Liderazgo democrático y manipulación de masas[31]
Los conceptos de «liderazgo» y «acción democrática» están tan profundamente involucrados en la dinámica de la moderna sociedad de masas, que su significado no puede darse por sentado en la presente situación. La idea del líder, que contrasta con la del príncipe o la del señor feudal, nació con el surgimiento de la democracia moderna. Guardaba relación con el partido político que elige a aquellos a quienes confiere la autoridad de actuar y hablar en su nombre y, al mismo tiempo, supone cualificados para guiar a sus bases mediante la argumentación racional. Desde la famosa Sociología de los partidos de Robert Michel, la ciencia política ha demostrado claramente que esta concepción clásica, rousseauniana, ya no corresponde a los hechos. Diversos procesos, como el enorme incremento numérico de los partidos modernos, su dependencia de grandes intereses muy concentrados y su institucionalización, han hecho que el funcionamiento verdaderamente democrático del liderazgo, si alguna vez se ha dado en la realidad, desaparezca. La interacción entre partido y liderazgo se ha limitado cada vez más a manifestaciones abstractas de la voluntad de la mayoría a través de votaciones, cuyos mecanismos están en gran medida sometidos al control del liderazgo establecido, a pesar de que, en situaciones decisivas, la democracia al nivel de las bases, en cuanto opuesta a la opinión pública oficial, muestra una asombrosa vitalidad. El propio liderazgo, frecuentemente aislado del pueblo, se ha vuelto cada vez más rígido y autónomo. Y a consecuencia de ello, el efecto del liderazgo en las masas ha dejado de ser enteramente racional, para revelar ciertos rasgos claramente autoritarios que siempre están latentes allí donde el poder es ejercido por unos pocos sobre muchos. Figuras huecas e hinchadas, como Hitler y Mussolini, investidas de un falso «carisma», son los últimos beneficiarios de estos cambios sociales dentro de la estructura del liderazgo. Dichos cambios afectan profundamente a las masas. Si el pueblo siente que no es capaz de decidir realmente su suerte, como sucedió en Europa; si está desilusionado sobre la autenticidad y eficacia del proceso político democrático, siente la tentación de renunciar a lo sustancial de la autodeterminación democrática y probar suerte con aquellos que considera que al menos son fuertes: sus líderes. Los mecanismos de identificación e introyección autoritarias que Freud describió[32] a propósito de las organizaciones jerárquicas, como, por ejemplo, las iglesias y los ejércitos, pueden apoderarse de un gran número de personas, incluso dentro de grupos cuya esencia es antiautoritaria, como, sobre todo, los partidos políticos. Este peligro, aunque por ahora aparentemente remoto, es la parte negativa del afianzamiento, con voluntad de perpetuarse, del liderazgo. La observación frecuentemente hecha de que en la actualidad la democracia genera fuerzas y movimientos antidemocráticos denota la más obvia manifestación de este peligro.
Por consiguiente, hay que dar a las ideas de democracia y liderazgo un significado más concreto, así como prevenir su reducción a meras palabras, las cuales pueden acabar diciendo lo más opuesto a su significado intrínseco. A lo largo de los tiempos se ha sabido —antes de que Ibsen lo recogiera en la tesis de su Enemigo del pueblo, y de hecho desde que en la antigua Grecia surgiera por primera vez el problema de la oclocracia— que frecuentemente la mayoría de la gente actúa ciegamente, conforme a la voluntad de poderosas instituciones o figuras demagógicas, y en oposición a los conceptos básicos del democratismo y a su propio interés racional. Emplear la idea de democracia de un modo meramente formal, aceptar la voluntad de la mayoría per se, sin considerar el contenido de las decisiones democráticas, puede conducir a una completa perversión de la propia democracia, y finalmente a su abolición. La función del liderazgo democrático es, hoy quizá más que nunca, hacer a los sujetos de la democracia, al pueblo, conscientes de sus deseos y necesidades contra las ideologías introducidas en sus cabezas por las innumerables comunicaciones de los grandes intereses. Ellos deben comprender estos principios de la democracia, que cuando son violados, lógicamente, dificultan el ejercicio de sus derechos y los reduce de sujetos autodeterminados a objetos de maniobras políticas opacas. En una época como la nuestra, en la que el hechizo de una cultura de masas controladora de las mentes se ha vuelto casi universal, este postulado, a pesar de ser de simple sentido común, parece casi utópico. Sería ingenuamente idealista suponer que esto se podría conseguir sólo con medios intelectuales. La conciencia, y también el inconsciente, de las masas ha estado hasta tal punto condicionada por los poderes reales, que no basta con «exponerle los hechos». Al mismo tiempo, el progreso tecnológico ha hecho a las gentes tan «racionales», despiertas, escépticas y resistentes a todo tipo de adoctrinamientos —frecuentemente son indiferentes a la más activa propaganda, aunque estén en juego asuntos importantes—, que no cabe dudar de la existencia de fuertes tendencias contrarias a los modelos ideológicos, que todo lo invaden, de nuestro clima cultural. La ilustración democrática tiene que apoyarse en estas tendencias, que, a su vez, deben hacer uso de todos los recursos que el conocimiento científico pone a nuestra disposición.
