Capítulo 1

El escudo

Bahn había ascendido el Monte de la Verdad en incontables ocasiones a lo largo de su vida. Se trataba de una colina chata y verde, no demasiado elevada y de pendientes suaves. Sin embargo, aquella mañana, mientras recorría el sendero serpenteante que conducía a la cima llana del monte, le pareció más escarpada que nunca. Y no comprendía el motivo.

—Bahn. —Marlee le tiró del brazo para detenerlo.

Bahn se volvió. Su esposa le daba la espalda y miraba detenidamente el tramo de sendero que acababan de dejar atrás, protegiéndose los ojos del sol con la otra mano. Juno, su hijo de diez años, caminaba desmañadamente, algo más atrás. Era pequeño para su edad, y la cesta de picnic que llevaba, demasiado voluminosa para sus cortos brazos, pese a que había sido él quien había insistido en cargar con ella.

Bahn se limpió el sudor de la frente con la mano y la brisa fresca le besó la piel que acababa de secar. «Ojalá jamás tuviera que ver lo que va a ver hoy», pensó Bahn, y comprendió que la pendiente de la ladera no se había vuelto de repente más empinada aquella mañana, sino que era su propia resistencia a alcanzar su destino lo que hacía más cuesta arriba la subida.

Una manzana, roja y brillante como unos labios pintados, se precipitó de la cesta de Juno y rodó por las piedras del camino allanadas por el paso continuado de gente. El niño detuvo la carrera de la fruta con la suela de la bota y se agachó para recogerla, observado por sus padres.

—¿Te echo una mano? —gritó Bahn a su hijo, intentando no pensar demasiado en lo que había pagado por aquella manzana y por todas las exquisiteces que había comprado para el picnic.

Juno le respondió con una mirada iracunda. Devolvió la manzana a la cesta y sopesó la carga antes de reanudar el paso.

Estalló un trueno en la distancia, aunque no había ni una nube en el cielo. Bahn llevó la mirada más allá de su hijo e intentó espantar la zozobra que le encogía el estómago desde hacía varios días. Forzó una sonrisa, poniendo en práctica un viejo truco que había aprendido durante sus años de servicio en la Guardia Roja: si estiraba los labios una pizca, el peso de las preocupaciones se aligeraba un poco.

—Me gusta verte sonreír —confesó Marlee. Sus ojos castaños se achinaron. Envuelta en una banda de lona que llevaba a la espalda dormía con la boca completamente abierta la hija pequeña de ambos.

—Está bien pasar el día al aire libre, aunque hubiera preferido cualquier otro sitio.

—Si ya es lo suficientemente mayor como para preguntar, también lo es para verlo. No podemos protegerlo de la verdad toda la vida, Bahn.

—No, pero podríamos intentarlo.

Marlee frunció el ceño al oír la réplica de su esposo y apretó más fuerte la mano alrededor de su brazo.

El estrépito de la ciudad de Bar-Khos, que se extendía a sus pies, resonaba como un río lejano. Las gaviotas planeaban y descendían en picado sobre el puerto vecino en bandadas formadas por centenares de aves, como una ventisca que azotara las lejanas montañas. Bahn las contempló, con la mano en la frente, para protegerse los ojos del sol, mientras pasaban como centellas a ras de la superficie cristalina del agua y sus reflejos revoloteaban en los cascos de los barcos. Los arpones fulgurantes del sol rebotaban en el mar y lo teñían de oro con su resplandor. El resto de la ciudad permanecía envuelto en un hermoso velo canicular, moteado por las figuras diminutas e indistinguibles de los ciudadanos que recorrían las calles sepultadas en las sombras. Tañeron las campanas de las cúpulas del Templo Blanco y sonaron los cuernos del Estadio de Armas. En el aire enturbiado por el polvo brillaban los espejos de las cestas de los globos aerostáticos de los mercaderes amarrados a estrechas torrecillas. Más allá, al otro lado de las murallas septentrionales, un dirigible se elevaba desde los pilones del puerto aéreo y ponía rumbo este para emprender la peligrosa ruta a Zanzahar.

A Bahn le resultaba extraña, incluso entonces, la aparente normalidad con la que discurría la vida en la ciudad pese a la amenaza que se cernía sobre ella.

