Capítulo 12

Vendetta

¿A dónde vamos? —inquirió Nico, siguiendo apresuradamente a Ash hasta el interior del ala oeste del monasterio, luego por el corredor principal con revestimientos de madera de tiq y finalmente por la escalera que descendía hasta un sótano poco iluminado donde había almacenados toneles, cajas y toda clase de trastos.

Ash se deslizó silenciosamente hasta el centro del suelo entarimado; una sombra alargada salía proyectada de su figura a la luz de la lámpara solitaria que pendía del techo. Nico se detuvo junto a él y bajó la vista a sus pies, siguiendo la mirada de su maestro.

El anciano sacó del interior de su túnica una llave tan delgada como un clavo y con diminutos dientes en un extremo, y se agachó para introducirla en un agujero en el suelo que Nico fue incapaz de atisbar. Se oyó el ruido de la llave girando en la cerradura, luego un clic e inmediatamente Ash levantaba la portezuela de una trampilla que ocultaba una escalera de piedra y de la que emanó una ráfaga de aire rancio. Bajaron en silencio.

Doce escalones después aparecieron en un túnel húmedo y de techo bajo y enfilaron hacia una fuente de luz situada en el otro extremo del pasillo.

—Llamamos a este lugar la cámara de vigilancia —le explicó Ash con voz queda mientras saludaba con un movimiento de la cabeza a los dos roshuns de largas melenas arrodillados espalda contra espalda en el centro de la estancia profusamente iluminada en la que desembocaba el túnel.

Encima de ellos se extendía un techo abovedado de yeso blanco, atravesado por alguna que otra raíz que oscilaba en el aire como extraviada en una atmósfera cargada de humo. El techo se asentaba sobre las paredes también enyesadas de una cámara circular, del mismo color blanco deslucido por la humedad.

Multitud de lámparas iluminaban las paredes, salpicadas por hileras de centenares y centenares de hornacinas diminutas e idénticas. En el interior de muchas de ellas Nico distinguió las familiares figuras oscuras de los sellos, cada uno colgado de un gancho. Se contaban por miles.

En cualquier otro momento, aquello podría haber supuesto un episodio cargado de solemnidad, sepultado en las profundidades de la tierra y rodeado por la multitud incontable de sellos. Pero, por el contrario, resultaba una experiencia espeluznante y surrealista debido al hecho de que los sellos se movían. Nico los miró con detenimiento y, aunque al principio le costó un poco —como si su mente se negara a verlos como lo que realmente eran—, de repente el cuadro apareció con toda nitidez ante sus ojos y el joven aprendiz de roshun reparó en su respiración constante: se hinchaban y se deshinchaban unas cinco veces por minuto, como si fueran diminutos pulmones de cuero.

Todos menos uno.

Avanzaron hacia él. Nico oía el ruido bronco de su propia respiración mientras el zumbido quedo de la voz de Ash iba explicándole que el sello había muerto durante la noche y que él esperaba que se tratara de una muerte accidental o natural y no de un asesinato que requiriera una vendetta. Ash arrancó el sello de su gancho y abandonó la cámara de vigilancia con Nico corriendo tras él.

Salieron del monasterio a un raudo trote.

—¿Adónde vamos? —preguntó Nico, cuando giraron para tomar un sendero que ascendía por el fondo del valle.

—A ver a un hombre —le respondió Ash por encima del hombro—. Un hombre a quien debía haberte llevado a visitar hace mucho tiempo.

—¿Y por qué no lo hizo?

El anciano saltó por encima de un pequeño montículo de piedras y siguió caminando sin responderle. Nico trepó por las piedras y apretó el paso para alcanzarlo por la hierba seca que se le enredaba en las piernas.

—¿Quién es ese hombre? —gritó.

—El Vidente, Él nos leerá el sello y nos dirá lo que ocurrió durante la noche.

—Entonces es cierto, ¿no? —dijo Nico, resollando—. Eso que comentan los otros aprendices de que es un taumaturgo, ¿verdad?

—No. El Vidente únicamente posee una sabiduría que le permite adquirir conocimientos más sutiles que el resto de nosotros. Mediante la técnica y su fabulosa capacidad para la quietud puede hacer cosas que los demás sólo consiguen, si es que alguna vez lo hacen, por casualidad.

—No lo entiendo. —Ya lo sé.