Pero las tentativas de ir en esta dirección encuentran un potente freno en la idea del liderazgo. Requieren manifestaciones que desacrediten sin temor el tipo de liderazgo universalmente promovido en la moderna sociedad de masas, que propicia una transferencia o una identificación irracionales que son incompatibles con la autonomía intelectual, verdadero núcleo del ideal democrático. Simultáneamente, la ilustración democrática impone exigencias muy claras al liderazgo democrático. Que este liderazgo haya de aceptar ciertas tendencias objetivas, progresistas, presentes en la mente de las masas, no significa, ni remotamente, que el líder democrático deba «hacer uso» de esas tendencias; que, en interés de los propios fines democráticos, deba manipular a las masas mediante la hábil explotación de su mentalidad. El verdadero objetivo es aquí la emancipación de la conciencia, y no su esclavización bajo otra forma. Un líder auténticamente democrático, que es más que un mero defensor de intereses políticos vinculados a una ideología liberal, necesariamente ha de abstenerse de todo cálculo «psicotécnico», de todo intento de influir en masas o grupos humanos por medios irracionales. En ninguna circunstancia puede tratar a los sujetos de la acción política y social como meros objetos con el fin de venderles una idea. Esta actitud supondría una inconsistencia entre fines y medios que empañaría la sinceridad de todas sus propuestas y destruiría la convicción que en ellas late. Incluso en un nivel puramente pragmático, esa actitud inevitablemente se aproximaría a la habilidad de quienes piensan y actúan sólo en términos de poder, que son en gran medida indiferentes a la validez objetiva de una idea y que, desembarazados de «ilusiones humanitarias», admiten la disposición enteramente cínica a considerar a los seres humanos como mera materia prima moldeable a voluntad. Durante la crisis de la República de Weimar, por ejemplo, el Reichsbanner Schwarz-Rot-Gelb[33], una organización liberal progresista con un considerable número de miembros, trató de contrarrestar el método nazi de emplear estímulos propagandísticos irracionales introduciendo otros símbolos, esto es, imitándolo. Contra la esvástica, las tres flechas, y contra el grito de guerra Heil Hitler, el de Frei Heil, luego modificado a Freiheit. El hecho de que estos símbolos torpemente conectados de la democracia alemana no sean conocidos en este país evidencia su completo fracaso. Fue fácil para la maquinaria de Goebbels ridiculizarlos. Al menos inconscientemente, las masas se daban cuenta de que lo más que este tipo de contrapropaganda hacía era intentar arrancar una hoja del libro nazi; que quedaba en inferioridad en su propio campo, y que en su acto de emulación, en cierta manera, admitía la derrota.
Nunca estará de más aplicar la lección de esta experiencia a nuestra escena. En lo que concierne a la relación de las masas con su propia democracia, el liderazgo democrático no debe buscar una propaganda mejor y más completa, sino esforzarse por vencer el espíritu de la propaganda mediante una estricta adhesión al principio de la verdad. En su lucha contra Hitler, el liderazgo de los Aliados finalmente reconoció este principio y contrarrestó la propaganda interior alemana hablando exclusivamente de hechos. Este proceder demostró no sólo que era moralmente superior, sino también su efectividad, ganándose la confianza de la población alemana.
Pero volver a este principio entraña un problema que debe tratarse con la máxima seriedad. Y es que, enunciándolo de un modo abstracto, la exigencia de sinceridad a toda costa tiene un aire poco menos que inaceptable de inocencia infantil. Su idea la han echado por tierra los defensores de la Realpolitik —sobre todo el propio Hitler—, cuyos argumentos son casi aplastantes. Para tener el respaldo de las masas —tal es su principal argumento— hay que tomar a las masas tal como éstas son y no como se desea que sean; en otras palabras, hay que tener en cuenta su psicología. Es inútil difundir la verdad objetiva sin una evaluación de los sujetos a los que se dirige. Esa verdad podría no llegar nunca hasta ellos y quedar reducida a la impotencia, porque desbordaría su capacidad de comprensión. La propaganda, razonaba Hitler, tiene que ajustarse a los más estúpidos de aquellos a los que va dirigida; no debe ser racional, sino emocional. Esta fórmula demostró tal eficacia, que su evitación parece llevar a una situación sin esperanza. La eficacia del principio de la verdad en la propaganda de guerra de los Aliados, podría argüirse, habría que atribuirla a condiciones más bien psicológicas: sólo después de que el sistema de Goebbels de la mentira general y las promesas nazis de una guerra breve y protección del país contra ataques aéreos quedasen disueltos vino la verdad a satisfacer un deseo psicológico y a resultar aceptable y apetecible. Ninguna sobria evaluación de la escena americana ignorará el hecho de que la propaganda está sumamente libidinizada. En una cultura empresarial en la que la publicidad ha devenido en una institución pública de dimensiones colosales, el pueblo está emocionalmente conectado no sólo a los contenidos de la publicidad, sino incluso a los mecanismos propagandísticos como tales. La propaganda moderna proporciona a quienes están expuestos a ella cierta satisfacción personal, por vicaria o espuria que sea. Pero el repudio de la propaganda requeriría un repudio instintivo por parte de las masas. Y no sólo de la belleza en traje de baño asociada a «su jabón favorito», sino también, y de una manera más sutil y resuelta, de la propaganda política. Los campeones de la propaganda fascista, en particular, desarrollaron un ritual que llegó a parecer a sus partidarios todo un programa político bien definido. Para el observador superficial, la esfera política parece predestinada a ser monopolizada por astutos propagandistas: para la mayoría de la gente, la política es un mundo de iniciados, si no de chanchulleros y jefes de máquinas. Cuanto menos cree el pueblo en la integridad política, tanto más fácilmente puede ser engañado por políticos que despotrican contra la política. Mientras que el principio de la verdad y los procesos racionales a él inherentes exigen cierto esfuerzo intelectual, que probablemente no encuentre demasiados amigos, la propaganda en general, y la fascista en particular, está perfectamente adaptada a la línea de menor resistencia.