—¿A qué esperáis? —inquirió, jadeante Juno cuando alcanzó a sus padres.

Esta vez la sonrisa que se dibujó en los labios de Bahn era sincera.

—A nada —respondió.

En días como aquél, un abrasador día del Gran Necio en pleno verano, los habitantes de Bar-Khos tenían la costumbre de huir de las tórridas calles de la ciudad y peregrinar hasta la cima del Monte de la Verdad en busca de un clima más benigno. En los bancales que flanqueaban la llanura de la cumbre se extendía un parque que recibía una constante brisa fresca procedente del mar.

El sendero se nivelaba a su entrada en el parque y el pequeño Juno, que había ganado confianza como portador de la cesta, aprovechó la oportunidad para apretar el paso; adelantó primero a sus padres y luego esquivó a otras personas que caminaban con más parsimonia. Después toda la familia bordeó una angosta zona verde en la que un grupo de niños se enzarzaba en una pelea para dirimir a quién le correspondía hacer volar una cometa. Detrás de los niños, sentado en un banco cobijado bajo la sombra de un marchito jupe, un viejo monje mendigo aferrado a una botella de vino hablaba sin descanso con su perro, que no parecía escucharle.

El estruendo de otro trueno se propagó por el aire, en esta ocasión más nítido, dada la cercanía de las murallas meridionales de la ciudad. Juno se volvió hacia sus padres.

—¡Rápido! —les apremió, incapaz de contener su entusiasmo.

—Deberíamos haber traído la cometa para después —observó Marlee.

A su espalda, los críos hacía rato que habían dejado de reñir y el cubo de papel y astiles de pluma ya surcaba el cielo impelido por el viento.

Bahn asintió, pero no dijo nada. Observaba detenidamente un edificio que se levantaba en la cima de la montaña y ocupaba toda la parte central del parque. Estaba cercado por setos y tenía los muros salpicados de centenares de ventanas con los marcos blancos; algunas reflejaban el cielo, otras eran un fondo negro. El propio Bahn acudía casi cada día a aquel edificio para entregar sus informes en calidad de asesor del general Creed. De una manera inconsciente su mirada se deslizó por la fachada del Ministerio de la Guerra hacia donde sabía que se encontraba el despacho del general. Buscó alguna señal del anciano oficial, pensando que quizá se hallaría en ese momento contemplando el exterior desde alguna de las ventanas.

—Bahn —le reprendió su esposa, tirándole otra vez del brazo.

Por fin llegaron al margen sur del parque. Juno se adelantó y se abrió paso entre la multitud arrellanada sobre la hierba alta, pero fue aminorando la marcha hasta detenerse totalmente a medida que se desplegaba ante sus ojos la escena que tenía lugar abajo. Al punto la cesta se le resbaló de las manos.

Bahn llegó hasta él y se puso a recoger del suelo el contenido desparramado de la cesta sin quitar los ojos de encima a su hijo, con la misma atención que cuando, siendo más pequeño, había empezado a dar sus primeros pasos, vacilantes y peligrosos. Juno siempre había tenido prohibido visitar la colina solo, y hacía un año que había empezado a pedir —y luego a suplicar— que lo llevaran allí, azuzado por las historias que contaban sus amigos. Quería conocer de primera mano por qué la colina recibía el nombre de Monte de la Verdad.

A partir de aquel momento, y ya para siempre, lo sabría.

Desde el punto más meridional de la colina más alta de la ciudad se divisaba el mar, que bañaba las costas por el este y el oeste, y justo enfrente se desplegaba la larga lengua de tierra, de medio laq de ancho, conocida como el istmo de Lans, que se extendía como una carretera hacia el continente que se intuía en el extremo más alejado y que aquel día no era más que una maraña de contornos difuminados y nubes apenas distinguible desde tan lejos. Justo en el centro de aquel extenso istmo, transversales a él, se levantaban las inmensas murallas meridionales de Bar-Khos, construidas con bloques de piedra gris y conocidas como el Escudo.

