«Antropología cultural»
Las consideraciones de Erich Rothacker tienen como propósito justificar la necesidad de una nueva rama científica, que él denomina Kulturanthropologie, y establecerla como una disciplina con objeto propio. Mi principal objeción a estas aspiraciones es que el intento de aislar, definir y destacar a toda costa ámbitos científicos particulares e independientes, incluso cuando los motivos de la supuesta nueva ciencia hace tiempo que están presentes en otras ciencias, no sólo puede conducir a una especialización vacua y formalista, sino que también puede acabar haciendo violencia al objeto que se quiere estudiar científicamente y sometiendo su contenido a deformaciones y juicios erróneos. Este peligro me parece particularmente agudo en la conferencia de Rothacker. Intentaré probar esta afirmación en algunos puntos nucleares. Obviamente, en esta tarea me ocuparé menos de la organización de la ciencia, como, por ejemplo, el deslinde de la antropología cultural respecto a la sociología de la cultura, que de las ideas filosóficas relativas a la cultura en que la ponencia de Rothacker se basa.
Su concepto de la cultura parte de que es «característico del modo de ser del hombre» el que la producción de bienes no sirva solamente para satisfacer sus necesidades físicas, sino «dondequiera han vivido grupos humanos, han brotado mitos, cultos religiosos, ideas morales, poesía y obras de arte». Este hecho es en sí mismo indiscutible. Pero la separación entre necesidades físicas e instancias culturales no puede llevarse a cabo de manera absoluta. Ello significaría simplemente trasladar la división hoy dominante de las ciencias en prácticas y culturales a la vida misma de la humanidad. Pero no cabe imaginar que las actividades humanas que sirven a la conservación de la vida y las denominadas culturales se hubieran originado de manera independiente, hubieran estado desde el principio claramente deslindadas y, por su contenido y su sentido, no tuvieran nada que ver unas con otras. Las actividades que Rothacker reúne bajo el concepto superior de cultura históricamente remiten, antes bien, a prácticas mágico-religiosas, y éstas buscaban al mismo tiempo, como aún sucede en pueblos primitivos, dominar la naturaleza material para garantizar la autoconservación. Y, al contrario, las llamadas actividades prácticas se originaron, antes de llegar a ser más o menos «racionales», bajo encantamientos mágicos. Sólo con la progresiva desmitologización, con el proceso de ilustración de la humanidad, llegaron a separarse ambos dominios. El motivo decisivo fue la división del trabajo, que dispensó a las capas superiores del trabajo material, luego tachado de inferior, y les reservó el espíritu como privilegio. Reconocer la separación entre actividad material y actividad espiritual ya en el origen y establecerla de modo absoluto no conduce a otra cosa que a eternizar esa división social como algo inherente al concepto de la sociedad y otorgarle una suerte de dignidad que no le cabe.
A esto exactamente obedece el que Rothacker sustente su concepto de cultura en la tesis de que «en estas realizaciones, el hombre desarrolla su en parte constante, en parte variable, esencia» —un descubrimiento que anima a Rothacker a concebir algo tan poco atrayente como una «ciencia comparativa de la humanidad»—. Contra la tesis de que «la sustancia sustentadora de todo el acontecer cultural» sea el hombre, nada hay que objetar que no sea su banalidad. Pero esta tesis, por su formalismo, da pie a un falseamiento de la realidad. Éste radica en que —en contraste con el significado concreto de la cultural anthropology americana— la nueva antropología cultural ha de servir para «dilucidar las leyes de la cultura humana desde la esencia del hombre», una concepción de la que Rothacker afirma con una naturalidad poco convincente que «tiene lógica conexión» con la antropología cultural empírica. Pero, en realidad, el intento de derivar la cultura de la esencia del hombre, la renuncia a entenderla desde lo que es esencial para los hombres, es decir, en relación con la historia de la humanidad, con las luchas y padecimientos de ésta y con la función que la cultura cumple para bien y para mal en la vida de la humanidad. Aquí se perpetúa y enaltece palpablemente aquella distinción entre actividades culturales y materiales a que antes me refería. Y esta distinción es reducida a la naturaleza humana como tal, no al proceso vital de la sociedad. La banalidad de que la sustancia del acontecer cultural sea el hombre es en su carácter abstracto tan falsa como toda banalidad: de las formaciones o, como Rothacker las llama, «obras» que constituyen la cultura, en modo alguno ha brotado todo, ni siquiera lo más decisivo, libremente de la esencia humana, sino que la mayor parte de aquéllas lo ha hecho bajo la presión de circunstancias que sin duda son humanas, pero que se han independizado del hombre para tomar un aspecto inhumano, coactivo. Es asombroso que un hombre formado en la historia del pensamiento, como Rothacker, hable de cultura sin acordarse siquiera de los conceptos de alienación y cosificación, una y otra vez resaltados por la crítica responsable de la cultura desde Fichte y Hegel, o más propiamente desde Rousseau. Su antropología cultural viene, en contraste con aquellos pensadores, manifiestamente en defensa de la cultura tal como sencillamente se presenta.