A menos que el principio de la verdad se formule de manera más concreta, puede reducirse a una fraseología empalagosa. La tarea se quedaría a medias. Es preciso encontrar un enfoque que no haga la más mínima concesión a aquellas aberraciones de la verdad que son casi inevitables si las comunicaciones se adaptan a sus consumidores previstos. Al mismo tiempo, hay que derribar los muros de la inercia, la resistencia y las pautas mentales condicionadas. Esto parecerá una empresa imposible a quienes parlotean sobre la inmadurez de las masas. Sin embargo, el argumento de que hay que tomar al pueblo tal como es dice la verdad a medias; pasa por alto el potencial de autonomía y espontaneidad de las masas, que se mantiene bien vivo. Es imposible decir si un enfoque como el aquí postulado daría resultado, y la razón de que nunca se haya intentado ponerlo en práctica a gran escala hay que buscarla en el sistema imperante mismo. Sin embargo, intentarlo es esencial.
Como primer paso habría que desarrollar comunicaciones que, al tiempo que se ciñen a la verdad, intentaran reducir los factores subjetivos que impiden la aceptación de la verdad. La fase psicológica de la comunicación debe, no menos que el contenido de la misma, respetar el principio de la verdad. Aunque haya que contar con el elemento irracional, éste no debe quedar intacto, sino que es menester combatirlo poniéndolo en evidencia. La competencia objetiva, fáctica, debe combinarse con el esfuerzo por promover el análisis de las disposiciones irracionales que impiden que las personas juzguen de manera racional y autónoma. La verdad que el liderazgo democrático ha de propagar se refiere a hechos enturbiados por distorsiones arbitrarias y, en muchos casos, por el espíritu mismo de nuestra cultura. Es preciso fomentar la autorreflexión en aquellos a quienes deseamos liberar de las garras del todopoderoso condicionamiento. Este doble desideratum parece estar aún más justificado desde que apenas cabe ya duda alguna sobre la existencia de una estrecha interacción entre dos factores, cuales son las desilusiones de la ideología antidemocrática y la ausencia de introspección (y este último hecho obedece en gran medida a mecanismos de defensa).
Para que nuestro enfoque sea eficaz, ha de presuponer un perfecto conocimiento del contenido y la naturaleza de los estímulos antidemocráticos a que las masas modernas están expuestas. Ello requiere un conocimiento de las necesidades y los impulsos de las masas que las hacen sensibles a dichos estímulos. Obviamente, los principales esfuerzos del liderazgo democrático deben dirigirse a aquellos puntos donde los estímulos antidemocráticos y las disposiciones subjetivas coinciden. Siendo el problema tan complejo, nos conformamos aquí con una discusión acerca de un ámbito limitado, pero particularmente crítico, en el que estímulos y efectos se concentran de modo especial, y que es el de las razas odiadas en general, y actualmente el del antisemitismo totalitario en particular. Se ha subrayado que el antisemitismo, en la medida en que forma parte de una política, es menos una manifestación espontánea, un fenómeno per se, que la punta de lanza del antidemocratismo. En casi ningún otro ámbito es tan patente el aspecto manipulador del antidemocratismo. Al mismo tiempo, se nutre de viejas tradiciones y fuentes marcadamente emocionales. Los demagogos fascistas regularmente logran el máximo efecto cuando mencionan y ridiculizan a los judíos. Es un hecho indiscutible que dondequiera que brota el antisemitismo, cualquiera que sea la forma que adopte, es indicativo de deseos más o menos articulados de destrucción de la democracia misma, la cual se basa en el inalienable principio de la igualdad humana.
Numerosas investigaciones científicas han arrojado luz sobre la relación entre estímulos y propensiones que marca el punto de partida de nuestro enfoque. En cuanto a los estímulos, el Instituto de Investigación Social[34] ha estudiado las técnicas de los agitadores fascistas americanos —caracterizados por su simpatía abiertamente declarada por Hitler y el nacionalsocialismo alemán—. Estos estudios muestran claramente que los agitadores fascistas americanos siguen unas pautas rígidas y muy estandarizadas, basadas casi por entero en su contenido psicológico. Los programas positivos brillan por su ausencia. Sólo recomiendan medidas negativas, principalmente contra minorías, pues sirven de válvula de escape a la agresividad y la furia contenida. Todos los discursos de los agitadores, monótonamente similares unos a otros, son primariamente una actuación hecha con el propósito inmediato de crear la atmósfera deseada. Mientras la superficie seudopatriótica de estas comunicaciones exhibe una mixtura de trivialidades pomposas y mentiras absurdas, su significado subyacente apela a impulsos secretos de la audiencia: llama a la destrucción. La inteligencia entre el aspirante a Führer y sus futuros secuaces descansa en el significado oculto introducido en las cabezas de éstos mediante la repetición incesante. Los contenidos ideacionales de los discursos y los panfletos de los agitadores pueden reducirse a un pequeño número —no de más de veinte— de recursos mecánicamente aplicados. El agitador no espera que su audiencia se aburra con la repetición sin fin de estos recursos y consignas manidas. Cree que la pobreza intelectual de su marco de referencia le proporciona un halo de claridad que hace que quienes saben lo que pueden esperar de él sientan una peculiar atracción por su persona, igual que a los niños les gusta la incesante repetición literal del mismo cuento o canción.