Aquellos muros, que habían protegido la ciudad y, por tanto, también la isla de Khos —granero de las Islas Mercianas— de las invasiones por tierra durante siglos, se levantaban del suelo casi treinta metros, una altura superada por los torreones que se elevaban por encima de las almenas, y eran lo suficientemente antiguos como para haber dado nombre a la ciudad de Bar-Khos, «el Escudo de Khos». El conjunto defensivo estaba formado por seis tramos de murallas uno detrás de otro; al menos había sido así hasta la llegada de los mannianos, con sus banderas ondeando al viento y sus propósitos de conquista. Ya sólo quedaban cuatro para bloquear el paso por el istmo de Lans, de los cuales dos eran de reciente construcción. De las murallas más externas originales sólo quedaba una, sin puertas ni portillos, pues todas las entradas habían sido tapiadas y selladas con piedra y argamasa.

El Monte de la Verdad ofrecía las mejores vistas de la ciudad. Desde allí, y sólo desde allí, se permitía a los civiles contemplar la razón de ser de las murallas. Juno pestañeaba mientras su mirada se alejaba del Escudo y se dirigía hacia los mannianos que sitiaban las murallas, desplegados como una marea blanca por la superficie del istmo: el IV Ejército Imperial al completo.

Su rostro bisoño palideció y sus ojos se abrían como platos cada vez que descubría algún detalle nuevo.

El istmo de Lans estaba ocupado en su totalidad por una ciudad de tiendas de campaña resplandecientes, dispuestas con sumo orden en hileras y barrios divididos por calles con edificios de madera. La ciudad de tiendas se levantaba frente al Escudo, al otro lado de un número incontable de líneas de parapetos —murallas de tierra se levantaban a lo largo y ancho de una llanura de un apagado ocre— y zanjas sinuosas anegadas de agua negruzca. Detrás del tramo más cercano a aquellos parapetos, como unas bestias solazándose al sol, yacían las máquinas de asedio y los cañones que escupían humo y tronaban con un ritmo constante, pues disparaban sus proyectiles contra la ciudad con una regularidad pausada e inquebrantable que duraba ya, superando todas las expectativas, diez años.

—Naciste el mismo día que iniciaron el asalto a las murallas —dijo Marlee a su espalda, en un tono aparentemente calmado mientras desenvolvía un pedazo de keesh bañado en miel que llevaba en la cesta—. El parto se adelantó y cuando naciste no eras mayor que un cuarto de una hogaza de pan de soda. Supongo que la conmoción que me provocó la muerte de tu abuelo tuvo algo que ver, pues nos había dejado aquella misma mañana.

El cuadro que se desplegaba frente al muchacho se había apoderado de toda su atención y no daba muestras de estar escuchando a su madre, pese a que más de una vez le había pedido que le hablara sobre el día de su alumbramiento y siempre había recibido las respuestas más vagas y escuetas. Tanto Bahn como Marlee tenían sus propios motivos para no desear rememorarlo.

«Dale tiempo», dijo Bahn para sus adentros, sentándose en la hierba para examinar la escena con sus ojos expertos. Las palabras de su esposa le refrescaron la memoria y los recuerdos afloraron.

Bahn sólo tenía veintitrés años cuando estalló la guerra. Recordaba perfectamente dónde se encontraba cuando llegaron las primeras noticias de los refugiados que abandonaban en tropel el continente con destino a su ciudad: sentado en el bar del Monje Estrangulado, todavía sediento y ya borracho tras la cuarta cerveza negra. Aquella tarde había estado de un humor de perros. Había acabado harto aquella jornada como empleado en el almacén de carga del puerto aéreo y del paticorto de su capataz, un dictador en miniatura de la peor calaña; y todo por un salario que a duras penas les alcanzaba a él y a Marlee para llegar a final de mes.

Se había enterado de las noticias por boca de un mercader rechoncho que acababa de llegar del sur, con la cara rolliza encendida como la grana, como si hubiera hecho a la carrera todo el camino de regreso sólo para contar lo que enseguida pasó a relatar. Anunció sin aliento que Pathia había caído. Pathia, la población que lindaba al sur con Khos, era el enemigo tradicional de la ciudad de Bahn y la razón primigenia de la construcción del Escudo. Las palabras del comerciante provocaron un silencio repentino en todo el bar, los clientes lo escuchaban y la conmoción y la incredulidad crecían en igual medida. El rey Ottomek V, el infame trigésimo primer monarca de la dinastía de los Sanse, había sido tan estúpido como para dejarse capturar vivo, y los mannianos lo habían paseado —gritando, retorciéndose y dando bandazos— por las calles de la conquistada Bairat, arrastrado por un corcel blanco, hasta que su cuerpo había quedado totalmente desollado y despojado de orejas, nariz y genitales. Moribundo, lo habían arrojado a un pozo, donde milagrosamente había aguantado con vida toda la noche mientras los mannianos se mofaban de sus súplicas de piedad. Al amanecer habían llenado el pozo de piedras.

