Sobre el estudio de la filosofía
- Que quien va a estudiar filosofía no sepa cómo empezar; que no encuentre ningún plan de estudios ordenado; que categorías pedagógicas como las de principiante y avanzado tan poco le ayuden a orientarse es no tanto señal de una organización y una disciplina defectuosas en la materia, cuanto expresión de que la filosofía no constituye propiamente ninguna especialización que pueda prepararse y transmitirse de manera progresiva. No es sólo que las filosofías históricamente separadas, y aun las simultáneas, tanto difieran entre sí, que su presentación en un sistema enseñable resulte imposible o aboque a la más flaca abstracción. Es que, además, los propios conceptos, tácitamente aceptados por efecto de la exigencia de un progresar de lo fácil a lo difícil, son, sin excepción, problemáticos: están sujetos a la crítica filosófica. No hay en absoluto filosofías fáciles y difíciles; textos de factura sencilla, que exponen contenidos en un lenguaje semejante al corriente, ocultan en ocasiones el más intenso esfuerzo del pensamiento, mientras que, inversamente, otros revestidos de particular terminología exponen el pensamiento más fácil que principio alguno ha generado. Por otra parte, la idea de que es necesario partir de un principio sencillo y cierto, sobre el cual se erija con total transparencia todo lo demás, prejuzga ya la decisión sobre cuestiones que sólo pueden dirimirse en la filosofía misma. La idea de la ausencia de supuestos es, decididamente, un fantasma, y ninguna filosofía la ha hecho jamás efectiva. Quien quiera introducirse en la filosofía, debe dejar fuera la ausencia de supuestos. No azarosamente normas aparentemente convincentes, como la claridad, la precisión, la demostración completa, la reducción de lo complejo a lo elemental, la integridad y la unidad deductiva son sedimentos de una filosofía histórica, del método cartesiano. Quien confíe ciegamente en él, está cerrando el camino a la reflexión sobre el objeto de su interés. Pero renunciar a esas normas e ir a la caza del origen significa extraviarse aún más en una situación dogmática. Todos los muy comprensibles desiderata con que la conciencia ingenua entra en la filosofía suponen que el objeto de la misma se agota en el orden conceptual de esa conciencia y que, por tanto, la representación del objeto de la filosofía se corresponde con una jerarquía conceptual: la filosofía consiste precisamente en reflexionar sobre ella. Ante la filosofía no cabe, en suma, sino darse a ella sin creer en ninguna autoridad, mas también sin anteponerle pretensiones fijas, y ser, con todo, dueño del propio pensamiento. Por algo no hay instrucciones al respecto, sino sólo modestas indicaciones.
- Quien quiera entender una filosofía, debe primero concederle algo. En las ciencias esto se sobreentiende, pero entre los que estudian filosofía, justamente los más honrados tienden a rehusar esta exigencia. Pero no existe ningún pensamiento que no contenga elementos que a éste le es imposible fundamentar o resolver, o, al menos: cuya legitimación no se opere en el todo antes que en el comienzo; y es dudoso que las filosofías más verdaderas sean aquellas en las que las cuentas mejor salen, las más libres de contradicciones. Si no se concede de entrada a Kant que el conocimiento no consiste propiamente sino en estas relaciones sujetas a leyes y tiene por criterio la universalidad y la necesidad, y que, por otra parte, las ciencias de la naturaleza que emplean la matemática de hecho contienen ese conocimiento, no se entenderá el sistema kantiano; pero quien ya lo ha entendido sabrá por qué la universalidad de las leyes ocupa en él ese puesto central. El estudio de la filosofía requiere, pues, una particular paciencia: la filosofía sólo se abre a un entendimiento que no pretende entenderlo todo a cada momento.