El problema de la propensión subjetiva al antidemocratismo y al antisemitismo ha sido estudiado en el Reserach Project on Social Discrimination, un proyecto conjunto del Berkeley Public Opinion Study Group y el Institute of Social Research[35]. El tema principal del estudio es la interconexión entre, por un lado, rasgos y motivaciones psicológicos y, por otro, actitudes sociales e ideologías políticas y económicas. Las conclusiones respaldan ampliamente la suposición de una clara separación entre las personalidades antidemocráticas, autoritarias, y aquellas otras cuyo carácter está en armonía con los principios democráticos. Se ofrecen pruebas de la existencia de un «carácter fascista». Aunque pueden encontrarse variaciones precisas de este carácter entre sus representantes en la población, no hay un núcleo concreto, tangible, un síndrome general común a todo aquello que puede definirse como autoritarismo. Éste combina la adulación y la sumisión a la fuerza, con castigos y agresiones de naturaleza sádica contra toda debilidad. Este síndrome del carácter fascista guarda más relación con actitudes discriminatorias, contrarias a las minorías, que con ideologías políticas declaradas; en otras palabras: la sensibilidad a los estímulos fascistas, más que caracterizar a un credo extendido por la superficie de los sujetos, se da en un nivel psicológico, caracterológico.
La comparación de los resultados de los dos estudios respalda la hipótesis teórica de que existe una clara afinidad entre el significado de los usos político-psicológicos fascistas y la estructura caracterológica e ideológica de aquellos a los que va dirigida la propaganda. Después de todo, lo más probable es que el agitador fascista sea un carácter fascista. Lo que se ha observado en Hitler —un agudo psicólogo práctico y, a pesar de su aparente locura, muy consciente de las disposiciones de sus seguidores— vale también para sus imitadores americanos, quienes, por cierto, están sin duda familiarizados con las recetas tan cínicamente ofrecidas en Mein Kampf. Basten aquí unos pocos ejemplos ilustrativos de la armonía existente entre estímulos y propensiones. La técnica, generalmente empleada por los agitadores, de la repetición incesante de fórmulas rígidas está en sintonía con la tendencia compulsiva, propia del carácter fascista, al pensamiento inflexible y estereotipado. Para el carácter fascista, así como para sus posibles líderes, el individuo es un mero espécimen de su tipo. Esto explica en parte la intransigente, rígida, división entre los que están dentro y los que están fuera del grupo. De acuerdo con la famosa descripción de Hitler, el agitador distingue sin matices entre el grano y la paja, entre los que se salvarán, los elegidos, «nosotros», y los esencialmente malos, los que están a priori condenados y deben perecer, «ellos», los judíos. Asimismo, el carácter fascista está convencido de que todos los que pertenecen a su clan o grupo, sus amigos y sus parientes, son la gente decente, y todo lo extraño a ellos le hace sospechar y lo rechaza moralistamente. Así, el criterio moral del agitador y sus posibles seguidores tiene doble filo. Mientras éstos exaltan valores convencionales y, sobre todo, exigen lealtad inquebrantable al grupo, no reconocen deberes morales con los demás. El agitador se indigna con el sentimentalismo de los miembros del gobierno que pretenden enviar «huevos a Afganistán», pues su personalidad prejuiciada no se compadece de los pobres, tiende a considerar al desempleado como un holgazán por naturaleza, como una carga, y al judío como un inadaptado, un parásito que podría ser eliminado. El deseo de exterminio está conectado con ideas de suciedad e inmundicia, y va de la mano con un énfasis exagerado en los valores físicos externos, como la limpieza y la pulcritud. Por su parte, el agitador denuncia constantemente a los judíos, los extranjeros y los refugiados como sanguijuelas e indeseables. Finalmente, podemos mencionar un consenso entre los agitadores fascistas y el carácter fascista que sólo puede explicarse adecuadamente recurriendo a la psicología profunda. El agitador se presenta como salvador de todos los valores establecidos y de su país, pero constantemente hace hincapié en oscuras, siniestras premoniciones, en la «inminente fatalidad». Estos rasgos se encuentran en el modo de ser de la personalidad prejuiciada, que siempre insiste en el orden positivo, conservador, de todas las cosas y condena las actitudes críticas por considerarlas destructivas. Sin embargo, experimentos realizados con el Murray Thematic Apperception Test han mostrado claramente que su fantasía espontánea alberga tendencias fuertemente destructivas. Por doquier ve actuar fuerzas malignas, cae fácilmente en toda clase de supersticiones y teme catástrofes mundiales. En realidad desea unas condiciones caóticas más que el orden establecido en el que parece creer. Se considera un conservador, pero su conservadurismo es una farsa.
Esta correspondencia entre estímulos y pautas de reacción es de una importancia capital para un enfoque limitado como el nuestro. Nos permite utilizar la técnica de las mentiras del agitador como guía para trasladar de una forma realista el principio de la verdad a la práctica. Enfrentándonos adecuadamente a los recursos del agitador no sólo reduciríamos la efectividad de su particular técnica de manipulación de masas, potencialmente muy peligrosa; podríamos, además, llegar a comprender aquellos rasgos psicológicos que impiden a gran número de personas aceptar la verdad. En un nivel racional, las afirmaciones del agitador son tan espurias, tan absurdas, que tiene que haber razones emocionales muy poderosas para que las haga. Podemos presumir que la audiencia de algún modo percibe lo absurdo de las mismas. Sin embargo, en vez de disuadirle de hacerlas, parece que le alegra escucharlas. Es como si la energía del furor ciego se dirigiera últimamente contra la idea misma de la verdad, como si el mensaje realmente apetecido por la audiencia fuese enteramente diferente de su apariencia seudofáctica. Y es precisamente a este punto crítico donde debemos dirigir nuestro ataque.
