Oswald Spengler, Der Mensch und die Technik. Beitrag zu einer Philosophie des Lebens
[El hombre y la técnica. Contribución a una filosofía de la vida], Múnich, C. H. Beck, 1931
El opúsculo, desarrollado con ese pathos ruidosamente caudaloso con el cual, desde Nietzsche, las reflexiones filosóficas en torno a la cultura cuidan su apariencia de primigenidad, se presenta en verdad como proyecto de una dialéctica antropológica de la naturaleza, una más de las que una y otra vez se han ensayado desde la Ilustración hasta Engels. Pero las categorías de las que aquí brota la dialéctica, y que son envueltas por la dialéctica, no son sino las nietzscheanas. Los idealistas que repudian el problema de la técnica por ser espiritualmente inferior, son ajenos a la realidad, y los materialistas que se preguntan por las ventajas de la técnica bizquean. El medio legítimo de conocimiento es el «tacto fisiognómico» (p. 6): Spengler es heredero del viejo concepto de intuición en el que los filósofos de la vida hacen que se disuelva la pregunta por lo verdadero y lo falso. A diferencia de cualquier otra cosa de la vida, el tacto no tiene nada que ver con lo pequeño, sino únicamente con lo grande: el destino, que es lo que con más tacto uno trata cuando lo acepta (cfr. p. 13). El ritmo de este destino lo establece esta frase: «Pues el hombre es un animal de rapiña» (p. 14); animal de rapiña, se sobreentiende, según el alma, pues Spengler es todo menos un materialista, pero animal de rapiña por naturaleza y de parte a parte. Su vida —desde luego no sólo la vida anímica— consiste en matar (p. 16). Porque lo que distingue al hombre es la libertad para matar, el tacto fisiognómico encuentra que el animal de rapiña es «la forma suprema de la vida en libre movimiento» (p. 17). Una ontología de los órganos de los sentidos viene aquí en auxilio del autor: la nariz es el órgano de defensa, pero en el animal de rapiña y en el hombre, el ojo es también órgano de ataque (cfr. p. 19). El alma humana, que ocasionalmente Spengler llama sencillamente «chispa divina» (p. 20), se constituye como tal por el distanciamiento respecto a la especie, que de alguna manera es ya efectivo en la mirada vigilante, sin que quede claro por qué entonces las panteras no son partícipes del don de la soledad nietzscheano-spengleriana. La técnica es, por tanto, la táctica vital del animal de rapiña imaginativo e independiente de lo que constituye su especie. Y antropológicamente remite a la mano: mano y herramienta —y, por tanto, técnica— están en el origen (p. 28). En la táctica, posibilitada por la naturaleza, de combinar mano, ojo y herramienta, el hombre se constituye en antítesis de la naturaleza: «Se le ha arrebatado a la naturaleza la prerrogativa de crear» (p. 35). Con ello comienza para Spengler, y no en balde se emplea en este punto una categoría estética en vez de histórico-filosófica, la «tragedia del hombre, pues la naturaleza es más fuerte» (p. 35). El ser-para-sí del hombre viene representado en el segundo nivel: segundo nivel en la historia del ser humano histórico, y no de la sociedad: hablar y concebir empresas son, en cuanto antítesis de la mano y la herramienta, los signos de ese segundo nivel. El alma promueve puramente desde sí la transición de una vida orgánica a otra vida orgánica, y de ese modo al Estado (p. 53). Sigue la síntesis como catástrofe. La verdad es que un tanto vaga y general: la técnica, originalmente táctica, forma de comportamiento, según Spengler, es absolutizada sin que se plantee siquiera la cuestión de si la independización de la técnica respecto a su uso social no podría corregirse mediante una transformación de la estructura social. Spengler neutraliza toda crítica a la falsa función de la técnica con una mitología de la técnica que sigue adorando a los fetiches después de haberse reconocido su carácter de fetiches: «Como en un tiempo el microcosmos hombre se rebeló contra la naturaleza, ahora el microcosmos máquina lo hace contra el hombre nórdico. El señor del mundo se convierte en esclavo de la máquina» (p. 75). De forma consecuentemente mítica habla Spengler de la «profanación y perdición del hombre fáustico» (p. 75) y profetiza la inminente decadencia de la técnica occidental, que habrá de caer en el olvido porque para las almas no fáusticas que vendrán «la técnica fáustica no es una necesidad interior» (p. 87), aunque, según el mismo Spengler, «los japoneses […] se hicieron en 30 años técnicos expertos de primer orden» (p. 86). A los occidentales no les quedará más que la actitud trágica y heroica.
Una breve reseña no es lugar para hacer una crítica. Pero se pueden entresacar algunas frases de Spengler que hablan por sí solas: «Pero ahora, y desde el siglo XVIII, innúmeras “manos” trabajan en cosas de cuya función real en la vida, la propia incluida, nada saben ya, y en cuyas ventajas no tienen la menor participación» (p. 74). Esto es cierto, aunque en otra parte lo formula más agudamente. ¿Pero cómo interpreta Spengler la forma de la mercancía? «Una desolación anímica se propaga, una desalentadora uniformidad sin alturas ni profundidades, cunde la irritación» —¿contra quién?— «contra la vida de los dotados, de los creadores natos» (p. 74). Pero los creadores natos son actualmente para él los empresarios capitalistas, que el destino puso, benévolo, en el lugar que ocupan: «El exiguo grupo de los conductores natos, de los empresarios e inventores, vence a la naturaleza […]» (p. 72). Hay «quien por naturaleza tiende a mandar y quien por naturaleza tiende a obedecer» (p. 50), y en la teodicea de los nobles rige este principio: «Sólo los niños creen que el rey se va a la cama con su corona, y tipos subhumanos de las grandes urbes, marxistas y literatos creen algo parecido de los conductores de la economía» (p. 51). No se revela qué clase de hombres considera aún hoy a los empresarios capitalistas como los agraciados conductores que la naturaleza ha tenido a bien engendrar. Pero la frase al menos no deja duda respecto a las formas de relación interhumana que aquí favorece el tacto fisiognómico y a la confirmación concreta que la tesis de que el hombre es un animal de rapiña puede encontrar en la propia filosofía de Spengler.
1932