Siguieron el cauce del arroyo un rato y luego torcieron para alejarse de él y adentrarse en un terreno pantanoso en el que se les hundían los pies calzados con sandalias. Ash caminaba sin esfuerzo aparente, como si simplemente estuviera dando un paseo vespertino. Nico, por su parte, ya estaba sudando.

—El Vidente es el miembro más valioso de nuestra orden, muchacho. No olvides esto cuando lo conozcas. Nuestras tradiciones, nuestra historia, todo se ha transmitido a través del linaje de los videntes; sin un Vidente estaríamos ciegos, desorientados. Sólo él puede leer el corazón de los sellos y comunicarnos su mensaje. También puede leer el corazón de un novicio y juzgar si es digno. En cierta manera, eso es lo que hará contigo.

—¿Va a juzgarme?

—Tú no te enterarás. Se concentrará sobre todo en el sello.

—Sigo pensando que todo esto me suena a lo que hace un taumaturgo.

—Muchacho, los milagros no existen. Lo que hace el Vidente es totalmente natural.

—Una vez vi a un hombre en el bazar de Bar-Khos que se mantenía erguido boca abajo haciendo equilibrio con los labios. Podía hacer una especie de flexiones simplemente frunciendo los labios en el suelo. Si eso no es un milagro, ya me dirá usted qué lo es.

Ash sacudió la cabeza con desdén.

—El Vidente es lo que vosotros los mercianos llamáis un... prodigio. No siempre fueron así, me refiero a nuestros videntes, pero éste en particular... es un hombre que atesora tanta sabiduría como intuición. Cuando llegamos aquí, al Midéres, oyó hablar de Zanzahar y de los numerosos productos que importaban de las Islas del Cielo. Viajó a la ciudad para examinar todos esos productos, si bien no siempre quedaba claro cuál era el propósito de muchos de ellos. Por ejemplo, las semillas de mali; las venden en la ciudad como exóticos amuletos capaces de crear vínculos con sus portadores. En cierto modo almacenan las vivencias de las personas, de modo que si sus portadores ponen en práctica determinadas técnicas, pueden revivir a su antojo esas experiencias en sueños. El Vidente fue quien descubrió cómo bisecar esas semillas para obtener dos gemelos que pudiéramos utilizar para nuestro fin. En ese sentido fue él quien inventó los sellos.

—Entonces, ¿antes cómo se llevaban a cabo las vendettas?

—Era una tarea ardua. —Ash echó un vistazo atrás en dirección a su aprendiz. Sus facciones oscuras irradiaban un brillo, una vitalidad renovada—. Tus heridas han cicatrizado bien —observó.

—Sí —convino Nico.

Era cierto. Al final, las heridas infligidas por Aléas no habían sido más que unos cortecitos. Ni siquiera había necesitado puntos. Nico sólo les había administrado un poco de cera de abeja, como le había sugerido el propio Aléas, con lo cual las heridas no se le habían amoratado sino que se habían mantenido sonrosadas y limpias unos días hasta que finalmente las había cubierto una costra con la consiguiente molestia de la constate picazón, pero poco más. Y cuando había visto su reflejo a contraluz en el cristal de una ventana de la cocina, incluso le había complacido en cierta manera su aspecto, pues las pequeñas cicatrices le hacían parecer mayor.

El Vidente vivía solo en una pequeña ermita en las profundidades del valle; la construcción se levantaba sobre una loma cubierta de hierba en el recodo de un arroyo espumoso que discurría entre rocas matizadas de verde por las algas. El costado de la ermita azotado por el viento estaba protegido por un puñado de jupes nudosos en flor, a los que se sumaba un enorme sauce llorón cuyas hojas se hundían en el agua y bregaban con la corriente. La ermita en sí era poco más que una choza, con un vano rectangular en la pared frente al arroyo que hacía las veces de ventana y puerta.

—No olvides lo que te he dicho —le recordó Ash cuando se aproximaban a la ermita.

Nico siguió a su maestro al interior. Por un momento, a la luz vaporosa del sol que se filtraba por la puerta a su espalda, Nico se preguntó si no se habrían equivocado de lugar.

El Vidente estaba sentado con las piernas cruzadas en el centro de la minúscula choza, sobre una estera de juncos, de cara a la puerta y con los ojos entrecerrados. Era un hombre entrado en años y esquelético, con sus ojos de párpados caídos cubiertos por una película blancuzca y con la piel del color de una pieza de fruta expuesta demasiado tiempo al sol. Era evidente que también procedía de la remota patria de Ash, y su piel oscura contrastaba marcadamente con los abundantes pelos blancos que asomaban por los orificios de su nariz y oídos. Tenía la cabeza rasurada. Los lóbulos de sus orejas, mutilados según el rito, le colgaban hasta los hombros de una manera nunca antes vista por Nico.

