¿Puede el público querer algo?

Permítanme comenzar confesando que el aspecto formal de la pregunta «¿puede el público querer algo?» —influir en la televisión— me resulta bastante indiferente. Nunca ha dejado de señalarse la llamada estructura monodireccional de los medios de masas; también se sabe que el público tiene toda clase de posibilidades de reaccionar contra ella: escribir cartas, hacer llamadas telefónicas y hasta implicarse activamente, de manera más o menos simbólica, en los programas. Todo esto dentro de unos estrechos límites. El que desde uno o varios puntos se puedan emitir programas a innumerables individuos, unido a la concentración administrativa del poder de los productores, restringe por ahora las iniciativas de los telespectadores. Además, los llamados «estudios de la comunicación» observan que las cartas a las sociedades de radiodifusión y televisión ni son estadísticamente representativas, ni tienen un contenido demasiado relevante. Frecuentemente son de querelladores, de gentes que se indignan por costumbre, sobre todo cuando se les ofrece algo que no concuerda con lo que consideran convicciones normales, cuando no son movilizadas por pressure groups. Pero quienes son extraídos del público para que se muestren al público habrían pasado tal criba, que en verdad, frente a lo que se exhibe, apenas pueden considerarse gente como la del otro lado de la línea de separación. Incluso cuando tienen el aspecto de la tradicional y mítica ama de casa son primero estilizados para representar a la media; cuanto más naturales se muestran, más penosa resulta la estilización. Contra estas representaciones hay, ciertamente, tan poco que objetar en serio como serias éstas son. Incluso si, como recientemente he podido observar, se presentan con intención crítica figuras tomadas al azar, tipos desconcertados y paralizados, también ellas pueden dar buen resultado. No debe darse a esto demasiada importancia.

Formularé la pregunta de otras maneras. Primero: ¿puede el público querer algo? subrayando la penúltima palabra. Y luego: ¿debe querer algo? —y tal pregunta no puede separarse de esta otra: ¿qué debe querer?

Que el público pueda o no querer algo, sólo puede determinarse socialmente. En el dominio de los medios de masas parece existir, dicho sea con la debida cautela, algo así como una armonía preestablecida entre oferta y demanda. Con los métodos de investigación disponibles es por ahora extraordinariamente difícil determinar qué es causa y qué consecuencia: en qué medida los medios de masas se adaptan —tal es, sobre todo en América, la ideología de los mismos— al estado de la conciencia de sus consumidores, y, de manera menos confesada, también al de su inconsciente, o si éstos están ya adaptados a los medios de masas y, fijos en lo inmodificable, ellos mismos desean estarlo. La cuestión de si las poblaciones pueden hoy querer algo tiene, no obstante, un aspecto que queda fuera del ámbito de los medios de masas. Hay indicios de que la capacidad de los individuos para querer algo en todos los sentidos distinto de lo que pueden tener está menguando. Cuanto más tupida es la red de la socialización y más llega ésta a cubrir sus cabezas, tanto menos pueden los individuos dejar que sus deseos, intenciones y juicios escapen de ella. Y existe el peligro de que, si se le anima a manifestar su voluntad, el público quiera aún más, si cabe, aquello que le viene ya impuesto. Para que esto cambie, habría primero que atajar la tácita identificación con aquello de que ya se dispone, y que es demasiado poderoso; habría que fortalecer al débil Yo, al que tan cómodo le resulta someterse; pero en la actual situación resultará inútil buscar a quienes quieran este cambio y tengan poder para operarlo. Toda desviación es tendencialmente castigada con la desazón que quien la intenta experimenta debido a su sensación de aislamiento social. Esa debilidad del Yo, que impide a éste querer, no es un hecho puramente psicológico, no reside simplemente en los individuos y no es en ellos donde debe corregirse. La produce y multiplica la manera en que la sociedad entera está constituida. Es cierto que el concepto de esta debilidad lo introdujo la psicología analítica, la primera que describió este fenómeno, pero se hace difícil considerar y tratar la debilidad del Yo como un fenómeno de carácter neurótico, cuando los individuos son, de hecho, tan impotentes y tan poco pueden contra el todo, que su destino es el que luego se refleja en su psicología. La debilidad del Yo es hoy algo muy real: de ahí su poder perturbador.