Hasta los hombres más curtidos del bar mascullaron oraciones y sacudieron la cabeza cuando el relato llegó a su fin. El pánico de Bahn fue en aumento: aquellas noticias eran funestas para todos. Desde antes incluso de que naciera él los mannianos habían recorrido el Midéres —un mar interior— conquistando una nación tras otra. Sin embargo, nunca antes se habían acercado tanto a Khos. Alrededor de Bahn, el debate se acaloraba y se multiplicaban los gritos, las discusiones y los poco convincentes intentos de algunos de añadir una pincelada de humor. Bahn se abrió paso hasta la salida y se apresuró a regresar a casa y reunirse con la que era su esposa desde hacía apenas un año. Subió a saltos la escalera que conducía a su minúscula vivienda llena de humedades encima de los baños públicos y soltó de un tirón, con toda su desesperación y su borrachera, lo que acababa de oír. Marlee trató de calmarlo hablándole con dulzura y luego le preparó un poco de chee con el pulso milagrosamente firme. Después hicieron el amor con una pasión serena —Bahn necesitaba distraerse— y ella no apartó los ojos de los de su marido en ningún momento mientras la cama crujía bajo sus cuerpos.

Aquella misma noche subieron a la azotea del edificio y escucharon con el resto de los habitantes de Bar-Khos los gritos de los refugiados apiñados por miles al otro lado de la muralla, implorando que les dejaran entrar. Desde algunos tejados, la gente gritaba que se abrieran las puertas, mientras que desde otros, con una cólera arrebatada, se exigía que se los dejara pudrirse fuera. Bahn recordó que Marlee rezaba entre dientes por aquellas pobres almas y mascullaba sus plegarias a Eres, la poderosa Madre del Mundo, y también cómo se movían sus labios, ennegrecidos por la peculiar luz que arrojaban las lunas gemelas suspendidas del cielo en el sur. «Ten piedad, dulce Eres. Permíteles entrar. Permíteles ponerse a salvo.»

El general Creed en persona ordenó abrir las puertas de la ciudad a la mañana siguiente. Los refugiados entraron atropelladamente en la ciudad y contaron historias de masacres y de comunidades enteras quemadas vivas por enfrentarse a los invasores.

A pesar de aquellos espeluznantes relatos, buena parte de los habitantes de Bar-Khos no se sentía amenazada y confiaba en la protección del fabuloso Escudo. Además, consideraba que los mannianos se mantendrían ocupados con el recién conquistado territorio meridional.

Bahn y Marlee siguieron con sus vidas como buenamente pudieron. Ella quedó embarazada de nuevo, de modo que minimizaron los riesgos y tomaron todas las precauciones para evitar otro aborto. Marlee tomaba infusiones de hierbas que le proporcionaba la partera y se pasaba horas sentada contemplando el trajín de la ciudad, con una mano posada en la barriga en un gesto protector. A veces recibía la visita de su padre todavía embutido en su armadura maloliente; era un hombre enorme, con el rostro endurecido e inflexible, que la miraba entrecerrando unos ojos exhaustos por la edad. Su hija era su mayor tesoro, y Bahn y él la mimaban hasta tal punto que acababan sacándola de quicio, si bien eso no conseguía disuadirlos de su actitud por mucho tiempo.