El joven aprendiz se volvió boquiabierto a Ash y le sorprendió encontrarlo arrodillado en el suelo. El maestro le hizo un gesto con la cabeza para que se sentara a su lado.

El ermitaño miró fijamente a Nico en silencio, como si contemplara algo que en realidad no estaba, de una manera que le recordó a uno de los gatos de su madre. Luego parpadeó muy despacio y tensó los labios para esbozar una sonrisa que dejó al descubierto sus encías desdentadas. Inclinó una vez la cabeza a modo de saludo, al parecer complacido de ver al muchacho, o por lo menos divertido de tenerlo enfrente.

Su rostro adquirió un gesto serio cuando se volvió a Ash, quien, sin que mediara palabra alguna, depositó el sello muerto en las manos temblorosas del Vidente.

Ash y Nico aguardaron expectantes. El Vidente recitó algo en su lengua con voz quejumbrosa y su canto se propagó por el aire de la ermita. Se rascó la túnica infestada de piojos. Al cabo guardó silencio, sentado totalmente inmóvil y con los ojos cerrados. De vez en cuando una mosca se posaba en su cabeza salpicada de las habituales manchas de la senectud. La escena parecía una de las primeras clases prácticas que Nico había recibido abordo del Halcón y que le habían resultado imposibles de seguir, ya que los dolores que le sobrevenían se convertían en una agonía. De hecho, ahora trató de sumergirse en la meditación, pero fue inútil, pues le pudo la impaciencia por saber qué iba a ocurrir a continuación. Con aire ausente, se mordisqueaba el labio y paseaba la vista por la madera con humedades de la pared de enfrente.

Realmente recibió con alivio que el Vidente interrumpiera su meditación silenciosa. El anciano chasqueó los labios y se inclinó alejando el cuerpo del sello muerto que sostenía en las manos entrelazadas. —Shinsho ta-kana... —dijo con voz chillona—, ¡Yoshi, linaga!—Y entonces inclinó la cabeza y frunció el ceño en un gesto tristísimo.

—Asesinato —tradujo Ash con sequedad.

Aquella noche, mientras los roshun terminaban de cenar en las mesas repartidas por el comedor que ocupaba buena parte del ala norte del edificio del monasterio, con las velas refulgiendo para compensar la luz mortecina procedente de las numerosas ventanas, el repentino tintineo de un cubierto que golpeaba una copa de cristal acalló las apacibles conversaciones de los comensales.

Nico levantó la vista de la mesa que ocupaba junto a los demás aprendices, todavía masticando el último bocado de su pastel de arroz. Aléas interrumpió lo que estaba diciéndole y también levantó la mirada. En el fondo de la sala, un roshun con la piel negra arrugada se levantó lentamente de su silla de madera. Era mayor aún que Ash, aunque no tanto ni estaba tan ajado como el Vidente. Nico sabía que se llamaba Osho y que era el prior de la orden, el hombre que había fundado el monasterio en las montañas de Cheem. Varias veces lo había visto paseando con su cojera por allí, pero nunca lo había oído hablar.

La voz del roshun resonó con claridad en toda la sala en silencio.

—Amigos míos —declaró, dirigiéndose a la miríada de rostros que se habían vuelto hacia él—, esta noche se nos presenta una tarea de una naturaleza excepcional. Uno de nuestros patrocinados ha emprendido el Camino Elevado. El Vidente nos ha informado de que ha sido un asesinato. También nos ha revelado con su sabiduría quién es el responsable de su muerte. —Osho hizo una pausa y examinó una por una las caras de los presentes, midiendo su nivel de atención, o quién sabe si alguna otra particularidad que sólo él percibía—. Esta noche tenemos que declarar la vendetta contra un sacerdote de Mann. Y no se trata de un sacerdote cualquiera, no. Como siempre, la vida nos niega la sencillez. Esta noche declaramos la vendetta contra Kirkus dul Dubois, es decir, el hijo de Sasheen dul Dubois, la Santa Matriarca de Mann.

Una oleada de murmullos recorrió la sala. Nico lanzó una mirada hacia su maestro, sentado en la misma mesa elevada que el anciano líder de la orden. Ash simplemente bebía agua de su copa con una expresión neutra en el rostro.