Las connotaciones psicoanalíticas de nuestra discusión son obvias. Llevar el principio de la verdad más allá del nivel de la exposición de los hechos y la refutación racional —que demostró ser ineficaz o, al menos, insuficiente en este dominio[36]— y traducirlo a términos de la personalidad de los sujetos equivaldría a hacer psicoanálisis a escala de masas. Obviamente, esto no es factible. Además de consideraciones económicas, que excluyen este método y lo limitan a casos seleccionados[37], puede aducirse una razón más intrínseca. El carácter fascista no es el de una persona enferma. No muestra ningún síntoma en el sentido clínico ordinario. De hecho, el Research Project on Social Discrimination parece indicar que en muchos respectos es menos neurótica y, al menos superficialmente, está mejor adaptada que la personalidad no prejuiciada. Las deformaciones que, sin duda alguna, están en la raíz del carácter prejuiciado pertenecen a la esfera de las «neurosis del carácter», que —como los psicoanalistas modernos han reconocido— son más difíciles de curar, y sólo con un tratamiento que requiere un largo periodo. En las condiciones imperantes, el liderazgo democrático no puede esperar cambiar fundamentalmente las personalidades de aquellos de cuyo apoyo depende la propaganda antidemocrática. Tiene que concentrarse en el esclarecimiento de actitudes, ideologías y conductas, haciendo el mejor uso posible de los resultados de la psicología profunda, pero no aventurarse en empresas seudoterapéuticas. Este programa tiene, desde luego, algo de círculo vicioso, ya que una penetración sustancial en el poderoso mecanismo de defensa del carácter fascista sólo se puede esperar de un análisis en toda regla, que aquí está descartado. Sin embargo, habrá que intentarlo. En la dinámica psicológica existen, para usar la expresión de Freud, «efectos de palanca». Éstos raramente se producen en la vida cotidiana del individuo, pero el liderazgo democrático, que no tiene que contentarse con la transferencia psicológica, pero puede confiar en los medios de la verdad objetiva y el interés racional, puede hallarse en una posición ventajosa para inducirlos.
En esta conexión puede sernos útil nuestro conocimiento de los recursos de los agitadores. A partir de ellos podríamos desarrollar, por así decirlo, vacunas contra el adoctrinamiento antidemocrático que fueran más potentes que la mera reiteración de pruebas de la falsedad de diversas imputaciones antisemitas. En un panfleto, o manual, escrito conjuntamente por Max Horkheimer y el autor de estas líneas describimos cada uno de los recursos típicos, la diferencia entre las opiniones manifiestas y las intenciones ocultas y el mecanismo psicológico específico que desencadena las respuestas de los sujetos a los estímulos típicos. El manual se halla todavía en una fase preliminar, y aún queda por realizar la extremadamente difícil tarea de traducir los resultados objetivos en que se basa a un lenguaje que pueda entenderse fácilmente sin diluir su sustancia. Esta tarea debe llevarse a cabo mediante el ensayo y el error, mediante la comprobación de la comprensibilidad y la eficacia en diversos grupos y la continua introducción de mejoras antes de distribuir el manual a gran escala. La distribución prematura podría hacer más mal que bien. Pero lo importante para nosotros es el enfoque como tal, no su elaboración final. Sus méritos residirían en el hecho de que combina el estricto principio de la verdad con una posibilidad real de tocar algunos puntos neurálgicos del antidemocratismo. Esto lo hace mediante la elucidación justamente de aquellos factores subjetivos que impiden la realización de la verdad. Lo menos que puede decirse a favor de nuestro enfoque es que inducirá a la gente a reflexionar sobre sus propias actitudes y opiniones, que generalmente da por sentadas, sin caer en una actitud moralizante o sermoneante. La tarea se ve técnicamente facilitada por el número, muy limitado, de recursos de los agitadores.
Nuestro enfoque, sin duda, recibirá bastantes objeciones importantes venidas de direcciones tanto políticas como psicológicas. Políticamente puede argüirse que los poderosos intereses que hay detrás de la reacción contemporánea son demasiado fuertes para que un «cambio de ideas» los venza. También cabría decir que los modernos movimientos políticos de masas parecen cobrar un impulso sociológico propio que es completamente impermeable a los métodos introspectivos. La primera objeción no puede refutarse del todo sobre la base de las relaciones entre los líderes y las masas, pero ha de considerarse en conexión con las constelaciones que se den en el campo de las políticas de poder propiamente dichas. La segunda objeción política no sería válida en las circunstancias actuales, aunque sería importante en una situación prefascista aguda. Tiende a subestimar el elemento subjetivo en la evolución social y a hacer de la tendencia objetiva un fetiche. El impulso sociológico no puede, ciertamente, hipostasiarse. La suposición de una mentalidad grupal es en buena parte mitológica. Freud señaló de forma muy convincente que las fuerzas que funcionan en los grupos a la manera de un cemento irracional, como las que destacaron autores como Gustave Le Bon, son realmente efectivas en cada individuo que forma parte del grupo, y no pueden considerarse como entidades independientemente de la dinámica psicológica individual.