Cuatro meses después llegaron noticias del avance del ejército imperial. Sin embargo, el ánimo general en la ciudad apenas varió; después de todo, los protegían seis murallas altas y sólidas. Aun así el ayuntamiento publicó otro edicto en el que solicitaba voluntarios para incorporarse a las filas de la Guardia Roja, cuyos efectivos habían menguado considerablemente durante las precedentes décadas de paz. Bahn no daba el tipo como soldado, pero poseía un alma romántica; además, con una esposa y un hijo en camino a los que proteger, en cierto modo se sentía incitado a pasar a la acción. Dejó su trabajo sin grandes aspavientos, simplemente un día no se presentó, y sintió un cosquilleo en el estómago al imaginarse la rabieta de su capataz cuando se percatara de su ausencia. Ese mismo día, Bahn se enroló en el ejército con el propósito de defender su ciudad. En los cuarteles centrales le entregaron una vieja espada con la hoja mellada, una capa roja de lana que apestaba a humedad, un escudo redondo, una coraza, un par de grebas, un casco que le iba demasiado grande... y una solitaria moneda de plata. También le informaron de que debía presentarse todas las mañanas en el Estadio de Armas para la instrucción.

Ni siquiera se había aprendido los nombres de los reclutas de su compañía, todos tan legos en cuestiones de armas como él, cuando el heraldo de los mannianos se presentó a lomos de su montura y exigió la rendición de la ciudad. Los términos de su demanda eran bien sencillos: si abrían las puertas, se perdonaría la vida a buena parte de los habitantes de la ciudad; en caso contrario, serían muchos los ajusticiados y detenidos. Además, el heraldo declaró frente a las altísimas moles de las murallas que era imposible resistirse al designio manifestado por el divino Mann.

El disparo de un tirador con el gatillo fácil apostado en la fortificación derribó al heraldo de su montura. Un gritó se elevó desde las almenas. Primer tanto.

La ciudad contuvo la respiración a la espera de acontecimientos.

Al principio, las dimensiones del contingente parecían inverosímiles. Cinco días tardó el IV Ejército Imperial en congregar sus efectivos por toda la superficie del istmo de Lans. Decenas de miles de soldados marcharon estrepitosamente y en ordenada procesión hasta sus posiciones y luego se desplegaron para montar la colonia de tiendas, parapetos y artillería en un número inaudito hasta entonces, además de torres de asedio titánicas... todo ello ante la mirada colectiva del pueblo sitiado.

Finalmente, la descarga se inició con un solitario silbido estridente. Los cañones machacaron la muralla. Una bala trazó un arco en el aire y aterrizó provocando una terrible explosión entre las tropas de reserva posicionadas tras los muros. Las tropas destacadas en las defensas agacharon la cabeza y esperaron.

La mañana del primer asalto por tierra, Bahn se encontraba con otro puñado de reclutas novatos tras la puerta principal de la primera muralla, con el pesado escudo colgado del brazo y la espada temblándole en la mano. No había pegado ojo en toda la noche, pues la lluvia de proyectiles mannianos había sido incesante y, desde las líneas imperiales, los cuernos habían estado gimiendo como almas en pena hasta crisparle los nervios. Ahora, en esas primeras horas del día, sólo podía pensar en una cosa: su esposa Marlee embarazada de su hijo en casa y preocupadísima, tanto por él como por su padre.

Los mannianos se lanzaron como una poderosa ola que engulle un acantilado. Provistos de escaleras y torres de asedio, asaltaron las murallas desplegados en una única línea de ataque. Desde abajo, Bahn contemplaba atónito a los guerreros de armadura blanca que se arrojaban por encima de las almenas sobre los hombres de la Guardia Roja, profiriendo unos gritos de guerra que no se parecían a nada de lo que hubiera oído antes: un clamor ensordecedor que parecía imposible que saliera de gargantas humanas. Bahn había oído decir que los mannianos ingerían sustancias narcóticas antes de la batalla, sobre todo con el fin de disipar el miedo; y no cabía duda de que luchaban con una furia desatada, sin ninguna consideración por sus propias vidas. Su ferocidad dejó pasmadas a las tropas defensoras khosianas. Las líneas se combaron y a punto estuvieron de abrirse.

Era una masacre sin paliativos. Los hombres resbalaban y se precipitaban de cabeza desde las alturas. La sangre fluía por los canalones de la muralla como si lucharan en mitad de una lluvia carmesí, y los hombres posicionados debajo tenían que apartarse corriendo, con el escudo sobre la cabeza a modo de paraguas. El suegro de Bahn estaba en algún lugar allí arriba, entre los gruñidos y los alaridos de la refriega. Bahn no lo vio caer.