- Prácticamente, esto no significa sino que lo mejor que puede hacerse es escoger un texto filosófico por el que se sienta atracción y leerlo aunque al principio no se entienda todo lo que dice. Muchas cosas acaban entendiéndose a base de insistencia. Cuando se ama, se comprende. La inteligencia no es una facultad aparte del alma, sino que está trabada con lo que a uno lo mueve, lo que uno quiere. La perseverancia del pensamiento va más allá de todo lo que la llamada formación proporciona. Al sociólogo americano Veblen se le preguntó una vez cómo había aprendido tantos idiomas, y respondió que se quedaba mirando cada palabra hasta que su significado súbitamente se encendía; éste es todo un modelo de la actitud filosófica: entender la idea entera abismándose en sus aspectos particulares, y no sólo en el concepto establecido. Es frecuente que el principiante que se resiste a ello se escude en el reproche de lenguaje oscuro. Pero la cantidad de términos que en filosofía hay que conocer es modesta, la mayoría de ellos los explica cualquier diccionario, y su diferencia específica se deduce únicamente del texto que se lee. Pero cuando la insistencia no basta, es preferible seguir leyendo: la mayoría de las veces lo oscuro se aclara echando la vista atrás. Es necesario preservarse de las representaciones estáticas del entendimiento. En los textos filosóficos no hay significados fijos y cosificados, sino significados que, semejantes en esto a las obras de arte, actúan como campos de fuerzas y son en principio inagotables; cuanto mejor se los conoce, más dan de sí, y la lectura repetida es indispensable. Nietzsche, que deseaba para él los lectores más perspicaces, al mismo tiempo valoraba a los capaces de rumiar, y ello no es una de esas contradicciones que la pedantería suele colgarle, sino que refleja exactamente la tensión en que se halla quien sabe hacerse dueño de la filosofía: la tensión entre la más lúcida concentración en el instante y la práctica lenta y a menudo no tan consciente.
- No es nada malo no entender una cosa, y nadie tiene que avergonzarse de ello en un mundo que escatima y socava, por dentro y por fuera, las energías que la concentración reclama y de las que la filosofía, oficio arcaico en él, enteramente depende. Sí es malo no advertir que algo no se entiende. La filosofía misma induce a sustituir la comprensión por el efecto mágico de las palabras. En ella es imperativo poner máxima atención: hay que tomar nota de lo que no se entiende, reflexionar sobre ello y preguntar en vez de tomar los pasajes nebulosos por revelaciones del cielo mismo de las ideas. Es bueno dejar reposar esos pasajes durante unos días, olvidarlos y luego volver sobre ellos. A menudo se los introduce a la fuerza en el propio campo asociativo y, de ese modo, se les impide decir lo que ellos mismos quieren decir, mientras que, cuando se los visita de nuevo, se muestran diferentes y ya transparentes. En Kant, por ejemplo, las dificultades a veces provienen de la arquitectónica, y no del tema; no hay que dejarse amilanar por ello, sino orientarse en el orden mayor de las ideas. En filosofía no existe sólo el peligro de lo vago, lo indefinido y lo demasiado distanciado de lo específico, sino también el de lo demasiado claro. Quien quiera aprender volviendo a producir lo que quiere aprender debe siempre añadir al rigor un momento de liberalidad. En la filosofía todo es literal, mas no del todo literal.
- No es ninguna vergüenza no entender algo, pero no hay que enorgullecerse de ello. La frase de Lichtenberg que dice que cuando una cabeza choca con un libro y suena a hueco la culpa no es siempre del libro será siempre válida, aunque últimamente se haya extendido la tendencia a considerar inútil lo que no se entiende. La comunicación no es un criterio de la filosofía, sino un tema suyo. Conceptos como los de lo místico, la intuición, la irracionalidad, cuando no se dirigen contra lo falso, sino sólo contra lo no corriente y lo que resulta fatigoso, no favorecen a la razón, sino al oscurantismo, aunque alardeen de un carácter perfectamente científico. Las declaraciones del viejo Kant contra la filosofía popular de su época, cuyos herederos hoy se presentan farisaicamente como guardianes de la honradez y la sensatez, no han perdido actualidad: «La impresión y encuadernación de libros no constituye un oficio secundario en una comunidad ya muy adelantada en lo que a la cultura se refiere: donde la lectura se ha convertido poco menos que en una necesidad universal e irrenunciable. – Pero esta parte de la industria se torna en un país excesiva cuando toma carácter fabril; lo cual sólo puede suceder cuando hay editores en condiciones de juzgar el gusto del público y pagar la experiencia de cada fabricante que se les ofrezca. – Pero el editor no necesita tener en cuenta el contenido y el valor de la mecancía que produce para mantener su editorial en plena actividad, aunque sí el mercado en que se ponen en activa circulación, y el capricho del día que satisfacen, los efímeros productos salidos de las prensas, los cuales pueden encontrar rápida, aunque no duradera, salida».