—Hemos llevado a cabo vendettas en numerosas ocasiones contra ciudadanos del Imperio, pero nunca contra nadie de una posición tan prominente. Por lo tanto, esta noche se emprende una operación arriesgada para nuestra orden. Kirkus sabía que su víctima llevaba el sello y, por consiguiente, que estaba bajo nuestra protección. Así pues, el Imperio ya debe de saber que buscaremos la venganza contra su sacerdote. Sin duda, ellos harán todo lo que esté en sus manos para detenernos, incluida, sospecho, la elaboración de un plan para nuestra aniquilación total. Después de todo, Kirkus dul Dubois es el único hijo de la matriarca. Imagino que sus primeros objetivos serán los agentes que tenemos diseminados por los puertos del Midéres, movidos por la creencia errónea de que conocen la ubicación exacta de nuestro monasterio en Cheem. Puesto que el único contacto que mantenemos con nuestros patrocinados se realiza a través de nuestros agentes, eso es todo lo que los mannianos pueden hacer por el momento. Esta noche ya he dado instrucciones para que se envíen aves mensajeras a todos ellos con la advertencia de que deben permanecer alerta. Como es un asunto que acarrea consecuencias para todos nosotros he decidido hablar aquí y ahora, un lugar y un momento en los que nos reunimos para compartir un sencillo plato de comida. Todos y cada uno de nosotros ha de ser consciente del compromiso que asumimos esta noche. Y guiándome por ese mismo espíritu he decidido no designar a nadie para esta vendetta. En cambio solicito tres voluntarios.

Hubo unos momentos de silencio.

En el centro del comedor, una silla chirrió arrastrada por el suelo. Un hombre se puso en pie y dio una palmada delante de sí. Casi inmediatamente se levantó de sus asientos otra docena de roshuns.

—Gracias a todos —dijo Osho, sonriendo—. Ahora, dejadme que vea, ¿a quién tenemos? Ah, Antón, tú serás uno. Y Kylos el de las pequeñas islas. Y tú... sí, Baso, te veo... Tú también irás. Perfecto, tres de nuestros mejores hombres. —El resto tomó asiento de nuevo. Los tres elegidos sobresalían del mar de cabezas—. Temo que tendréis que partir esta misma noche. Puede que ya sea demasiado tarde para interceptar a Kirkus dul Dubois antes de que regrese a Q'os; aun así debemos apresurarnos y no conceder tiempo al Imperio para urdir sus represalias. Represalias son lo que tenemos que llevar a cabo nosotros, pese a la evidente amenaza que eso supone para nuestra orden. Recordad que ha muerto una mujer. Y que ese joven sacerdote es quien le ha arrebatado la vida. Por una vez, y es la excepción que confirma la regla, la justicia de nuestra tarea no deja lugar a dudas. En esta ocasión no se trata de la mera persecución del asesino de un matón ricachón, de un patricio que ha pillado a su hermano en la cama con su esposa, ni de una mujer desesperada abocada a cometer actos para los que no tenía ninguna alternativa razonable. Aquí no se dan las habituales ambigüedades de otros casos que nos empujan a buscar el perdón en nuestras horas de quietud.

Las cabezas asintieron, conformes con las palabras de Osho. Sin embargo, hubo una notable excepción de la que Nico se apercibió. Baracha, sentado junto a Ash, parecía inquieto y era evidente que quería hablar.

—Nuestra presa es un auténtico monstruo. Tenemos un compromiso que cumplir y lo acometeremos sin reparar en los costes. Si los roshuns realmente somos de alguna utilidad para el mundo, ha llegado la hora de demostrarlo. Eso es todo. —Inclinó la cabeza a modo de reverencia—. He acabado.

—Es un asunto feo —observó el jefe de la orden Roshun a la mañana siguiente, sentado en la butaca acolchada de su despacho en el último piso de la torre del monasterio. Hablaba en su lengua materna de Honshu, con sus sílabas ásperas y breves, como era su costumbre cuando se encontraban a solas.

Ash, sentado en el sofá junto a la ventana, en el lado opuesto de la estancia, no respondió.

—Esta vendetta nos enfrenta a todo un Imperio —continuó Osho—. Rezo por que no signifique nuestra ruina.

—Ya hemos resistido contra enemigos poderosos en otras ocasiones, maestro —le recordó Ash suavemente.