En realidad, aquel día Bahn no utilizó la espada en ningún momento. Ni siquiera se enfrentó cara a cara al enemigo. Permaneció todo el tiempo hacinado con el resto de los hombres de su compañía, la mayoría todavía unos desconocidos para él. Allí donde dirigía la mirada veía rostros pálidos y abatidos. El fragor de la batalla lo dejaba sin aliento y sintió náuseas, algo parecido a la sensación vertiginosa de una caída libre. Estaba con la espada apoyada en el suelo delante de sí como si fuera un bastón y, dada su destreza como espadachín, podría haberlo sido perfectamente.

Alguien a su alrededor había descargado el vientre, y el hedor subsiguiente difícilmente sirvió para infundir valor a los compañeros; sólo les provocó una necesidad imperiosa de echar a correr, de poner tierra de por medio. Los reclutas temblaban como una manada de potros ansiosos por escapar de una caballeriza en llamas.

Bahn no se enteró de cómo consiguieron abrir finalmente una brecha en las puertas. En un momento estaban frente a él, macizas e imponentes, inexpugnables en apariencia. Rail, el panadero, parloteaba a su lado, diciendo algo sobre que el yelmo y el escudo eran suyos, que los había comprado en el bazar... un batiburrillo de palabras que Bahn apenas oía. Y un instante después, Bahn yacía despatarrado boca arriba, jadeando y aturdido, con un pitido estridente en los oídos mientras intentaba recordar quién era, qué estaba haciendo allí y por qué estaba mirando fijamente el pálido cielo azul poblado de nubes de polvo.

Levantó la cabeza y se oyó el murmullo de la arenilla deslizándose desde su cuerpo al suelo a su alrededor. El viejo panadero Rail estaba gritándole en la cara, con los ojos y la boca desencajados, más abiertos de lo que era humanamente posible, y agarrándose el muñón a la altura de la muñeca, con la mano todavía colgándole de un finísimo tendón. La sangre salía disparada por el aire trazando una parábola que cortaba en perpendicular los haces oblicuos de los rayos del sol, componiendo una imagen casi hermosa. Bahn empezó a notar el dolor: un pinchazo abrasador en las mejillas desgarradas. De repente sintió la explosión de aire de los gritos que Rail daba ante su rostro, aunque todavía no los oía. Llevó su mirada hacia las puertas, por entre las piernas de los hombres que se mantenían en pie, y posó los ojos en la alfombra de carne y cartílagos que rezumaba de una manera horripilante. Las puertas habían desaparecido y en su lugar se había desplegado una cortina de humo negro que se abría aquí y allá según la atravesaban unas figuras blancas que gritaban enloquecidas.

De alguna forma consiguió levantarse mientras los supervivientes de su compañía corrían hacia las puertas para taponar la brecha. A Bahn aquello le pareció una locura: granjeros y comerciantes de tenderetes enfundados en armaduras que no se ajustaban a sus cuerpos corriendo hacia unos asesinos decididos a matarlos. No obstante, brotó un brillo en su mirada mientras contemplaba el ímpetu y el valor de aquellos hombres, cuando a su alrededor el suelo estaba sembrado de los cuerpos de sus camaradas, que yacían desamparados o erraban a trompicones, tratando de abrirse paso en medio de la conmoción. Algo afloró en su interior. Pensó en la espada que aferraba, y en correr en auxilio de sus compañeros, a todas luces demasiado pocos para contener la marea enemiga.

Pero no. Ya no empuñaba su espada. Miró a su alrededor buscándola con desesperación y sus ojos se detuvieron de nuevo en el viejo Rail, que le gritaba arrodillado.

«¿Qué querrá de mí? —se preguntó Bahn frenéticamente—, ¿Esperará que le cure yo la mano?»

En las puertas, las tropas defensivas caían como trigo segado. Eran reclutas inexpertos, a diferencia de los soldados profesionales mannianos. Desde algún lugar indeterminado a su espalda, un sargento gritaba a los hombres que mantuvieran la posición; la saliva salía disparada de su boca mientras empujaba a los reclutas tratando de formar una línea. Nadie le hacía caso y los hombres que había en torno a Bahn intentaban zafarse del suboficial, maldecían y chillaban con el único deseo de huir.