La compulsión exterior e interior al consumo obliga a preguntarse si el público puede querer. Esta pregunta no es, como la mayoría de las verdades hoy, ni cínica, ni altanera. Pienso en algo muy sencillo y muy serio. Si se abandonase al público, modelado hasta el límite, a su voluntad, querría ciegamente lo malo; querría más adulación para él y su nación, más estupideces acerca de emperatrices encarnadas en actrices cinematográficas, más de aquel humor capaz de hacer saltar las lágrimas. Si existiese una voluntad del público y ésta se realizase directamente, se le engañaría precisamente sobre esa autonomía que el concepto de la propia voluntad connota. La educación de la voluntad de aquellos a quienes se ha quitado la voluntad estaría al servicio del principio encadenador y opresor. Se obstinarían, como recientemente ha dicho uno de esos lacayos intelectuales que hacen de lo mal comprendido una ideología y por eso se tienen por humanos, en que se les sirviera un mundo sano en el que lo oscuro y dudoso, la ley de lo real, se presentara maquillado. Christel von der Post ha triunfado sobre Beckett. Si alguna vez el concepto, política y sociológicamente dudoso por nunca realizado, de una sociedad pluralista ha servido para algo, ha sido en este ámbito. Sobre los fenómenos culturales dirigidos a las masas no debería decidir la mayoría plebiscitaria, ni tampoco la taimada sabiduría de patriarcas que parecen velar, bondadosos, por que las masas reciban lo que les conviene. Sobre esto sólo deberían juzgar personas objetivas y competentes; personas que comprendieran tanto el arte como las implicaciones sociales de los medios de masas. Y éstas serían, sin excepción, aquellos intelectuales contra los cuales se levantaría el juicio plebiscitario en los medios de masas. Ya se sabe del daño que ha hecho la distinción rousseauniana entre volonté générale y volonté de tous, entre la voluntad general y la de cada individuo, cuando dictadores terroristas de la voluntad general se sirvieron de ella para sus fines. Pero en la situación actual se ha llegado a tal punto, que la voluntad general del público, esto es, su interés objetivo en productos mentales en los que la verdad de los mismos permanece explícita a través de todas las mediaciones, contradice rudamente lo que la voluntad misma involuntariamente dice querer y lo que en esos productos suplementariamente se introduce.