—Sí, pero también lo perdimos todo.

La observación provocó el temblor de un músculo de la mandíbula de Ash.

—Quizá entonces no teníamos más elección —repuso—. Lo mismo ocurre ahora. ¿Qué podemos hacer sino mantener nuestra promesa y actuar de acuerdo con nuestro Cha?

Cha. Una palabra interesante. En lengua franca se necesitaban muchas palabras para dar una definición ajustada de su significado; palabras como «centro», «quietud», «corazón límpido».

—¿El Cha...? —musitó Osho. Era evidente la ironía contenida en su sonrisa—. Mi Cha siempre se me aparece nítidamente, amigo mío, cuando corto queso, bebo chee o me tiro un pedo en mi vieja cama de madera de pino. Pero cuando me siento a reflexionar sobre asuntos como éste, que afectan al monasterio, y sobre los muchos riesgos que debemos tomar en consideración en aras del futuro de todos y cada uno de nosotros, mi Cha se tiñe de incertidumbre. Y entonces me preguntó si no habré perdido el norte.

—Tonterías —espetó Ash—, Anoche te levantaste delante de todos y dejaste bien claro que hemos de cumplir esta vendetta sin temor a las consecuencias. Tus acciones tomaron una decisión sobre el asunto, ¿qué otra evidencia esperabas?

Osho suspiró.

—Y mientras os hablaba no dejaba de preguntarme si mis palabras no estarían conduciéndonos hacia otra masacre o, en el mejor de los casos, hacia otro exilio lejos de nuestra tierra —repuso con voz queda, como hablando consigo mismo.

Ash desvió de nuevo la vista hacia la ventana. Se sentía fatigado, como todos los días desde su regreso al monasterio. Sus dolores de cabeza eran cada vez frecuentes y le costaba dormir. Ya había esperado que fuera así. Le solía ocurrir que cuando estaba inmerso en una vendetta. Su cuerpo esperaba a que regresara a un lugar seguro para permitir que el dolor y la enfermedad siguieran su proceso natural.

Siempre había sido propenso a aislarse durante sus estancias en el monasterio. Sin embargo, desde que había vuelto esta última vez su voluntad de retraimiento se había agudizado. Cuando se sentía con fuerzas suficientes, entrenaba fuera de los muros del monasterio o emprendía largas caminatas por las montañas, evitando a los camaradas que habían emprendido sus propios paseos cuando los divisaba, entre ellos a su propio aprendiz. No obstante, pasaba la mayor parte del tiempo recluido en su celda, durmiendo cuando conseguía conciliar el sueño, leyendo poesía de su vieja patria o simplemente meditando. No quería que los demás miembros de la orden se enteraran de que estaba enfermo.

—Ése no es el tipo de evidencia que pido —insistió Osho—, En mi vida he sido algo más que un mero roshun. He liderado ejércitos en el campo de batalla, ¿o acaso lo has olvidado? He comandado una flota por el inmenso océano en medio de una tempestad. Mi querido Ash, una vez maté a un tirano en un encontronazo casual en menos de tres segundos. No, no es la evidencia de la rectitud de mis actos lo que ahora echo de menos, pues, siempre la he echado de menos. Pienso que quizá lo que he perdido es el Chan, y me temo que eso debilita mi resolución.

Chan. Otra palabra interesante. Como Cha, en la lengua franca podía significar muchas cosas: «pasión», «fe», «amor», «esperanza», «arte», «coraje». A veces también podía designar los misteriosos y sabios caminos mostrados por el Necio. En el fondo eran las manifestaciones externas del Cha llevadas a la acción.

—Cada vez estoy más harto de este trabajo, eso es todo. Llevo demasiado tiempo siendo un roshun; primero soldado, luego general, ahí acaba todo. Mi vida se ha convertido en algo por lo que no sé si vale la pena seguir luchando. Cuando llegue el momento oportuno, le entregaré las riendas a Baracha. Aunque tenga un Cha algo turbio, está mucho mejor dotado que yo para las intrigas políticas.

—¡Puf! Si él estuviera al mando, ya estaríamos negociando con los mannianos una compensación por la vida del joven sacerdote.

—En ese caso puede que Baracha sea más sabio de lo que cabría esperar de alguien de su edad. ¿Quién se atrevería a decir que no era lo correcto si fuera beneficioso para de nuestra supervivencia?

Ash sentía cómo le hervía la sangre, pero guardó silencio.