La sospecha de conformismo se confirma en la interpretación sumaria que Rothacker hace de la cultura. Dice así: «Si queremos reducir la vida y la autoconciencia de estas sociedades a una breve fórmula, podríamos encontrar ésta: la sociedad dice constantemente: “así vivimos”, “así ordenamos nuestra vida social y política”, “así nos casamos”, “así se nos entierra”, “así rezamos a los dioses”, “así es nuestra vida económica”, “así administramos justicia”, “así hablamos”, “esto es para nosotros sagrado, bueno, bello, verdadero”, “así interpretamos el enigma del mundo”». Esta descripción es ante todo injusta con la cultura. La reduce sin más a lo que en cierta ocasión denominamos en el círculo del Instituto de Investigación Social su carácter afirmativo, y a lo que recientemente un filósofo llevó con toda ingenuidad al absurdo al afirmar que toda poesía es alabanza. El elemento negativo de la cultura, la crítica a lo existente, el ir más allá de lo que simplemente es y todos los sueños y todas las utopías son cosas que estas definiciones de la cultura repudian. Pero si se concede a Rothacker que la cultura al servicio del mundo, al que aparentemente se enfrenta como algo independiente, de hecho expresa y sanciona en gran medida ese «así vivimos» e inculca lo que ella abraza, habría que preguntarse con insistencia si la cultura no se revela como algo enajenado, algo que ejerce violencia contra el hombre, y si la cultura en general no empieza a poner a prueba su concepto allí donde se libera del gesto del «así es como lo hacemos», que más recuerda al maestro de escuela sádico y al carcelero que al Shakespeare de Romeo y Julieta, al Goethe del primer Fausto o al Beethoven de Fidelio. No hay ciencia de la cultura sin crítica de la cultura, porque la crítica es la verdad de la cultura.
Rothacker, por el contrario, acepta sin crítica ese «así vivimos», destilando de él un concepto de «estilo» sobre el que cae toda la luz de su antropología cultural. «La historia política trata de las luchas de la sociedad por la existencia y por el poder también en interés de su estilo de vida. La cultura de estas sociedades consiste en estas maneras o estilos de ordenación de la vida e interpretación del mundo. Ella es lo permanente, el sustrato que se conserva y se modifica. Por él lucha últimamente la sociedad». La afirmación de que la sociedad lucha por sus «estilos», y no por intereses reales, es insostenible si no se amplía la noción de «estilo» hasta hacerla comprender la totalidad de una fase social, perdiéndose así todo lo específico. Pero en Rothacker todo queda, a la vieja manera idealista, en que este estilo determina como principio espiritual la realidad, y los acentos valorativos son colocados en consonancia con esta concepción. Se prescinde de las necesidades vitales y de la autoconservación real de la sociedad. Esto se pone claramente de manifiesto en un pasaje posterior de la ponencia de Rothacker: «La cultura en sentido estricto es, pues, un estado de configuración de una vida social, y lo configurado puede resultar más o menos acabado, estilizado, acuñado. En virtud de ello nos formamos un juicio sobre la altura de una cultura». En virtud de ello, la nueva antropología cultural hace de una concepción tan limitada de la unidad, la fisonomía y la forma de una cultura como la orientada al ideal del estilo el criterio para decidir si esa cultura es buena o mala. Que una sociedad logre reproducir la vida de sus miembros y procurarles la felicidad y una vida humanamente digna es algo que aquí no cuenta. Culturas bárbaras en las que no se tolera ninguna desviación y en las que toda acción está marcada por la ley de la colectividad impuesta a los hombres, como lo era, por ejemplo, la azteca, tendrían que ocupar, según la escala de Rothacker, el puesto más alto.
Lo que Rothacker ofrece es un esteticismo aguado con las ideologías más triviales del filisteo de la cultura. Y se encamina al absurdo cuando, como hace Spengler, pone sobre las estrellas la «forma» de una cultura, pero olvida la forma de su propia expresión y no tiene empacho en pronunciar frases que, por trilladas y huecas, ponen en evidencia toda la concepción que las sustenta. Cito algunas: «La cultura en sentido riguroso significa nivel, forma bien desarrollada». El concepto de nivel aquí aducido parece tomado más del ámbito de las fiestas de empresa y las celebraciones de clubes que del de la filosofía de la historia; pero el de forma desarrollada procede de la jerga de los informadores deportivos. Son incontables las frases de este tenor del antropólogo de la cultura entusiasta del estilo, como la que suelta cuando, a propósito del cristianismo, certifica que «sólo en el mundo mediterráneo fue competitivo gracias a la formación griega y romana recibida», como si se tratase de un artículo de exportación; o cuando ofrece ejemplos de sabiduría como el de que «todos los acontecimientos son promovidos por hombres individuales», como si se tratase de asuntos comerciales. Con este estilo intelectual concuerda no sólo la afirmación de que hasta las disputas familiares son «estilos de vida» en los que se lucha por algo, sino también, y sobre todo, el que, en una consideración sobre la población aria y prearia de la India, admita la frase «racialmente considerado». Estilos de la humanidad, forma desarrollada, la idolatría del espíritu desasido y la superstición de las razas son momentos de la misma cultura —la que hoy intenta desnazificarse envolviéndose en antropología.
Ca. 1951