Bahn comprendió entonces que era inútil. Además, no encontraba la espada. Había otras hojas abandonadas, pero ninguna con una empuñadura de su talla y, por algún motivo que en ese momento tenía mucho sentido, dar con la espada apropiada era capital. Quizá si la hubiera encontrado, habría muerto aquel mismo día. En cambio, en esos breves instantes que pasó buscando en vano se esfumó la necesidad acuciante de luchar que había brotado espontáneamente en su interior, y sólo deseó por encima de cualquier cosa volver a ver a Marlee. Ver a su hijo cuando naciera. Vivir.

Agarró al viejo Rail y se lo echó desmañadamente sobre los hombros. Le Saquearon las piernas, pero el miedo le insufló nuevas fuerzas. Se dejó arrastrar hacia las puertas de la segunda muralla por la marea de hombres que retrocedían llevados por el pánico, echando la vista atrás por encima de su hombro y por encima de Rail sin decir una palabra, sin proferir un solo grito; de su boca sólo salía el estertor ronco de sus jadeos. Incluso Rail cambió los gritos por una ristra interminable de agradecimientos que manaba entrecortadamente de sus labios al ritmo de las zancadas de Bahn.

Aquello se había convertido en una carrera frenética. Centenares de hombres se deshacían de sus armas y escudos y cruzaban apresuradamente el campo de batalla en retirada. Aún quedaba un buen trecho hasta alcanzar la segunda torre y ponerse a salvo. A Bahn cada vez le pesaba más el viejo Rail y sus zancadas fueron acortándose inevitablemente hasta que quedó rezagado del grupo principal de fugitivos. Rail le gritaba que fuera más rápido y le advertía de la proximidad del enemigo. Pero Bahn no necesitaba que se lo recordaran; ya oía los alaridos enfervorizados de los mannianos que corrían en su persecución.

Fueron los últimos en entrar antes de que a su espalda las puertas se cerraran apresuradamente y quedaran selladas. Hombres menos afortunados que quedaron atrapados al otro lado aporreaban las puertas, suplicando que volvieran a abrirlas, gritando que tenían esposa e hijos esperándoles en casa; maldijeron e imploraron. Las puertas permanecieron cerradas.

Bahn cayó desplomado y escuchó los gritos procedentes del otro lado de la entrada, nunca se había sentido tan agradecido por nada en toda su vida como por no haberse quedado fuera.

Abrumado, con los ojos cerrados, había permanecido un buen rato tirado boca abajo en la tierra, sollozando.

Ahora una racha de viento tibio y húmedo peinó el Monte de la Verdad. Bahn suspiró, dejando salir una bocanada de aire cálido, y regresó al presente, a la colina, a la luz estival y a su hijo, que miraba fascinado las murallas.

—¿Quieres? —le preguntó Marlee, ofreciéndole una jarra de sidra con movimientos lentos y delicados para no despertar a la pequeña colgada a su espalda.

Bahn tenía la boca seca. Tomó un trago y mantuvo unos segundos el dulce licor en la boca antes de tragarlo. Luego siguió la mirada de su hijo.

Mientras Juno y él contemplaban en silencio la escena, algún proyectil esporádico impactaba o rebotaba en la muralla todavía en pie más próxima al ejército imperial. El gigantesco glacis de tierra —una de las ingeniosas innovaciones que les habían permitido resistir el asedio de los mannianos durante tanto tiempo— que precedía de punta a punta la fortificación exterior desviaba o absorbía los impactos. Aun así, se habían abierto algunos huecos en el glacis y la falta de almenas y bloques de piedra en los tramos de muralla situados justo detrás de ellos le confería un aspecto de boca desdentada. Acurrucados a lo largo de aquellas defensas irregulares se atisbaba una línea de soldados con capas rojas, entre los que había cuadrillas de artilleros que respondían al fuego enemigo hostigando constantemente las líneas mannianas con balistas achaparradas y cañones.