—En nuestra patria no eras roshun, Ash. Yo sí —prosiguió Osho— No sabes lo que era aquello... en realidad. Nuestros patrocinados llevaban a la vista un simple medallón, y si morían asesinados, teníamos que recabar toda la información posible para encontrar al culpable. Era un trabajo de lo más desagradable, te lo aseguro. A veces matábamos a la persona equivocada, y a menudo nunca llegábamos a dar con el verdadero asesino. Incluso hoy en día, aquí, en el Midéres, con todos nuestros sellos y nuestros malis importados directamente desde las Islas del Cielo, alguna vez hemos fracasado en el cumplimiento de una vendetta.

—Sí, pero nunca hemos dejado de intentarlo. Ése es nuestro compromiso.

—Nuestro compromiso, sí —admitió Osho—. Pero en nuestra vieja patria nuestro compromiso siempre era una cuestión práctica. Dudo que nunca hubiéramos arriesgado la pervivencia de la orden como vamos a hacer ahora.

Ash meneó la cabeza.

—Quizá. Pero lo que somos ahora, en estas tierras, no tiene nada que ver con los asesinos que fuimos antaño. Nos mantenemos al margen de los tejemanejes políticos del mundo, y ni siquiera nos guiamos por la búsqueda del beneficio propio. Simplemente ofrecemos la posibilidad de justicia a aquellos que la necesitan. Si decidimos no asumir el riesgo que se nos presenta ahora, nuestras promesas a toda esa gente carecerán de valor, nosotros mismos careceremos de valor, y todo aquello a lo que hemos dedicado nuestras vidas se habrá convertido en una farsa.

Osho meditó las palabras de Ash. Al parecer no podía poner un pero a nada de lo que había dicho.

—¿Qué era lo que siempre me decías cuando me veías inquieto porque no era capaz de tomar una decisión?

—Te decía muchas cosas, la mayoría tonterías.

—Sí, pero había algo que me repetías una y otra vez.

—¡Ah!—exclamó el viejo general—. «Sonríe y tira los dados.»

—Siempre la tuve por una máxima muy valiosa.

Osho soltó un largo suspiro, pero no fue una expresión de exasperación, sino más bien de alivio. Y se hundió aún más en su envolvente butaca, relajado, con la mirada fija en algo que le llamaba la atención de la mesa de chee situada en el centro de la cámara, quizá la luz del sol desparramada sobre su superficie. La mesa estaba hecha de madera de liq silvestre, obtenida de un tablón de las naves que los habían traído a ambos desde Honshu treinta años atrás.

Ash contempló a aquel hombre que conocía de toda la vida. Su maestro parecía no reparar en su propia mano rascándose distraídamente la pierna izquierda. Sin embargo, Ash sí se fijó en ella, y se sonrió sin hacer ningún comentario.

Al parecer, la discusión había terminado de momento, y se sumieron en uno de sus cómodos silencios, que podían extenderse durante horas sin que ninguno de los dos sintiera la necesidad de hablar. Se oyó un estruendo seco procedente de algún lugar de los pisos inferiores, lo suficientemente lejano como para pasar desapercibido, probablemente a alguien se le debía de haber caído el montón de armas que acarreaba entre los brazos o quizá se había derrumbado una pila de platos en la cercana cocina. Ash pensó que ya se acercaba la hora de la comida, así que lo más probable era que se tratara de los platos. Por la ventana abierta se colaban los agradables aromas a keesh horneándose y a estofado muy condimentado.

Osho se revolvió en la butaca y bajó la mirada hacia la mano que le rascaba la pierna. La retiró, con una mueca jocosa.

—Veinte años llevo con esta pata de palo y sigo rascándome unos picores imaginarios como si fueran reales.

Sin embargo, Ash apenas pudo oírlo. El leve dolor de cabeza estaba empeorando y se llevó la mano a la frente.

—¿Te encuentras bien, viejo amigo?

Osho se levantó en vistas de que no recibía respuesta, se ajustó la pierna de madera y cruzó renqueante la habitación hasta el hondo sofá arrimado a la ventana y alcanzado por el sol, en cuyo borde estaba sentado Ash.

—Sí —contestó Ash, aunque le temblaba la voz. Se apretó las sienes como intentando exprimir el dolor de su cabeza.

—¿Otra vez los dolores de cabeza? —inquirió Osho, posando una mano en el hombro de su amigo. —Sí.

—Cada vez más fuertes, ¿no?