Como nuestro enfoque hace hincapié principalmente en el nivel psicológico, su crítica psicológica merece una discusión más detallada. Destaquemos el argumento de que no podemos anticipar ningún «efecto de carga de profundidad» de nuestra vacunación. Si nuestra suposición de un potencial de carácter fascista subyacente en armonía preestablecida con los recursos de los agitadores es correcta, no podemos esperar que desacreditando esos recursos se modifiquen sustancialmente actitudes que parecen ser reproducidas, más que engendradas, por las arengas de los agitadores. Mientras no incidamos verdaderamente en la interacción de fuerzas en el inconsciente de nuestros sujetos, nuestro enfoque no dejará de ser racionalista aunque haga de su tema las disposiciones irracionales. Una consideración abstracta de las irracionalidades de uno mismo sin llegar hasta la motivación real de las mismas no funcionaría necesariamente de una manera catártica. Mientras realizábamos nuestros estudios encontramos muchas personas que aun admitiendo que «no deben tener prejuicios» y demostrando tener algún conocimiento del origen de su prejuicio, lo mantenían tercamente. Ni el papel del prejuicio en la constitución psicológica de la persona prejuiciada, ni la fuerza con que éste se resiste deben subestimarse. Pero, aunque estas objeciones denotan una clara limitación de nuestro enfoque, no deben desalentarnos del todo.
Para comenzar en un nivel superficial, la ingenuidad política de gran número de personas —y en modo alguno sólo las que han recibido una pobre educación— es sorprendente. Programas, plataformas y consignas son aceptados tal como se les presentan. Son juzgados según lo que les parece que es un mérito en sí mismo. Aparte de una vaga desconfianza hacia los chanchullos políticos o los burócratas —una desconfianza que, por cierto, es más característica de la personalidad antidemocrática que de su opuesta—, la idea de que los objetivos políticos cubren en gran medida los intereses de quienes los promueven es ajena a muchas personas. Pero aún más ajena les es la idea de que las decisiones políticas de alguien dependen en gran parte de factores subjetivos de los que ese alguien no es consciente. El shock que produce el ser consciente de tal posibilidad puede ayudar a provocar el efecto antes mencionado. Aunque nuestro enfoque no reorganiza el inconsciente de aquellos a quienes esperamos llegar, éste puede revelarles que ellos mismos y su ideología constituyen un problema. Las posibilidades de lograr esto encuentran un apoyo en hechos como el de que el antisemitismo declarado todavía se considera vergonzoso y el de que los que lo toleran lo hacen con alguna mala conciencia y, consiguientemente, se encuentran hasta cierto punto en una situación conflictiva. Pero no cabe ninguna duda de que el paso de una actitud ingenua a otra reflexiva debilita algo su violencia. El elemento de control del ego se refuerza aunque el Ello siga intacto. Una persona que se da cuenta de que el antisemitismo es un problema y de que ser antisemita es más que un problema, será con toda probabilidad menos fanática que alguien que se trague el anzuelo del prejuicio.
La posibilidad de demostrar a los sujetos lo que es y supone su antisemitismo: un problema interno suyo, aumenta con las siguientes consideraciones psicológicas. Como ya se ha mencionado, la persona prejuiciada exterioriza todos los valores; cree tercamente en la importancia fundamental de categorías como naturaleza, salud, conformidad con los usos establecidos, etc. Se muestra totalmente renuente a la introspección y es incapaz de encontrar defecto alguno en sí misma o en aquellos con los que se identifica. Los estudios clínicos no dudan en afirmar que esta actitud es en gran parte una forma de reacción. Aunque perfectamente adaptada al mundo exterior, en un nivel más profundo la persona prejuiciada se siente insegura[38]. El negarse a buscar en uno mismo es ante todo expresión del temor a hacer descubrimientos desagradables. En otras palabras: encubre conflictos subyacentes. Pero como estos conflictos inevitablemente producen sufrimientos, la defensa contra la autorreflexión no está limpia de ambigüedades. Aunque a la persona prejuiciada le cuesta ver su «lado sórdido», espera algún tipo de alivio de un mejor conocimiento de sí misma. La dependencia de muchas personas prejuiciadas de algo que las guíe desde fuera, su disposición a consultar a charlatanes de toda laya, desde el astrólogo hasta el columnista que escribe sobre relaciones humanas, es al menos una parte distorsionada, una expresión exteriorizada, de su deseo de autoconocimiento. Las personas prejuiciadas que al principio se muestran hostiles a las entrevistas psicológicas, muy a menudo parecen encontrar en ellas algún tipo de satisfacción una vez establecen cierta comunicación, por superficial que sea. Este deseo subyacente, que en último análisis es deseo de la verdad misma, podrían satisfacerlo las explicaciones del tipo de las que aquí planteamos. Estas entrevistas podrían proporcionar a las personas prejuiciadas algún alivio y provocar lo que algunos psicólogos denominan «vivencia del ¡ajá!». No debería pasarse por alto el que la base de tal efecto acaso la suministre el placer narcisista que la mayoría de las personas obtienen de situaciones en las que se sienten importantes porque el interés se centra en ellas.