- Hace casi 200 años que la gran filosofía terminó con la dictadura de las definiciones verbales, las cuales, herencia secularizada de la escolástica, dominaban todavía en la metafísica racionalista. Filosofar críticamente consiste esencialmente en no sacar conclusiones a partir de meros conceptos, sino en examinar las relaciones básicas entre los conceptos y aquello a que éstos se refieren. La crítica kantiana de la prueba ontológica de la existencia de Dios marca la quiebra de aquella intención en la filosofía alemana, y Hegel, en quien tantos motivos kantianos reviven, puso de relieve en la parte tercera de su Lógica la exterioridad del proceder definitorio (WW ed. de Glockner, vol. 5, pp. 289 ss., esp. p. 293). La lógica corriente de la ciencia lo ha olvidado: desde que las ciencias fatalmente se separaron de la filosofía ha renacido en ellas la creencia en las definiciones, la cual se confunde con la exigencia de rigor y claridad. De ahí que quien ha recibido una formación científica tan frecuentemente traslade a la filosofía una necesidad de definiciones como las que hace unos 300 años figuraban al comienzo de la Ética de Spinoza, y se sienta decepcionado cuando se le niegan. En esto lo apoyan tendencias del positivismo contemporáneo que trasladan directamente el proceder científico a la filosofía, cuando lo que la relación entre ciencia y filosofía precisa es la autorreflexión. No por casualidad donde mejor se acomodan las definiciones es dentro de «materias». Éstas se refieren en todos los casos a objetos ya constituidos, al vaciado cosificado del molde de la intelección viva ya realizada, mientras que lo propio de la filosofía es no obedecer las reglas de juego de la conciencia cosificada, sino volver a fundir las formas conceptuales solidificadas. Esto no consagra ninguna arbitrariedad improvisadora, sino más bien una libertad intelectual que retiene los conceptos sin comprometerse con ellos, y esto es lo más difícil de entender, pues supone la unidad de rigor y fantasía. La virtud suprema de la filosofía es el coraje cívico intelectual. Nunca debe buscar el abrigo de lo ya establecido, como lo es lo sedimentado en las definiciones. La renuncia a hacerlo puede verse finalmente recompensada incluso con definiciones. Pero sólo la filosofía desarrollada puede enderezarse a la doctrina.
