirigibles mannianos aguardaban a lo largo de la ruta como manadas de lobos, listos para abalanzarse sobre la primera nave mercante que se cruzara con ellos. El número de mercaderes de largas distancias no dejaba de disminuir año tras año. La explicación de Trench resultaba completamente innecesaria, pues el tono fúnebre de su voz ya lo decía todo; un tono que incluso había provocado que el kemir dejara de roer por un momento y levantara la mirada hacia su amo.

Nico también lo miraba. Trench parecía haberse evaporado de la silla y haberse trasladado a las manchas de vino que moteaban el mantel. En un momento dado, cuando los últimos rayos de sol se posaron en él, levantó la vista sobresaltado, como regresando de un lugar remoto, e inclinó lentamente la cabeza hacia la luz agonizante. De perfil resaltaba su nariz aguileña —quizá el residuo genético de algún ancestro alhazií—, aunque allí, en su camarote, Trench no era más que un espectro del desierto de Alhazií; más bien parecía un khosiano de aspecto enfermizo que ejercía el mando con una mano izquierda en ocasiones vacilante y una mano derecha algo férrea, y en la que siempre asía un pañuelo blanco de algodón con encajes manchado de sudor.

Nico pinchó una patata de su plato y se la metió en la boca. Estaba fría y volvía a tener el estómago revuelto, aun así comió. No le gustaba el tema de la conversación. Al menos en Bar-Khos las murallas se mantenían en pie como símbolo de protección y la vida seguía su curso. Allí arriba lo único que había era cielo y, según parecía, una dependencia absoluta de los vientos y la buena fortuna. No sonaba demasiado prometedor.

Y después, ¿qué? Cheem, la isla de pésima fama de bandidos y reyes mendicantes, en cuyo interior montañoso, según Ash, se adentrarían en busca de la recóndita orden Roshun, donde entrenaría para convertirse en un asesino. Cuanto más pensaba en todo lo que le esperaba, más se alteraba. Las cosas parecían muy sencillas cuando vivía en Bar-Khos y sólo tenía que preocuparse de la lucha diaria por la supervivencia. Al menos entonces tenía a Boon a su lado.

Llegó un grito del exterior.

Trencha y Dalas se miraron. Otro grito. El kemir apresó con el pico los restos de la raíz dulce y trepó al hombro del capitán. Dalas se levantó —incluso encorvado rozaba con la cabeza las vigas del techo— y salió disparado.

—Se ha adelantado ligeramente a mis previsiones —masculló Trench, limpiándose los labios por última vez. Se puso en pie y su silla salió arrastrada hacia atrás—. Disculpadme, por favor.

El capitán se marchó con la copa en la mano, seguido por Berl con la botella de vino.

Nico y Ash se quedaron solos, inmersos en el repentino silencio.

—Una nave —le explicó Ash a su lado.

—¿Mannianos? —preguntó Nico con un hilo de voz.

—Vayamos a averiguarlo.

Al principio, Nico no distinguió nada en el frío firmamento crepuscular. Se había situado junto a Ash y escudriñaba en la misma dirección que los demás, incluido el kemir, pero no veía nada aparte de la superficie mate del agua bajo un cielo incierto.

Entonces lo divisó. Al este, sobre el mar: una vela blanca.

—¿Se distingue la bandera? —preguntó a Dalas el capitán.

Las rastas largas hasta la cintura del coriciano se contorsionaron cuando éste meneó la cabeza.

—Estamos demasiado lejos como para que no sea una nave imperial. Si no es un mercante, será un piquete. —En un principio dio la impresión de que Trench hablaba consigo mismo, pero entonces se rascó su tez pálida y se volvió brevemente a Dalas.

El grandullón cruzó sus brazos tatuados y se encogió de hombros.

Se habían congregado sobre el alcázar de popa, junto al timón, la parte más elevada del casco del dirigible. Nico tiritaba, con los ojos llorosos por culpa del viento constante. El capitán Trench dio un sorbo a su copa y se relamió. Con la otra mano, en la que todavía sostenía el pañuelo, acarició la madera pulida del barandal, como si estuviera limpiándole el polvo. Ash había comentado en otro momento que el capitán había construido aquella nave con los restos de un naufragio que le habían entregado como derecho de salvamento. Había invertido toda la fortuna de su familia y más aún en restaurarla.

Trench avanzó cuatro zancadas hacia la barandilla de popa y luego volvió sobre sus pasos, dejando las huellas de sus botas en la cubierta.

—¿La bandera?—bramó, haciendo bocina con las manos hacia el vigía apostado junto a la barandilla de proa—. ¿Puedes ver la bandera ya?

—¡Todavía estamos demasiado lejos, capitán! —respondió el vigía.

Trench se daba toquecitos en la barbilla. Levantó la mirada hacia la envoltura, que resplandecía con intensidad bañada por la luz mortecina. A esas últimas horas del día alguien con buena vista que estuviera mirando en su dirección lo divisaría desde varios laqs de distancia.

—La cuestión que deberíamos plantearnos es si ellos nos han visto a nosotros —musitó Trench con los ojos clavados en la misteriosa vela.