El argumento contrario puede señalar el hecho indiscutible de que esas personas necesitan defender su prejuicio, pues éste cumple muchas funciones, desde la seudointelectual de proporcionar fórmulas fáciles, amables, con las que explicar todos los males del mundo, hasta la de crear un objeto de catexis negativa, un catalizador de la agresividad. Si hay que considerar a la persona prejuiciada como síndrome de un carácter, no parece probable que de algún modo ceda la persistencia en su fijación, la cual viene determinada por su estructura interior más que por la fijación. Esta observación, empero, contiene un elemento que va más allá de toda crítica fundada a nuestro enfoque. No es tanto la fijación en sí, cuanto la persona prejuiciada, lo que en el estudio del prejuicio verdaderamente cuenta. Si, como a veces se ha dicho, el antisemitismo tiene bien poco que ver con los judíos, el acento no debe recaer en la fijación de la persona prejuiciada en los objetos de su prejuicio. La rigidez del prejuicio, es decir, la existencia de ciertas manchas ciegas en la mente de la persona prejuiciada que son inaccesibles a la dialéctica de la experiencia vital, es indudable. Pero esta rigidez afecta a la relación entre el sujeto y el objeto de su odio, más que a la elección del objeto o a la obstinación con que ésta se mantiene. En realidad, quienes están rígidamente prejuiciados muestran cierta movilidad respecto a la elección del objeto de odio[39]. Esto se ha visto confirmado en varios casos estudiados en el Research Project on Social Discrimination. Por ejemplo, personas en las que se apreciaba claramente el síndrome del carácter fascista parecían dispuestas —por algunas extrañas razones, como la de estar casado con una judía— a sustituir a los judíos como objeto de odio por otro grupo más o menos sorprendente, como los armenios o los griegos. En la persona prejuiciada, el impulso instintivo es tan fuerte, y su relación con el objeto, su capacidad para crear algún vínculo real con el mismo, independientemente de que sea amado u odiado, de tan problemática naturaleza, que la persona ni siquiera puede ser fiel al enemigo elegido. El mecanismo proyectivo a que está sujeta puede cambiar de objeto conforme al principio de menor resistencia y según las oportunidades que a la persona ofrece la situación en que se encuentra. Cabe esperar que nuestro manual quizá cree una situación psicológica en la que la catexis negativa en relación con los judíos se disuelva. Naturalmente, esto no debe malentenderse en el sentido manipulador de que se admita la sustitución en la mente antisemita de los judíos por cualquier otro grupo como objeto de odio. Pero la vaguedad, la arbitrariedad y la accidentalidad del objeto elegido per se puede mudarse en una fuerza que podría hacer dudar a los sujetos de su ideología. Si aprenden lo poco que importa a quiénes odian con tal de odiar, su ego podría dejar de fijarse en aquellos a los que odian y, consecuentemente, la intensidad de la agresividad disminuir.
Nuestra intención es usar la movilidad del prejuicio para derrotarlo. Nuestro enfoque podría cambiar la indignación de la persona prejuiciada contra un objeto realmente adecuado: los recursos del agitador y lo espurio de la manipulación fascista propiamente dicha. Sobre la base de nuestras explicaciones no sería demasiado difícil hacer conscientes a los sujetos de las malas artes y la insinceridad de las técnicas de la propaganda antidemocrática. Lo importante en este respecto no es tanto la falsedad objetiva de las manifestaciones contra los judíos cuanto el desprecio implícito por aquellos a los que la propaganda fascista señala, cuyas debilidades son sistemáticamente explotadas. En este punto, las fuerzas psicológicas de resistencia pueden actuar contra el antidemocratismo antes que contra el esclarecimiento de la verdad. Al menos entre todos los que son caracteres potencialmente fascistas, nadie quiere ser tratado como un imbécil, y eso es precisamente lo que el agitador hace cuando dice a su audiencia que los imbéciles son los judíos, los banqueros, los burócratas y otras «fuerzas siniestras». Nuestro enfoque puede revitalizar en este campo particular la tradición americana del common sense y la sales resistance si se tiene en cuenta que, en este país, el autoproclamado Führer no es en muchos respectos sino un voceador con pretensiones.
Hay un área específica en la que la explotación psicológica, una vez puesta al descubierto, actúa como un bumerán. El agitador generalmente se presenta como un pequeño gran hombre, como una persona que, a pesar de su exaltado idealismo y su incansable vigilancia, es uno más del pueblo, un vecino, alguien que está cerca de los corazones del pueblo llano; él lo reconforta con su simpatía condescendiente y crea un ambiente de calidez y compañerismo. Esta técnica, que, dicho sea de paso, es mucho más característica del escenario americano que de los racionalizados mítines de masas de los nazis, va dirigida a una condición específica complementaria de nuestra sociedad altamente industrializada. Es el fenómeno que, en la esfera de la cultura de masas, se conoce como «nostalgia». Cuanto más perturban la tecnificación y la especialización las relaciones humanas directas, asociadas a la familia, el taller y el pequeño empresario, tanto más anhelan los átomos sociales que forman las nuevas colectividades un refugio, una seguridad económica y lo que el psicoanalista llamaría un regreso a la situación de la vida en el seno materno. Parece que una parte considerable de fascistas fanáticos —el llamado lunatic fringe— se compone de aquellos individuos en cuya psicología la nostalgia desempeña un papel particularmente importante —individuos solitarios, aislados y diversamente frustrados—. El agitador intenta astutamente ganarse su apoyo presentándose como su vecino. Un motivo verdaderamente humano, cual es el deseo de espontaneidad, de relación auténtica, de amor, es aprovechado por los fríos promotores de lo inhumano. El propio hecho de que la gente padezca la manipulación universal es utilizado para la manipulación. Los sentimientos más sinceros de la gente son pervertidos y satisfechos por lo que es una estafa. Pero, aunque momentáneamente se sea víctima de ella, los deseos implicados son tan profundos, que ninguna farsa puede satisfacerlos. Tratados como niños, los individuos reaccionarán como niños que comprenden que el tío que les habla como a niños sólo busca congraciarse con ellos por otros motivos. Gracias a estas experiencias, la energía inherente a sus anhelos puede finalmente volverse contra su explotación.