Ash se hurgó en el interior de la túnica y sacó su bolsa. La abrió con manos trémulas y extrajo una hoja de stevia, se la metió en la boca, entre la lengua y la pared interior de la mejilla.

—Últimamente son tan fuertes que a veces pierdo por completo la vista.

Osho apretó la mano alrededor del hombro de Ash. No era muy hábil a la hora de ofrecer un gesto reconfortante.

Ash sacó otra hoja y se la llevó a la boca, esta vez la colocó en la otra mejilla.

—¿Puedo hacer algo por ti? ¿Quieres que vaya a buscar a Ch'eng?

—No, maestro. Él no puede ayudarme.

—Por favor, deja de llamarme maestro. Dejaste de ser mi aprendiz hace mucho, mucho tiempo.

El dolor fue mitigándose poco a poco, por lo menos lo suficiente para que Ash esbozara una sonrisa a su maestro, si bien evitó mirarle a los ojos, que de repente se le habían humedecido y ensombrecido.

—Envejecemos más rápido de lo que pensamos —dijo en un intento de rebajar la gravedad del momento.

—No —replicó Osho, regresando a su butaca arrastrando los pies—. Eres tú quien envejece más rápido de lo que piensas. Yo soy consciente de mi decrepitud, y planeo jubilarme lo antes posible y con la poca dignidad que me quede. —Yo también he estado planteándomelo —reconoció Ash.

El viejo general se dejó caer en la butaca y le clavó una mirada que ya le resultaba familiar después de tantos años: con la barbilla alzada, sus afiladas facciones fruncidas en un gesto de concentración y sus ojos de párpados caídos sondeando a quienquiera que tuviera delante.

—Siempre había tenido la esperanza... Es decir, cuando te vi con un aprendiz después de tantos años... ¿Qué te hizo cambiar de opinión?

—No he cambiado de opinión. Pero tuvimos una conversación, tú y yo, hace algunos meses. Dentro de mi cabeza.

—¿Cuando estabas en el hielo?

Ash asintió.

—En ese caso quizá fue algo más que una conversación. Hace unos meses tuve un sueño. Hacía mucho frío. Tú creías que no lo conseguirías.

—Eso creía. Pero me ofreciste un trato, y a cambio me prometiste que regresaría vivo a casa. De modo que lo acepté.

—Entiendo. ¿Y cuál era el trato?

—Que no me apartarías de mi trabajo mientras aleccionara a un discípulo.

Osho rió entre dientes.

—¡Ah! Eso lo explica todo. Sí, un trato justísimo... Y lo mantengo.

—Muy bien.

—Entonces, dime. ¿Cómo elegiste a tu aprendiz?

Ash no sabía muy bien cómo responderle. Se retrotrajo fugazmente a Bar-Khos, al momento en el que se hallaba sumido en sus sueños durante la siesta que echó en las horas de calor, cuando un muchacho se coló en su habitación para robarle el monedero. En esos sueños se había trasladado a su hogar: la pequeña aldea de Asa, agazapada en un recoveco del elevado valle, desde donde se dominaban los arrozales en los bancales que descendían abruptamente por la ladera y, más allá, un mar azul que se extendía hasta el horizonte.

Butai, su joven esposa, también estaba allí, de pie en el umbral de la puerta de la casita, con una cesta llena de flores silvestres en los brazos. Tenía un don para convertirlas en delicados perfumes y siempre lo sorprendía con nuevas fragancias. Butai contempló un instante a su hijo, que cortaba leña con la soltura de quien tiene práctica; un muchacho de unos catorce años. Ash les había saludado con la mano, pero ellos no lo veían y se reían de algo que había dicho el muchacho. Su esposa estaba hermosa cuando reía, y conservaba su aspecto juvenil, que nunca la había abandonado.

Y entonces, Ash se había despertado en una habitación extraña, en una ciudad extraña, en una tierra extraña, en una vida extraña que no tenía nada que ver con la suya... Una profunda tristeza le había humedecido los ojos y la sensación de pérdida palpitaba fresca en su interior, como si todo lo que acontecía en el sueño hubiera ocurrido el día anterior. La punzada de dolor que le atravesó la cabeza fue tan intensa que lo dejó ciego. Había llamado a alguien que andaba por ahí creyendo por un momento que era su hijo... Sin embargo, ya antes de acabar de decir su nombre sabía que era imposible que fuera su hijo. En ese preciso instante había sentido una soledad tan devastadora que no había podido moverse. «Moriré solo —había pensado—. Así, ciego, sin nadie a mi lado.»