Por un momento fue como si el sol saliera de nuevo por el lejano barco. Un cegador fulgor amarillo se elevó en la creciente penumbra del cielo y se mantuvo suspendido unos segundos; debajo, la luz de ese renacido sol reverberaba en el agua como si fuera un disco encendido. La sombra oscura y alargada del buque manniano se extendió por el agua.

Trench se vació en la boca el vino que le quedaba en la copa y la lanzó hacia Berl.

—Bueno, esto lo aclara todo —aseveró.

El resplandor descendió lentamente y según caía el círculo de mar rodeado de penumbra fue menguando. Finalmente aterrizó en el agua y siguió brillando mientras se sumergía en un inquietante y fantasmagórico descenso hacia las profundidades. Nico se frotó los ojos para disipar las imágenes que se habían instalado en sus retinas y los abrió justo a tiempo para ver cómo se elevaba por el cielo otro resplandor desde el horizonte oriental. Eso significaba que había otro buque, todavía demasiado lejos como para verlo.

—Debe de haber una formación cerca —señaló Trench—, Si disponen de pájaros en la zona, los cabrones caerán sobre nosotros antes del amanecer.

Nico se revolvió con ansiedad.

—Tranquilo —le advirtió Ash a su lado.

El viejo roshun permanecía inmóvil, observando con las manos sepultadas en las bocamangas el resplandor que empezaba a debilitarse.

—¿Cuáles son las órdenes, capitán? —inquirió el hombre que manejaba el timón, un viejo marinero con la oreja destrozada.

—A toda máquina, Stones, vira hacia el oeste y recupera nuestro rumbo cuando sea noche cerrada.

—Entendido, capitán.

Trench inclinó la cabeza hacia atrás para observar el puñado de estrellas que ya aparecían en el cielo crepuscular.

—Dalas, asegúrate de que esta noche se respete la ordenanza de apagar las luces. Organiza inspecciones cada cuarto. Quien contravenga la orden será arrojado al pantoque.

Trench dio la espalda al cielo. Sus dientes brillaron en la penumbra.

—Este trabajo me deja sediento —comentó, dirigiéndose a Ash—, ¿Nos acabamos esa botella?

Nico no tenía ningún deseo de regresar junto a los restos fríos de su cena, así que enfiló hacia su camarote, solo e inquieto. Pasó mucho tiempo intentando conciliar el sueño. Esa noche la litera le parecía más dura. De la cubierta que se extendía justo encima de su cabeza llegaba el murmullo de voces: Trench y Ash seguían charlando y bebiendo. Por mucho que lo intentara no conseguía aplacar la agitación que lo embargaba. Se puso a pensar en el futuro: en mañana, pasado mañana, dentro de varias semanas, de algunos meses, de años... El sueño era un refugio que se le negaba.

Varias horas después, Ash irrumpió apestando a vino en la penumbra de la estancia y se desplomó sobre su litera, gruñendo entre dientes. Nico se quedó mirando el contorno indefinido de la sombra de su maestro, que se dio media vuelta en el catre y se tendió boca arriba.

A través de la oscuridad, Nico advirtió que el anciano se llevaba una mano a la frente. Respiraba profundamente, como si de alguna manera eso le ayudara; se hurgó los bolsillos interiores de la túnica hasta que dio con la bolsa que al parecer siempre llevaba consigo y se llevó a la boca una hoja de stevia que extrajo de su interior.

El anciano masticó, respirando trabajosamente por la nariz.

—Maestro Ash —susurró Nico en dirección al bulto penumbroso.

Por un momento pensó que el anciano no le había oído, pero entonces Ash chasqueó la lengua y preguntó:

—¿Qué?

Una docena de preguntas se agolparon entonces en la cabeza de Nico. Sólo habían hablado brevemente de la orden Roshun, de lo que haría cuando llegara allí y de los sellos y su funcionamiento. Deseaba saber muchas más cosas. Sin embargo, sólo dijo:

—Me preguntaba si se encontraría bien, nada más.

No hubo respuesta.

—Es que... me he dado cuenta de que toma muchas hojas de stevia.

—Dolores de cabeza. Eso es todo —respondió por fin el roshun, con voz firme y sobria.

Nico asintió, como si su gesto fuera visible en la oscuridad.

—Tenía un abuelo al que le pasaba lo mismo. En realidad no era mi abuelo, pero yo lo llamaba así. Murió defendiendo el Escudo. Recuerdo que también tomaba las hojas. Cuando le preguntaba sobre ellas, me respondía que eran para los ojos, porque empezaba a fallarle la vista y forzarla le provocaba dolor de cabeza.

La litera crujió, lo que indicaba que el anciano se había dado la vuelta para darle la espalda.

—Tengo la vista perfectamente —masculló su maestro roshun—. Ahora duérmete, muchacho.

Nico suspiró, se tumbó boca arriba y escudriñó la oscuridad. Sabía que el sueño todavía tardaría en llegar.

Encima de él, en el camarote del capitán, un par de botas deambularon arriba y abajo toda la noche.