El manual comienza describiendo la diferencia entre el orador político y diversas clases de agitadores, y a continuación ofrece unos cuantos criterios para reconocer al agitador. Además discute los recursos a los que la técnica del agitador puede reducirse y explica cómo actúan y en qué consiste su particular atractivo para los oyentes.
Héroe mártir. El propósito principal del agitador es despertar nuestro interés humano por él. Nos cuenta que es un hombre solitario, independiente, que lo sacrifica todo a su causa y vive modestamente. Repite que no está respaldado por gente adinerada ni por ninguna clase de poder. Está particularmente ansioso por hacernos creer que no es un político, sino que se mantiene a distancia de la política y que de algún modo está por encima de ella.
Aparentar soledad es una fácil manera de ganar nuestra simpatía. La vida de hoy es dura, fría y complicada, y todo el mundo está de alguna manera solo. Y esto el agitador lo explota. Insistiendo en su aislamiento aparece como uno de nosotros, que sufre a causa de las mismas cosas que nos hacen sufrir a nosotros. Pero en realidad no está solo en absoluto. Es un hombre con sus buenas relaciones, y alardeará de ellas a la menor oportunidad. Luego nos leerá la carta de ese senador que elogia su fervor patriótico.
Constantemente habla como un vendedor, pero quiere que creamos que no pretende vendernos nada. Teme nuestra sales resistance y, consiguientemente, nos martillea la cabeza con la idea de que él es un alma noble, mientras que otros tratan de volvernos estúpidos. Como astuto publicitario que es, explota nuestra desconfianza respecto a la publicidad.
Sabe que hemos oído hablar del crimen organizado y de la corrupción, y utiliza nuestra aversión a tales cosas para sus fines políticos. Él es el verdadero mafioso de la política, con sus lugartenientes, guardaespaldas, oscuros intereses financieros y demás turbiedades. Él constantemente grita «¡Detengan al ladrón!».
Hay una razón más por la que juega al lobo solitario. Se presenta como alguien necesitado para que hagamos algo por él y nos sintamos orgullosos de hacerlo. En realidad somos nosotros los pobres hombres. Mientras intenta halagar nuestra vanidad sugiriéndonos que todo depende de que acudamos en su ayuda, en realidad sólo desea que seamos sus seguidores, que digamos amén a todo lo que afirma, que actuemos automáticamente de acuerdo con sus órdenes.
Si ustedes supieran… Las alocuciones del demagogo están salpicadas de insinuaciones sobre oscuros secretos, escándalos intolerables y crímenes indecibles. En vez de discutir con naturalidad una cuestión social o política, culpa a personas perversas de todos los males que sufrimos. En sus acusaciones suelen figurar la intriga, la corrupción o el sexo. Se presenta como el ciudadano indignado que quiere limpiar el país y promete revelaciones sensacionales. Esta promesa es a veces seguida de historias fantásticas de carácter espeluznante. Pero, como frecuentemente hace, no cumple su promesa, dando a entender que sus secretos son demasiado espantosos para contarlos en público, y que sus oyentes de algún modo ya saben a qué se refiere. Ambas técnicas, la de la actuación y la de negarse a hacer revelaciones, actúan a su favor.
Cuando cuenta todo el cuento, proporciona a sus oyentes la clase de satisfacciones que ellos encuentran en columnas dedicadas a los chismes y periódicos sensacionalistas, sólo que con colores mucho más vivos. Mucha gente no se aparta cuando aquéllos despiden sus fétidas emanaciones, sino que respira con avidez el aire pestilente, olfatea el hedor y pretende averiguar de dónde viene al tiempo que se queja de lo espantoso que es. No hay duda de que esa gente, aunque acaso no lo sepa, disfruta de esa hediondez. Y es a esta extendida disposición a la que el chismoso agitador recurre. Moraliza sobre los vicios y los crímenes de otros, y así satisface la curiosidad de sus oyentes y alivia el hastío de sus insulsas vidas. Éstos frecuentemente envidian a aquellos que supuestamente hacen cosas que ellos mismos harían en secreto. Al mismo tiempo, el demagogo les despierta un sentimiento de superioridad.
Cuando no cuenta el cuento, sino que simplemente transmite a los oyentes vagas insinuaciones, hace que en ellos despierten las fantasías más febriles. Pueden imaginar lo que quieran. Pero el agitador se presenta como alguien que sabe, que tiene toda la información y que un día la revelará en toda su demoledora evidencia. Mas también sugiere que no tiene necesidad de revelársela. De todos modos, los oyentes ya la conocen, y además sería demasiado peligroso decir ciertas cosas en público. Siempre trata a sus oyentes como si confiaran en él, como si fuesen ya miembros de su grupo, y el secreto no revelado los ata aún más fuertemente a él.
Naturalmente, sus oyentes jamás se atreverían a cometer actos como los que él imputa a sus enemigos. Cuanto menos pueden satisfacer deseos exagerados de lujo o de placer, tanto más furiosamente se vuelven contra quienes, según ellos imaginan, comen de la fruta prohibida. Quieren «castigar a los bastardos». Tales son los estados anímicos que el agitador cultiva. Mientras ofrece jugosas descripciones de las orgías con champán y bailarinas de Hollywood, celebradas por políticos de Washington y banqueros de Wall Street, promete que llegará el día del Juicio, en el que, en nombre de la decencia, él y su multitud llevarán a cabo una buena y justa purga.
1949