—Es como si él me hubiera elegido a mí —se oyó decir a Osho.

Osho aceptó su respuesta, al menos parcialmente.

—¿Con qué fin? ¿Te lo has preguntado alguna vez?

—No lo sé, pero en cierta manera podría decirse que ambos nos necesitamos. Aunque no sabría aclararte en qué sentido.

Osho asintió y esbozó una sonrisa de complicidad. Sin embargo, lo que quiera que fuera que barruntaba prefirió no compartirlo.

—De modo que no has cambiado de opinión en lo referente a sucederme, ¿verdad? No sé por qué pensé que quizá te lo replantearías si te provocaba mencionándote a Baracha.

Ash tuvo que desviar la mirada de los ojos de su maestro.

—¿Qué sentido tendría? Mi enfermedad está empeorando y no creo que me quede demasiado tiempo. Ya sabes qué le ocurrió a mi padre, y antes a su padre. Una vez vencidos por la ceguera rápidamente les llegó el final.

Un gesto de gravedad borró la sonrisa de los labios de Osho, que respiró hondo.

—Albergaba ese temor —reconoció el prior—, pero esperaba que no fuera así. Lo siento mucho, Ash. Eres uno de los pocos verdaderos amigos que me quedan.

Del patio interior llegaba el canto de un carraco. Ash puso su atención en él, desviándola de la atípica demostración de afecto de su amigo.

El Osho joven nunca habría sido tan abierto a la hora de mostrar sus sentimientos... al menos no el Osho que en su vieja patria se había formado como roshun a la antigua usanza, una experiencia terrible a la que muy pocos sobrevivían; el mismo Osho que había abandonado la orden original de los roshun cuando ésta apoyó a los tiranos; que se había hecho soldado y había luchado tanto en Hakk como en Aga-sa, de donde había salido milagrosamente vivo; que había ganado honores tras honores en la larga guerra contra los tiranos; que se había labrado un nombre y había ido ascendiendo hasta convertirse en uno de los comandantes del, en última instancia aniquilado, Ejército Popular. Tiempo atrás hubiera sido inimaginable oír al general lamentándose tan abiertamente del destino de un camarada. Osho fue el estratega que luego los lideró en su huida hacia el exilio; el único general que consiguió abrirse paso y escapar con el grueso de sus hombres intacto tras sobrevivir a la fatídica trampa final que acabó para siempre con la Revolución Popular.

En esa época, Osho era un hombre seco, fuerte, duro, un auténtico cabrón inflexible. La firmeza de su mando los había mantenido unidos en su larga travesía hasta el Midéres, cuando la mayoría de los hombres, incluido un Ash profundamente acongojado, sólo anhelaba la muerte tras la derrota; después de haber perdido a sus seres queridos en la batalla o de sentir que los abandonaba en la tierra que dejaban atrás. Cuando por fin llegaron al Midéres y otros componentes de la flota fugitiva tomaron el camino de las armas para servir como mercenarios para el Imperio de Mann o contra él, Osho optó por una senda distinta y mucho más incierta. La senda del roshun.

Ahora, sin embargo, era un hombre ajado sentado en una butaca ajada. A ambos —a la silla y a él— les asomaban mechones de pelo por todos sus orificios y los dos crujían cada vez que sus viejos cuerpos se movían. Ahora Osho permitía que sus penas fluyeran libremente de su corazón mientras contemplaba el cercano final de sus días.

Ash se volvió a la ventana de la alta torre y fijó la vista en el grupo de malis apiñados en el centro del patio interior, donde el plumaje azul celeste del carraco cantarín resaltaba entre las hojas de color bronce.

—La tristeza en la muerte implica una vida triste —bromeó Ash.

—Lo sé —dijo el viejo general, meneando la cabeza.

Los dos veteranos continuaron sentados en silencio bajo la luz brumosa del sol, escuchando el canto breve y lozano del pájaro migratorio de finales de verano. «Reclamando a su pareja», pensó Ash. Su pareja extraviada.

—Ojalá... —empezó Osho, pero balbuceó y dejó que el resto de su frase quedara suspendido en el aire sin pronunciarlo.

—Pueda ver otra vez la Montaña del Diamante —completó Ash, recitando el viejo poema—, Y posar mis labios en los labios que amo.

—Sí —masculló Osho.

—Lo sé, viejo amigo.