A este lado de las murallas interiores, con guarniciones mucho más nutridas en comparación con las de la fortificación exterior, grúas y obreros se afanaban en la edificación de otra muralla. De momento los mannianos habían destruido cuatro defensas con sus incesantes descargas de artillería, a expensas, eso sí, de una inversión desmedida de pertrechos. Para contrarrestarlo, las fuerzas defensivas habían levantado dos murallas nuevas que reemplazaban las derruidas. Sin embargo, era una entelequia pensar que podían estar construyendo murallas indefinidamente. La fortificación más reciente se erigía cerca del canal que atravesaba en línea recta el istmo de Lans conectando ambas bahías. No muy lejos del canal, el istmo daba paso al Monte de la Verdad, y más allá se extendía la ciudad propiamente dicha. Era evidente que estaban quedándose sin espacio.

El hijo de Bahn miraba detenidamente la muralla atacada. A lo largo de la línea de almenas, entre las descargas con que respondían cañones y balistas y los disparos esporádicos de los rifles de cañón largo, los hombres seguían trabajando con las grúas, levantando enormes paladas de tierra y roca. Algunas cargas descendían enganchadas de las cuerdas hasta desaparecer de la vista detrás de la muralla, mientras que otras simplemente se vertían sobre el muro. Mientras Bahn y su hijo contemplaban los trabajos, una cuadrilla de obreros que tiraba de la cuerda de una grúa cayó sepultada por una lluvia de escombros.

Juno reprimió un grito ahogado.

—Mira allí —dijo Bahn, tratando de desviar la atención de su hijo de la macabra escena y señalando varias estructuras que jalonaban los campos de batalla en ciernes que se extendían entre las murallas. Parecían torres, aunque estaban abiertas por los cuatro costados y no eran demasiado altas—. Castilletes de pozos —explicó al muchacho—. El Cuerpo Especial lucha sin tregua bajo tierra para tratar de evitar que socaven las murallas.

Juno se volvió a su padre, sentado en la hierba.

—Lo imaginaba diferente. ¿Tú luchas allí todos los días?

—Todos no, algunos. Aunque ya casi no hay batallas. Sólo lo que ves.

Aquellas palabras parecieron impresionar al chico. Bahn tragó saliva y apartó los ojos de lo que interpretó como una mirada llena de orgullo de su hijo. Juno ya sabía que su abuelo había dado la vida defendiendo la ciudad. Precisamente llevaba su espada corta prendida a la cintura, y sin duda cuando volvieran a casa, insistiría a su padre para que retomaran las clases de esgrima. El chico solía repetir que cuando fuera mayor, seguiría sus pasos, pero Bahn no estaba dispuesto alentar esas ambiciones; prefería que se escapara de casa y se convirtiera en un monje trotamundos o que se enrolara en un buque mercante agujereado a que permaneciera allí luchando hasta el inevitable desenlace final.

Juno pareció adivinar el estado de ánimo de su padre.

—¿Cuánto tiempo podremos contenerlos? —preguntó en un hilo de voz.

Bahn pestañeó sorprendido. Ésa era la pregunta de un soldado, no de un niño.

—¿Papá?

Bahn hubiera preferido responderle con una mentira, pese a que sabía que era un insulto contra la creciente madurez del muchacho. Sin embargo, tenía a Marlee sentada justo a su espalda. Su esposa había sido educada para enfrentarse siempre a la realidad por muy desagradable que fuera, y Bahn había notado cómo aguzaba el oído durante el silencio que precedió a su respuesta.

—No lo sabemos —admitió Bahn, cerrando los ojos un instante para recibir la caricia de otra racha de viento. Saboreó el salitre en los labios como si fueran restos de sangre reseca.

Cuando volvió a abrir los ojos, Juno tenía la mirada clavada en la fortificación acosada por el fuego manniano. Parecía estar examinando los innumerables estandartes que campeaban abajo: a un lado, y a lo largo de las murallas, ondeaban el escudo de los khosianos y la espiral merciana sobre el fondo verde mar; al otro lado, la mano roja imperial de Mann con la punta del dedo meñique seccionada estampada en centenares de banderas blancas prendidas de astiles repartidos por toda la superficie del istmo. Juno tenía la tez tirante y fina debido a la intensidad con la que observaba.

—La esperanza nunca se pierde —dijo Marlee en un tono tranquilizador, dirigiéndose a su atribulado hijo.

Juno se volvió de nuevo a su padre.

—Así es —convino Bahn—, Siempre queda la esperanza.

Pero fue incapaz de mirarlo a los ojos mientras pronunciaba aquellas palabras.