Por eso no hay que preguntarse si el público puede querer, sino por lo que éste puede querer. Sin este «lo que», el contenido de lo querido, la pregunta por ese querer se quedaría vacía. No haría más que trasladar la creencia de que el cliente es el que manda, que ya es un truco publicitario en la producción material de mercancías, a la mente, donde esa creencia sobra. Los productos mentales tienen cualidad objetiva, su contenido objetivo de verdad. Este contenido de ningún modo lo confirma siempre la conformidad de los que tratan con los productos mentales; hoy se halla en abierta contradicción con ella. Tengo presente la objeción: ¿quién debe, entonces, juzgar ahora esa cualidad objetiva? Tal objeción brota del malicioso relativismo que sostiene que esa objetividad es sólo una fantasía y depende de la contingencia del gusto. Es muy cómodo sospechar que lo que se quiere es que haya un control especial, cual es el que puedan establecer los expertos, los entendidos ajenos a la comunidad. Si se me preguntase por los criterios que permitieran a todos establecer claramente y sin mucho esfuerzo esa cualidad, tendría que enmudecer. Pero el deseo de esos criterios corresponde al pensamiento en blanco y negro, al pensamiento cosificado que hoy impide la experiencia penetrativa de las figuras mentales. La decisión depende de innumerables categorías mediadoras. Probablemente pueda esperarse sólo de las teorías plenamente desarrolladas del arte y de la sociedad; y también de personas que confíen enteramente, sin prejuicios ni reservas, en la regularidad y definición de las figuras. Pero también habría que pedírsela a los responsables de la producción artística televisiva. La inteligencia media, la simpatía por el término medio, el ponderado common sense capaz de equilibrar la cualidad de la cosa y los reflejos de los consumidores no son suficientes. No harían más que favorecer lo malo que el término medio ya supone para la mente. Tampoco lo es la disposición a mirar desde arriba, desde supuestos puntos de vista superiores, los productos mentales y situarse por encima de ellos, en vez de entenderlos según su propia ley, con el efecto de que no los puede tomar seriamente como lo que son. De todas maneras, quien alguna vez haya distinguido entre la forma consecuente y pura y la superficial; entre la pieza que expresa algo y la que sólo insinúa; entre la que extrae las consecuencias de sus implicaciones y la que rehúye las consecuencias; entre la que utiliza sus medios de manera independiente y la que imita el efecto comprobado; quien haya hecho y admitido estas distinciones, concederá, quiera o no, la posibilidad de la distinción objetiva. No hay ninguna receta para materializar esta posibilidad en la realidad de la producción y la crítica. Si hubiera una y se aplicara, el arte se reduciría justamente a ese cálculo previo que en el mundo administrado trata de establecerse. Puede decirse, en general, que cuanto más parece que los productos se amoldan a las necesidades de los hombres, exactamente a las necesidades manifiestas, más sacrifican de su cualidad. De esta contradicción no escapa quien se imagine que puede unir inteligentemente ambas cosas. La ideología del bloque del Este alimenta esta ilusión; y los resultados se vuelven contra ella. Sería fatal que algo semejante se fuese preparando bajo las condiciones de la democracia formal; que la búsqueda de la mayoría produjese algo parecido a lo que en dicho bloque el decreto de los dictadores.

No quisiera mostrarme derrotista respecto a la pregunta de si el público puede en general querer lo justo o adecuado. Para que pueda quererlo tendría que actuar por sí mismo y, a la vez, contra sí mismo. La condición a largo plazo para ello sería la educación, si es que aún se está a tiempo. Si la industria cultural ya se está adueñando de los niños y los adolescentes para conseguir la infantilización de la totalidad, hay que hacer frente a ello en la enseñanza, por ejemplo en la educación cívica. Es probable que una clase a la que se haya enseñado en el aparato lo que es un programa televisivo producido en serie sea menos vulnerable. Quizá puedan también crearse con la misma intención algo así como organizaciones, pero no tomando por modelo los clubes de aficionados al cine o al jazz, que se limitan a absorber la oferta, sino organizaciones críticas que exijan que no se les ofrezca ninguna idiotez calculada. En la actual situación de Alemania tendrían que preocuparse también de que las posibilidades del discrepante, que en este país se han mantenido intactas y han demostrado su eficacia hasta dentro de la política, les sean cercenadas por el centralismo cultural. Estas organizaciones tal vez necesitarían ante todo de especialistas críticos que les transmitieran los razonamientos que el sistema en perfecto funcionamiento de la industria cultural les prohíbe. Pero tendrían que ser lo suficiente flexibles para no repetir sin más lo que la vanguardia les dijera, y ser capaces de desarrollar por sí mismas, en vivo contacto con ésta, fuerzas espontáneas.

A primera vista, todo parece contrariar la esperanza de que se logre llevar a cabo algo así. Pero ésta parece que tiene una oportunidad bien real. Los millones de personas que consumen la cultura de masas para ellas concebida, que es lo que propiamente hace de ellas una masa, no tienen una conciencia en sí misma homogénea. Por debajo de una delgada capa ideológica sospechan de manera preconsciente que las portadas de las revistas ilustradas o los éxitos musicales envueltos en celofán les engañan. Probablemente digan sí a todo lo que se les echa de una manera tan convulsa porque, mientras no tengan otra cosa, han de rechazar la conciencia de ese engaño. Habría que despertar esta conciencia para conseguir que las mismas fuerzas humanas que hoy están mal orientadas y atadas a lo falso reaccionen contra esta anormalidad.

1963