- Los requisitos de conceder algo y tener paciencia son exigibles a quien aún no conoce la filosofía, pero también tienen su lado cuestionable. Pueden inducir a tomar la filosofía como ciencia especializada, como rama del conocimiento, y, a través del reconocimiento de su particularidad, a abandonar toda firmeza y autonomía. Si, atraídos por una idea de una fuerza casi irresistible, tal la hegeliana de que el Todo es lo verdadero, queremos estar seguros de ella, seguros de ese Todo, y para ello arrinconamos las innumerables objeciones a que da lugar cuanto esa idea envuelve, nada nos costará identificar, una vez nos es mentalmente presente ese Todo, la satisfacción de concebirlo con la verdad. Hegel nos pone aquí en situación de tener que elegir entre la renuncia a nosotros mismos y la renuncia a comprender. Enfrentarse a estas aporías requiere presencia de ánimo: es necesario pensar al mismo tiempo en el Todo y en el instante, en la precisión de la tesis y su relevancia en la construcción; hemos de saber estar al mismo tiempo dentro de la cosa, a ella entregados, y fuera de la cosa, de ella críticamente distanciados. A esta máxima pueda quizá traducirse la chocante tesis de la Fenomenología de Hegel, según la cual el movimiento dialéctico tiene lugar tanto en el interior del objeto como en la conciencia que lo considera. La emoción filosófica supone movilidad: no dejarse atontar, no atontarse uno mismo. Actualmente, el control del pensamiento consigue que uno se prohíba, con gesto de responsabilidad por cada frase, toda especulación y, justamente donde ésta no sería inoportuna, aparecer más encogido y limitado de lo que ya se está en cualquier otro orden de la existencia empírica. Pero el espíritu filosófico desearía que, aun en la reflexión sobre los temas aparentemente más especiales de la lógica y la teoría del conocimiento, se dejase actuar a todas las fuerzas de la experiencia vital adquiridas fuera de la división del trabajo: en esa capacidad para hacerlo radica la categoría de Hegel y de Nietzsche, y quien la tiene atrofiada, habrá de resignarse a ser un mero experto. Hasta la fidelidad filológica es mero sucedáneo de esa cualidad. Los preparativos hermenéuticos no pueden aplazar la pregunta por la verdad si no se quiere que ésta acabe olvidada. Quien filosofa no debe, pues, darle todo a la filosofía, y hasta puede, si quiere, no darle nada. La absoluta franqueza del pensamiento emparejada con la fuerza irreprimible del juicio resonaba potente cuando los filósofos atribuían al espíritu la paradójica capacidad de la receptividad espontánea.
- Parece difícil de desarraigar la idea de que, como en el pensamiento filosófico no se aprecia un progreso claro y convincente como el que se da en las ciencias, la filosofía simplemente presenta un muestrario de sistemas, cada uno de los cuales ofrecería una explicación del mundo más o menos plausible y satisfactoria, y del que uno puede escoger el más consonante con su carácter intelectual. Esta idea es en gran medida responsable de que la filosofía se haya degradado a Weltanschauung neutralizada y carente de todo compromiso. La tensión entre filosofía y ciencia degenera en exención de la obligación que el conocimiento tiene con la verdad; la filosofía debe adaptarse al particular conocimiento de cada particular, que confunde la libertad del pensamiento con la esfera reservada de las ocurrencias y del pensar lo que a uno le viene en gana. Esta actitud ante la filosofía, que es la que hizo posible que los contenidos de las proclamas nacionalsocialistas hallaran adeptos, es relativista aunque el contenido de la filosofía escogida en función del punto de vista sea absolutista. Optar por una filosofía con determinadas vinculaciones por consideraciones político-culturales, porque esas vinculaciones son provechosas, refuerza el subjetivismo que quien la escoge precisamente se imagina superar. Que a partir de Kant, y sobre todo de Hegel, hubiera filósofos que no sólo ridiculizaron el pensamiento reducido al punto de vista, sino que además estuvieron convencidos de su limitación y unilateralidad; que expusieron en la historia de la filosofía los problemas de la misma que excedían la unidad de sus sistemas, es algo que rebota impotente en aquellos que quieren algo firme y no se sienten felices si no pueden enrolarse en una escuela aprobada. Esto viene propiciado por la inclinación, últimamente acentuada, a subsumir todo fenómeno bajo un concepto genérico; quienes tienen tal inclinación, con gusto se presentan a sí mismos como exponentes de un lema perfecto y acabado y hablan la jerga estremecida del encuentro con la Nada o con el Ser. Ello suscita la cuestión, en este último año repetida ad nauseam, de si Kant aún es actual, de si aún tiene algo que decirnos, o más bien decirles a ellos, como si Kant tuviese que adaptarse a las necesidades intelectuales de una humanidad preparada por el cine y las revistas ilustradas y como si esta humanidad no tuviera primero que renunciar a las queridas costumbres que le vienen impuestas antes de atreverse a dictaminar sobre la vitalidad del que escribiera el tratado sobre la paz perpetua. Todos están siempre preparados para soltar la frase «desde mi punto de vista». Al conceder, conciliadores, la posibilidad de otro punto de vista, al mismo tiempo se arrogan desvergonzadamente el derecho a defender cualquier absurdo simplemente porque tienen ese punto de vista y cada cual puede tener el suyo: parodia del momento liberal del pensamiento. El concepto de estilo intelectual, importado de la historia del arte por atareados sociólogos, no sirve para nada. Reduce la sustancia histórica de Leibniz a la supuesta semejanza de su doctrina con las largas pelucas y se desentiende de la relación del pensamiento con la objetividad. Ya en el arte, el concepto de estilo casi siempre engaña sobre el impulso inmanente a la cosa; en la filosofía, el estilo literario de un escritor puede ciertamente revelar la verdad de su doctrina, pero no así su estilo de pensamiento, que reduce de antemano la verdad al momento subjetivo del pensamiento. La tarea de la filosofía no es adoptar un punto de vista, sino liquidar los puntos de vista.
- Es propio de la filosofía reducida a punto de vista el momento de exclusión. Éste se intensifica con la conciencia de la contingencia del propio punto de vista. Éste es mi punto de vista quiere siempre decir: no puedo tolerar otros. El espíritu que teme perderse en su propia arbitrariedad y contingencia se expande hasta abarcar la totalidad. Ello afecta a la relación con la filosofía: la idea que es rica y fértil en la medida en que encierra en sí las energías de lo contradictorio se rebaja a la mezquina alternativa del pro y el contra. Inquietos esperan algunos estudiantes enterarse de cuál es el partido que tomará el docente, se agitan cuando oyen una palabra afirmativa o polémica, y prefieren la posición a la reflexión. Es recomendable el máximo cuidado frente a toda falsificación del matiz filosófico, en el que casi siempre se esconde lo más importante, la diferencia específica. La necesidad sobrevalorada de tomar apuntes reduce lo expuesto a tesis y omite como cosa accesoria, ornamental, aquello en lo que la idea propiamente vive, y ello cuando no se siente rencor contra reflexiones que niegan o superan la tesis. La dialéctica como escuela de filósofos debe estar todavía permitida, pero el pensamiento que de hecho procede libremente de manera dialéctica causa irritación, y a veces sencillamente dificulta la preparación del examen. Pero precisamente el juramento de defender la tesis, la esperanza de que se le diga a uno claramente lo que debe pensar, y a ser posible hacer, es algo en sí antifilosófico, esencialmente enemigo del espíritu. Pues la filosofía no se aquieta en nada heterónomo. Ella permanece en la mediación por el espíritu pensante y no acepta nada como resultado definitivo. Quede así circunscrita la más fatal de las dificultades a que hoy se enfrenta quien filosofa. Las transformaciones que socialmente se perfilan, y que penetran hasta en la antropología, trastornan en los individuos mismos la idea de su autonomía; demasiado débiles para ser aún cada uno de ellos un yo, demasiado precavidos ante las desventajas de aquellos a quienes ven obstaculizados por una intensa conciencia de su yo, hambrientos de los premios que un yo débil puede esperar, son incontables los dispuestos a olvidar lo mejor, lo que los hace verdaderos sujetos, y ponerse en manos de lo que ellos mismos declaran orgullosos que es su ideología. La filosofía no se halla segura frente a esta disposición, por muy en contra de la cual vayan sus programas. Muchos ingenuos la ven todavía como aquello a que ha sido degradada en la época de su mayor envilecimiento: como adiestramiento. A los que buscan en ella más que método y lógica de la ciencia se les ofrece como sucedáneo de la religión. A ninguno de los indecisos a los que la época ya no proporciona un guía que les muestre lo que sucede con los guías se les puede reprochar falta o debilidad de espíritu. Pero quien quiera acercarse a la filosofía debe deshacerse de la ilusión autoritaria que hoy oscurece las ideas no menos que el mundo.
1955